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Eminentísimo Card. Darío Castrillón Hoyos

                                    Prefecto de la Congregación para el Clero

 

                                CATEQUISTAS, PROFESORES DE RELIGIÓN

                                                Y MISTERIO DE LA IGLESIA

 

                         Jubileo de los catequistas y de los docentes de Religión

                                                Roma, 9 de diciembre de 2000

 

 

"...todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!" (Rm 10,13-15)

 

1) Queridísimos catequistas y profesores de religión, estas palabras dirigidas por el apóstol san Pablo a la Iglesia de Roma -que en estos días os acoge con ocasión de las celebraciones del Jubileo-, están también dirigidas a vosotros de manera especial; ya que, por el mandato recibido, vosotros transmitís desde cerca y de modo intensivo la misión evangelizadora de la Iglesia.

            Como ya sabéis, las últimas recomendaciones de Jesús a sus discípulos, antes de la Ascensión, constituyen un claro e inequívoco mandato misionero; en el evangelio de san Marcos leemos: "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará... -y después añade el evangelista- Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con los signos que la acompañaban" (Mc 16,15.20)

            Querría, lo primero de todo, detenerme en el nexo que une a Cristo resucitado con la Iglesia; acabamos de escuchar: "...colaborando el Señor con ellos..."; sólo si se parte de esta realidad se comprende el misterio de la Iglesia y se asume un estilo capaz de expresar la verdad; para vosotros, catequistas, estar en sintonía con el misterio profundo de la Iglesia -su ser en Cristo-, es algo esencial, ya que este hecho comporta significativas y múltiples recaídas para vuestra misión. El mismo Concilio Vaticano II, al principio de la constitución dogmática Lumen gentium, afirma de forma elocuente que "...la Iglesia está en Cristo como un sacramento" (LG nº 1: EV 1/284).

 

2) La Iglesia, por tanto, no vive sólo en el recuerdo y del recuerdo histórico de Jesús o, lo que es lo mismo, de lo que Él dijo e hizo. En otras palabras, los discípulos del Señor, y especialmente los catequistas y los que tienen la tarea y el honor de enseñar religión, no sólo miran a Jesús -y el acento cae, precisamente, en el adverbio "sólo"- con la intención de reconstruir sus rasgos desde el punto de vista crítico e histórico, como si fuera uno de tantos, si bien estupendo, personajes de la historia.

            La Iglesia, ante Aquel que al que reconoce y confiesa como su Señor -¡él es el Dominus Iesus!-, no puede limitarse solamente a eso. Si así lo hiciera, se desnaturalizaría, daría de sí una imagen reducida, es más, equivocada; por el contrario, la Iglesia es el nuevo pueblo de Dios que se dirige hacia el día del Señor, es la esposa fiel, es el cuerpo vivo de Cristo; es, por tanto, una realidad viva y palpitante, más exactamente, el organismo viviente del Espíritu Santo que es, por excelencia, el don pascual de Cristo crucificado y resucitado.

            El cuarto evangelio narra como Jesús en la cruz, en el momento de la muerte, al reclinar la cabeza, entregó el Espíritu y también como la noche del mismo día de Pascua, presentándose de nuevo vivo a sus discípulos, en el cenáculo, les exhaló el Espíritu Santo, mandándoles que perpetuaran su obra de salvación: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20,22-23).

            En el día de Pascua, por tanto, se cumple la promesa hecha por Jesús durante la última cena, cuando anunció: "...el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14,26).

           

3) Es precisamente de la Iglesia, considerada como organismo vivo del Espíritu Santo, de donde nacen valiosas consecuencias sobre el modo en que vosotros, los catequistas, y vosotros, docentes de religión, debéis desarrollar la importante misión que se os ha confiado. Ante todo habéis sido llamados para vivir y manifestar la grandeza del misterio eclesial; se trata de crecer en el conocimiento teológico y de experiencia de la Iglesia, que es misterio de comunión originado por el Espíritu Santo y, a la vez, la compañía de aquéllos que creen en el Señor resucitado, camino, verdad y vida.

            Así que la Iglesia, in primis, no es una institución construida por los hombres y dejada a su libre proyecto; por el contrario, ésta nace de un hecho que es, a la vez, divino y humano: Pentecostés, y es la familia de quienes, en el misterio pero de modo real, son salvados por el Señor resucitado, por medio de la gracia; de esta forma, nos concede la contemporaneidad con Cristo, que obra sin cesar en la historia por medio del Espíritu Santo: "Cuando venga...el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa...me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros" (Jn 16,13-14).

 

4) El catequista, el profesor -como ya hemos señalado- es el que posee esta conciencia de fe, la vive y la transmite en su misión de mensajero y educador de la fe, en los diversos modos que le han sido asignados, como catequistas y como profesores de religión. Y también son diversos los ámbitos en los que os movéis: para los profesores es la escuela, y a ellos se les confía la tarea de continuar, por medio de la instrucción y la cultura, la educación iniciada en la familia. Pero "hay que evangelizar la cultura y las culturas del hombre partiendo siempre de la persona y volviendo siempre a las relaciones de las personas entre ellas y con Dios" (cfr. Evangelii Nuntiandi, nº 20). La enseñanza de la religión en la escuela plantea precisamente el tema de la relación de la conciencia y de la libertad de la persona con los fines últimos, con Dios. La hora de religión en la escuela es, por tanto, el momento escolar dedicado específicamente a dar una respuesta a las preguntas cruciales que siempre alberga el corazón del hombre, motor de su existencia: "¿Qué debo hacer para que mi vida tenga valor y pleno sentido?" (cfr. Juan Pablo II, Carta a los jóvenes para el año de la juventud de 1985, nº 3).

            Vosotros, es decir, catequistas y profesores, sois quienes habéis recibido el mandato y, en nombre de la Iglesia, cumplís la misión de catequizar; es decir -siempre según el significado teológico del verbo Katechein-, sois el eco que se oye a través de vuestra voz, de manera fuerte y comprensible, para las generaciones del tercer milenio de la era cristiana, del alegre anuncio de Jesucristo, único Salvador del mundo, Él, que es el sentido y el fin de todo, Él, que es la realización y la felicidad del hombre.

            Y, como recuerda la Exhortación apostólica Catechesi tradendae: "...pronto fue llamado catequesis el conjunto de esfuerzos acometidos por la Iglesia para hacer discípulos, para ayudar a los hombres a creer que Jesús es el Hijo de Dios, para que, por medio de la fe, ellos tengan la vida en su nombre, para educarlos e instruirlos en esta vida y construir así el Cuerpo de Cristo; la Iglesia no ha dejado de consagrar con este fin sus energías" (cfr. Catechesi tradendae, nº 1: EV 6/1765). 

            A partir de esta realidad eclesiológica, mencionada más arriba, y del apenas citado pasaje de la Exhortación apostólica Catechesi tradendae, se pueden obtener importantes indicaciones; aquí aludimos sobre todo al estrecho lazo de unión entre Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio, que el catequista debe tener en cuenta cuando está de por medio la fe y su transmisión.

            La catequesis, en fin, no puede ser reducida a una especie de exégesis bíblica para especialistas, que actúan independientemente de la Iglesia, la única, sin embargo, capaz de garantizar con certeza, a cada hombre, el encuentro con Cristo Salvador, superando cualquier visión parcial y subjetiva del misterio cristiano.

 

5) Cuando, sin embargo, uno se sitúa fuera de la interpretación eclesial, sucede que en cada página de la Biblia -Antiguo y Nuevo Testamento-, acaba por reencontrarse nada más que consigo mismo, con su propia cultura o con el pensamiento dominante en el momento; los hechos y los personajes de la historia sagrada ya no son recibidos entonces como otros muchos "signos", a través de los cuales se desarrolla, en la historia, el plan salvífico de Dios, hasta el día de nuestro Señor Jesús.

            Por ello, el lazo que une Escritura y Tradición no debe ser olvidado en ningún caso, ya que es precisamente en la Escritura y en la Tradición en donde se encuentra la fuente de la catequesis. Escuchemos una vez más las palabras de exhortación apostólica Catequesis tradendae que guían esta nuestra reflexión jubilar: "(la catequesis) tiene que beber y empaparse del pensamiento, del espíritu y de los gestos bíblicos y evangélicos mediante un contacto asiduo con los propios textos; pero también significa que hay que recordar que la catequesis será mucho más rica y eficaz cuanto más lea los textos con la inteligencia y el corazón de la Iglesia, y cuanto más se inspire en la reflexión y en la vida bimilenaria de la propia Iglesia" (cfr. Catechesi Tradendae, nº 27: EV 6/1826).

 

6) Seguidamente deseo recordar aquí lo que el Directorio General para la Catequesis afirma acerca de las tareas fundamentales de la catequesis, para que puedan ser objeto de reflexión durante estas jornadas jubilares romanas: "Hay que partir siempre, con más decisión, de la fe. La relación con Dios, en efecto, comienza precisamente en la fe; la cual, por un lado es adhesión confiada (fides qua), y por otro, goza de contenidos (fides quae)".

            Así que, también para la fe -o sea, en nuestra relación con Dios- sirve lo que ya se encuentra a nivel humano; cuando alguien está unido por una amistad a una persona y tiene con ella una relación de confianza, quiere conocerla cada vez más; de esta forma, sin cansarse, dialoga con ella, le hace nuevas preguntas sobre todo lo que la concierne, sobre su historia; lo mismo tiene que ocurrir con Jesús y su evangelio. Cuando luego se alcanza un conocimiento más profundo de la fe, toda la vida cristiana se ilumina; se advierte entonces lo esencial que es responder a las preguntas dirigidas a la fe (Cfr. 1 P 3,15); se trata de la delicada cuestión que afecta a la relación razón-fe y que la catequesis debe enseñar como prioritaria según la reciente encíclica Fides et ratio.

            Por último, tenemos que referirnos brevemente al gesto con el que, durante el camino hacia la educación en la fe, se realiza la entrega del símbolo: si el símbolo encierra en sí la Escritura y la fe de la Iglesia, el gesto de la entrega significa la aceptación de la responsabilidad por parte del catecúmeno hacia su vida de fe. A vosotros, catequistas, os pido que actuéis de manera que un signo tan importante no sea despojado de su riquísmo contenido.

 

7)  Un segundo punto importante que debemos recordar es el de la educación litúrgica. Para ello no podemos conformarnos con explicar el significado de las celebraciones, de los sacramentos o de la propia liturgia: hay que apuntar hacia la formación auténtica y profundamente litúrgica, sin hacer concesiones a las arbitrariedades, a manifestaciones personales, a modas pasajeras, unidas a los tiempos que transcuren y que duran cada vez menos, a particularismos exasperados cuando el mundo se ha vuelto tan pequeño. Sustancialmente, y sin prejuicios referidos a la edad, a la cultura -pero teniendo en cuenta las posibilidades y los límites de cada uno-, todos tienen que ser educados "a la oración, a la acción de gracias, a la penitencia, a la pregunta confiada, al sentido comunitario, al lenguaje simbólico..." (cfr. Directorio General para la Catequesis, 1997, pág. 88). El catequista no debe, no puede rendirse ante las inevitables dificultades de esta tarea.

            La tercera indicación concierne a la formación moral. El evangelio cristiano, en efecto, contiene un anuncio moral clarísimo; la catequesis consiste, sencillamente, en transmitir al discípulo los actos del Maestro; estos actos: pensamientos, palabras y comportamientos, marcan el paso del hombre viejo al hombre nuevo, integrado en Cristo. En el planteamiento moral tendrá una especial importancia la palabra pronunciada por Jesús: "no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento" (Mt 5,17); es decir, que tiene que quedar bien claro que el discurso de la montaña no es una alternativa al decálogo; Jesús, de hecho, no hace más que recuperar el decálogo, imprimiéndole la gran novedad del espíritu de las bienaventuranzas.

            También el catequista pondrá una cuidado especial a la hora de enseñar la oración cristiana, centrándose en lo específico, ayudando a distinguirla de las diversas formas de meditación o elevación de la psiquis que poco o nada tienen en común con la oración cristiana, en tanto en cuanto no llevan al encuentro con Dios en Cristo, sino en todo caso al encuentro con nuestro yo.

            El Padre Nuestro, que tan bien refleja los sentimientos filiales de adoración, alabanza, acción de gracias, piedad, súplica, admiración, será el punto de partida para todas las enseñanzas sobre la oración.

            Y, en fin, el gesto de la entrega del Padre Nuestro -es decir, de la oración que en sí encierra todo el Evangelio-, simboliza el camino hacia el mundo invisible pero real de la oración que, además de ser don y compromiso, es también la mejor ayuda cuando nos encontramos ante las páginas más arduas del Evangelio o ante los dones inefables de la gracia de Dios.

 

8) Concluyo mi reflexión, con ocasión de vuestro Jubileo mundial, queridísimos catequistas y profesores de religión, pidiéndoos que os comprometáis -con un renovado espíritu de comunión-, en la nueva evangelización, llevada, por así decirlo, a trescientos sesenta grados, o sea, allí donde esté presente el hombre con sus dolores y sus alegrías, con sus temores y sus esperanzas.

            Vosotros, que habéis sido llamados a ser instrumentos libres y valientes de la nueva evangelización, tenéis que redescubrir y vivir, cada vez más, en vosotros y entre vosotros, un fuerte vínculo de fidelidad y amor a la Iglesia, madre y maestra.

            Mi deseo es que durante estas jornadas romanas, en que habéis recibido la gran alegría de "ver a Pedro", la roca en la que Jesucristo ha fundado su Iglesia, podáis -purificados por la gracia del Jubileo-, crecer en la fidelidad y en el amor a la Iglesia y que precisamente el amor y la fidelidad a la Iglesia sean los signos distintivos de vuestra identidad y misión como catequistas y profesores de religión.

            Una vez más os deseo, a vosotros y a todos los destinatarios de vuestra fundamental misión, que mantengáis siempre estos tres puntos de referencia, estos tres faros de luz, estos tres amores redentores: ¡Jesús sacramentado, la Virgen inmaculada, el Santo Padre!

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