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JUBILEO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DE MONSEÑOR GIOVANNI BATTISTA RE

Basílica de San Juan de Letrán
Viernes 6 de cotubre de 2000

 

Queridísimos hermanos en el episcopado: 

Peregrinos entre peregrinos, también nosotros, pastores del pueblo de Dios, hemos iniciado nuestro jubileo pasando por la Puerta santa de esta basílica, "omnium Ecclesiarum mater et caput". Desde el mosaico del ábside, Cristo nos mira con un rostro lleno de fuerza y de misericordia. Sabemos que le pertenecemos por un título especial. Somos suyos:  "Christi Iesu ministri"! Confiamos en la abundante gracia que difunde sobre nosotros en este evento jubilar, que celebra el bimilenario de su nacimiento. Estamos aquí, sobre todo, para ratificar nuestra fe en él:  en él, hijo unigénito de Dios e hijo de María Virgen. Él es nuestra esperanza y nuestra salvación. Él es el "punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización", como nos recuerda el Concilio. Él es "el gozo del corazón humano" (Gaudium et spes, 45). Por eso experimentamos un deseo cada vez mayor de él.

La palabra de Dios que acabamos de proclamar nos invita a contemplarlo sobre todo en su rostro de buen Pastor, al que debemos conformarnos, si queremos estar a la altura de nuestra vocación, ante los desafíos que la hora presente conlleva.

En la primera lectura, el profeta Ezequiel nos ha anunciado la decisión de Dios de hacerse pastor de su pueblo:  "Yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él" (Ez 34, 11). No debemos olvidar jamás esta verdad fundamental:  antes que nosotros, Dios es y sigue siendo el Pastor. Nuestra confianza está puesta en Dios. Nuestra fuerza es Cristo, que sigue apacentando a su pueblo y gobierna con firmeza el timón de la Iglesia entre las borrascas de la historia:  "Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). La certeza del apoyo de Dios ha sido siempre la fuerza de sus enviados. Jeremías, en el momento de la vocación, fue presa del pánico, pero fue inmediatamente alentado por la promesa divina:  "Yo estoy contigo para protegerte" (Jr 1, 8). Palabras semejantes fueron dirigidas a Pablo:  "No tengas miedo, sigue hablando y no calles, porque yo estoy contigo" (Hch 18, 19). Aquel a quien estamos llamados a representar es "el presente" y "el viviente", y no sólo nos acompaña, sino que nos precede en los caminos de la historia, con la fuerza de su Espíritu.

Sin embargo, esta certeza no debe llevarnos a subestimar nuestra responsabilidad. Nos lo recuerda la misma página de Ezequiel, situada en el contexto de una vibrante requisitoria contra los malos pastores:  "¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos!" (Ez 34, 1). Conocemos el comentario que hace san Agustín de este pasaje en su Sermón sobre los pastores:  "Ante todo deberemos dar cuenta a Dios de nuestra vida como cristianos, pero después tendremos que responder en particular del ejercicio de nuestro ministerio como pastores" (CCL 41, 529).

El evangelio que acabamos de leer nos presenta a Cristo, buen Pastor, como el modelo supremo:  aquel que conoce sus ovejas, en una relación de intimidad y reciprocidad, pero sobre todo como aquel que da la vida por ellas (cf. Jn 11, 16). Aquí, ante la mirada del buen Pastor, esta tarde queremos dejarnos interpelar por él. Nuestro ministerio, queridos hermanos, nos llama a ser signos vivientes de Jesucristo. En cuanto "Christi Iesu ministri" se nos pide, por doble título, la santidad, que es vocación común de todo bautizado.

Dejemos, pues, que en esta celebración penitencial Cristo nos interrogue sobre nuestro compromiso espiritual y pastoral, haciéndonos la pregunta que, por tres veces, dirigió a Pedro antes de confiarle la guía de la Iglesia:  "¿Me amas?" (cf. Jn 21, 15-17).
Ciertamente, para Pedro esa pregunta tenía una densidad particular; pero en ella podemos reconocer la profunda lógica de todo ministerio pastoral. Cada vez que Cristo confía "sus" ovejas y "sus" corderos, pide este testimonio de amor. El ministerio pastoral es una cuestión de amor, como subrayaba san Agustín comentando precisamente esta página de san Juan:  "Sit amoris officium pascere dominicum gregem" (In Iohannis Evangelium, 123, 5). Le hará eco santo Tomás de Aquino:  "No se puede ser buen pastor si no es convirtiéndose en una sola cosa con Cristo y con sus miembros mediante la caridad. La caridad es el primer deber del buen pastor" (Comentario al evangelio de san Juan, c. 10, lec. 3).

En cierto sentido, el hecho de que Jesús haga a Pedro la pregunta sobre el amor después de su caída nos conforta:  nos dice que Cristo es capaz de una confianza sin límites, que no desaparece ni siquiera ante la debilidad humana o la traición. Por tanto, si ponemos hoy ante él la carga de nuestras incoherencias, lo hacemos sabiendo que nos invitará a asumir de nuevo con empeño nuestro compromiso de amor hacia él.

¿Me amas? Podemos preguntarnos por lo que el amor de Cristo espera de nosotros cuando nos confrontamos con el "munus docendi", que es el primer ámbito de nuestro servicio. Esto me lo enseñáis vosotros, queridos hermanos, comprometidos todos los días en la predicación:  puede haber un magisterio episcopal irreprensible -¡como debe ser!- en el plano de la ortodoxia, quizás hasta brillante, por ser rico en cultura y elocuencia.
Pero no es suficiente. Se necesita una magisterio vibrante, que sepa tocar los corazones, transmitiendo una experiencia viva del misterio. Y ¿dónde se obtendrá esta fuerza interior si no es en la contemplación prolongada, amorosa, del rostro de Cristo? El obispo debe ser un enamorado de Cristo. Cada vez que habla, se debería poder percibir en su mismo rostro, en su misma voz, el testimonio de san Pablo:  "¡Para mí la vida es Cristo!" (Flp 1, 21).

Si esto es así, nuestra predicación se convierte en "profecía", eco fiel de la palabra de Dios, ímpetu que eleva los ánimos y, a la vez, luz que se proyecta sobre los acontecimientos de la historia. Nuestro tiempo ya no es -si alguna vez lo ha sido- tiempo de retórica vacía. Lo recordaba ya Pablo VI:  "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros o, si escucha a los maestros, lo hace porque son testigos" (Evangelii nuntiandi, 41). Detrás de nuestra palabra tiene que haber una vida.
Muchas veces nos hemos quedado impresionados por la fascinación que provocan la palabra y la presencia de Juan Pablo II:  también sobre los jóvenes, como lo ha demostrado el gran encuentro de Tor Vergata, que ha superado todas nuestras expectativas. Ciertamente, debemos tener en cuenta el carisma extraordinario de este Pontífice, que sabe hablar, como pocos, a las masas. Pero su experiencia de predicador universal e itinerante, con su capacidad de interpelar las conciencias, nos coloca ante el desafío de cómo dar cada vez más fuerza a nuestro magisterio, permaneciendo anclados en la palabra de Dios y, a la vez, estando atentos al lenguaje de los interlocutores.

¿Me amas? Esta identificación amorosa con Cristo tiene para nosotros, obispos, otro lugar privilegiado en el "munus sanctificandi", ejercido in persona Christi en la celebración de los sacramentos. Sabemos que la Iglesia, contra quienes unían a la santidad del ministro la validez misma de los sacramentos, defendió su eficacia ex opere operato. Era un modo de afirmar que Cristo está presente en los sacramentos y actúa más allá de la fragilidad del ministro. Pero, una vez confirmado esto, también es evidente que la santidad del ministro es la condición más natural para la celebración de los sacramentos. La experiencia pastoral muestra que cuando brilla en el ministro una íntima participación, una profunda implicación, una coherencia total de fe y de vida, se da un misterioso influjo que pasa a través de su testimonio.

La santidad es algo de lo que el pueblo de Dios tiene sed, y la percibe como por instinto. Hacer hoy este acto penitencial supone también preguntarse por la medida en que nos acercamos al servicio sacramental con estupor siempre renovado, situándonos ante el misterio que se celebra en la liturgia con la conciencia adorante de la santidad de Dios y, al mismo tiempo, con la confiada intimidad que es fruto de una profunda relación con Cristo.

¿Me amas? La pregunta de Cristo nos conduce al tercer ámbito de nuestro ministerio, el gobierno pastoral. Somos guías del pueblo de Dios. Pero somos, sobre todo, "padres" de nuestras comunidades.

No voy a recordaros a vosotros, que los vivís todos los días, los diferentes aspectos de este ministerio y las múltiples virtudes que lo deben acompañar:  la sabiduría, la fortaleza, la hospitalidad, la prudencia, la atención a las cosas pequeñas, la capacidad de proyección que armoniza las diferencias y sabe mirar a lo lejos. Sin embargo, me parece que puede ser útil verificar sobre todo el sentido de paternidad, con el que hay que vivirlo todo.

Queridos hermanos, debemos estar atentos a no convertirnos nunca, por decirlo así, en "manager" de la pastoral. ¡El "buen pastor" y el "manager" son figuras muy diversas!

A un obispo se le pide que no olvide nunca que delante de sí tiene personas, no sólo ejecutores o, menos todavía, simples números. Ser padre significa saber encontrarse con las personas prestando atención a cada una de ellas. No podremos, ciertamente, tener para todos el mismo tiempo y la misma posibilidad de relación. Pero, ¡qué importante es que cada uno de aquellos con los que nos encontramos pueda tener la sensación de haber sido acogido, estimado y mirado con amor!

Tenemos que ser pastores de corazón grande, al estilo de Pablo, que escribía a los de Tesalónica:  "Nos mostramos amables con vosotros, como una madre que cuida con cariño de sus hijos. De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habéis llegado a sernos muy queridos" (1 Ts 2, 7-8).

Este es el lenguaje de la caridad; más aún, de la ternura. Pablo, que conoce también, cuando es necesario, el tono vigoroso de la fortaleza y de la severidad, sabe contrapesarlo con esta extraordinaria nota de humanidad, sensibilidad y delicadeza. Se pide al obispo el don de sí mismo, realizado de modo plenamente humano. Y ello, obviamente, en relación con todos. Si se le consiente alguna predilección, esta debe ser para con los más débiles, los más pobres, aquellos que no tienen a nadie. Y todo esto con un corazón universal, yendo incluso más allá de la comunidad cristiana. En la vida de san Ambrosio se lee que, a su muerte, todos, no sólo los cristianos, se afligieron:  también los judíos y los paganos (cf. Paulino de Milán, Vita Ambrosii, 48). Se trata de una experiencia repetida mil veces a la muerte de los santos. En nuestro tiempo ha causado impresión cómo el beato Juan XXIII ha sabido atraer tanto, con su humanidad, los ánimos de todos, creyentes y no creyentes. Se puede estar lejos de la fe y quedar profundamente impactado, cuando un pastor pronuncia palabras y realiza gestos que provienen del corazón, o mejor, de un corazón modelado según el corazón de Cristo.

En nuestro acto penitencial me parece que no podía faltar la mención de otra de las grandes facetas de nuestra misión, aquella en la que no nos vemos aislados en nuestras Iglesias particulares, sino unidos, en virtud de la colegialidad, a la vida y a las exigencias de la Iglesia universal. Aquí, de pastores-padres, nos convertimos en pastores-hermanos, llamados a vivir la comunión colegial "afectiva" y "efectiva". La debemos vivir, ante todo, en nuestra relación con el Santo Padre y con los demás hermanos en el episcopado. Nuestra fraternidad debe llevarnos a hacer nuestros, con un agudo sentido de la misionariedad, las necesidades de la Iglesia extendida por todo el mundo. Quizá todavía más, nos pide prestar concretamente atención a los hermanos más cercanos, para vivir mejor las exigencias de la comunión, buscando siempre, en el respeto de las legítimas diferencias y de las funciones de cada uno, puntos de encuentro, líneas de orientación común, para el bien del pueblo de Dios. También en este nivel pastoral es válida la promesa de Cristo:  "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos" (Mt 18, 20).

Queridos hermanos, "este es un año de misericordia del Señor" (cf. Is 61, 2), en el que todo el pueblo de Dios está llamado a experimentar de manera gozosa y personal el perdón del Padre. Nosotros, obispos, no debemos excluirnos de esta llamada y del "abrazo que el Padre reserva a quien, arrepentido, va a su encuentro" (Incarnationis mysterium, 11). Incluso antes de que Cristo nos envíe como sus apóstoles, nos llama a sí y nos dona abundantemente el perdón en el sacramento de la reconciliación. En esta basílica, donde estamos reunidos para nuestro jubileo, imploramos la misericordia de Cristo, buen Pastor.

Experimentémosla vivamente, abriéndonos al don del consuelo interior que tenemos que saber transmitir a los demás si queremos ser auténticos "evangelizadores", anunciadores de la "buena nueva". Somos solicitados hoy por tantas cosas. A menudo nos encontramos más inmersos en problemas que en acontecimientos alegres. En todo caso, nos toca frecuentemente consolar a cuantos se sienten agobiados por la cruz y tenemos que servirles un poco de "cirineos". Esforcémenos, pues, por ser "cirineos de la alegría", según una expresión de san Pablo:  "Contribuimos a vuestro gozo" (2 Co 1, 24). Que nuestro jubileo, en este año singular del cambio de milenio, con un horizonte tan rico en promesas y desafíos, sea para nosotros, sobre todo, una recuperación de alegría interior, en una renovada relación con Cristo, para que podamos ser verdaderos "cirineos de la alegría" para las comunidades que nos han sido confiadas.

La Madre de Dios, que hace dos mil años dio al mundo el Verbo encarnado, guíe nuestros pasos y nos conduzca a su divino Hijo. En él "tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia" (Ef 1, 7).
La Virgen nos ayude a hacer de Cristo el centro, la luz y la energía de nuestra vida de pastores de las almas.

¡Amén!

 

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