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CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA
PADRE RANIERO CANTALAMESSA O.F.M.CAP.


Basílica de San Pedro
Viernes Santo, 6
de abril de 2012

(Vídeo)

 

Algunos Padres de la Iglesia encerraron en una imagen todo el misterio de la redención. Imagina, decían, que haya tenido lugar en el estadio una lucha épica. Un valiente ha afrontado al cruel tirano que tenía esclavizada la ciudad, y con enorme esfuerzo y sufrimiento, lo ha vencido. Tú estabas en las graderías, no has luchado, ni te has esforzado ni te han herido. Pero si admiras al valiente, si te alegras con él por su victoria, si le tejes coronas, provocas y agitas a la asamblea por él, si te inclinas con alegría ante el vencedor, le besas la cabeza y le das la mano; en definitiva, si te exaltas por él hasta el punto de considerar como tuya su victoria, te digo que ciertamente tú tendrás parte en el premio del vencedor.

Pero aún hay más: supongamos que el vencedor no tenga ninguna necesidad del premio que ganó, sino que quiera más que nada, ver honrado a su sostenedor y considere como premio de su combate la coronación del amigo. En tal caso, aquel hombre ¿no obtendrá quizá la corona, incluso sin haber luchado ni haber sido herido? ¡Por supuesto que sí! (Nicola Cabasilas, Vida en Cristo, I, 9: PG 150, 517)

Así, dicen estos Padres, sucede entre Cristo y nosotros. «Él, en la cruz, ha vencido a su antiguo enemigo». «Nuestras espadas —exclama san Juan Crisóstomo—, no están ensangrentadas, no estábamos en la lucha, no tenemos heridas, la batalla ni siquiera la hemos visto, y he aquí que obtenemos la victoria. Suya fue la lucha, nuestra la corona. Y dado que hemos ganado también nosotros, debemos imitar lo que hacen los soldados en estos casos: con voces de alegría exaltamos la victoria, entonamos himnos de alabanza al Señor» (De coemeterio et de cruce: PG 49, 596)

No se podría explicar de una manera mejor el significado de la liturgia que estamos celebrando.

Pero lo que estamos haciendo, ¿es también una imagen, la representación de una realidad del pasado?, ¿o es la realidad misma? Las dos cosas. «Nosotros —decía san Agustín al pueblo— sabemos y creemos con fe muy cierta que Cristo murió una sola vez por nosotros (...). Sabéis perfectamente que todo esto sucedió una sola vez y sin embargo la solemnidad lo renueva periódicamente (...). Verdad histórica y solemnidad litúrgica no están en conflicto entre sí, como si la segunda fuera falsa y sólo la primera correspondiera a la verdad. La solemnidad a menudo renueva en los corazones de los fieles lo que la historia afirma que sucedió, en la realidad, una sola vez» (Sermón 220: PL 38, 1089).

La liturgia «renueva» el acontecimiento. Pablo VI precisó el sentido que la Iglesia católica da a esta afirmación usando el verbo «representar», entendido en el sentido fuerte de re-presentar, es decir, hacer nuevamente presente y operante lo sucedido (cf. Mysterium fidei: AAS 57, 1965, 753 ss).

Hay una diferencia sustancial entre nuestra representación litúrgica de la muerte de Cristo y, por ejemplo, la de Julio César en la tragedia homónima de Shakespeare. Nadie asiste vivo al aniversario de su muerte; Cristo sí, porque él resucitó. Sólo él puede decir, como lo hace en el Apocalipsis: «Estuve muerto, pero ahora vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1, 18). En este día debemos estar atentos, al visitar los llamados «monumentos» o al participar en las procesiones del Cristo muerto, para no merecer el reproche que Cristo resucitado dirigió a las pías mujeres en la mañana de Pascua: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lc 24, 5).

«La anámnesis, o sea, el memorial litúrgico —han afirmado algunos autores— hace al evento más verdadero de lo que sucedió históricamente la primera vez». En otras palabras, es más verdadero y real para nosotros, que lo revivimos «según el Espíritu», de lo que era para quienes lo vivían «según la carne», antes que el Espíritu Santo le revelara a la Iglesia su significado pleno.

Nosotros no estamos celebrando solamente un aniversario, sino un misterio. En la celebración nuevamente san Agustín explica la diferencia entre las dos cosas. La celebración «como en un aniversario» —explica san Agustín— no requiere otra cosa —dice— sino «indicar con una solemnidad religiosa el día preciso del año en el que se recuerda ese hecho»; en la celebración como un misterio («in sacramento»), «no solamente se conmemora un acontecimiento, sino que se hace de tal manera que se entienda su significado y sea acogido santamente» (Epistola 55, 1, 2: CSEL 34, 1, p. 170).

Esto lo cambia todo. No se trata sólo de asistir a una representación, sino de «acoger» su significado, de pasar de espectadores a actores. Por tanto, nos toca a nosotros elegir qué papel queremos representar en el drama, quién queremos ser: si Pedro, Judas, Pilato, la muchedumbre, el Cirineo, Juan, María... Nadie puede permanecer neutral; no tomar posición es tomar una bien precisa: la de Pilato que se lava las manos o la de la muchedumbre que desde lejos «estaba mirando» (Lc 23, 35). Si, al volver a casa esta noche, alguien nos pregunta: «¿De dónde vienes?, ¿dónde has estado?» respondamos, al menos en nuestro corazón: «¡En el Calvario!».

Todo esto no se realiza automáticamente, sólo por el hecho de haber participado en esta liturgia. Se trata, decía san Agustín, de «acoger» el significado del misterio. Esto se realiza con la fe. No hay música si no existe un oído que escuche, por más fuerte que toque la música la orquesta; no hay gracia donde no hay una fe que la acoja.

En una homilía pascual del siglo IV, el obispo pronunciaba estas palabras extraordinariamente modernas y, se diría, existencialistas: «Para cada hombre el principio de la vida es aquel a partir del cual Cristo fue inmolado por él. Pero Cristo se inmoló por él en el momento en que él reconoce la gracia y se vuelve consciente de la vida que le ha dado aquella inmolación» (Homilía pascual del año 387: SCH 36, p. 59 ss).

Esto sucedió sacramentalmente en el Bautismo, pero tiene que suceder conscientemente siempre de nuevo en la vida. Antes de morir debemos tener la valentía de hacer un acto de audacia, casi un golpe de mano: apropiarnos de la victoria de Cristo. ¡Una apropiación indebida! Algo lamentablemente común en la sociedad en la que vivimos, pero con Jesús no solamente no nos está prohibida, sino que se nos recomienda encarecidamente. «Indebida» aquí significa que no nos es debida, que no la hemos merecido nosotros, sino que se nos da gratuitamente, por la fe.

Pero vayamos a lo seguro; escuchemos a un doctor de la Iglesia. «Yo —escribe san Bernardo— lo que no puedo obtener por mí mismo, me lo apropio (literalmente, lo usurpo) con confianza del costado traspasado del Señor, porque está lleno de misericordia. Mi mérito, por lo tanto, es la misericordia de Dios. No soy pobre en méritos mientras él sea rico en misericordia. Pues si es grande la misericordia del Señor (cf. Sal 119, 156), yo tendré abundancia de méritos. ¿Y qué es de mi justicia? ¡Oh Señor, me acordaré solamente de tu justicia. De hecho, tu justicia es también la mía, porque tú eres para mí justicia de parte de Dios (cf. 1 Co 1, 30)» (Sermones sobre el Cantar de los cantares, 61, 4-5: PL 183, 1072).

¿Acaso este modo de concebir la santidad volvió a san Bernardo menos celoso de las buenas obras, menos comprometido en adquirir las virtudes? ¿Acaso dejaba de mortificar su cuerpo y de reducirlo a esclavitud (cf. 1 Co 9, 27), el apóstol Pablo, quien antes que todos y más que todos había hecho de esta apropiación de la justicia de Cristo la finalidad de su vida y de su predicación? (cf. Flp 3, 7-9).

En Roma, como por desgracia en todas las grandes ciudades, hay muchos que no tienen un techo. Tienen un nombre en todos los idiomas: homeless, clochards, barboni, mendigos: personas humanas que lo único que tienen son unos pocos harapos que visten y algún objeto que llevan en bolsas de plástico. Imaginemos que un día se difunde esta voz: en vía Condotti (todos saben lo que significa en Roma la vía Condotti) está la dueña de una boutique de lujo que, por alguna razón desconocida, por interés o generosidad, invita a todos los mendigos de la estación Termini a ir a su comercio, a dejar sus harapos sucios, a ducharse y después a elegir el vestido que deseen entre los que están expuestos y llevárselo, así, gratuitamente.

Todos dicen en su corazón: «¡Esto es una fábula, no sucederá nunca!». Es verdad, pero lo que no sucede nunca entre los hombres, puede suceder cada día entre los hombres y Dios, porque, ante él, aquellos mendigos somos nosotros. Es lo que sucede en una buena confesión: te despojas de tus harapos sucios, los pecados; recibes el baño de la misericordia y te levantas «con un traje de salvación y (...) envuelto con un manto de justicia» (Is 61, 9-10).

El publicano de la parábola que fue al templo a rezar dijo simplemente, pero desde lo más profundo de su corazón: «¡Oh Dios, ten piedad de este pecador!», y «volvió a su casa justificado» (Lc 18, 14), reconciliado, renovado, inocente. Si tenemos su fe y su arrepentimiento, lo mismo podrán decir de nosotros al volver a casa después de esta liturgia.

Entre los personajes de la Pasión con los que podemos identificarnos me doy cuenta de que he omitido uno, el que más espera que se siga su ejemplo: el buen ladrón. El buen ladrón hace una confesión completa de su pecado; le dice a su compañero que insulta a Jesús: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo» (Lc 23, 40 s). El buen ladrón se muestra aquí como un excelente teólogo. Solamente Dios, de hecho, sufre absolutamente siendo inocente; cualquier otra persona que sufre debe decir: «Yo sufro justamente», porque, aunque no sea responsable de la acción que se le imputa, nunca está enteramente libre de culpa. Solamente el dolor de los niños inocentes se asemeja al de Dios y por eso es tan misterioso y tan sagrado.

¡Cuántos delitos atroces, en los últimos tiempos, han quedado sin un culpable! ¡Cuántos casos sin resolver! El buen ladrón hace un llamamiento a los responsables: haced como yo, salid al descubierto, confesad vuestra culpa; experimentaréis también vosotros la alegría que yo sentí cuando escuché las palabras de Jesús: «¡Hoy estarás conmigo en el paraíso!» (Lc 23, 43).

¡Cuántos reos confesos pueden confirmar que eso mismo les sucedió a ellos! Pasaron del infierno al paraíso el día que tuvieron el valor de arrepentirse y confesar su culpa. También yo he conocido alguno. El paraíso prometido es la paz de la conciencia, la posibilidad de mirarse en el espejo o mirar a los propios hijos sin tener que despreciarse.

No llevéis con vosotros a la tumba vuestro secreto; os procuraría una condena mucho más temible que la humana. Nuestro pueblo no es despiadado con quien se ha equivocado, si reconoce el mal realizado, sinceramente, no sólo por conveniencia. Por el contrario, está dispuesto a apiadarse y a acompañar al arrepentido en su camino de redención (que en todo caso se vuelve más breve). «Dios perdona muchas cosas, por una obra buena», dice Lucía en «Los Novios» de Alessandro Manzoni, al hombre que la había raptado. Más aún, debemos decir: él perdona muchas cosas por un acto de arrepentimiento. Lo prometió solemnemente: «Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve; aunque sean rojos como la púrpura, quedarán como lana» (Is 1, 18).

Volvamos a hacer ahora lo que, como hemos escuchado al inicio, es nuestra tarea en este día: con voces de júbilo exaltemos la victoria de la cruz, entonemos himnos de alabanza al Señor. «O Redemptor, sume carmen temet concinentium» (Himno del domingo de Ramos y de la Misa crismal del Jueves Santo). Y tú, Redentor nuestro, acoge el canto que elevamos a ti.

 

 

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