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Martes 16 de Mayo - LAUDES

HOMILÍA DEL EXCELENTÍSIMO MONS. CRESCENZIO SEPE, SECRETARIO GENERAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000

 

"En la medida en la que participáis a los sufrimientos de Cristo, estad alegres" (1 Pet. 4, 13)

 

Queridísimos hermanos en el Presbiterado,

 

Estas palabras, que hace poco hemos escuchado de la primera carta del Apóstol Pedro, nos manifiestan el verdadero sentido, que tiene para cada uno de nosotros el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. Si la Cruz es la más alta manifestación de aquel sacrificio redentor que hace a Cristo único y eterno sacerdote, no podemos no considerar los sufrimientos de nuestra vida como parte de nuestro ser y de nuestro vivir sacerdotal.

"Si han perseguido a Mi, dice el Señor, perseguirán también a vosotros" (Jn. 15, 20). Esta profecía de Cristo se ha hecho verdadera desde los inicios de la Iglesia y continua a ser verdadera también en nuestro hoy: es parte de la vida de cada cristiano y de cada sacerdote, que sufre dificultades y persecuciones en varias medidas y en diversos modos cuando está ejercitado el sagrado ministerio. Diría que, sobre todo hoy, ésta es parte de la misma identidad sacerdotal, que no es más que una donación total de sí a Dios y a los hermanos.

Si la vida de Cristo, que ha consagrado su persona entera a la redención, es la total donación de sí hasta el sacrificio de la cruz, de la misma manera la vida de aquellos que han sido consagrados "alteri Christi" debe ser un constante eco, una forma de ser y de vivir de Cristo, de su forma de sentir y de ver, de reflexionar y de proyectar, de escoger y de juzgar, de hacer y de amar.

Es la pasión diaria por las almas aquella que debe caracterizar nuestra vida sacerdotal en modo tal de vivir nuestro sacerdocio como un don recibido, amado y entregado hasta el sacrificio de la vida, en unión del sacrificio salvador de Cristo.

Al momento de la consagración, cada uno de nosotros ha recibido como una nueva carta de identidad esculpida con el sello del sacerdocio de Cristo: "no soy yo quien vivo, es Cristo que vive en mi". Esta es nuestra identidad, el carnet de reconocimiento de nuestro ser siervos del Señor en el seno de las comunidades a las que hemos sido destinados.

Celebrado el Grande Jubileo, nosotros recordamos el eterno sacerdocio de Cristo, que después de dos mil años continua a vivir en nosotros, mediante la herencia apostólica y el ejemplo de tantos sacerdotes, que nos han precedido, dejándonos el ejemplo del testimonio y de la ejemplaridad de su vida. En estos dos mil años de historia, ¡cuántos sacerdotes han sabido ser testigos, a veces con el derramamiento de su sangre (como nos ha recordado el Santo Padre el domingo 7 de mayo, en ocasión de la Conmemoración de los testigos de la fe), de la caridad pastoral, radicalismo evangélico aceptado hasta el fondo y la identidad sacerdotal!

El ejemplo de estos buenos y santos pastores continua a fecundar el tiempo y la historia y, sobre la onda de la comunión de los santos, hoy llega a nosotros y pasará a las futuras generaciones como una bendición. Su coraje y su abnegación nos hacen ver el verdadero y profundo significado de nuestro ministerio presbiteral y, consecuentemente, el del Jubileo que estamos celebrando.

La cultura actual no siempre llega a entender esta verdad; a veces la olvida o, en ocasiones peores, la combate. Pero son verdades grabadas a fuego en el Evangelio, al que cada uno debe referirse y adecuarse.

Por esto, no debemos perder nunca el coraje ya que Jesús nos ha dado al seguridad: "Vosotros tendéis tribulaciones en este mundo, pero tened confianza: yo he vencido al mundo" (Jn. 16, 33); como también nos asegura Pedro en la lectura que hemos escuchado: "podéis alegraros y exultar en la revelación de su gloria".

Queridos hermanos, habéis venido de todas las partes del mundo para celebrar el Jubileo aquí, en Roma, para "Ver a Pedro", para visitar los sepulcros de los Apóstoles Pedro y Pablo, después de un largo recorrido, que ha llevado a muchos de vosotros por un peregrinar en los últimos cuatro años a Fátima, a Yamoussoukro en Africa, a la Virgen de Guadalupe en Méjico, a la Tierra Santa de Jesús. A vosotros dirijo mi invitación: enriqueced vuestra espiritualidad sacerdotal de "pedrinidad" y de "romanidad". El auténtico sentido de la Roma de los Apóstoles y de los mártires, de la sede de Pedro y de sus legítimos Sucesores ha plasmado generaciones de sacerdotes santos, llenos de apostolado y de afán misionero, en la salvaguardia de la riqueza de las legítimas tradiciones locales y de sus legítimas expresiones en múltiples formas.

María Santísima, Madre de los sacerdotes y Reina del Jubileo, la primera peregrina de la fe nos enseñe a vivir nuestro sacerdocio como donación total a la voluntad del Padre, en plena conformidad del Sacerdocio del Hijo por medio del Espíritu santo. Amén.

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