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Juan Diego Cuauhtlatoatzin
(1474-1548)

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El Beato Juan Diego, que en 1990 Vuestra Santidad llamó «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac» (L'Osservatore Romano, 7-8 maggio 1990, p. 5), según una tradición bien documentada nació en 1474 en Cuauhtitlán, entonces reino de Texcoco, perteneciente a la etnia de los chichimecas.Se llamaba Cuauhtlatoatzin, que en su lengua materna significaba «Águila que habla», o «El que habla con un águila».

Ya adulto y padre de familia, atraído por la doctrina de los PP. Franciscanos llegados a México en 1524, recibió el bautismo junto con su esposa María Lucía. Celebrado el matrimonio cristiano, vivió castamente hasta la muerte de su esposa, fallecida en 1529. Hombre de fe, fue coherente con sus obligaciones bautismales, nutriendo regularmente su unión con Dios mediante la eucaristía y el estudio del catecismo.

El 9 de diciembre de 1531, mientras se dirigía a pie a Tlatelolco, en un lugar denominado Tepeyac, tuvo una aparición de María Santísima, que se le presentó como «la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios». La Virgen le encargó que en su nombre pidiese al Obispo capitalino el franciscano Juan de Zumárraga, la construcción de una iglesia en el lugar de la aparición. Y como el Obispo no aceptase la idea, la Virgen le pidió que insistiese. Al día siguiente, domingo, Juan Diego volvió a encontrar al Prelado, quien lo examinó en la doctrina cristiana y le pidió pruebas objetivas en confirmación del prodigio.

El 12 de diciembre, martes, mientras el Beato se dirigía de nuevo a la Ciudad, la Virgen se le volvió a presentar y le consoló, invitándole a subir hasta la cima de la colina de Tepeyac para recoger flores y traérselas a ella. No obstante la fría estación invernal y la aridez del lugar, Juan Diego encontró unas flores muy hermosas. Una vez recogidas las colocó en su «tilma» y se las llevó a la Virgen, que le mandó presentarlas al Sr. Obispo como prueba de veracidad. Una vez ante el obispo el Beato abrió su «tilma» y dejó caer las flores, mientras en el tejido apareció, inexplicablemente impresa, la imagen de la Virgen de Guadalupe, que desde aquel momento se convirtió en el corazón espiritual de la Iglesia en México.

El Beato, movido por una tierna y profunda devoción a la Madre de Dios, dejó los suyos, la casa, los bienes y su tierra y, con el permiso del Obispo, pasó a vivir en una pobre casa junto al templo de la «Señora del Cielo». Su preocupación era la limpieza de la capilla y la acogida de los peregrinos que visitaban el pequeño oratorio, hoy transformado en este grandioso templo, símbolo elocuente de la devoción mariana de los mexicanos a la Virgen de Guadalupe.

En espíritu de pobreza y de vida humilde Juan Diego recorrió el camino de la santidad, dedicando mucho de su tiempo a la oración, a la contemplación y a la penitencia. Dócil a la autoridad eclesiástica, tres veces por semana recibía la Santísima Eucaristía.

En la homilía que Vuestra Santidad pronunció el 6 de mayo de 1990 en este Santuario, indicó cómo «las noticias que de él nos han llegado elogian sus virtudes cristianas: su fe simple [...], su confianza en Dios y en la Virgen; su caridad, su coherencia moral, su desprendimiento y su pobreza evangélica. Llevando una vida de eremita, aquí cerca de Tepeyac, fue ejemplo de humildad» (Ibídem).

Juan Diego, laico fiel a la gracia divina, gozó de tan alta estima entre sus contemporáneos que éstos acostumbraban decir a sus hijos: «Que Dios os haga como Juan Diego».

Circundado de una sólida fama de santidad, murió en 1548.

Su memoria, siempre unida al hecho de la aparición de la Virgen de Guadalupe, ha atravesado los siglos, alcanzando la entera América, Europa y Asia.

El 9 de abril de 1990, ante Vuestra Santidad fue promulgado en Roma el decreto «de vitae sanctitate et de cultu ab immemorabili tempore Servo Dei Ioanni Didaco praestito».

El 6 de mayo sucesivo, en esta Basílica, Vuestra Santidad presidió la solemne celebración en honor de Juan Diego, decorado con el título de Beato.

Precisamente en aquellos días, en esta misma arquidiócesis de Ciudad de México, tuvo lugar un milagro por intercesión de Juan Diego. Con él se abrió la puerta que ha conducido a la actual celebración, que el pueblo mexicano y toda la Iglesia viven en la alegría y la gratitud al Señor y a María por haber puesto en nuestro camino al Beato Juan Diego, que según las palabras de Vuestra Santidad, «representa todos los indígenas que reconocieron el evangelio de Jesús» (Ibídem).

Beatísimo Padre, la canonización de Juan Diego es un don extraordinario no sólo para la Iglesia en México, sino para todo el Pueblo de Dios.

Homilía del Santo Padre

 

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