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INTERVENCIÓN INTRODUCTORIA

de

Su Excelencia Reverendísima

MONS. CSABA TERNYÁK

Arzobispo tit. de Eminenziana

Secretario de la Congregación para el Clero

 

 

Con la gozosa y original pedagogía de la fe

 

 

 

INICIO DE LOS TRABAJOS DE LA PRIMERA JORNADA

DEL JUBILEO DE LOS CATEQUISTAS

 

 

 

Sábado 9 de diciembre de 2000

16:30 horas

 

 

 

 

 

 

Queridísimos Catequistas y Docentes de religión, venerados hermanos en el Episcopado y en el Presbiterado, religiosos y religiosas, queridos profesores, maestros y formadores, y todos vosotros, fieles laicos, que de distintas maneras estáis comprometidos con la diaconía a la verdad,

bienvenidos ad Petri sedem, y bienvenidos a esta sesión de estudio en la que deseamos ardientemente reafirmar y testimoniar, con fidelidad e integridad, la unicidad y universalidad salvífica del misterio de Jesucristo y de Su Iglesia (cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, declaración Dominus Iesus, nº 2, del 6-8-2000). Este misterio tiene un nombre: la Verdad, que es Jesucristo mismo, verdad luminosa y gozosa, que nos ha sido revelada para la salvación de todos los hombres como verdadera y perenne estrella de orientación (cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio, nº 15).

 

1. En este contexto, permitidme que invoque al Espíritu Santo con las palabras iniciales del Himno Veni Creator: porque Él es el primer protagonista de la misión evangelizadora de la Iglesia (Juan Pablo II, Carta enc. Redeptoris Missio, 30), el agente principal de la nueva evangelización (Ibid., Carta ap. Tertio Millennio Adveniente, 45), aquel que nos empuja a anunciar el Evangelio y hace que en lo íntimo de las conciencias recibamos y comprendamos la palabra de salvación (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii Nuntiandi, 75).

"Ven, oh Espíritu creador,

visita nuestras mentes,

colma de tu gracia

los corazones que has creado" (cfr. Del Himno Veni creator)

Efectivamente, sabemos que "incluso la preparación más refinada del evangelizador no sirve para nada sin Él. Sin Él, la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin Él, los más elaborados esquemas de base sociológica, o psicológica, se revelan vacíos y carentes de valor" (cfr. Ibid. Evangelii Nuntiandi, 75).

Esta jornada, además, no respondería a las intenciones del Jubileo si, cuando está a punto de cumplirse por primera vez en el tercer milenio el misterio central de la fe cristiana, no nos ayudase a descubrir que a nuestro lado "está María, la Madre de Jesús" (Jn 2,1), Esposa y sagrario del Espíritu Santo (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 53). Alegrémonos en este tiempo de Adviento junto a san José y santa Isabel, que ya conocían por el Espíritu la maternidad divina de la Virgen, por la obra suprema incomparable que Dios ha realizado en María, gocemos de las sorpresas divinas, de las grandes cosas en Ella hechas por el Omnipotente (cfr. Lc 1,49), y regocijémonos por las paradojas divinas -lo divino en lo humano, lo inconmensurable en lo finito, el Creador en su criatura-, que sólo los pequeños y los humildes son capaces de contemplar y de comprender, como los pastores de Belén y los Reyes Magos del lejano Oriente.

Redescubriremos, cuando estudiemos en profundidad algunos aspectos de la misión catequética de la Iglesia, que María fue la primera en el tiempo instruída por Dios, la primera, sobre todo, porque ninguna otra criatura ha sido jamás educada para alcanzar un grado igual de plenitud y profundidad: "Madre y discípula al mismo tiempo" (San Agustín, Sermo 25,7: PL 46,937-938).

No sin motivo en el Aula Sinodal, ante la IV Asamblea General del Sínodo de Obispos, reunida en Roma en octubre de 1977, al tratar el tema de la catequesis, se dijo que María era "un catecismo viviente", "madre y modelo de catequistas" (Juan Pablo II, Exhort. ap. Catechesi Tradendae, 73).

 

2. En este ámbito, nuestro encuentro de hoy adquiere todo su significado: que la presencia del Espíritu Santo, gracias a las oraciones de María, nos haga comprender a todos nosotros y a toda la Iglesia, con la inteligencia del corazón, que el Evangelio se anuncia como una noticia, la buena noticia, completamente centrada en la persona de Jesús, Hijo de Dios y Redentor del hombre.

En este sentido, las reflexiones iluminadas de Su Eminencia Reverendísima, el Cardenal Prefecto de la Sagrada Congregación para el Clero y Presidente de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, y las siguientes comunicaciones de algunos profesionales laicos sobre importantes aspectos de la acción catequista, nos indicarán la meta: "la catequesis debe ayudar al hombre a encontrar a Cristo, a dialogar con Él, a sumergirse en Él" (cfr. Juan Pablo II, Discurso en la Visita ad limina a los Obispos de Lituania, 17 de septiembre de 1999, en el O.R. nº 215/1999, pág. 7).

Si este vibrante encuentro con Cristo llegase a faltar, el cristianismo se volvería una tierra árida en donde los vientos del secularismo y del relativismo doctrinal y esistencial arreciarían y las seducciones idólatras de sectas disfrazadas de falsa espiritualidad dominarían tranquilamente. Como ya sabemos, con la venida de la Palabra viva, nuestra historia humana dejó de ser una tierra árida como lo había sido antes de la Encarnación, para asumir un significado y un valor de esperanza universal. En efecto, "con la Encarnación el Hijo de Dios se ha unido de algún modo a cada hombre" (Gaudium et spes, nº 22).

Por usar una expresión de San Ireneo, tan querida para el Santo Padre, con la catequesis "nosotros no podemos permitirnos dar al mundo la imagen de una tierra árida, después de haber recibido la Palabra de Dios como lluvia caída del cielo; ni podremos jamás pretender ser un único pan, si impedimos a la harina que sea amasada por obra del agua que ha sido vertida sobre nosotros" (cfr. Juan Pablo II, Incarnationis mysterium, 4; cfr. San Ireneo, Contra las herejías, III,17: PG 7,930).

La humanidad necesita la Palabra, "la Palabra de Dios, que permanece activa en vosotros, los creyentes" (1 Ts 2,13), y el Sacramento que hace que siempre esté presente, prolongando en la historia la acción salvífica de Jesús.

La catequesis, por tanto, será eficaz si sabe ser, en el Tercer milenio, guía y camino del hombre hacia su comunión sacramental con Cristo, suscitando ese calor de la primera carta del apóstol Juan que iniciaba así: "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos (...) os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn 1,1.3).

He aquí la gozosa y original pedagogía de la fe: no se trata de comunicar un saber meramente humano, aunque sea el más elevado; sino de anunciar, en su integridad y vivacidad, el poder y la sabiduría de Dios en la persona del Verbo Encarnado, Crucificado y Resucitado. Es ciencia que se transmite, también y sobre todo, con la fuerza de un testimonio de vida santa por parte del catequista.

 

3. Todo esto será desarrollado admirablemente, aunque de forma breve, en los trabajos que continuarán mañana por la mañana. No hay duda de que la eficacia de la evangelización depende en gran parte de la santidad de los sacerdotes y de los diáconos, "próvidos colaboradores del orden episcopal" (cfr. Lumen gentium, 28), que, mediante su acción directa en medio del rebaño a ellos confiado, pueden asegurar que cada comunidad cristiana sea alimentada con la Palabra de Dios y sostenida por la gracia de los Sacramentos. Pero más allá de las funciones pastorales específicas, hay que ser profundamente conscientes de que el reto de la nueva evangelización no puede ser afrontado adecuadamente si no se insiste en la tarea profética propia de todos los bautizados, como se ha subrayado, entre otras cosas, en el Directorio General para la Catequesis.

Con palabras de Juan Pablo II debemos exclamar que "¡es hora de que las comunidades cristianas sean comunidades de anuncio!" (Discurso en la Visita ad limina a los Obispos de Lituania, ibidem).

Es sumamente importante que, mediante la catequesis, promovamos una espiritualidad laica que ayude a los laicos cristianos a vivir profundamente su vocación a la santidad "tratando las cosas temporales y ordenándolas según Dios" (Lumen gentium, 31).

Por este motivo se le ha dado tanta importancia, en los trabajos de este Jubileo de los Catequistas, a las artes y a las profesiones de los laicos que pueden y deben ser instrumentos de catequesis, verdadera levadura divina, para un extenso y eficaz testimonio catequético en la sociedad, para la salvaguardia de esos valores, a la vez humanos y cristianos, en los que se juega el futuro de la humanidad. Nos referimos sobre todo al respeto por la vida humana, a la unidad de la familia, a la defensa de la dignidad del trabajo, en el amplio ámbito de las estructuras civiles y políticas, de las comunicaciones sociales y de las manifestaciones artísticas.

Para cerrar estas reflexiones introductorias, diremos que nadie puede considerarse en la Iglesia sujeto pasivo. Todos podemos repetir la exclamación paulina: "Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no predico el Evangelio!" (1 Cor 9,16). "Necessitas mihi incumbit": ¡es un deber que me incumbe!

Que el encuentro de esta mañana con el Sucesor de Pedro nos sirva de aliciente y de estímulo para afrontar con mayor fe y espíritu de iniciativa el mandato misionero que todos, en cuanto bautizados, hemos recibido de Jesús.

A María Santísima, Estrella de la nueva evangelización, "orientada hacia Cristo y proyectada en la revelación de su poder salvífico" (cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater, nº 22), nos confíamos nosotros y todos aquéllos que se han comprometido con la diaconía a la Verdad, en el alba de este tercer milenio.

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