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CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL PADRE RANIERO CANTALAMESSA

Basílica de San Pedro
Viernes Santo 25 de marzo de 2005

 

Viernes santo de 2005, Año de la Eucaristía. ¡Cuánta luz arroja esta unión a ambos misterios! Pero si la Eucaristía es "el memorial de la pasión", ¿por qué la Iglesia se abstiene de celebrarla precisamente el Viernes santo? (Como sabéis, no estamos asistiendo a una misa, sino a una liturgia de la Pasión, en la que sólo se recibe el cuerpo de Cristo consagrado el día anterior).

Hay una profunda razón teológica para ello. Quien se hace presente sobre el altar en cada Eucaristía es el Cristo resucitado y vivo, no un muerto. Por eso, la Iglesia se abstiene de celebrar la Eucaristía en los dos días en que se recuerda a Jesús que yace muerto en el sepulcro y su alma está separada del cuerpo (aunque no de la divinidad). Así pues, el hecho de que hoy no se celebre la misa no debilita, sino que, más bien, fortalece el vínculo entre el Viernes santo y la Eucaristía. La Eucaristía es a la muerte de Cristo lo que el sonido y la voz son a la palabra que hacen resonar en el espacio y llegar a los oídos.

* * *


Hay un himno latino, tan arraigado en la piedad eucarística de los católicos como el Adoro te devote, que pone de relieve el vínculo entre la Eucaristía y la cruz:  el Ave verum. Compuesto en el siglo XIII para acompañar la elevación de la Hostia en la misa, se presta también para saludar la elevación de Cristo en la cruz. Son sólo cinco versos, pero llenos de un gran contenido: 

"Salve, cuerpo verdadero,
nacido de María Virgen.
verdaderamente atormentado,
inmolado en la cruz por el hombre,
de cuyo costado traspasado
manó agua y sangre.

Sé para nosotros prenda
en el trance de la muerte.

¡Oh Jesús dulce,
oh Jesús piadoso,
oh Jesús hijo de María!".

El primer verso ofrece la clave para entender todo el resto. Berengario de Tours había negado la realidad de la presencia de Cristo en la especie del pan, reduciéndola a una presencia simbólica. Para quitar cualquier pretexto a esa herejía, se comienza afirmando la identidad total entre el Jesús de la Eucaristía y el de la historia. El cuerpo de Cristo presente en el altar se define "verdadero" (verum corpus), para distinguirlo de un cuerpo puramente "simbólico" y también del cuerpo "místico", que es la Iglesia.

Todas las expresiones que siguen se refieren al Jesús terreno:  nacimiento del seno de María, pasión, muerte, costado traspasado. Al llegar aquí, el autor se detiene; se abstiene de mencionar la resurrección, porque podría hacer pensar, de nuevo, en un cuerpo glorificado y espiritual, y por tanto no bastante "real".

La teología ha vuelto hoy a una visión más equilibrada de la identidad entre el cuerpo histórico y el cuerpo eucarístico de Cristo, e insiste en el carácter sacramental, no material (aunque real y substancial) de la presencia de Cristo en el sacramento del altar.

Pero, dejando aparte esta diversa acentuación, queda intacta la verdad de fondo que afirma el himno. Es el mismo Jesús que nació de María en Belén; el mismo que "pasó haciendo el bien (...) a todos" (Hch 10, 38); el mismo que murió en la cruz y resucitó al tercer día; el mismo que está presente hoy en el mundo; no una vaga presencia espiritual suya o, como dice alguien, su "causa".
La Eucaristía es el modo que Dios inventó para permanecer para siempre el Emanuel, el Dios con nosotros.

Esa presencia no es una garantía y una protección sólo para la Iglesia, sino también para todo el mundo. "Dios está con nosotros". Esta frase ya nos da miedo y casi no nos atrevemos a pronunciarla. A veces se ha entendido en un sentido exclusivo:  Dios está "con nosotros", no con los demás; es decir, está "contra" los demás, contra nuestros enemigos. Pero con la venida de Cristo todo se ha vuelto universal. "En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo y no imputándole sus delitos" (2 Co 5, 19):  al mundo entero, no a una de sus partes; a todos los hombres, no a un solo pueblo.

"Dios está con nosotros", es decir, de parte del hombre, su amigo y aliado contra las fuerzas del mal. Es el único que personifica todo y sólo el frente del bien contra el frente del mal. Esto daba a Dietrich Bonhöffer, mientras esperaba en la cárcel la sentencia de muerte de parte del "poder malvado" de Hitler, la fuerza para afirmar la victoria del poder bueno: 

"De fuerzas amigas
admirablemente rodeados
vamos, con calma,
al encuentro del futuro.
Dios está con nosotros
de noche y de día;
estará con nosotros cada nuevo día".

En la carta apostólica Novo millennio ineunte escribe el Papa:  "No sabemos qué acontecimientos nos reservará el milenio que está comenzando, pero tenemos la certeza de que este permanecerá firmemente en las manos de Cristo, el "Rey de reyes y Señor de los señores" (Ap 19, 16)" (n. 35).

* * *

 En el himno, después del saludo, viene la invocación:  Esto nobis praegustatum mortis in examine. Sé para nosotros, oh Cristo, prenda y anticipación de la vida eterna en el trance de la muerte. Ya el mártir san Ignacio de Antioquía llamaba a la Eucaristía "medicina de inmortalidad", es decir, remedio contra nuestra mortalidad (Carta a los Efesios, 20, 2). En la Eucaristía tenemos "la prenda de la gloria futura" ("et futurae gloriae nobis pignus datur").

Algunas encuestas han revelado un hecho extraño:  hay personas, incluso entre los creyentes, que creen en Dios pero no en una vida para el hombre después de la muerte. ¿Cómo es posible pensar algo semejante? Como dice la carta a los Hebreos, Cristo murió para proporcionarnos "una redención eterna" (Hb 9, 12); no temporal, sino eterna.

Se objeta que nadie ha vuelto del más allá para asegurarnos que existe de verdad y que no es sólo una ilusión piadosa. ¡No es verdad! Hay una persona que cada día vuelve del más allá para asegurarnos y renovar sus promesas, si sabemos escucharlo. Aquel hacia el cual nos encaminamos sale a nuestro encuentro en la Eucaristía para darnos a gustar anticipadamente (praegustatum) el banquete final del Reino.

Debemos proclamar al mundo esta esperanza para ayudarnos a nosotros mismos y a los demás a vencer el horror que nos infunde la muerte y reaccionar ante el sombrío pesimismo que se cierne sobre nuestra sociedad. Se multiplican los diagnósticos desesperados sobre el estado de la tierra:  "un hormiguero que se resquebraja", "un planeta que agoniza"... La ciencia describe cada vez con más detalles el posible escenario de la disolución final del cosmos. Se enfriarán la tierra y los demás planetas; se enfriarán el sol y las demás estrellas; se enfriará todo... Disminuirá la luz y aumentarán en el universo los agujeros negros... Un día, la expansión se agotará y comenzará la contracción; al final se asistirá al colapso de toda la materia y de toda la energía existente en una estructura compacta de densidad infinita. Se producirá entonces el "Big Crunch", o gran implosión, y todo volverá al vacío y al silencio que precedió a la gran explosión, o "Big Bang", de hace quince mil millones de años.

Nadie sabe si las cosas sucederán realmente así o de otro modo. Pero la fe nos asegura que, aunque fuese así, ese no sería el final total. Dios no ha reconciliado consigo al mundo para luego abandonarlo a la nada; no ha prometido permanecer con nosotros hasta el fin del mundo para luego retirarse, él solo, a su cielo, en el momento en que llegue ese fin. "Te he amado con un amor eterno", dijo Dios al hombre en la Biblia (Jr 31, 3) y las promesas de "amor eterno" de Dios no son como las del hombre.

Prosiguiendo idealmente la meditación del Ave verum, el autor del Dies irae eleva a Cristo una conmovedora oración que podemos hacer nuestra en este día mejor que nunca:  "Recordare, Iesu pie, quod sum causa tuae viae:  ne me perdas illa die" ("Recuerda, oh buen Jesús, que por mí subiste a la cruz:  no permitas que me pierda aquel día"). "Quaerens me sedisti lassus, redemisti crucem passus:  tantus labor non sit cassus" ("Al buscarme, un día te sentaste cansado junto al pozo y subiste a la cruz para redimirme:  que tanto dolor no sea inútil").

* * *

El Ave verum concluye con una exclamación dirigida a la persona de Cristo:  "O Iesu dulcis, o Iesu pie". Estas palabras nos presentan una imagen muy evangélica de Cristo "dulce y piadoso", es decir, clemente, compasivo, que no quiebra la caña cascada ni apaga la mecha humeante (cf. Mt 12, 20). El Jesús que un día dijo:  "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). La Eucaristía prolonga en la historia de la salvación la presencia de este Jesús. Es el sacramento de la no violencia.

Ahora bien, la mansedumbre de Cristo no justifica, sino que hace aún más extraña y odiosa la violencia que se registra hoy contra su persona. Se ha dicho que, con su sacrificio, Cristo puso fin al perverso mecanismo del chivo expiatorio, sufriendo él mismo las consecuencias (cf. R. Girard, Des choses cachées depuis la fondation du monde, Grasset, París 1978). Es preciso decir con tristeza que ese mecanismo perverso se ha puesto nuevamente en marcha contra Cristo, de una forma hasta ahora desconocida.

Contra él se desencadena todo el resentimiento de cierto pensamiento laico por las recientes manifestaciones de vinculación entre la violencia y lo sagrado. Como sucede en el mecanismo del chivo expiatorio, se elige el elemento más débil para ensañarse con él. "Débil", aquí, en el sentido de que se lo puede vilipendiar impunemente, sin correr ningún peligro de retorsión, dado que los cristianos desde hace tiempo han renunciado a defender su fe con la fuerza.

No se trata sólo de las presiones para quitar el crucifijo de los lugares públicos y el belén del folclore navideño. Se suceden sin cesar novelas, películas y espectáculos en los que se manipula a capricho la figura de Cristo de acuerdo con fantasmagóricos e inexistentes nuevos documentos y descubrimientos. Se está convirtiendo en una moda, una especie de género literario.

Siempre ha existido la tendencia a revestir a Cristo con las vestiduras de la propia época o de la propia ideología. Pero, en el pasado, al menos eran causas serias, aunque discutibles, y de amplio alcance:  el Cristo idealista, socialista, revolucionario... Nuestra época, obsesionada con el sexo, llega incluso a representar a Jesús como un gay ante litteram o uno que predica que la salvación viene de la unión con el principio femenino y da ejemplo casándose con la Magdalena.

Se proclaman los paladines de la ciencia contra la religión:  una reivindicación sorprendente, si vemos cómo se trata en estos casos a la ciencia histórica. Los relatos más fantasiosos y absurdos se presentan como si fueran historia verdadera, más aún, como si se tratara de la única historia finalmente libre de censuras eclesiásticas y tabúes, y muchos ingenuamente se lo creen. "El hombre que ya no cree en Dios está dispuesto a creer cualquier cosa", dijo alguien. Los hechos le están dando la razón.

Se especula con la amplísima resonancia que tiene el nombre de Jesús, y con lo que significa para gran parte de la humanidad, a fin de ganarse una popularidad barata o causar sensación con mensajes publicitarios que abusan de símbolos e imágenes evangélicas. (Recientemente ha sucedido con la representación de la última Cena). Pero esto es parasitismo literario.

Jesús es vendido de nuevo por treinta monedas, escarnecido y revestido con un atuendo de burla como en el pretorio. (En un espectáculo emitido el pasado mes de enero por una televisión estatal europea, Cristo aparecía en la cruz cubierto con pañales de bebé). Y luego hay quien se escandaliza y considera intolerancia y censura si los creyentes reaccionan enviando cartas y haciendo llamadas telefónicas de protesta a los responsables. Desde hace tiempo, la intolerancia ha cambiado de campo en Occidente:  de intolerancia religiosa se ha convertido en intolerancia de la religión.

"Nadie -se objeta- tiene el monopolio de los símbolos y de las imágenes de una religión". Pero también los símbolos de una nación -el himno, la bandera- son de todos y de nadie; ¿se permite, por eso, ultrajarlos y explotarlos a capricho?

El misterio que celebramos en este día nos prohíbe abandonarnos a complejos de persecución y construir nuevos muros o bastiones entre nosotros y la cultura (o in-cultura) moderna. Tal vez debemos imitar a nuestro Maestro y decir simplemente:  "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen". Perdónales a ellos, y a nosotros, porque ciertamente también a causa de nuestros pecados, presentes y pasados, sucede todo esto y ya se sabe que se golpea a Cristo para golpear a los cristianos y a la Iglesia.

Nos permitimos sólo dirigir a nuestros contemporáneos, por nuestro interés y el suyo, las palabras que Tertuliano dirigía en su tiempo a los gnósticos, enemigos de la humanidad de Cristo:  "Parce unicae spei totius urbis" ("No quites al mundo su única esperanza":  De carne Christi, 5, 3:  CCL 2, p. 881).

* * *

La última invocación del Ave verum evoca la persona de la madre:  "O Iesu, fili Mariae!". En este breve himno se recuerda dos veces a la Virgen, al inicio y al final. Por otra parte, todas las exclamaciones finales del himno son una reminiscencia de las últimas palabras de la Salve Regina:  "O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!" ("¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!").

La insistencia en el vínculo entre María y la Eucaristía no responde sólo a una necesidad de devoción, sino también a una necesidad teológica. En tiempos de los Padres, el nacimiento de Cristo del seno de María había sido el tema principal contra el docetismo, que negaba la realidad del cuerpo de Cristo. Coherentemente, este mismo nacimiento atestigua ahora la verdad y realidad del cuerpo de Cristo presente en la Eucaristía.

Juan Pablo II concluye su carta apostólica Mane nobiscum Domine recordando las palabras de este himno:  "El Pan eucarístico que recibimos es la carne inmaculada del Hijo:  "Ave verum corpus natum de Maria Virgine". Que en este Año de gracia, con la ayuda de María, la Iglesia reciba un nuevo impulso para su misión y reconozca cada vez más en la Eucaristía la fuente y la cumbre de toda su vida" (n. 31).

Aprovechemos la ocasión de estas palabras suyas para expresar al Santo Padre nuestro agradecimiento por el don del Año eucarístico y desearle que se recupere pronto. Vuelva pronto, Santo Padre; la Pascua es menos Pascua sin usted.

Concluyamos volviendo a nuestro himno. El signo más claro de la unidad entre Eucaristía y misterio de la cruz, entre Año eucarístico y Viernes santo, es que podemos ahora usar las palabras del Ave verum, sin cambiar ni una sola sílaba, para saludar a Cristo que dentro de poco será levantado en la cruz delante de nosotros. Por eso, con humildad, invito a todos los presentes a unirse a mí y, si es posible de pie, proclamar en voz alta, con profunda gratitud, en nombre de todos los hombres redimidos por Cristo: 

"Ave verum corpus
natum de Maria Virgine,
vere passum,
immolatum in cruce pro homine,
cuius latus perforatum
fluxit aqua et sanguine.

Esto nobis praegustatum
mortis in examine.

O Iesu dulcis,
o Iesu pie,
o Iesu fili Mariae!".

 

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