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COMISIÓN PONTIFICIA PARA AMÉRICA LATINA

MENSAJE CON MOTIVO DEL DÍA DE HISPANOAMÉRICA
EN LAS DIÓCESIS DE ESPAÑA [1 DE MARZO]

 

Evangelizadores con la fuerza del Espíritu

«Doy gracias a mi Dios cada vez que os recuerdo; siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio, desde el primer día hasta hoy» (Flp 1, 3-5). De este saludo del apóstol Pablo bien puede hacerse eco el Papa Francisco, como también yo mismo o cada uno de los obispos de España y, en especial, s.e. mons. Braulio Rodríguez Plaza, presidente de la Comisión episcopal de misiones y cooperación entre las Iglesias, recordando a los más de 9.000 misioneros españoles que trabajan al servicio de la evangelización en América Latina. «Gracia y paz a vosotros de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Ef 1, 2).

Vaya nuestro abrazo fraterno a los sacerdotes y laicos que colaboran en la misión como fidei donum, en particular a los cerca de 300 sacerdotes que sirven a la Iglesia en Latinoamérica acogidos a la Obra de cooperación sacerdotal hispanoamericana (OCSHA), así como a todas las religiosas y religiosos españoles que cooperan con la evangelización en aquellas tierras. Mi palabra de gratitud se dirige también a quien preside la Comisión episcopal de misiones y cooperación entre las Iglesias y a quienes colaboran con ella para acompañar y alentar esa corriente misionera tan importante para la misión de la Iglesia en América Latina.

La próxima celebración del «Día de Hispanoamérica», tradicional cita anual que se está celebrando desde el año 1959, es una buena ocasión para tener presentes a todos esos misioneros en la oración y en la comunión eclesial, que se hace explícita en la cooperación entre las Iglesias. «Doy gracias a mi Dios continuamente por vosotros, por la gracia de Dios que se os ha dado en Cristo Jesús» (1 Cor 1, 4).

Alegría en el Espíritu Santo

Es muy bueno que, inspirándose en el capítulo v de la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, que el Santo Padre Francisco ha propuesto para invitar «a una nueva etapa evangelizadora [...] e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años» (EG 1; cf. 287), se haya escogido para esta nueva cita del Día de Hispanoamérica el lema «Evangelizadores con la fuerza del Espíritu». En efecto, es en Pentecostés cuando los Apóstoles, con la fuerza del Espíritu, salen de sí mismos y se convierten en evangelizadores. Ellos, que hasta ese momento habían estado aherrojados por el miedo y el temor, manifiestan con alegría y audacia su fe en Cristo resucitado. Esta transformación es fruto de esa fuerza del Espíritu, que «renueva, sacude e impulsa a la Iglesia en una salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos» (EG 261).

Fue el entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio, como presidente de la Comisión de redacción del Documento conclusivo en la V Conferencia general del episcopado latinoamericano y del Caribe (Aparecida, mayo de 2007), y el hoy Papa Francisco, en la redacción de esta Exhortación apostólica, quien ha querido personalmente incorporar en ambos textos la alegría como una elocuente señal de identidad de los primeros evangelizadores, como debe serlo también de los de ahora, siguiendo el pensamiento de Pablo VI: «Recobremos y acrecentemos el fervor, “la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas [...]. Y ojalá el mundo actual —que busca con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo” (EN 80)» (EG 10).

La propuesta que ofrece el lema de la jornada, «Evangelizadores con la fuerza del Espíritu», es fruto de la decidida confianza en el Espíritu Santo, que «acude en ayuda de nuestra debilidad» (Rom 8, 26), para seguir impulsando una corriente evangelizadora marcada por esa alegría, más fervorosa, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa, promovida por «evangelizadores llenos de coraje, incansables en el anuncio y capaces de una gran resistencia activa» (EG 263).

La vocación de los misioneros Fidei donum

El origen y la causa por la que los misioneros son enviados a cooperar con otras Iglesias más necesitadas está en la iniciativa divina, que les ha llamado a estar con Él y a anunciar el Reino (cf. Mc 3, 14-15); es Dios quien les da esta vocación que transforma su vida. No marchan por iniciativa propia o por otros motivos que no sean el anuncio del Evangelio. Así sucedió en los orígenes de la primera evangelización del continente americano. Desde entonces, miles de misioneros y misioneras han llegado a América, especialmente desde España, en unos casos, para la primera evangelización; en otros, para la cooperación con aquellas Iglesias en formación. Estas personas son conscientes de su vocación divina, hasta el punto de que pueden decir con el Papa Francisco: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo» (EG 273).

La respuesta a tal llamada implica en cada caso un largo y muchas veces arduo camino: requiere dejar el propio terruño y sus gentes, partir hacia mundos lejanos, incorporarse en la vida de otros pueblos, compenetrarse con su historia, congeniar con su temperamento, vibrar con sus sufrimientos y esperanzas, participar en una nueva realidad eclesial, ponerse al servicio de nuevos obispos, alargar los horizontes de la solicitud apostólica universal... Tampoco se ocultan las oscuridades que el evangelizador encontrará en su trabajo misionero (cf. EG 287). Sin embargo, este proceso es, a la vez, motivo de conversión y de renovado entusiasmo, porque el origen y el fruto de la actividad misionera no depende de los proyectos individuales, ni de las fuerzas humanas, necesarias por otra parte para el sostenimiento y el dinamismo en esa «peregrinación misionera». Es Él, el que da la vocación, quien otorga tanto la fuerza de emprender el camino para «llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (EG 21), como la alegría del anuncio, para que esa luz de Cristo ilumine a cuantos todavía no lo conocen o lo han rechazado.

A la vez acontece que, en medio de la oscuridad y de los impedimentos, siempre se perciben nuevos brotes y signos de que tarde o temprano se producirá el fruto esperado. «Esa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un instrumento de ese dinamismo» (EG 276). Por eso, el misionero tiene la seguridad de que no se perderá ninguno de sus esfuerzos realizados con amor, como no se pierde el amor de Dios; de que su trabajo dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo.

Estas convicciones que animan a los misioneros brotan del convencimiento de que «ninguna motivación será suficiente si no arde en nuestros corazones el fuego del Espíritu» (EG 261), porque saben que es Él quien precede a la actividad misionera en el secreto de los corazones y en la cultura de los pueblos. Son conscientes de que su misión es ser instrumentos en manos del Espíritu Santo, y hacen gravitar la certeza de su misión en esa seguridad de que en el interior de las personas hay una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte (cf. RM 45; EG 265).

Entonces descubren con aún mayor evidencia la necesidad de apoyarse en la oración, como siervos inútiles y mendicantes, pero dóciles y disponibles, y en la audacia (parresía) para proclamar el Evangelio en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. La fuerza les viene del Espíritu. «No hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se llama ser misteriosamente fecundos!» (EG 280).

La fuerza del primer amor

El Papa Francisco recuerda en su Exhortación apostólica que la primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más —«¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer?»—. El verdadero misionero, que lo es por ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, respira con él, trabaja con él; percibe a Jesús vivo en medio de la tarea misionera (cf. EG 264-265). Y «si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie» (EG 266). Sólo desde ese saberse enviado por Dios puede el misionero vivir con alegría el servicio de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar a los demás.

De ahí el grito de Francisco: «¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!» (EG 83). Es una invitación a sumergirnos en la alegría del Evangelio y a alimentar el amor de Dios, capaz de iluminar la vocación y la misión propias. Con motivo del último Domund escribía el Santo Padre: «Os exhorto a recordar, como en una peregrinación interior, el «primer amor» con el que el Señor Jesucristo ha caldeado el corazón de cada uno, no por un sentimiento de nostalgia, sino para perseverar en la alegría. El discípulo del Señor persevera en la alegría cuando está con Él, cuando hace su voluntad, cuando comparte la fe, la esperanza y la caridad evangélica» (Mensaje para la Jornada mundial de las misiones 2014).

Encuentro personal con Cristo

El misionero sabe, por propia experiencia, que tiene necesidad de «recomenzar» siempre su renovado encuentro personal con Jesucristo. Nada se puede dar por presupuesto ni por descontado. No puede conformarse con lo que considera «adquirido». Las nuevas exigencias de la actividad misionera —como ocurre en el caso de América Latina, donde la fe y la vida cristiana de las comunidades parece que tardan en consolidarse— requieren siempre de un nuevo inicio, que mantenga despierto el asombro y la fascinación por ese encuentro.

Cuando más pesa el cansancio, el desaliento o la tristeza al no advertir los frutos de muchos sacrificios, y aparece la soledad difícil de sobrellevar; cuando aparece la tentación de dejarse arrastrar por apatías y escepticismos, más necesita el misionero recomenzar, con el mismo entusiasmo con el que pronunció en su momento el «sí» para salir a la misión; con el «sí» de la renovación de las promesas sacerdotales o de los votos de consagración; con aquel «sí» por el que se mostró disponible a la misión ad gentes. Como el «fiat» de la Virgen María, gracias al cual el Hijo de Dios entrega su vida al Padre y la fuerza imparable de su Resurrección se convierte en fuente inagotable de semillas de un mundo nuevo (cf. EG 276-278).

Esa es la razón de la alegría y de la esperanza del misionero, de su continuo revivir el amor a quienes le han sido confiados, para compartir con ellos el don del encuentro con Cristo, que les llena de gozo y sentido, de fuerza y esperanza; que es la respuesta sobreabundante y totalmente satisfactoria a las «necesidades más profundas» de sus personas, que anhelan amor y verdad, justicia y felicidad. Por la fuerza del Espíritu el misionero vive, en su más absorbente actividad, la contemplación del rostro de Dios en los demás; por eso, urge recobrar un espíritu contemplativo, sin cansarse de «pedirle a Él que vuelva a cautivarnos» (EG 264). Esta experiencia contemplativa se trueca en oración de intercesión por los demás, la cual posibilita que el poder, el amor y la fidelidad de Dios se manifiesten con mayor nitidez en el pueblo: «Interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño» (EG 281).

Para contar siempre con la presencia y compañía del Señor, «nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial» (EG 264). El Papa Francisco insiste en que la misión comienza de rodillas, se alimenta y adquiere su ímpetu de entrega a través de una disciplina de oración, se despliega desde la comunión con Él en la Eucaristía, necesita de tiempos de adoración, y siempre recomienza, más allá de nuestros desfallecimientos y caídas, por la frecuencia del sacramento de la reconciliación. «Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga» (EG 262).

Vivir la oración contemplativa no separa de la realidad; por eso, el Santo Padre advierte que «se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación» (EG 262). Frente a ese equívoco, ahí está el testimonio de tantos misioneros y misioneras que gastan su vida al servicio del Evangelio y ofrecen a sus gentes la memoria viva y grata de la Presencia del Señor, que bien conoce y ama la realidad humana, especialmente la de quienes carecen de lo más necesario. Porque «Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la esperanza viva!» (EG 278).

Pasión por el pueblo

En estos tiempos propicios y exigentes de «salida misionera», se confirma que «la misión es una pasión por Cristo, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo» (EG 268). La evangelización es siempre obra de todo el pueblo de Dios y destinada a todos, sin acepción de personas ni grupos sociales. Esa capacidad de abrazar a todo pueblo al que se está destinado se encuentra, de modo muy especial, en la entraña de la vocación misionera ad gentes y ad extra.

Los misioneros no caen en paracaídas sobre la gente, sino que aprenden a conocerla, a apreciarla, a quererla, a valorarla, a crecer con ella. Se enriquecen con sus expresiones de piedad popular, con sus testimonios de fe, esperanza y caridad. Y esto, dice el Papa, «es fuente de gozo superior» (EG 268). ¿No nos muestran los misioneros cómo gozan estando muy cerca de los suyos, «perdiendo el tiempo» en la convivencia, compenetrados con sus alegrías, sufrimientos y esperanzas, siempre misericordiosos, solidarios, serviciales, sin excluir a ninguno? Miran cómo lo hacía Jesús y «tocan la carne sufriente de los demás», abrazando en especial a los más pobres y necesitados. Son un ejemplo de compasión y consuelo, de sanación y liberación. Esta dinámica de identificación con el pueblo es la que hace que el misionero pueda exclamar con el Papa Francisco: «Si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!» (EG 274).

El misionero, tomado de en medio del pueblo y enviado al pueblo, manifiesta su identidad al reconocer su pertenencia a Cristo, y, por Cristo, al mundo y al pueblo al que es enviado. Esta vinculación es la que le hace ser un manantial que desborda y refresca a sus hermanos. Solamente puede ser misionero quien busca el bien de los demás y desea la felicidad de los otros. Esa apertura de su corazón es precisamente la fuente de su felicidad, hasta el punto de verificarse las palabras del Señor que recordaba Pablo a los fieles de Mileto: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35).

La actividad misionera de la Iglesia en América Latina es una continua solicitud por los más necesitados. Ha sido uno de los principales argumentos en las sucesivas Conferencias generales del episcopado latinoamericano y del Caribe. Basta acudir al Documento Conclusivo de Aparecida para descubrir cómo la Iglesia sigue el ejemplo del Maestro; según recuerda el Papa Francisco, «en el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25, 40)» (EG 179).

De la mano de María

Bendigo de corazón a los misioneros y misioneras, y a todos los que acompañan y apoyan esta cooperación con las Iglesias en formación de América Latina, para que el anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de este continente. Ellos encarnan, según las mencionadas palabras del beato Pablo VI, «la dulce y confortadora alegría de evangelizar» (EN 80). María, mujer orante y trabajadora en Nazaret y Nuestra Señora de la prontitud, sigue siendo el ejemplo de este «salir alegres» para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1, 39) y hacer presente la justicia y la ternura que salen el encuentro de los otros.

A todos y cada uno de los 9.000 misioneros españoles al servicio de la Iglesia en América Latina los invito, en fin, a leer y releer, a gustar en la oración, todo lo que escribe el Papa Francisco en los últimos números de su Exhortación apostólica Evangelii gaudium respecto a ese «regalo de Jesús a su pueblo», que es la maternidad de María. Cristo nos lleva a María, pero también María nos conduce a Cristo, porque en esa imagen materna se descubren todos los misterios del Evangelio (cf. EG 285) y porque «ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno» (EG 286).

El pueblo americano peregrina a los santuarios marianos, pedazos de cielo, para pedirle a la Virgen que transforme este continente en la casa de Jesús con «una montaña de ternura». Pidamos también nosotros a María la gracia de tener siempre presentes su camino de obediencia a los designios del Padre, su estar dispuesta a la efusión de gracia del Espíritu Santo para que el Verbo se hiciera carne en su carne, su inseparable relación con su Hijo, su maternidad llena de ternura y consuelo, su intercesión ante la Santísima Trinidad, su testimonio de primera discípula, su guía como Estrella de la nueva evangelización, «para que esta invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial» (EG 287).

A todos y cada uno, vaya mi bendición pastoral y un abrazo fraterno,

Card. Marc Ouellet
Presidente
de la Comisión Pontificia para América Latina

 

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