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MISA CON OCASIÓN DEL IV CENTENARIO
DE LA MUERTE DE SANTO TORIBIO DE MOGROVEJO

HOMILÍA DEL CARDENAL GIOVANNI BATTISTA RE

Basílica de Santa María la Mayor
Jueves 27 de abril de 2006

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Nos reúne en la basílica de Santa María la Mayor, en el hermoso contexto del período pascual, la celebración de un acontecimiento que tiene un gran significado para el Perú, para América Latina y para la Iglesia en general:  la conmemoración del cuarto centenario del tránsito a la casa del Padre de santo Toribio de Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima y patrono del Episcopado latinoamericano.

Nos sentimos, por ello, en comunión con la Iglesia de Lima, que también hoy celebra a este gran santo, así como con todas las Iglesias de aquella tierra que en los tiempos de santo Toribio fue llamada "el nuevo mundo".

La figura de este insigne pastor permanece viva en nuestras mentes como un excelente modelo a seguir. Y, aunque es cierto que su ejemplo resulta especialmente iluminador para todos los que participamos del ministerio sacerdotal y, de modo aún más especial para los obispos, es claro también que sus virtudes resultan dignas de ser seguidas por todo fiel de la Iglesia.

Su ministerio bien podría resumirse así:  una fe inquebrantable, un amor incondicional y total por la Iglesia, una caridad pastoral intensa y fecunda; y todo esto, como fruto de una adhesión profunda a Jesucristo, en quien santo Toribio reconocía claramente al único Pastor, fuente de todo su obrar. En efecto, en una carta que dirigió al Papa Clemente VII a fines del siglo XVI, la cual contiene una relación de cuanto hasta aquel entonces la presencia del Evangelio había hecho germinar en aquellas partes, es patente la obra fecunda de este extraordinario obispo misionero y se refleja al mismo tiempo su celo y fidelidad totales. Dicha carta, que ha quedado como un hermoso testimonio de puño y letra del arzobispo, termina con estas palabras:  "A Dios sean dadas las gracias, por quien sólo esto se hace, en edificación de los prójimos, procurando darles buen ejemplo y animándolos a lo mismo". Fue este el espíritu que animó a santo Toribio:  un espíritu de entrega total, un espíritu nutrido de la más pura caridad.

Toribio de Mogrovejo, eximio jurista de Salamanca y juez en Granada, había ya decidido consagrarse al Señor y recibido la tonsura cuando el rey de España lo propuso al Papa como arzobispo metropolitano de Lima:  una arquidiócesis de proporciones enormes y con diez obispados sufragáneos. Toribio contaba entonces con 39 años de edad.

En un primer momento experimentó cierta dificultad para aceptar el nombramiento de parte del Papa, considerando demasiado alta la misión que se le quería confiar, pues el episcopado se le mostraba —y más aún tratándose del arzobispado de Lima— como un peso superior a sus fuerzas. Pero luego supo ver en esta decisión del Papa la mano de la Providencia divina y terminó por aceptar. Fue inmediatamente ordenado diácono, sacerdote y obispo.

Su excelente preparación como teólogo y jurista, que fue sólida y profunda, y su corazón de ardoroso espíritu misionero, hicieron de él una figura fundamental de la historia de la evangelización del nuevo mundo y un gran defensor de los indígenas.

Con gran resolución, comenzó por aprender quechua, para así poder ser entendido por la gente simple. Concibió su ministerio pastoral como un compromiso misionero para anunciar a Cristo a todos. Estaba convencido de que la fe cristiana estaba abierta a toda cultura y era un don proporcionado al corazón de todo hombre y toda mujer, comprendidos también aquellos del continente recientemente descubierto.

El Perú, cuando Toribio llegó, estaba saliendo de una profunda crisis. El primer arzobispo de Lima, mons. Jerónimo de Loaysa, había fallecido hacía cinco años, dejando las bases de la estructura jurídica de aquella naciente Iglesia. El imperio de los incas había venido sufriendo los estragos de sangrientas guerras civiles entre los mismos incas, antes de la llegada de los españoles, y luego, después de la conquista, entre los conquistadores españoles.

Al tremendo problema que constituían las distancias entre los pueblos engastados en lo alto de las montañas, o aquellos escondidos entre las quebradas o al final de caminos casi inaccesibles, santo Toribio respondió con un ánimo extraordinario:  un espíritu de aventura puramente evangélico que lo condujo hasta los lugares más recónditos; de ello da testimonio en la aludida carta a Clemente VII. Y resulta conmovedor ver en algunos lugares de la sierra del Perú, que aún hoy constituyen destinos difíciles, una inscripción en la que se lee:  "Aquí estuvo santo Toribio de Mogrovejo".
Montado en su mula, recorrió más de 40.000 kilómetros con ocasión de sus visitas pastorales en la arquidiócesis, a fin de mantener un contacto directo con los sacerdotes y con los fieles. Por este su "rotular el territorio peruano" le fue dado el apelativo de "rueda en continuo movimiento".

En estos largos viajes misioneros contemplamos a este gran pastor desarrollando innumerables obras de bien:  enseñando la fe, impartiendo los sacramentos, agrupando y organizando a los indios, extendiendo, en definitiva, el reino de Cristo en la América meridional. El buen jurista  y doctor en leyes fue así también un catequista sencillo y totalmente entregado, que se ganó rápidamente el respeto y el afecto de sus fieles.

No fueron pocos los retos que supo enfrentar heroicamente el segundo arzobispo de la llamada "ciudad de los reyes". A las diversas empresas de orden pastoral se sumarían aquellas en el plano del gobierno. Santo Toribio no dudó en aplicar con entera fidelidad las directrices trazadas por el concilio de Trento. Este fue, precisamente, el objeto principal del III Concilio limense convocado por él en 1583, cuyas disposiciones canónicas y legislación directamente dirigidas a la pastoral y a las tareas misionales fueron aprobadas por la Santa Sede, y del cual emanó uno de los mejores instrumentos de los que pudo disponer la catequesis de indios:  el catecismo trilingüe del III Concilio limense:  en quechua, en aymara y en español. De este catecismo hizo tres ediciones:  una tenía como título "Doctrina cristiana", conteniendo los elementos fundamentales de nuestra fe; otra era llamada "Catecismo breve" estructurada con preguntas y respuestas; y la tercera era el "Catecismo mayor", destinado a los más capaces.

Es muy edificante, en referencia a todo esto, constatar la gran sabiduría con que santo Toribio supo conjugar los diversos aspectos de su ministerio episcopal dedicándose con igual interés, pero con muy buen discernimiento y sabiendo privilegiar siempre lo esencial, a sus tareas de sacerdote, maestro y hombre de gobierno.

Al contemplar la figura de santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, nos encontramos con un hombre profundamente penetrado por el Evangelio, que hace de su vida un acto de fe al entregarse con absoluta generosidad a su ministerio, sin dejar que las contradicciones —y santo Toribio las tuvo en abundancia— constituyan un real obstáculo. Fue un gran evangelizador y un extraordinario misionero. Fue también un modelo del respeto por la dignidad de cada persona humana, cualquiera que fuese su condición, considerándolos a todos como hijos de Dios.

La razón de su obra y de todo lo que consiguió y ganó para Dios y para el Evangelio en favor de los hombres y mujeres de aquella época; la inspiración de su amor por la Iglesia, de su entrega y fidelidad; en pocas palabras, el secreto de su santidad sólo podemos encontrarlo en su profunda unión y cercanía a Dios. Impresiona, de hecho, lo que sus biógrafos cuentan acerca de sus rutinas cotidianas:  la cantidad de tiempo y atención dedicadas a la oración, que ocupaba en sus infatigables jornadas un lugar primordial.

Tuvo un inmenso amor por la Eucaristía, que plasmó en una excelente pastoral eucarística. En aquellos tiempos hubo quienes sostenían que a los indios, por la pequeñez de su fe, no podía ser administrada la Comunión. Santo Toribio, en el Sínodo de Lima de 1582, dio instrucción de impartir a los indios una buena preparación en relación al sacramento de la Eucaristía, para luego administrarles la sagrada Comunión.

De los 25 años en los que fue pastor de esa vasta arquidiócesis, dedicó diecisiete a recorrer el territorio en visitas pastorales; atravesó la cordillera de los Andes anunciando la palabra de Dios, creando parroquias y promoviendo e impulsando toda obra de bien. Fue un apóstol itinerante.
El Jueves santo de 1606, en plena visita pastoral por el norte del Perú, en Saña, entregó serenamente el espíritu.

Santo Toribio ha quedado como figura de primer orden en la historia del Perú en un momento tan importante como es el de los inicios de la Iglesia en América Latina:  un momento histórico decisivo también para los destinos espirituales y temporales de la Iglesia en el mundo más allá del océano. Sus veinticinco años de trabajo pastoral fueron determinantes para el futuro del Perú y de la Iglesia en América Latina, al punto que en su visita al Perú en 1985 el Papa Juan Pablo II dijo:  "En Santo Toribio descubrimos el valeroso defensor o promotor de la dignidad de la persona. Él fue un auténtico precursor de la liberación cristiana en el Perú. Él supo ser a la vez un respetuoso promotor de los valores culturales aborígenes, predicando en las lenguas nativas y haciendo publicar el primer libro en Sudamérica:  el catecismo único en lengua española, quechua y aymara".
Con la muerte de Santo Toribio se cerró la primera fase de la historia de la evangelización del continente latinoamericano y se abrió una nueva etapa.

El deseo es que el testimonio y el ejemplo de vida de este extraordinario obispo continúen iluminando el camino del Perú, de América Latina y de la Iglesia católica entera.

En esta basílica romana, que es el templo más antiguo dedicado a la Madre de Dios, pidamos a la Estrella de la Evangelización, quien guió al santo obispo De Mogrovejo en su labor episcopal, que proteja a América Latina y la ayude a ser fiel a aquella identidad católica que la caracteriza y por la cual santo Toribio tanto se entregó.

 

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