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Lunes 15 mayo – Conferencia
Aula Pablo VI

EMO. CARDENAL DARÍO CASTRILLÓN HOYOS, PREFECTO DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

UN MENSAJE DE ESPERANZA CRISTIANA PARA LOS SACERDOTES DEL TERCER MILENIO

Hermanos, es la tercera vez que os dirijo la palabra en estos días y estoy siempre lleno de alegría y emoción por lo hermoso que es estar juntos, porque miro con respeto, afecto y veneración esta magnífica y vibrante asamblea. Si nos miramos entre nosotros, en este clima de fraternidad sacramental, configurados con Cristo en el único sacerdocio, nuestros horizontes se amplían más allá de los confines de nuestras Iglesias de procedencia, y nuestra asamblea se enriquece con una dimensión intensamente misionera.

Estamos cercanos, también físicamente, al Vicario de Cristo, por lo que la imagen de la Iglesia que nos es dado contemplar es más viva y completa, y más universal e intensa es nuestra oración.

 

Nuestro espíritu se abre pare rendir gracias:

"Dichoso el que tú eliges y

acercas para que viva en tus atrios.

¡Qué nos saciemos de los bienes de tu Casa,

de los dones sagrados de tu Templo!

Con portentos de justicia nos respondes,

Dios Salvador nuestro..." (Sal 65, 5-6).

 

Efectivamente, es un prodigio que, recogiendo el desafío de un mundo a menudo indiferente, tentado por el materialismo, haya quien sea capaz de una elección o de perseverar en la elección radical y decisiva por Cristo virgen, obediente, pobre, dispuesto a consagrar toda la vida, a presentar el rostro de Cristo, a proclamar la gratuidad e infinita misericordia de Cristo, Crucificado y Resucitado.

Es un prodigio que haya quien, acogiendo cada día, durante toda la vida, la llamada de Cristo y atraído por su fascinación, absolutamente única, con corazón indiviso cumple la elección de una vida interior de consagración frente a una sociedad inmersa en lo efímero y en lo insignificante: la elección de una perfección austera y exigente, pero también alegre, frente a una mediocridad cómoda, resignada y, a menudo, aburrida.

 

1. El Presbítero, ministro de esperanza para el hombre en el Tercer Milenio

Cualquier consideración sobre el ministerio sacerdotal, sea desde el punto de vista ontológico, cuando se quiere definir su contenido, sea desde el punto de vista existencial, cuando se precisa el lugar que dicho ministerio ocupa en la Iglesia y en el mundo, debe tener en cuenta, sobre todo, que a cada cristiano se pueden aplicar las palabras con las cuales San Pablo describía su prodigiosa divinización: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

Sabemos que Jesucristo, Sumo y Eterno sacerdote, ha querido que toda la Iglesia participase de su único e indivisible sacerdocio (cf. 1P 2, 4-10; LG 10).

Pero el plan salvador de Dios implica que la vida divina se comunique en el interior de la Iglesia, a través de las vías que Él ha instituido para ello: la proclamación de la Palabra, los Sacramentos y el régimen pastoral que son, propiamente y de forma específica, los actos sacerdotales de Cristo, Cabeza, Maestro y Pastor de la Iglesia. De esta manera, Cristo está presente en su Iglesia no sólo porque atrae hacia sí todos los fieles desde ese Trono de gracia y de gloria que es Su Cruz redentora (cf. Col 1, 20), formando con todos los hombres de cada época un solo Cuerpo, sino también en cuanto Él está siempre presente en el tiempo y, de forma eminente, como Cabeza, Maestro y Pastor que instruye, santifica y gobierna constantemente a su pueblo. Dicha presencia se realiza a través del sacerdocio ministerial que Él ha querido instituir en el seno de Su Iglesia: por lo tanto el sacerdote, incorporado a Cristo mediante el Bautismo como todos los cristianos, por medio de la nueva consagración del sacramento del Orden se convierte ipse Christus, para llevar adelante no sólo en su nombre, sino con su mismo poder (cf. PO 2), las funciones de enseñar, santificar y dirigir pastoralmente a los otros miembros de su Cuerpo, hasta el final de los tiempos. En el presbítero revive sacramentalmente Cristo-Cabeza, se vuelve a actualizar de manera específica Su Señoría sobre el cosmos y la historia, de la cual el Verbo de Dios es «el Alfa y la Omega» (Ap 1, 8), «el Principio y el Fin» (Ap 21, 6), para servir a toda la creación recapitulando todas las cosas y acompañándolas de nuevo, resanadas, a casa del Padre (cf. Ef 1, 10).

No puedo dejar de nombrar aquí, a este propósito, en continuidad con el Magisterio, algunos documentos recientes fundamentales para nosotros, sobre todo en las circunstancias actuales: el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, la Carta Circular sobre El presbítero, maestro de la Palabra, ministro de los Sacramentos y guía de la Comunidad en vistas del Tercer Milenio cristiano, y la Instrucción interdicasterial sobre algunas cuestiones sobre la colaboración de los fieles laicos al ministerio de los sacerdotes.

Por ello podemos afirmar que el ministerio sacerdotal, en la perspectiva del Tercer Milenio, es sobre todo ministerio, y la luz que filtra a través de la Puerta Santa del gran Jubileo, es sobre todo misterio de esperanza, porque hace presente toda la potencia redentora de Cristo pues «ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre» (Hb 13, 8). En el ministerio del presbítero se refleja la luz del Verbo encarnado, lumen gentium, luz de amor, de esperanza y de vida (cf. Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo a los Presbíteros, Novo incipienti nostro, n. 4, AAS 71, 1979, 398-400).

El verdadero don de esperanza es Él, Jesucristo, el don de Dios al mundo: a Él se configura ontológicamente el sacerdote el cual, a través de la ordenación sacerdotal, dotado de potestad sagrada, se convierte en ministro de la epifanía de Dios entre los hombres, prolongando en los siglos – como ya hemos afirmado poco antes – la misión del Verbo encarnado, haciendo conocer a todos, en el Espíritu Santo, el rostro del Padre. Por esto, podemos afirmar que el ministerio sacerdotal es, verdaderamente, con Cristo y en Cristo «manifestación de Dios esperanza del hombre, de Dios liberación del hombre, de Dios salvación del hombre» (cf. Juan Pablo II, Homilía en la Basílica de San Pedro, 6 de enero de 1999).

La evangelización es la traditio Evangelii que, en el significado profundo de la teología paulina, significa transmitir la dynamis Theou «la fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16) y ella se realiza, antes que nada y principalmente, a través de la Palabra, los Sacramentos y el Régimen pastoral del sacerdote ordenado, como «hombre de Dios» (1Tm 6, 11) y «servidor de Cristo» (1Co 4, 1).

Para los sacerdotes de hoy y de siempre, llevar el Evangelio a los otros, acercar los hombres a Cristo quiere decir, en primer lugar, llevar el Evangelio en sí mismos, identificándose plenamente con la Palabra viviente que es el mismo Cristo. A esta meta, que consiste en la santidad específica del ministro ordenado, debe tender la formación sacerdotal, tanto inicial como permanente, en cada una de sus fases.

 

2. El ministerio sacerdotal está al servicio del hombre, vía primera y fundamental de la Iglesia.

Los tiempos lo piden y el Sucesor de Pedro convoca y alienta a todo el Pueblo «a continuar, bajo la guía del Espíritu Paráclito, la obra del mismo Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido» (Concilio Ecuménico Vaticano II, Cost. Past. Gaudium et spes (GS), 3).

El mundo, en los umbrales del Tercer Milenio, tiene más que nunca necesidad de experimentar de nuevo esta presencia de Dios, de encontrarlo de verdad en el camino de la vida, de sentir la proximidad de su bondad llena de misericordia (cf. Ef 2, 4).

La Iglesia, signo e instrumento eficaz de la unión íntima del hombre con Dios, de la unidad de todo el género humano (cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Cost. Dogm. Lumen gentium, n. 1), «sacramento inseparable de unidad» (cf. San Cipriano, Epist. Ad Magnum, 6: PL 3, 1142) y «sacramento universal de salvación» (Cost. Dogm. Lumen gentium, n. 48) reconoce como deber fundamental hacer que dicha unión pueda actuarse de forma continúa, renovándose por medio de la caridad de Cristo en el Espíritu Santo (cf. Ef 2, 14; Cost. Past. GS, n. 45).

«Cada fiel cristiano, cada hijo de la Iglesia debería sentirse llamado por esta responsabilidad común y urgente, pero en particular los sacerdotes, especialmente elegidos, consagrados y enviados para hacer emerger la contemporaneidad de Cristo, del cual se convierten en auténticos representantes y mensajeros» (cf. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los Presbíteros, Tota Ecclesia, 31, 1. 1994, n. 7, L.E.V. 1994, p. 11).

 

3. Dignidad e insustituibilidad del ministerio ordenado.

Es sugestivo rememorar aquí la imagen del cristal que irradia a su alrededor la luz del sol, y que San Basilio asume cuando quiere subrayar que el alma del apóstol debe ser «nítida» para poder reflejar la luz del Espíritu y la verdad de la fe: «Del mismo modo que los cuerpos muy transparentes y nítidos, al contacto con el rayo, se vuelven también ellos muy luminosos, emanando por sí mismos un nuevo resplandor, así las almas que llevan en sí el Espíritu y que son iluminadas por Él se vuelven también ellas santas, reflejando la gracia sobre los otros» (cf. El Espíritu Santo, IX, 23). Ello es particularmente necesario en el presbítero, pues éste no ha sido llamado para anunciar conceptos abstractos sino la Verdad, la Persona de Cristo con la cual el hombre es invitado a entrar en comunión y que sólo el Espíritu permite que se realice hasta la unión esponsalicia. El ministro ordenado es llamado, por lo tanto, a colaborar con el Espíritu para que se realice este milagro, y cuanto más dócil sea su colaboración con el Paráclito, tanto más eficaz será su ministerio. «Los Apóstoles, -afirma San Juan Crisóstomo-, no bajaron de la montaña como Moisés, llevando en sus manos tablas de piedra; ellos salieron del cenáculo llevando el Espíritu Santo en sus corazones y ofreciendo por doquier los tesoros de la sabiduría, de la gracia y los dones espirituales como de una fuente que mana. De hecho, fueron a predicar por todo el mundo como si ellos mismos fueran la ley viviente, como si fuesen libros animados por la gracia del Espíritu Santo» (cf. Homilías sobre el Evangelio de Mateo, I). Por lo tanto, como ya recordaba Pablo VI (cf. Mensaje a los sacerdotes, 30 de Junio de 1968, durante la clausura del Año de la Fe), el sacerdocio ministerial forma parte de una estructura institucional deseada por Dios para que la vida divina llegue a los hombre de todos los tiempos, a través de los ministros específicos por Él también establecidos. Por esto, el ministerio sacerdotal «no es un oficio o un servicio cualquiera ejercitado a favor de la comunidad eclesial, sino un servicio que participa de forma absolutamente especial y con carácter indeleble a la potencia del sacerdocio de Cristo, gracias al sacramento del Orden» (cf. Ibidem).

Los ataques al sacerdocio ordenado no son ciertamente pocos, presentándose bajo varios aspectos. Creo que éste es uno de los peligros más grandes para la Iglesia de Jesucristo. Si se ofuscara la naturaleza del ministerio sacerdotal, y de consecuencia se buscaran formas de inserción en la sociedad del nuevo milenio poco apropiadas a la naturaleza del sacerdocio ministerial, ello equivaldría a substraer al Pueblo de Dios y al mundo entero esta particular presencia de Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor de su Iglesia, que se halla sólo a través de la persona del sacerdote ordenado.

Sabemos que es una hipótesis absurda, pues señalaría tanto la desaparición del sacerdocio común de los fieles el cual, en el sacerdocio ministerial, tiene su centro propulsor, como la vuelta, no ya a los tiempos de la Iglesia de los orígenes, sino a las fases más primitivas de la humanidad, cuando el Pueblo de Dios estaba dividido y erraba como un rebaño sin pastor (cf. Nm 27, 17; 1R 22, 17; 2Co 18, 16; Mt 9, 36).

Sabemos, en cambio, lo que Dios prometió a su pueblo mediante la eficaz presencia de pastores que lo reúnen y lo guían: «Os pondré pastores según mi corazón» (Jr 3, 15), es cuanto había profetizado Jeremías.

«Yo mismo, -había profetizado Ezequiel-, apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yahveh. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma» (Ez 34, 15 ss.).

Podríamos hablar de una irrupción de la potencia y sabiduría divina en la vida de cada hombre, que se realiza plenamente en la misión del Verbo Encarnado y se prolonga en el tiempo mediante el ministerio de sus sacerdotes, "otros Cristos".

 

4. El Espíritu Santo en el ministerio sacerdotal, primer protagonista de la evangelización.

Retomando cuanto decíamos sobre la tarea de la nueva evangelización, aquella que, como dice el Santo Padre, «atañe a todo el Pueblo de Dios y pide un nuevo ardor, nuevos métodos y una nueva expresión para el anuncio y el testimonio del Evangelio, exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral» (Exhort. Ap. Post-Sinodal PdV, n. 18).

A esta exigencia, el Espíritu Santo responde con palabras del profeta Jeremías: «Os pondré pastores según mi corazón» (Jr 3, 15). Dios promete aún hoy a su Pueblo la presencia eficaz de pastores que lo reúnan y lo guíen, según su corazón, el corazón de Dios, que se ha revelado a nosotros plenamente en el corazón de Cristo Buen Pastor (cf. Exhort. Ap. PdV, 28): Él no posee nada para él mismo (cf. Lc 9, 59), no sigue sus propios intereses (cf. Jn 13, 14-6), se ofrece completamente a nosotros en redención para liberarnos de la muerte y hacernos partícipes de la vida eterna (cf. Jn 10, 10 ss.). Él es el Reconciliador por excelencia.

En la consagración recibida mediante el sacramento del Orden, podemos afirmar que el don del Espíritu nos configura de manera específica y sacramental a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, Cabeza y Maestro, Esposo y Pastor de su Iglesia (cf. Concilio de Trento, ses. XII, cap. II, Pío XII, Carta Enc. Madiator Dei, 20 de noviembre de 1947; Concilio Ecuménico Vaticano II, Cost. Dogm. Lumen gentium, ns. 10, 28; Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2). Recordemos que al sacerdote ordenado se le capacita a actuar no sólo en nombre, sino también en la persona misma de Cristo, participando también en la autoridad con la cual el mismo Cristo edifica, santifica y gobierna su Cuerpo.

Con el ministerio sacerdotal se prolonga, por lo tanto, la presencia reconciliadora y salvadora de Cristo en el mundo: la unción del Espíritu, recibida en la ordenación sacerdotal, plasma la vida de los presbíteros mediante la caridad del mismo Verbo Encarnado, el cual ofrece en ellos, al mundo entero, Su mismo estilo de vida (cf. Es. Ap. Post-Sinodal PdV, n. 36).

Se comprende entonces fácilmente como el sacerdote, sin dejar de ser hermano entre los hermanos, está constituido sacramentalmente frente a ellos para proclamar con autoridad la palabra del único Maestro destinada a todos los hombres, a repetir sus gestos de perdón, de reconciliación y de oferta de la salvación, sobre todo con el Bautizo, la Penitencia y la Eucaristía, haciendo presente su amorosa atención hasta la entrega total de sí mismo.

El ministerio sagrado no se inscribe, por tanto, en la línea de las relaciones éticas aplicadas entre los hombres, ni se coloca sobre el plano del único esfuerzo humano para acercarse a Dios: el ministerio sagrado es un don de Dios y se sitúa, irreversiblemente, sobre la línea vertical de la búsqueda del hombre por parte de Su Creador y Salvador, en el horizonte sacramental de la intimidad divina hecha accesible, de forma gratuita, al hombre. En otros términos, el ministerio ordenado es por esencia sagrado tanto por su origen – Cristo lo confiere -, sea por el contenido – los misterios divinos – o por el modo mismo cómo viene conferido – sacramentalmente: he aquí la única perspectiva que permite comprender la naturaleza de dicho servicio sacerdotal, especialmente en el contexto cultural en el que nos encontramos hoy en día.

Por consiguiente, a los que pretenden afirmar, en el ámbito de las tendencias a la secularización y al relativismo doctrinal y existencial, la autosuficiencia del hombre en el camino hacia la felicidad, en plena autonomía de Dios Encarnado y de sus Ministros ordenados, respondemos con la tan conocida afirmación del Concilio Vaticano II, que solamente Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (Cost. Past. Gaudium et spes, n. 22). Debemos repetir que Cristo está presente en el sacerdote para manifestar al mundo que la reconciliación que se realiza a través de Él no es un acto circunscrito a un tiempo y un lugar determinados; éste, en cuanto acto único de reconciliación universalmente eficaz, trasciende las categorías de la evolución humana y se prolonga de forma continúa en el tiempo hasta el momento en que, llegada la última hora de la historia, Cristo vuelve (cf. 1Co 11, 26). Emerge aquí la dimensión ecuménica y misionera del ministerio sacerdotal, que abraza a todos los pueblos de todos los lugares y trasciende cada cultura.

 

5. El presbitero, en el tiempo de crecimiento de la koinonía con Cristo.

«La nueva evangelización tiene necesidad de nuevos evangelizadores, y éstos son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como camino específico hacia la santidad» (Exhort. Ap. Post-Sinodal PdV, n. 82).

Es por lo tanto indispensable una vida de oración y de penitencia, una sincera dirección espiritual, un recurso al sacramento de la Penitencia vivido periódicamente y toda la existencia radicada, centrada y unificada en el Sacrificio eucarístico, con una devoción mariana fuerte y delicada al mismo tiempo.

«Hay que empezar purificándose uno mismo antes de purificar a los otros, -afirma San Gregorio Nacianceno-, hay que ser instruidos para poder instruir, hay que convertirse en luz para poder iluminar, acercarse a Dios para acercar los otros a Él, ser santificados para santificar» (cf. Orationes, 2, 71: PG 35, 480). Es esta la reconciliación que nos pide el Gran Jubileo: un reconciliarnos para reconciliar, haciéndonos notar una vez más como nuestro mismo ministerio se convierte en exigencia y fuente de santificación. Debemos mirar a esta unidad de vida con perseverancia.

¡Cristo vive en el sacerdote! (cf. Ga 2, 20). Esta es la gran verdad que llena de significado nuestra existencia, definiendo su identidad, formación, estilo de vida, ascetismo, la disciplina misma de la comunión. Esta verdad es esperanza para el mundo, es motivo de fascinación perenne para las vocaciones. ¡Debemos gritar al mundo esta verdad, con el testimonio humilde, ardiente y santamente orgulloso de nuestra vida!

 

6. Ver la multitud de no creyentes y la presencia de tantos fieles que a menudo manifiestan una visión humana aplanada y horizontal del sacerdocio ministerial, que es sagrado y jerárquico, y también del propio, el sacerdocio común de los bautizados, nos debe sacudir y hacer reaccionar, como sacudió y reaccionó con ardor misionero el corazón de Pablo al oír la súplica del Macedonio en la visión de Troade: «¡Ayúdanos!» (Hch 16, 9).

No hay sociedad que no deba ser evangelizada. Son válidas todavía hoy las palabras que el Santo Padre dirigió a los participantes al VI Simposium del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa en 1985: «Esta renovada obra de evangelización, que nosotros emprendemos, se sitúa en continuidad orgánica y dinámica con la primera evangelización: antes que nada, con la del mismo Cristo – cf. Evangelii nuntiandi, n. 7 – y después con la apostólica (...). Para realizar una obra eficaz de evangelización debemos volver a inspirarnos en el primer modelo apostólico» (cf. Juan Pablo II, Alocución, 11 de octubre de 1985, nn. 2 y 18).

La redención de Cristo es indispensable para cada hombre; somos, por diseño divino, canales, instrumentos para que aquella fluya irrigando cada tierra y cada corazón. Por lo tanto, es urgente la caridad pastoral en nosotros: corramos por los caminos del mundo haciendo nuestro aquel "ignem veni mittere" que arde en el corazón sacerdotal de Jesús.

¡No es la edad, sino el ser sacerdotal lo que cuenta! Se pueden comprender, con el paso del tiempo, en relación a las condiciones físicas y a ciertos cambios en los cargos, el surgir de un justo deseo de merecido reposo. Con dificultad se ampliarían las exigencias absolutas sólo por motivos de edad. Nadie podrá jamás, como sacerdote, jubilarse total y definitivamente. ¡El Sacerdocio no es un empleo a tiempo limitado!

Veo aquí, ante mis ojos, algunos sacerdotes ancianos; sé que hay alguna presencia de nonagenarios et ultra, pero sé también qué corazones y voluntades de jóvenes hay bajo esas venerables canas y esa fragilidad física. ¡Corramos "ad Deum qui laetificat iuventutem meam"!

 

Conclusión

El Jubileo nos compromete a convertirnos para convertir y a volver a empezar, a cualquier edad, la gran aventura de la nueva evangelización. Las columnas de la Plaza San Pedro parecen tocar la gloriosa marcha de esta evangelización. Es una marcha con el ritmo de la santidad específica de los Sacerdotes, primeros e insustituibles evangelizadores.

Pero, concluyendo, mi palabra se torna ahora oración al Sumo y Eterno Sacerdote. Señor, guarda en tu amor a los Sacerdotes que proteges como guardianes de tu casa, como anunciadores de tu voluntad, como ministros y dispensadores de los santos misterios: ellos no eluden la incomprensión de que son víctimas también por parte de los buenos, la hostilidad del mundo, la impopularidad de la opinión pública.

Rodéales, oh Señor, con una familia espiritual que rece, comprenda, ayude y sostenga: pueda tu pueblo alegrarse del don y de la consolación de los Sacerdotes fieles y santos. ¡Que la Virgen María los mantenga unidos y recogidos en la maravillosa catedral de su corazón inmaculado, donde Tú mismo fuiste ordenado Sacerdote!

Señor, rezamos con las palabras de Santa Teresa: dales el poder de transformar el pan y el vino. Dales el poder de transformar los corazones. Y haz que a la pregunta, eco de las ansias y de las dudas de la gente: «¿Dónde se puede buscar a Cristo!», se pueda dar la misma respuesta que ya en su tiempo daba San Ambrosio: «¡En el corazón de un sabio Sacerdote!».

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