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APÉNDICES


APÉNDICE I.A
Consagración - Vocación 

APÉNDICE I.B
Comunión - Ecumenismo

APÉNDICE I.C
Misión - Testimonio - « Martyria »

APÉNDICE II
Un gesto profético de Comunión y de Solidaridad


Apéndice I.A

CONSAGRACIÓN - VOCACIÓN

Vivir significa ser queridos por Dios instante tras instante. Si esto es cierto para cada ser, aún más el consagrado y la consagrada deben ser conscientes del significado de la vida como don de Dios, como llamada a vivir según la lógica del amor divino que nos ha sido revelado en Cristo. « La persona consagrada, en las diversas formas de vida suscitadas por el Espíritu a lo largo de la historia, experimenta la verdad de Dios–Amor de un modo tanto más inmediato y profundo cuanto más se coloca bajo la Cruz de Cristo » (VC, n. 24). El consagrado, en cuanto bautizado y, de manera aún más radical, entregado a Dios y a los hermanos, es una Epifanía del amor de Dios Trinidad que quiere estar en comunión con los hombres: « La vida consagrada refleja este esplendor del amor, porque confiesa, con su fidelidad al misterio de la Cruz, creer y vivir del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo » (Ivi).

1. El Gran Jubileo que estamos celebrando encuentra en la vida consagrada una espléndida concretización histórica y existencial del misterio del amor de Dios que se manifestó en la persona de Jesucristo. El Gran Jubileo, en efecto, representa una solemne celebración por los dos mil años de la Encarnación del Verbo del Padre y de su Misterio Pascual, que se actualiza a través de la potencia del Espíritu Santo. Se trata de la máxima concentración del Misterio de Dios-Comunión, Dios-Amor: el Padre, que se entrega creando, se pone en comunión con sus criaturas a través del Hijo Jesucristo, que como evento en la historia representa la plena comunión entre Dios y el hombre. Esta manifestación-comunión del Padre a través del Hijo Jesús, a lo largo de la historia, se realiza a través de la efusión progresiva del Espíritu, condición indispensable para que se realice en el íntimo la comunión entre Dios y los hombres.

El designio eterno de Dios es que los hombres participen de su vida trinitaria: a través de Jesucristo, en el Espíritu Santo, el hombre llega al Padre. La Paternidad de Dios no representa un hecho sentimental; es, más bien, una realidad que transfigura al hombre introduciéndolo en la intimidad de su familia trinitaria. Los cristianos « participan de la naturaleza divina » (2 Pe 1,4) ya que, como lo afirma la Carta a los Efesios, « por él llegamos al Padre en un mismo Espíritu » (cf. Ef 2,18). Ser santos significa participar de la naturaleza de Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo. Así pues los cristianos se convierten en « conciudadanos del pueblo de los santos: son de la casa de Dios » (cf. Ef 2,19). El designio eterno de Dios consiste, por tanto, en « recapitular en Cristo todas las cosas »; desde antes de la creación « eligió » a los hombres para que estuvieran en comunión con Él, reuniéndolos en su Hijo encarnado: « Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya... Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo cuando llegase el momento culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra. » (Ef 1,3-6.9-10).

2. El nos llamó desde la eternidad « en » y « mediante » Cristo para que fuéramos « santos », es decir, para que participáramos de la « vida santa » de Dios, de su infinita transcendencia. Eso constituye la « consagración » de todos los bautizados, más bien, se puede decir que en el proyecto de Dios cada ser racional tiene esta vocación. La consagración se identifica con la divinización del hombre y ésta con su cristificación que ocurre por la efusión del Espíritu.

La vocación del consagrado y de la consagrada es de transparentar aún más esta « consagración ». La vida consagrada es una « existencia cristiforme » que es posible sólo « desde una especial vocación y gracias a un don peculiar del Espíritu. En efecto, en ella la consagración bautismal los lleva a una respuesta radical en el seguimiento de Cristo mediante la adopción de los consejos evangélicos » (VC, n. 14). Así el consagrado está llamado a transparentar, a pesar de su débil humanidad, el misterio jubilar de Cristo. En efecto « en la vida consagrada no se trata sólo de seguir a Cristo con todo el corazón, amándolo “más que al padre, a la madre, más que al hijo o a la hija” (cf. Mt 10,37), como se pide a todo discípulo, sino de vivirlo y expresarlo con la adhesión “conformadora“ con Cristo de toda la existencia, en una tensión global que anticipa, en la medida posible en el tiempo y según los diversos carismas, la perfección escatológica » (VC, n. 16).

Cristo es « la imagen del Dios que no se puede ver » (Col 1,15), y el hombre, a su vez, es la imagen de Cristo: « También sabemos que Dios dispone todas las cosas para bien de los que lo aman, a quienes Él ha llamado según su proprio designio. A los que de antemano conoció, también los destinó a ser como su Hijo y semejantes a él, a fin de que sea Él el primogénito en medio de numerosos hermanos. Por eso, a los que eligió de antemano, también los llama, y cuando los llama los hace justos, y después de hacerlos justos, les dará la Gloria » (Rom 8,28-30).

El consagrado está llamado, de manera radical y aún más evidente, a convertirse en icono viviente de Cristo: su « especial consagración » (VC, n. 30) no es nada más que la llamada a una progresiva cristificación, a ser como un sacramento viviente de la presencia de Cristo en medio de los hombres. Los consagrados, en efecto, « dejándose guiar por el Espíritu en un incesante camino de purificación, llegan a ser, día tras día, “personas cristiformes”, prolongación en la historia de una especial presencia del Señor resucitado » (VC, n. 19).

3. El Jubileo no es una simple conmemoración de un acontecimiento pasado. Se trata de una realidad que, de alguna manera, vuelve a verificarse cada día, porque Jesús de Nazaret verdaderamente resucitó y vive en medio de nosotros y en nosotros. Más bien, el hombre Jesucristo, que vivió hace veinte siglos, murió y resucitó, constituye « el Principio y el Fin » (Ap 21,6), « el Alfa y la Omega » (Ap 1,8; 21,6) de toda la creación, todo fue hecho por medio de Él y para Él y todo se mantiene en Él (Col 1,16). El constituye la línea divisoria de la historia, quien nos arrastra, la realización y el sentido de todo evento y de todo el universo.

El consagrado tiene la conciencia de haber sido humildemente llamado para transparentar hoy este misterio de Cristo. Si « la religión que se funda en Jesucristo es religión de la gloria, es un existir en la novedad de vida para alabanza de su Gloria (cf. Ef 1,12) »; y si « el hombre (vivens homo) es epifanía de la gloria de Dios, llamado a vivir de la plenitud de la vida en Dios » (TMA, n. 6), mucho más lo será el consagrado que está llamado a testimoniar aún más radicalmente en el mundo el misterio de Cristo.

Si « el Año Santo debe ser un único, ininterrumpido canto de alabanza a la Trinidad, Sumo Dios » (Incarnationis mysterium, 3), los consagrados tienen una razón más para aclamar y agradecer a Dios: a través de su consagración religiosa, Dios les llama a transparentar a los hombres y a las mujeres de hoy este inefable misterio de Dios que, en la persona de Cristo, irrumpió en nuestra historia.

El hombre contemporáneo necesita ver que las promesas de Dios, que se concretizaron en la persona de Cristo hace 2000 años, se cumplen también hoy para él. El hombre contemporáneo, sofocado por miles de mensajes y por una gran cantidad de palabras, necesita más que nunca del « Alegre Mensaje », de la « Palabra » que se hace carne de su carne. El hombre de hoy está cansado de falsas promesas de felicidad; necesita el cumplimiento de las promesas, tiene una desesperada necesidad de Salvación. El hombre de hoy está sediento y hambriento de amor, de amistad, de comprensión; él necesita a alguien que le ayude a superar sus angustias, sus miedos, sus incertidumbres; necesita a alguien que dé sentido a la aparente absurdidad que lo rodea.

La finalidad principal del Jubileo es que se vuelva a descubrir el rostro de Cristo: alcanzarla dependerá también de los consagrados...

 

Apéndice I.B

COMUNIÓN - ECUMENISMO

En este año jubilar que marca el comienzo del tercer milenio cristiano, haciendo memoria viva de la encarnación del Señor, la Iglesia está llamada a descubrirse una vez más como misterio de comunión. El proyecto preestablecido del Padre sobre el mundo es que los hombres sean y vivan como hijos en el único Hijo (Ef 1,4s) y Dios sea « todo en todos » (1 Co 15,28). El misterio de la comunión, fundado en Cristo, Verbo encarnado, muerto y resucitado, se ha hecho posible para nosotros gracias a la efusión del Espíritu Santo, es el misterio mismo de la Iglesia. La vida consagrada, don especial del Espíritu, tiene la tarea de visibilizar la comunión en el pueblo de Dios mediante una vida fraterna auténtica y firmemente vivida, de manera que el mundo pueda encontrar en la comunión la respuesta al deseo profundo de una relación auténtica con Dios y con los hermanos.

1. Jesús, antes de entregarse a sí mismo para la salvación del mundo, ruega al Padre para que todos sean una cosa sola, indicando como paradigma de esta unidad su eterna relación filial: « como Tú, Padre, estás en Mí, y Yo en Ti, sean también uno en nosotros... Así seré yo en ellos y tú en mí, y alcanzarán la perfección en esta unidad. Entonces el mundo reconocerá que tú me has enviado y que yo los he amado como tú me amas a mí » (17,21.23). Todo el empeño de Dios en el mundo tiene este fin: que los hombres participen de la vida divina que es amor perfecto, reciprocidad perfecta de entrega entre Padre y Hijo en el Espíritu Santo. El Padre creó a cada hombre, envió a su Hijo unigénito y al Espíritu para que cada cual fuera introducido en la vida divina y viviera en comunión con todos.

La Iglesia, que nace del sacrificio de Cristo y de la efusión del Espíritu, no tiene otro fin sino el de hacer posible la « comunión » de los hombres, abrir la vida trinitaria a toda la humanidad. Así pues, ya que la vida divina es vida trinitaria (comunional), la Iglesia es el « sacramento » que permite a los hombre salvarse como miembros de la única familia de Dios.

S. Pablo escribe: « Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un único cuerpo », (1 Co 12,13; cf. Ef 4,4). En efecto, el Espíritu es principio de comunión porque es la expresión personificada del Ágape (Amor) divino que por su naturaleza une: « El amor de Dios ya fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos dio » (Rom 5,5). Él es principio de unidad y de comunión porque la unidad de la Iglesia es gracia y don de Dios: llegando a ser una sola cosa con Cristo se constituye la Iglesia, realización del designio eterno de Dios. Jesús se hizo carne, murió y resucitó para que se realizara esta unidad, para que los hombres, destruidos por el pecado, volvieran a la unidad con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (cf. Ef 2,11-22).

2. Si éste es el misterio de la Iglesia como comunión, los consagrados, llamados a un particular radicalismo en el seguimiento de Cristo y a una peculiar visibilidad de su conformación con Él, están llamados también a indicar al mundo la visibilidad de la Iglesia como misterio de comunión. La vida fraterna que debe caracterizar a los consagrados, según su espiritualidad peculiar, se hace el lugar donde el misterio eclesial se ofrece y es visible en personas que se reconocen como parte una de la otra en Cristo. Si el consagrado debe actualizar el radicalismo de su vocación bautismal, quiere decir que su vocación de consagrado es una vocación a la eclesialidad, a la comunionalidad. Desde este punto de vista, la justificación teológica de la vida consagrada está en convertirse cada vez más, dentro de la Iglesia, en un elemento de promoción de vida de comunión. Nos consagramos al Señor para vivir de manera más radical nuestra eclesialidad, es decir nuestro propio ser comunional que tiene su origen, su modelo y su fin en la Trinidad: « A la vida consagrada se le asigna también un papel importante a la luz de la doctrina sobre la Iglesia-Comunión, propuesta con tanto énfasis por el Concilio Vaticano II. Se pide a las personas consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, y que vivan la espiritualidad de comunión » (VC, n. 46).

La vida fraterna en la que los consagrados están llamados a vivir su vocación se hace la forma expresiva de una vida auténticamente eclesial: « la Iglesia es esencialmente misterio de comunión, “muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (S. Cipriano, De oratione Dominica, 23: PL 4, 533). La vida fraterna quiere reflejar la hondura y la riqueza de este misterio, configurándose como espacio humano habitado por la Trinidad, la cual derrama así en la historia los dones de la comunión propios de las tres Personas divinas » (VC, n. 41).

La fraternidad donde los consagrados viven su pertenencia al Señor no se puede reducir a dinámicas puramente sociológicas o psicológicas: debemos volver a descubrirla y comprenderla en su carácter teologal de don y misterio: « En la vida de comunidad, además, debe hacerse tangible de algún modo que la comunión fraterna, antes de ser instrumento para una determinada misión, es espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado (cf. Mt 18,20) » (VC, n. 42).

En la celebración del gran Jubileo es más que nunca significativo recordar que en los dos mil años de historia de la Iglesia, los consagrados han sido una presencia profética e inspiradora de comunión para toda la comunidad eclesial: « La vida consagrada posee ciertamente el mérito de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad » (VC, n. 41). Es necesario que ese impulso profético de los consagrados no falte nunca; más bien es necesario que se alimente continuamente en este tercer milenio cristiano.

3. Para esta peculiar vocación a la eclesialidad, propia de los consagrados, la vida fraterna en comunión debe ser alimentada cada día por una fiel oración personal y común, por una escucha constante de la Palabra de Dios, por una revisión sincera de vida que del sacramento de la Reconciliación saca la fuerza para un renacimiento continuo, por una tenaz petición de la unidad, « don especial del Espíritu para quienes se ponen a la escucha obediente del Evangelio ». En efecto, « Es precisamente Él, el Espíritu, quien introduce el alma en la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 1,3) » (VC, n. 42). Sólo si el Espíritu se apodera de nuestra humanidad, de nuestro corazón, de nuestra necesidad de amor y de ternura, entonces las comunidades religiosas serán « pequeñas iglesias », signo de la presencia del Espíritu.

En esta dinámica de vida fraterna, que expresa para la Iglesia y para el mundo un signo de comunión auténtica con Dios y con los hombres, hay que dar un espacio absolutamente central al sacramento de la comunión por excelencia, la SS. Eucaristía: « Corazón de la vida eclesial y también de la vida consagrada. Quien ha sido llamado a elegir a Cristo como único sentido de su vida en la profesión de los consejos evangélicos, ?cómo podría no desear instaurar con Él una comunión cada vez más íntima mediante la participación diaria en el Sacramento que lo hace presente, en el sacrificio que actualiza su entrega de amor en el Gólgota, en el banquete que alimenta y sostiene al Pueblo de Dios peregrino? » (VC, n. 95). Los consagrados no pueden ser testigos de comunión si su existencia no se centra en el Memorial de la Pascua: « Por su naturaleza la Eucaristía ocupa el centro de la vida consagrada, personal y comunitaria. [...] En ella cada consagrado está llamado a vivir el misterio pascual de Cristo, uniéndose a El en el ofrecimiento de la propia vida al Padre mediante el Espíritu. [...] En la celebración del misterio del Cuerpo y Sangre del Señor se afianza e incrementa la unidad y la caridad de quienes han consagrado su existencia a Dios. » (VC, n. 95).

4. En esta gran celebración jubilar, la vida consagrada vuelve a descubrirse signo de la vida de comunión e indica al mundo contemporáneo la respuesta que Dios mismo da al hombre que anhela una verdadera relación con Él y con los hombres. El hombre, en efecto, es exigencia de comunión y de felicidad total. Sólo en Cristo recibe la gracia de un cumplimiento.

En nuestra época, dolorosamente marcada por individualismos extremos que ponen al hombre contra el otro hombre y, al mismo tiempo, por colectivismos donde la persona es sacrificada para que se afirme una etnia o una nación sobre otra, el gran jubileo recuerda a todos el misterio de la comunión que nos fue revelada en Cristo y ofrecida a todos los hombres, que nace del corazón mismo de Dios Trinidad. A imagen del inefable misterio divino, las personas están llamadas a salir de sí mismas para encontrar su verdadera identidad en el don de sí al otro. La vida en comunión vivida por los consagrados adquiere un papel particularmente urgente hoy día: « Con la constante promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad. Ella indica de este modo a los hombres tanto la belleza de la comunión fraterna, como los caminos concretos que a ésta conducen. Las personas consagradas, en efecto, viven “para” Dios y “de” Dios. Por eso precisamente pueden proclamar el poder reconciliador de la gracia, que destruye las fuerzas disgregadoras que se encuentran en el corazón humano y en las relaciones sociales » (VC, n. 41).

La vida consagrada, con sus dos mil años de experiencia de vida fraterna, está llamada más que nunca en estos comienzos del tercer milenio a testimoniar que la comunión es la realidad donde el hombre se encuentra verdaderamente a sí mismo, dejándose amar y aprendiendo a hacer de sí mismo una auténtica entrega, en el respeto y en la valorización de todas las diferencias, que en el misterio de la comunión se convierten en riqueza y factores de unidad, cesando ser causa de división: « Situadas en las diversas sociedades de nuestro mundo —frecuentemente laceradas por pasiones e intereses contrapuestos, deseosas de unidad pero indecisas sobre qué vías seguir— las comunidades de vida consagrada, en las cuales conviven como hermanos y hermanas personas de diferentes edades, lenguas y culturas, se presentan como signo de un diálogo siempre posible y de una comunión capaz de poner en armonía las diversidades » (VC, n. 51).

Por eso, todos los que Dios ha llamado a una especial conformación con Cristo deben ser conscientes de que « la Iglesia encomienda a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines, entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas » (VC, n. 51).

Sin embargo, precisamente frente a esta tarea de ser promotores de unidad entre los hombres: ¡no podemos evitar el dolor por las divisiones internas en el pueblo de Dios y, por tanto, la urgencia que se cumpla la plena comunión entre todos los cristianos! Por eso se necesita privilegiar en la vida consagrada el celo y el empeño por la unidad de todos los creyentes en Cristo. Esto quiere decir, en primer lugar, hacer propia la oración de Cristo mismo: « alcanzarán la perfección en esta unidad » (Jn 17,23). Esta unidad —hay que ser bien conscientes de esto— « en definitiva, es un don del Espíritu Santo (TMA, n. 34), por eso toda « la Iglesia implora del Señor que prospere la unidad entre todos los cristianos de las diversas Confesiones hasta alcanzar la plena comunión » (TMA, n. 16). Por consiguiente emerge la tarea de los consagrados al respecto: « En efecto, si el alma del ecumenismo es la oración y la conversión, no cabe duda que los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica tienen un deber particular de cultivar este compromiso. Es urgente, pues, que en la vida de las personas consagradas se dé un mayor espacio a la oración ecuménica y al testimonio auténticamente evangélico, para que, con la fuerza del Espíritu Santo, sea posible derribar los muros de las divisiones y de los prejuicios entre los cristianos. » (VC, n. 100).

 

Apéndice I.C

MISIÓN – TESTIMONIO – « MARTYRIA »

El Gran Jubileo, « el año de gracia », no tiene otra finalidad sino la de crear las condiciones más favorables para la Iglesia, cuerpo de Cristo, para que el Espíritu la renueve y la purifique una vez más, volviendo a actualizar en el tiempo jubilar la obra de liberación y de curación que realizó hace veinte siglos en la persona de Jesús de Nazaret: « El Espíritu del Señor está sobre mí. El me ha ungido para traer la Buena Nueva a los pobres, para anunciar a los cautivos su libertad y a los ciegos que pronto van a ver. A despedir libres a los oprimidos y a proclamar el año de la gracia del Señor (“un año de jubileo”) » (Lc 4,18-19).

1. Si el carisma de la vida consagrada consiste sobre todo en ser más conformados con Cristo, entonces también el religioso, en un cierto modo, está ungido por el Espíritu para ser enviado al mundo. En efecto, como se sabe, la vida religiosa en cuanto carisma es dada para el bien del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. El documento Vita Consecrata afirma: « El Espíritu mismo, además, lejos de separar de la historia de los hombres las personas que el Padre ha llamado, las pone al servicio de los hermanos según las modalidades propias de su estado de vida, y orienta a desarrollar tareas particulares, de acuerdo con las necesidades de la Iglesia y del mundo, por medio de los carismas particulares de cada Instituto. De aquí surgen las múltiples formas de vida consagrada, mediante las cuales la Iglesia “aparece también adornada con los diversos dones de sus hijos, como una esposa que se ha arreglado para su esposo (cf. Ap 21, 2)” y es enriquecida con todos los medios para desarrollar su misión en el mundo » (VC, n. 19).

En este año jubilar los consagrados, en cuanto cristificados (« ungidos » por el bautismo y por la consagración religiosa), se dejarán compenetrar aún más por la potencia del Espíritu para actualizar con eficacia su misión en el mundo: « A imagen de Jesús, el Hijo predilecto “a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo” (Jn 10,36), también aquellos a quienes Dios llama para que le sigan son consagrados y enviados al mundo para imitar su ejemplo y continuar su misión. Esto vale fundamentalmente para todo discípulo. Pero es válido en especial para cuantos son llamados a seguir a Cristo más de cerca, en la forma característica de la vida consagrada, haciendo de El el “todo” de su existencia. En su llamada está incluida por tanto la tarea de dedicarse totalmente a la misión; más aún, la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo, que es la fuente de toda vocación y de todo carisma, se hace misión, como lo ha sido la vida entera de Jesús » (VC, n. 72).

En efecto, Jesucristo, sobre quien el Espíritu baja y reposa, vivió toda su vida como misión del Padre: el Padre le envió; no ha venido por iniciativa propia sino que fue enviado por el Padre ( Jn 8,42) para hacer su voluntad; y ésta es que él no pierda nada de lo que él le ha dado, sino que lo resucite en el último día (Jn 6,38s). De esta manera, el consagrado y la consagrada, llamados a conformarse visiblemente con Cristo, deberán vivir su propia vida como misión y hacer suya la expresión de Cristo Resucitado: « Así como el Padre me envió a mí, así os envío a vosotros » (Jn 20,21). La existencia concreta de los consagrados, por tanto, con todos sus dones específicos, está llamada a expresarse totalmente en la misión para la salvación del mundo.

2. Actualmente en la Iglesia se advierte cada vez más la exigencia de unir a la tarea de la evangelización, la de la « nueva evangelización » y se llega a la conciencia también del papel decisivo que en ella deben tener el consagrado y la consagrada. Esta exigencia tan importante demanda, antes de un esfuerzo organizativo o estratégico, una mayor docilidad a la acción del Espíritu Santo, sin la cual se corre el riesgo de « trabajar en vano ». En efecto, « La evangelización nunca será posible sin la acción del Espíritu Santo », afirmaba Pablo VI (EN, n. 75), y Juan Pablo II, siguiendo con la enseñanza de su predecesor, subraya: « El Espíritu es también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización. Será por tanto importante descubrir al Espíritu como Aquél que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos » (TMA, n. 45).

A propósito de los consagrados llamados a evangelizar, el documento Vita Consecrata afirma: « La aportación específica que los consagrados y las consagradas ofrecen a la evangelización está, ante todo, en el testimonio de una vida totalmente entregada a Dios y a los hermanos, a imitación del Salvador que, por amor del hombre, se hizo siervo. En la obra de la salvación, en efecto, todo proviene de la participación en el ágape divino. Las personas consagradas hacen visible, en su consagración y total entrega, la presencia amorosa y salvadora de Cristo, el consagrado del Padre, enviado en misión. Ellas, dejándose conquistar por El (cf. Flp 3,12), se disponen para convertirse, en cierto modo, en una prolongación de su humanidad. La vida consagrada es una prueba elocuente de que, cuanto más se vive de Cristo, tanto mejor se le puede servir en los demás, llegando hasta las avanzadillas de la misión y aceptando los mayores riesgos » (VC, n. 76).

La evangelización, por tanto, es simplemente la difusión por parte del consagrado entre los hombres de la vida de Cristo que ya éste experimenta en el Espíritu Santo. La mayor obra de evangelización que el consagrado pueda realizar es vivir con seriedad su ser Iglesia, su « ser-en-comunión », realidad que constituye la prueba definitiva de la presencia y de la actividad del Espíritu en su interioridad.

Si queremos ver las comunidades consagradas renovadas y reflorecer las vocaciones, hace falta que el Espíritu sea verdaderamente el protagonista, a nivel personal y comunitario, de la vida consagrada en una auténtica dinámica misionera. La vida consagrada debe convertirse verdaderamente en « vida en el Espíritu ». Lo que significa convertir el yo (también el yo de la propia congregación o provincia) en el nosotros de la comunión y misión eclesial, significa superar las fuerza que llevan hacia la muerte para abrirse hacia la vida, superar el falso apego al pasado para una apertura profética, nutridos por la verdadera tradición, hacia el futuro en búsqueda de la voluntad de Dios; superar nuestro pequeño provincialismo y abrirnos hacia los horizontes de la catolicidad, superar la lógica de la carne y del mundo y abrirse a la lógica del Evangelio y del misterio pascual, que es lógica de la cruz y de la resurrección. En definitiva se trata de renovar continuamente nuestra opción por Dios, sumamente amado, en el seguimiento de Cristo, confortados y animados por la potencia del Espíritu.

3. La misión de los consagrados siempre, pero sobre todo en este « año de gracia », debe ser la de Cristo: « anunciar a los pobres un alegre mensaje ». Nuestros hermanos y nuestras hermanas de hoy sufren no sólo por la pobreza material (hambre, erradicación de su tierra, persecución, guerra, desocupación, enfermedad, abandono...), sino también por la pobreza espiritual (soledad, desesperación, degradación moral, pérdida de los valores, explotación...). Los consagrados están llamados a anunciar a todos éstos el « alegre mensaje » de la salvación, de la liberación. Los monjes y las monjas contemplativas y los varios religiosos y religiosas de vida activa, anunciarán a los hombres que sufren que aún se puede esperar, se puede amar. Ellos que han experimentado, en su vida, la acción liberadora de Cristo, podrán testimoniar los frutos de la redención a todos los hombres. Ellos, que por vocación han entrado « en el año de gracia », dirán con su vida, con la palabra y con las obras que el reino de Dios, que Jesucristo inauguró hace veinte siglos, es potente y eficaz para todos; Este puede y debe penetrar en el tejido de nuestra sociedad, puede y debe cambiar el corazón de los hombres y de las estructuras sociales, puede cambiar la injusticia en justicia, la desesperación en esperanza, el odio en amor.

En los consagrados y en las consagradas Cristo seguirá pasando también hoy « haciendo el bien a todos », seguirá secando las lágrimas, consolando a los que lloran, alimentando a los hambrientos, acariciando a los niños, liberando a los presos. Sin embargo, sigue siendo profundamente cierto para todos los religiosos que: « antes que en las obras exteriores, la misión se lleva a cabo en el hacer presente a Cristo en el mundo mediante el testimonio personal. ¡Éste es el reto, éste es el quehacer principal de la vida consagrada! Cuanto más se deja conformar a Cristo, más lo hace presente y operante en el mundo para la salvación de los hombres » (VC, n. 72).

Al alba del tercer milenio cristiano, ya que nuestra tarea de consagrados nos invita a identificarnos en la misión de Cristo, es una obligación, en fin, hacer memoria también de todos los que, consagrados a Dios, han sido fieles al Evangelio llegando a dar su sangre.

Cristo es el « Testigo fiel » (Ap 1,5), que llevó a cabo su misión amando « hasta el extremo » (Jn 13,1) en la obediencia hasta la muerte de cruz; en la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa, los consagrados están llamados a participar y a dar el mismo testimonio de la Verdad de Dios, « dispuestos a dar una respuesta acertada al que les pregunta acerca de sus convicciones » (1 Pt 3,15).

¡Cuánto, entonces, hay que agradecer a Dios por el don de tantos consagrados y consagradas que han dado su vida para testimoniar el amor de Cristo a cada hombre! A tal respecto, la exhortación apostólica Vita Consecrata, recordando las situaciones más recientes, afirma: « hombres y mujeres consagrados han dado testimonio de Cristo, el Señor, con la entrega de la propia vida. Son miles los que obligados a vivir en clandestinidad por regímenes totalitarios o grupos violentos, obstaculizados en las actividades misioneras, en la ayuda a los pobres, en la asistencia a los enfermos y marginados, han vivido y viven su consagración con largos y heroicos padecimientos, llegando frecuentemente a dar su sangre, en perfecta conformación con Cristo crucificado. La Iglesia ha reconocida ya oficialmente la santidad de algunos de ellos y los honra como mártires de Cristo, que nos iluminan con su ejemplo, interceden por nuestra fidelidad y nos esperan en la gloria. Es de desear vivamente que permanezca en la conciencia de la Iglesia la memoria de tantos testigos de la fe, como incentivo para su celebración y su imitación... » (VC, n. 86).

 

Apéndice II

UN GESTO PROFÉTICO DE COMUNIÓN
Y DE SOLIDARIDAD

La Comisión —formada por las Uniones USG (Unión Superiores Generales), UISG (Unión Internacional Superioras Generales) y la Conferencia Mundial de los Institutos Seculares (CMSI)— que colabora con la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica (CIVCSVA) en la preparación de las modalidades en que la Vida Consagrada está llamada a vivir el Jubileo, ha considerado positivo y eficaz responder al deseo expresado por muchos de que se subrayara el aspecto del perdón, de la solidaridad y de la mutua acogida, como lo sugiere el espíritu mismo del Jubileo, haciendo un gesto profético de comunión por parte de todas las personas consagradas en ayuda de los más necesitados. Se están estudiando ahora las diversas propuestas que nos han llegado.

Motivados por este deseo de comunión pedimos, por tanto, a cada comunidad —también a las más pobres— que ofrezcan, según sus posibilidades, una contribución que quiere representar la conciencia por parte de la vida consagrada de la gran pobreza que hiere a la humanidad, bajo cualquier aspecto.

Queremos hacer este gesto de amor en el tiempo del Adviento, tiempo de espera y de impetración, porque, conmemorando —tras 2000 años— el nacimiento de Jesús Salvador y Redentor, nuestros corazones puedan ser renovados por su amor y por una nueva fuerza de caridad, condición necesaria para obtener el don de la paz entre los hombres y las Naciones.

Lo que se recoja será entregado al Santo Padre por los Presidentes de las Uniones, durante la Celebración Eucarística que tendrá lugar en la Basílica de San Pedro el día 2 de febrero del 2000. Estarán presentes todos los Institutos de vida consagrada residentes en Roma y, en el don que se entrega, cada comunidad del mundo. Ese signo quiere representar la comunión, vivida en la fe y en la esperanza y apoyada por el sacrificio, que todos queremos reforzar en nosotros, en nuestras comunidades, en nuestras naciones y en el mundo entero.

Cada comunidad podrá enviar su contribución a través de la Conferencia de los respectivos Países o a través del Superior o de la Superiora General de su propio Instituto. Estos, a su vez, la harán llegar a la CIVCSVA que se encargará de entregarla a los Presidentes de las Uniones para que sea entregada al Santo Padre.

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