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17 de mayo - Catalina y Teresa hablan a los sacerdotes

HOMILÍA DE S.E. EL CARD. LUCAS MOREIRA NEVES OP. PREFECTO DE LA CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS

 

Casi medio milenio (500 años) separan la muerte de Catalina Benincasa, de Siena (1380), del nacimiento de Teresa Martin, de Lisieux (1873). Las dividen dos patrias, dos idiomas, dos culturas. Se distinguen por dos distintas (diferentes) experiencias de Dios y diferentes formas de vida eclesial.

Y sin embargo se encuentran unidas, casi identificadas, aquí, frente a nosotros por una característica común y esencial: su ardiente amor a Jesús y su sincera pasión por los sacerdotes de Cristo.

Una linda mañana - cuenta el primer biógrafo Raimondo de Capua - niña, entrando en la Iglesia de Santo Domingo, Catalina ve con claridad en lo alto, arriba del templo, la imagen del Señor Jesús: fue la experiencia radical, el inicio de una relación inextinguible con Él. El cúlmine será la boda mística y el signo de las estigmas en su cuerpo. Sin cansancio, en las palabras y en los escritos, Catalina regresa a Jesús. Casi no hay carta que no comience con las palabras «Jesús dulce. Jesús amor», o «en el nombre de Jesucristo que por nosotros fue crucificado» (carta.), con una fundida evocación al sangre efuso, de la humanidad y del cuerpo martirizado del Salvador. Es una constante referencia que no tiene nada que ver con sentimentalismo o emotividad, sino que es algo profundamente teológico.

Con respecto a Teresa, quien lee los distintos textos, especialmente los manuscritos autobiográficos, se da cuenta de que hay una presencia dominante de Jesús desde los primeros años. En un momento hace referencia al Niño Jesús, a quien Teresa quiere hacer gustar como una pelota entre las manos pequeñas y a quien quiere asemejarse justamente en sus virtudes de pequeñez y de humildad. Luego se referirá al maestro, al rey y señor. En un momento crucial de su vida, comparada con la larga y grave enfermedad del padre y con su propia enfermedad y oscuridad interior, es el Sagrado Rostro de Jesús, sangriento, deforme, como un gusano de la tierra, que impresiona a la joven carmelita. La consagración como víctima del amor misericordioso es el punto culminante.

En la estela de este amor fundamental a Cristo, las dos místicas se encontrarán en un fuerte y profundo amor a los sacerdotes de Cristo.

Quien estudia la historia de la Iglesia conoce cuantas y cuales desafíos asechan la vida y el ministerio de los sacerdotes en el 300. La situación del clero, sobre todo moral y espiritual, no era la última preocupación de la Iglesia. En su celo por la "Navecilla de Cristo", no sorprende que Catalina haya tenido un pensamiento para los sacerdotes. No sorprende que muchos de ellos se hicieran "caterinati" y buscaran en los círculos emendamiento de vida, perseverancia o ayuda espiritual. Observo que, de las cientos de cartas de Catalina, una buena parte están dirigidas a sacerdotes, para inculcar la dignidad sacerdotal. Pero sobre esta dignidad Catalina escribe con mayor profundidad en el libro del «Diálogo», en el largo capítulo sobre "El Cuerpo Místico de la Iglesia" y el ministerio sacerdotal.

Su discurso no es "moderno", con esquemas precisos y bien definidos ; es el dictado de una mujer en transporte místico, abundante, rico de doctrina teológica y espiritual, donde las ideas y los conceptos se sobreponen y son replicados sin cansancio para hacer comprender el pensamiento de la "Mantellata". En el marco de una simple homilía podemos mencionar sólo algunas ideas de Catalina.

Por ella, el sacerdote tiene su dignidad, o mejor, una excelencia inconfundible: "Los ministros son muy amados singularmente por mi - le dice un día Dios Padre - mis untores y el tesoro que puse en sus manos no lo han enterrado" (pág. 344). Esta excelencia deriba del ministerio que rinden. Ministerio del Puente: para Catalina, Jesús es por definición el Puente que conduce al Padre; el sacerdote facilita el acceso a este Puente, y cuando es fiel, se convierte él mismo, si bien subordinadamente en puente;

- el servicio de ellos es también el Cuerpo místico (muchas veces Catalina llama al Clero Cuerpo místico);

- Ministerio del Sol: está el Sol Jesús unido íntimamente al Sol que es Dios; el sacerdote conduce todos los hombres a este Sol pero se convierte él mismo en un reflejo de este Sol cuando vive con coherencia su sacerdocio; en este contexto el servicio sacerdotal es a la Persona de Jesús pero en modo especial es servicio al Sol eucarístico;

- Ministerio del precioso Sangre efuso sobre la cruz en la Pasión, alto precio de la redención;

- Ministerio de la gracia y de la dispensación de la infinita misericordia con al cual Dios trata al hombre;

- Ministerio de la verdad presente en la Escritura y dispensada cotidianamente por medio de la Iglesia, justamente a través de los ministros de Jesús;

- Ministerio de la Providencia, entendida en su sentido catariniano más amplio y profundo, es decir Designio amoroso y de salvación del Padre de salvar al hombre, a pesar de su pecado, por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo.

En este múltiple ministerio se configura para Catalina la eminente grandeza del sacerdocio. Su concreta fidelidad y coherencia son su modo de valorizar el sacerdocio. Catalina repite que los sacerdotes fieles "dados a ustedes por amor", "por efecto de amor y hambre de las almas", "son verdaderos hortelanos que con diligencia y santo amor desarraigan los impulsos de pecado mortal y plantan plantas perfumadas de caridad"(pág. 333). Los infieles se ponen en condiciones "miserables".

 

Teresa Martin, humilde y clarividente carmelita de Lisieux, no descuidó en observar las bellas y luminosas figuras de sacerdotes que Dios puso en su camino durante su breve existencia. Por esta razón sufre más cuando en su ambiente percibe la presencia de sacerdotes menos idóneos o menos fieles. Durante el peregrinaje que la conduce a Roma, en 1887 - narrado por ella misma en un manuscrito autobiográfico - vive una experiencia única: el conocimiento de cerca de muchos sacerdotes. Confiesa que sufrió cuando vio sacerdotes no tanto descarriados o pecadores, sino tibios y un poco frívolos. Escribe en su Historia de un alma: "Descubrí mi vocación (la de rezar por los sacerdotes) en Italia". Es esta una de las razones por las cuales, en el registro de entrada en el Carmelo, algunos meses después escribe: "Me hago carmelita para rezar y cumplir sacrificios por los sacerdotes y su santificación"; y lo hizo durante todos los años de su vida de carmelita. En el último año de su vida, la Providencia le confía a sus oraciones y a su solicitud espiritual dos sacerdotes que considera como hermanos, dos misioneros, P. Roulland y P. Bellière.

Esta experiencia a la que da gran importancia en su Historia de un alma, la consuela por no haber tenido un hermano sacerdote. Diecisiete cartas (seis para P. Roulland y once para el abad Bellière, este último conocido cuando era seminarista y nunca más visto por la Santa) constituyen su carteo con los dos sacerdotes misioneros hasta la vigilia de su muerte, en 1897. Dios quiso que uno de estos dos "hermanos sacerdotes", P. Roulland, fuera un sacerdote realizado, feliz en su sacerdocio, coherente con su vocación, mientras el otro, el abad Bellière, fuera un seminarista inquieto y después de la muerte de Teresa, un sacerdote turbado, infeliz en el ejercicio de su propio ministerio (esto se veía ya en la primera carta de Teresa). A P. Roulland, ya sea antes que después de su ordenación sacerdotal, y a Bellière durante su preparación al sacerdocio, Teresa se esfuerza de mostrarles la grandeza de la vocación y del ideal.

El texto donde expresa mejor su idea del sacerdocio es el de la carta a la Hermana María del Sagrado Corazón (Ms C),donde explica por qué tiene la vocación al sacerdocio: "Con que amor, Jesús, te llevaría en mis manos cuando, llamado por mi voz, desciendes del Cielo. Con que amor te donaría a las almas". Y agrega: "Admiro y envidio la humildad de San Francisco (...) en el rechazar la sublime dignidad del sacerdocio". Nos sentimos autorizados a pensar que aquellos eran los dos polos de la dignidad del sacerdote: celebrar la Eucaristía y salvar las almas.

En sus cartas podemos encontrar inmediatamente esta doble dimensión: celebrar la Eucaristía comprendida como locus privilegiado y centro de la vocación sacerdotal, y dedicación ilimitada para la salvación las almas. Sé que muchos contemporáneos consideran que está superada esta expresión y la rechazan, ésta está presente en los textos del Concilio Vaticano II (Dei Verbum, Christus, Dominus 31, 32, 34, 35); el código de derecho canónico afirma, además que la salus animarum tiene que ser siempre la suprema lex en la Iglesia (cfr. canon 1752)).

Al P. Roulland confiesa: "absolutamente indigna de ser asociada en modo especial a uno de los misioneros de nuestro adorado Jesús", pero "feliz de trabajar con ud. para la salvación de las almas". Y agrega: "Por esto me hice carmelita" (Carta 189 del 23 de junio de 1896). Los llama los "vínculos del apóstol" formados "desde la eternidad". Escribe con convicción: "Seguiremos juntos [aun después de la muerte] nuestro apostolado" (Carta 193 del 30 de julio de 1896).

Es este el anhelo que dirige al P. Roulland: "Un abundante mies de ánimas será recogida y ofrecida al Señor" (Carta 201). Al abad Bellière le dice: "A través del sufrimiento uds. salvan las almas. Trabajemos juntos para salvar las almas" (Carta 221 del 26 de diciembre de 1896).

En otra correspondencia escribe: "Unidos en Él nuestras almas podrán salvar muchas otras" (Bellière, Carta 220 del 24 de marzo de 1897).

Al abad Bellière (Carta 226 del 9 mayo de 1897) escribe, muriendo, que "el Corazón está más triste por las miles pequeñas faltas de delicadeza de sus amigos [los sacerdotes] que por las faltas graves cometidas por las personas del mundo". En la misma carta, lo invita a no indultar en la contemplación de los errores, y en cambio a tomar el largo en la confianza y en el amor. Es su consigna dirigida a cada sacerdotes. En su última carta a Bellière, repite: que Dios "nos done la gracia de amarlo y de salvarles las almas".

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