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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 11 de enero de 1975

 

Excelentísimos y queridos señores,

Agradecemos vivamente a los ilustres miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede su presencia y la deferente felicitación que, por medio de su excelentísimo decano, han querido expresarnos hoy, en los umbrales del nuevo año que la Providencia nos ha concedido comenzar. Correspondemos cordialmente con nuestros mejores deseos para cada uno de vosotros, para vuestras familias, los Jefes de Estado y todos los pueblos que representáis.

Vuestro elocuente intérprete ha querido subrayar, con riqueza de palabras y reflexiones, el alto simbolismo – uno de los simbolismos del rito de apertura de la Puerta Santa que hemos tenido la dicha de realizar en la noche de Navidad, con la asistencia también de los representantes de los Estados que mantienen relaciones oficiales con esta Sede Apostólica.

Acontecimiento de carácter religioso, cuya finalidad era recordar al mundo católico, y también a todos los hombres sensibles a los valores espirituales y morales, que el mensaje cristiano tiene en común, bajo muchos aspectos, con las otras confesiones religiosas, el deber de la renovación interior y de la reconciliación: ante todo con Dios, en la intimidad del propio corazón y de la propia conciencia; y, después, corno consecuencia inevitable y a la vez también como condición necesaria, con todos nuestros hermanos, en la vida y en las relaciones sociales.

Por eso mismo esta llamada de índole religiosa, ¿cómo no va a tener también influencia en la vida y en las relaciones de la gran familia de pueblos que vosotros nos hacéis en estos momentos como idealmente presente?

El mensaje de reconciliación que la Iglesia católica dirige a la humanidad en este Año Santo nos parece incluso de particularísima importancia precisamente para la comunidad internacional, no menos que para las gentes que conviven en las diversas comunidades nacionales y para los grupos en los que ellas se dividen.

No os ocultaremos, excelencias y queridos señores, que nuestra mirada no puede hoy posarse, sin creciente preocupación, sobre las evoluciones de una situación mundial que, tal como se presenta a nosotros y a otros muchos, parece que se va deteriorando gradualmente hasta hacer hablar a algunos de un paso, ya en curso, de una fase de «postguerra» a una fase de «preguerra».

Es ésta una perspectiva que, si llegara a mostrarse de acuerdo con la realidad, no tendríamos necesidad de subrayar ante vosotros, expertos en estos problemas, su temible, más aún, su pavoroso alcance.

En efecto, ¿no existe realmente una especie de convergencia de juicios y de temores – acerca de lo que podría significar para el mundo la explosión de un conflicto que en caso de no lograr mantenerse dentro de proporciones siempre dolorosísimas para quienes son sus víctimas, pero al menos limitadas territorialmente se convertiría casi inevitablemente en conflicto atómico por su gravedad y por su extensión?

Este «terror», del que se busca laboriosamente asegurar una especie de «equilibrio», ha sido, más aún, es considerado corrientemente la principal, si no quizá la única garantía contra aventuras que por sí mismas aparecerían demasiado peligrosas para los mismos que, por hipótesis, se sintieran lo suficientemente fuertes como para esperar poderlas superar sobreviviendo a los otros contendientes.

La Santa Sede, vosotros lo sabéis bien, nunca se ha manifestado entusiasta de la fórmula del «equilibrio del terror» como medio para salva» guardar la paz. Sin desconocer las ventajas prácticas, aunque en principio solamente negativas, que dicha fórmula puede ofrecer temporalmente, tal fórmula ha parecido siempre a esta Sede Apostólica demasiado desligada del fundamento moral, único fundamento sobre el que puede progresar la paz: demasiado costosa, si, por la continua competición pa1ra igualarse y superarse en cuestión de fuerzas y de armamentos; demasiado dispendiosa, decimos, de medios y de energías que deberían, por el contrario, dedicarse a otras finalidades bien distintas, de bienestar y de progreso para todos los pueblos; deseducadora fiara los pensamientos de concordia y de mutuo entendimiento; finalmente, escudo demasiado frágil contra el surgir de las tentaciones de predominio y de atropello que, precisamente por las justificadas reacciones de defensa que provocan o, a veces, por el peligro de un cálculo errado en prevenir sus temidas manifestaciones en desventaja propia, constituyen el origen de tantas situaciones de tensión y de conflicto.

Esta fragilidad aparece confirmada, desgraciadamente, por la presente situación a la que hemos aludido.

Nuestros deseos de paz, tradicionales en este período de principio de año bañado todavía por la luz de Navidad, y casi espontáneos en presencia de un Cuerpo tan respetable de personas que tienen como misión específica precisamente la de prevenir y resolver malentendidos o conflictos y de asegurar buenas o, al menos, correctas relaciones entre los Estados, se hacen este año más vivos, más insistentes, más apremiantes, casi implorantes.

Implorantes hacia Dios, autor de la paz; pero implorantes también hacia los hombres, especialmente hacia aquellos que tienen mayores posibilidades y sobre quienes pesa por 1.o tanto una mayor responsabilidad de actuar en este campo.

A la voz de la fuerza – que parece como si quisiera aún intentar hacer valer las propias razones para una solución violenta, o por lo menos coactiva, de los nudos de intereses y de derechos que se han ido formando nuevamente desde la conclusión del ultimo conflicto mundial, y que poco a poco se van enmarañando aun más – hay que contraponer incansablemente la voz fuerte y serena de la razón. Esa voz que la sabia y buena diplomacia tiene como función y misión peculiar no dejar que la intimide la astucia ajena o que ceda ante la desconfianza, para que no corra e1 riesgo de quedar ahogada de repente por el estrépito de las armas.

Sí, el mundo tiene necesidad – hoy quizá más que en los años pasados – de una acción valiente y perseverante de la sabia diplomacia encaminada a tutelar la paz, en todas sus dimensiones, en sus causas y en las condiciones que la hagan posible y segura.

Nuestra palabra es, por tanto de felicitación para cuantos ya están actuando en tal sentido (más de una vez hemos tenido ocasión de decirlo directamente, en los encuentros que nos ha sido dado tener incluso recientemente con algunos de estos artífices de paz). Y nuestra palabra es también de aliento a no desanimarse frente a las dificultades, sino a multiplicar los esfuerzos, con indomable empeño, con tenacidad, con lucidez y prudencia, manteniendo siempre la fidelidad a las razones humanas de la justicia, fundamento de toda paz verdadera y sólida. Nuestra palabra es y quiere ser garantía de la constante voluntad de esta. Sede Apostólica de dar a la causa y a las causas de paz no sólo su apoyo moral, sino también toda la ayuda concreta que entra dentro de sus posibilidades.

Ahí está, a nuestro juicio, el significado profundo y la importancia de que la Santa Sede sea aceptada y reconocida, con una deferencia casi universal, como miembro de la Comunidad internacional. Y en esto mismo vemos una de las finalidades esenciales de las relaciones diplomáticas que la Santa Sede mantiene y continúa desarrollando con un número cada vez mayor de Estados.

Es más, quisiéramos valernos de la presente circunstancia para corroborar algunas ideas, fruto de reflexión, que más de una vez hemos tenido ocasión de manifestar a propósito de la, así llamada, «diplomacia de la Santa Sede».

Esta diplomacia no se inspira en un deseo de afianzamiento y de prestigio humano o de intervención en asuntos ajenos a la naturaleza de la Iglesia católica. No es, pues, expresión de un espíritu evangélico. No está en contradicción con la misión evangelizadora de la Iglesia: ni mucho menos puede estar orientada a crear dificultades o impedimentos a esta misión.

Al contrario, la primera y fundamental finalidad de esta diplomacia es precisamente asegurar a la Iglesia, a sus posibilidades de vida y de acción, en cualquier parte y en cualquier situación histórica, política o social, y a su legítima libertad, un servicio fiel, aunque no siempre sea fácil ni adecuadamente valorado. La cualidad primera y esencial que se requiere en todos los que son asumidos para este servicio es, por lo tanto, tina fe sin vacilaciones, unida a la determinación de ejercer así, sincera y desinteresadamente, el propio ministerio eclesial.

Pero este servicio de Iglesia no carece de importancia para los intereses de la misma sociedad civil. No sólo por lo ¿pe se refiere a la «paz religiosa», a la que está dirigido, dentro del debido reconocimiento de los derechos de la religión y al mismo tiempo con respeto de las legítimas competencias y de las finalidades propias, nobles y necesarias del Estado; sino también por la garantía que un ordenado desarrollo de las actividades de la Iglesia ofrece a la educación del sentido cívico y moral de los ciudadanos, a la pacífica convivencia y a la cooperación para el justo progreso de la colectividad nacional.

Por lo demás, la Santa Sede y su diplomacia consideran como especialmente suyo un empeño: el que concierne al campo de los «derechos del hombre», ya aceptados y profesados por los Estados y por sus organizaciones supernacionales, a cuyo respeto y promoción cada vez más plena la Iglesia ofrece la colaboración, exigida por la fidelidad a su doctrina y más valiosa por la universalidad de su presencia y de su acción.

En el vasto escenario del mundo contemporáneo, la Santa Sede quiere ser un factor de vida internacional moderna y pacífica dentro de la fidelidad a sus propios principios, y al mismo tiempo con lealtad hacia los otros miembros de la comunidad de naciones, incluso cuando, sobre algunos problemas cruciales, las respectivas posiciones no coinciden plenamente. Ella propugna una diplomacia decidida a afrontar eficazmente los problemas siempre nuevos y cada vez más complejos, que se le presentan, como los referentes a la población, el hambre, la ecología, pero con espíritu de justicia y de cooperación, no de competición o, lo que es peor, de poder.

En otras palabras, la Santa Sede desea actuar decididamente para que los sentimientos eficaces de solidaridad y de fraternidad sustituyan a los sentimientos del egoísmo nacional, de grupo, de raza o de cultura, sentimientos estos últimos siempre presentes como constante amenaza a la pacífica convivencia de los pueblos.

En otros términos, volviendo al simbolismo recordado en las palabras de vuestro distinguido intérprete, la Santa Sede quiere animar a hombres y pueblos a no encerrarse en sí mismos considerando exclusivamente los propios intereses, sino a abrir las puertas de la comprensión y del corazón: a los derechos, a las necesidades, a las legítimas y justificadas esperanzas y aspiraciones de los demás: de todos los demás, también los menos cercanos o que, por su debilidad, no tienen la posibilidad de apoyar con la amenaza sus peticiones.

Esto nos lleva, necesariamente, a no limitar nuestro ardiente deseo de una acción tempestiva y eficaz en favor de la paz, a aquellas zonas del mundo en que la situación parece poder extender los riesgos de conflicto a regiones mucho más amplias, hasta implicar también a las grandes potencias y a sus aliados. Pensamos ahora en el Oriente Medio, sobre el que hemos hablado y volveremos a hablar tantas veces, y en las nuevas y más amenazadoras complicaciones provocadas por la así llamada «guerra de las fuentes de energía». Repetimos nuestra llamada a afrontar estas complejas situaciones, no sólo con prudencia y clarividencia políticas, sino también con espíritu de justicia, de equidad y de respeto a las normas del derecho de gentes.

Hay otros puntos del mundo donde no reina la paz y donde las poblaciones siguen sufriendo los horrores de la guerra, o de la pobreza o del hambre o de la miseria, si no en medio de la indiferencia, sí al menos de la apatía de la opinión pública, cansada o distraída por otras preocupaciones. Hacemos nuestra su voz que invoca tranquilidad y justicia. Nuestro pensamiento va particularmente a las regiones de Vietnam – durante tanto tiempo centro de la atención del mundo – y de Camboya, regiones que en estos días están viendo encenderse nuevamente amenazadoras las no extinguidas llamas de la hostilidad y de la guerrilla, tendientes a poner en peligro un equilibrio que sigue siendo inestable también allí donde acuerdos explícitos habían empeñado a todas las partes responsables a la normalización gradual de una situación por largo tiempo tan alterada. No suceda que la conciencia del mundo civil olvide o se desinterese de una tragedia, cuya prolongación no la hace por ello menos peligrosa.

Que se abran las puertas de la comprensión y del corazón también en el interior de las diversas naciones en las que situaciones vas o de tensión siguen creando desórdenes con frecuencia incluso sangrientos, y represalias no menos graves, agitaciones y pesadas represiones.

Desearíamos que la llamada que hemos hecho para el Año Santo obtuviera frutos abundantes de reconciliación, de generosidad y de perdón; y, por lo menos, que animase a todos a una seria reflexión sobre el deber imprescindible de no olvidar nunca, ni siquiera en la confrontación de distintas posiciones o en el conflicto de distintos intereses, el respeto debido a los derechos fundamentales y a la dignidad de la persona humana, también en el adversario y, con la debida prudencia, incluso en el culpable.

Nuestro encuentro no puede terminar sin una franca palabra de optimismo. De ese optimismo cristiano que es una obligación porque está basado en la acción benéfica de la Providencia divina, dominadora de la historia, a la cual confiamos con la oración los deseos de toda la humanidad que anhela la paz y la justicia, la serenidad de la vida, el bienestar, el progreso moral, cultural, social, al que aspiran todos los miembros de la gran familia humana. Y, además, de ese optimismo humano, dictado por la consideración de las capacidades y de la fundamental bondad del género humano, de su voluntad de realizar sobre la tierra, mediante la cooperación de todos, su sueño de una vida digna de ser vivida por todos.

Más que una previsión, quizá es una esperanza. Y un deseo. El deseo que expresamos, por vuestra mediación, a toda la comunidad de los pueblos; a este deseo unimos los que formulamos para cada uno de vosotros y para vuestra elevada misión.

¡Que Dios Omnipotente los acoja!


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.3, p.7, 8.



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