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DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO 
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

CON MOTIVO DE LA DETENCIÓN
DEL
CARDENAL WYSZYNSKI, PRIMADO DE POLONIA
*

Jueves 19 de noviembre de 1953

 

Señor Embajador:

Desde que han tenido lugar los tristes acontecimientos que han inspirado vuestra presente iniciativa, de todos los lugares Nos han llegado y continúan llegando aún los testimonios de una solidaridad, los cuales V. E. ha recogido y resumido en breves palabras. Por esto, llenos de una gran emoción, Nos lo acogemos aquí en unión de los ilustres miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante Nos, del que es el autorizado portavoz, y al que agradecemos el haber querido, en esta circunstancia, traernos un grande consuelo.

Las vejaciones infligidas al dignísimo Cardenal Wyszynski abren en nuestro corazón una nueva herida, la de ver, después de tantas otras, añadirse una nueva etapa al camino doloroso, por donde camina desde muchos años la valiente nación polaca. En el curso de una historia rica en importantes hechos y que contiene numerosas páginas esclarecidas por el más puro heroísmo, ésta ha tenido con bastante frecuencia ocasión de probar con qué ardor estaba unida a la fe recibida casi hace mil años, en el momento en que ella comenzaba a tener conciencia de sí misma, y de la que nada desde entonces ha logrado a separarla. La experiencia de los siglos lo prueba: las verdaderas convicciones religiosas y el amor de la Patria se arraigan en lo más hondo del alma humana, penetran sus fibras más íntimas y se cuentan entre sus más valiosos bienes. Lejos de oponerse e incluso estorbarse mutuamente, estos dos sentimientos sacan del apoyo recíproco un insospechable vigor. ¿No responden por lo demás a las exigencias más imperiosas y naturales del hombre, cuyo perfeccionamiento y crecimiento armónico individual y colectivo aseguran en el respeto a la autoridad legítima y al derecho internacional?

El pueblo polaco ha unido siempre al amor de su nación la fidelidad indefectible a la persona del Romano Pontífice, y en eso encuentra la fuerza que le ayuda a defender valerosamente su existencia. Nos lo recordamos a los representantes del ejército polaco que, en 1944, vinieron en nombre de sus compatriotas a presentarnos el homenaje filial de la Polonia semper fidelis. Lo repetimos en nuestra carta del 1 de septiembre de 1951 al Episcopado y pueblo polacos y, hoy como entonces, evocamos con fervor el recuerdo, ahora ensombrecido por el dolor y la ansiedad, de la conversación en la que el Arzobispo de Gniezno y de Varsovia Nos renovaba la inquebrantable firmeza de Polonia en la tradición que la une a la Santa Sede.

No causará sorpresa si aquél que se había impuesto la tarea de conservar los valores más intangibles de su pueblo, acaba de ser la víctima principal de aquellos que, atacándose a la cabeza, esperan dar un golpe decisivo que ponga fin a una tenaz resistencia.

Por este motivo Nos recibimos con gratitud vuestra protesta contra un acto, que lesiona no solamente los derechos de solo un hombre, sino también los de todo un pueblo, y que tiende a arrancar de su conciencia convicciones vitales. ¿Quién no se sentirá pues el blanco de este nuevo atentado contra la dignidad humana? Las naciones que vosotros representáis se preocupan de salvaguardar los derechos imprescriptibles, los únicos que hacen posible una vida social digna de tal nombre. Su apoyo moral no dejará, estamos seguros de ello, de sostener y animar a los que valerosamente soportan atropellos tan graves contra su libertad religiosa y política, y que encontrarán en su ayuda nuevos y poderosos motivos de esperanza.

La gravedad de los males actuales no debe quitar a nadie la confianza en un porvenir mejor. La verdad y la justicia no son simples palabras. Ellas poseen la fuerza misma del Altísimo, que sale fiador de ellas, constituyéndose su defensor, y que desde ahora, a pesar de las apariencias, da al corazón de sus hijos la certeza del triunfo final de la paz en la recíproca estima de los pueblos y en la concordia generosa de las buenas voluntades. Que el Todopoderoso os conceda a vosotros y a vuestras respectivas naciones el ver el alba de ese día que todos desean, y por el que no dudan muchos de ofrecer hoy sus sufrimientos y su vida.


*ORe (Buenos Aires), año 3, n°109, p.1, 2.

 



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