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REFLEXIÓN DE MONS. FRANC RODÉ, C.M.
PREFECTO DE LA CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS
DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA

 

La vida consagrada
en la escuela de la Eucaristía

 


Al inicio de este tercer milenio de la era cristiana urge reflexionar juntos con el fin de reconocer las novedades que el Señor de la historia inspira hoy a la vida consagrada.

Los problemas morales y sociales, tan numerosos y a menudo dramáticos, nos interrogan como Iglesia, como institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica. Nos impulsan a mantener viva en el mundo "la forma de vida que Jesús, supremo consagrado y  misionero del Padre para su reino, abrazó y propuso a los discípulos que  lo  seguían" (Vita consecrata, 22; cf. Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20; Lc 5, 10-11; Jn 15, 16).

Unidos a Cristo en su consagración al Padre, no cesamos de buscar su rostro; deseamos estar con él, beber por medio de él, como la samaritana del Evangelio, de la fuente de agua viva, para apagar nuestra sed con su palabra y gozar de su presencia.

Participando en su misión, sentimos compasión al oír "el clamor de los pobres" que piden justicia y solidaridad, y, como el buen samaritano de la parábola, nos comprometemos a dar respuestas concretas y generosas.

Sin embargo, estas dos fuerzas, es decir, el deseo de estar con Cristo y la compasión que nos impulsa hacia la humanidad, en vez de converger, a veces tienden a contraponerse.

Unidad de corazón y de espíritu

La presión que ejerce la cultura dominante, la cual presenta con insistencia un estilo de vida fundado en la ley del más fuerte, en las ganancias fáciles y atractivas, en la disgregación de los valores de la persona, de la familia y de la comunidad social, influye inevitablemente en nuestro modo de pensar, en nuestros proyectos y en las perspectivas de nuestro servicio, con el peligro de vaciarlos de la motivación de la fe y la esperanza cristianas que los habían suscitado. Las peticiones de ayuda, de apoyo y de servicio, numerosas y apremiantes, que nos dirigen los pobres y los excluidos de la sociedad, nos impulsan a buscar soluciones que sigan la lógica de la eficacia, del efecto visible y de la publicidad.

De este  modo  la vida consagrada corre el riesgo de ser incapaz de expresar las razones fuertes de la fe y de la esperanza que la animan. Difícilmente logra manifestar los valores evangélicos, pues con frecuencia queda oculta su propuesta de razones auténticas de vida y de esperanza.
Evidentemente, el problema radica sobre todo en el corazón de las personas consagradas. A menudo no logran encontrar las palabras adecuadas para dar testimonio de Cristo de modo claro y convincente, pues "junto al impulso vital, capaz de testimonio y de donación hasta el martirio, la vida consagrada conoce también la insidia de la mediocridad en la vida espiritual, del aburguesamiento progresivo y de la mentalidad consumista. La compleja forma de gestionar las obras, requerida por las nuevas exigencias sociales y por la normativa de los Estados, junto a la tentación del eficientismo y el activismo, corren el riesgo de ofuscar la originalidad evangélica y debilitar las motivaciones espirituales. Cuando los proyectos personales prevalecen sobre los comunitarios, se puede menoscabar profundamente la comunión de la fraternidad" (Caminar desde Cristo, 12:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de junio de 2002, p. 7).

Es preciso reconocer que, con demasiada frecuencia, no logramos hacer una síntesis satisfactoria de la vida espiritual y de la actividad apostólica. Con todo, esa síntesis es absolutamente necesaria si queremos afrontar los desafíos de la "novedad" a la que Cristo y la Iglesia nos invitan y que la humanidad espera. En un mundo totalmente fragmentado, se impone a todos una profunda y auténtica unidad de corazón, de espíritu y de acción.

A la luz de la Eucaristía

Aunque el episodio de la samaritana en el pozo de Jacob oriente más hacia la dimensión espiritual de la contemplación, mientras que el episodio del samaritano hace pensar en la dimensión caritativa de la asistencia, estas dos imágenes evangélicas propuestas a nuestra reflexión tienen, ciertamente, vínculos profundos.

Al poner de relieve esos vínculos y concentrando la atención en Cristo, sentado junto al pozo de Jacob, el cual "no hizo alarde de su categoría de Dios" (Flp 2, 6), sino que bajó para curarnos con el aceite de la misericordia y para sanarnos con su sangre, encontramos una fuente única en la que podemos beber con seguridad el agua viva, un lugar en el que la consagración y la misión se hacen una sola cosa, una luz y una fuerza capaz de engendrar la "novedad" en la vida consagrada. Esta fuente única, este lugar evangélico, es el sacramento de la Eucaristía.

El Santo Padre Juan Pablo II lo indicó de modo apremiante con ocasión de la Jornada de la vida consagrada del 2 de febrero de 2001, al decir:  "Queridos hermanos, encontradlo y contempladlo de modo muy especial en la Eucaristía, celebrada y adorada a diario como fuente y cumbre de la existencia y de la acción apostólica" (Homilía, n. 4:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de febrero de 2001, p. 7).

La exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata recuerda, a su vez, que "la Eucaristía, memorial del sacrificio del Señor, centro de la vida de la Iglesia y de cada comunidad, aviva desde dentro la oblación renovada de la propia existencia, el proyecto de vida comunitaria y la misión apostólica. Todos tenemos necesidad del viático diario del encuentro con el Señor, para insertar la cotidianidad en el tiempo de Dios que la celebración del memorial de la Pascua del Señor hace presente" (Caminar desde Cristo, 26; cf. Vita consecrata, 95).

En la Eucaristía encuentran su modelo y su perfecta realización las exigencias fundamentales de la vida consagrada.

Exigencia de "renovación"

A pesar del clima de desaliento y resignación que se nota en algunas comunidades, es innegable que las personas consagradas tienen una profunda necesidad de "novedad", esperan un viraje, un futuro para vivir y compartir. Pienso también que incluso los que se dicen a sí mismos "Yo ya no tengo nada que esperar", en realidad llevan en su corazón la esperanza de una posible novedad. Esto vale tanto para las personas como para las comunidades.

En los últimos años, muchos capítulos generales se han comprometido a investigar nuevos campos de acción y nuevos enfoques para expresar la identidad carismática de su instituto. Han buscado modos nuevos de vivir la vida fraterna en comunidad, se han dedicado a una escucha renovada y a un compromiso más dinámico para responder a las numerosas peticiones de ayuda que les llegan de las situaciones de pobreza moral y material que afligen a la humanidad.

Sin embargo, este esfuerzo por buscar la novedad no siempre se ha realizado siguiendo criterios evangélicos de discernimiento. A veces la "renovación" se ha confundido con la adaptación a la mentalidad y a la cultura dominantes, con el peligro de olvidar los valores auténticamente evangélicos. Es innegable que "la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida" (1 Jn 2, 16), propias del mundo y de su cultura, han ejercido un influjo desorientador, originando conflictos graves dentro de las comunidades y de las opciones apostólicas, no siempre fieles al espíritu y a las inspiraciones originales del instituto.

Como siempre en la historia, la Iglesia se encuentra situada entre el soplo del Espíritu, que abre nuevos caminos, y las seducciones del mundo, que hacen el camino incierto y pueden llevar al error.
Por esta razón, debemos acudir al "pozo" de la Eucaristía. Sólo una lectura eucarística de las necesidades de nuestro tiempo puede ayudarnos a interpretar la calidad de los nuevos enfoques.
Jesús en la Eucaristía nos espera y nos llama:  "Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os daré descanso" (Mt 11, 28). Melitón de Sardes comenta así:  "Venid, pues, oh gentes todas, agobiadas por los pecados, y recibid el perdón. En efecto, yo soy vuestro perdón, yo soy la Pascua de la redención, yo soy el Cordero inmolado por vosotros, yo soy vuestro lavatorio, yo soy vuestra vida, yo soy vuestra resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro rey. Yo os elevo hasta el cielo. Yo os resucitaré y haré que veáis al Padre que está en el cielo. Yo os exaltaré con mi diestra" (Homilía sobre la Pascua, 2-7).

El "celo por Cristo" debe llevar a las personas consagradas a poner en el centro de su existencia y de su actividad a Jesús, presente y operante en la Eucaristía. En torno a su mesa nuestras orientaciones apostólicas tendrán más garantías de fidelidad a su espíritu y una capacidad más cierta de tomar decisiones acertadas.

Jesús vino para anunciar la "buena nueva" y hoy nos repite lo que dijo al apóstol  Pedro cuando estaba desalentado por la pesca infructuosa:  "Duc in altum" (Lc 5, 4; cf. Novo millennio ineunte, 1).

Es el desafío de la Eucaristía. La vida consagrada vuelve a encontrar su identidad cuando refleja en sus obras la "memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador" (Vita consecrata, 22).

Esta perspectiva eucarística da nuevo vigor a las motivaciones espirituales y nueva vitalidad a la actividad apostólica, y lleva a su plena realización la consagración bautismal, fundamento de la identidad y de la misión de las personas consagradas.

Creo que hoy Cristo, la Iglesia y la humanidad plantean a la vida consagrada, en particular, tres grandes desafíos:  afirmar el primado de la santidad; fortalecer su sentido eclesial; y testimoniar la fuerza de la caridad de Cristo. La exhortación apostólica Ecclesia in Europa alude a esto, recordando que "se necesita siempre la santidad, la profecía, la actividad evangelizadora y de servicio de las personas consagradas" (n. 37).

Afirmar el primado de la santidad

El mensaje fundamental del Santo Padre para el tercer milenio es, sobre todo, afirmar el primado de la santidad en la vida cristiana.

La santidad, en la rica variedad de sus formas y de sus caminos, constituye desde siempre el objetivo primario de cuantos "dejando la vida según el mundo, buscaron a Dios y se dedicaron a él, "sin anteponer nada al amor de Cristo"" (Vita consecrata, 6). Sobre todo hoy, en el clima de laicismo en que vivimos, el testimonio de una vida consagrada totalmente a Dios es un recuerdo elocuente de que Dios basta para llenar el corazón del hombre.

En la Novo millennio ineunte el Santo Padre Juan Pablo II afirma:  "no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la santidad" (n. 30). Luego añade que partir de la santidad "significa expresar la convicción de que, si el bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial" (ib., 31).

La vida consagrada, en sus diversas formas, en todos los tiempos y lugares, ha sido suscitada por el Espíritu Santo precisamente para ofrecer a las comunidades cristianas la imagen de la perfección evangélica.

Es necesario hacer más vigoroso el camino del seguimiento de Cristo, que por la encarnación se hizo en todo semejante al hombre, excepto en el pecado. De modo análogo, mediante una inculturación realizada con prudencia, la vida consagrada asimila los valores de la sociedad a la que está llamada a servir, descartando lo que está marcado por el pecado e infundiéndole la fuerza vital del Evangelio. Por este camino, en la medida en que un instituto de vida consagrada logra integrar los valores positivos de una cultura determinada, se convierte en instrumento de su apertura a las dimensiones de la santidad cristiana para todo un pueblo (cf. Ecclesia in Africa, 87).

Las personas consagradas, que tienden constantemente a realizar el "plan de Dios sobre el hombre", se sitúan en la línea del ideal cristiano común y no fuera o encima de él. "En efecto, toda la Iglesia espera mucho del testimonio de comunidades ricas "de gozo y del Espíritu Santo" (Hch 13, 52)" (Vita consecrata, 45). "Si es verdad que todos los cristianos están llamados "a la santidad y a la perfección en su propio estado", las personas consagradas, gracias a una "nueva y especial consagración", tienen la misión de hacer resplandecer la forma de vida de Cristo a través del testimonio de los consejos evangélicos, como apoyo a la fidelidad de todo el cuerpo de Cristo" (Caminar desde Cristo, 13).

La vocación común de todos los cristianos a la santidad nunca puede ser un obstáculo; es, más bien, un estímulo a la originalidad y a la contribución específica de los religiosos y las religiosas al esplendor de la santidad de toda la Iglesia.

Iluminar el camino

La Eucaristía ilumina el camino y da vitalidad al itinerario de santidad de la Iglesia y de todos los cristianos.

A través de la Eucaristía el sacrificio de Jesús se hace presente en todos los tiempos y lugares; es su acto de abandono en manos del Padre, su entrega total a la humanidad para indicarnos el camino de la santidad. La Eucaristía vuelve a proponer a toda la humanidad y a cada uno de nosotros el modelo según el cual Jesús se "entregó" a los hombres y el modo como se "abandonó" en manos del Padre en su muerte. En la Eucaristía es él quien eternamente "se entrega", se dona a la humanidad como gracia. En ella las personas consagradas aprenden a decir con san Pablo:  "Estoy crucificado con Cristo. Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y  mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí" (Ga 2, 20).

Aquí se manifiestan, con toda su claridad, la identidad y la misión de la vida consagrada, como continuidad de la misión de Cristo y en completa dependencia de él. Así, el celo por Cristo se transforma en energía activa, en fervor por la humanidad.

En la celebración eucarística, según las características propias de las personas y de las instituciones, Jesús enseña a ofrecer en el tiempo presente su sufrimiento y su muerte por la salvación de la humanidad. Su pasión y su muerte se convierten en acontecimiento fundamental e inspirador del modo de vivir y de actuar de las personas consagradas, haciendo que todo instante se transforme en momento de gracia. Así se cumple  la  exhortación  de san Pablo a llevar "en toda ocasión y por todas partes, en el cuerpo, la muerte de Jesús, para  que  también  la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2 Co 4, 10).

En la Eucaristía se crea una íntima relación entre nuestro cuerpo y el Cuerpo de Jesús, Cuerpo puesto en manos de pecadores y entregado a la muerte, para que la gloria eterna del Padre resplandezca en el rostro del Hijo. Del mismo modo, nuestro cuerpo, configurado con el de Jesús, da su contribución al designio de amor y salvación del Padre, sacrificándose por amor y mostrando el camino de la salvación.

Este es el rostro auténtico de la santidad que la vida consagrada está llamada a hacer presente hoy.
 
Fortalecer el sentido eclesial

El segundo gran desafío planteado a la vida consagrada es el de dar un sentido más ampliamente eclesial a su vida y a sus obras, haciendo que las comunidades sean "casas y escuelas de comunión" (cf. Novo millennio ineunte, 43; Comenzar desde Cristo, 25 y 28, y casi toda la tercera parte).

Ciertamente, es notable el camino recorrido durante los últimos años en el ámbito del estudio de la identidad de la vida consagrada; sin embargo, no parece que los datos contenidos en los documentos del Magisterio, particularmente en la exhortación apostólica Vita consecrata y en las dos Instrucciones de nuestro dicasterio "La vida fraterna en comunidad" y "Comenzar desde Cristo", hayan penetrado en la conciencia de las personas consagradas ni en la de las comunidades cristianas.

Hoy, en la Iglesia, la noción de "comunión" se  ha  convertido  en  la "clave de interpretación" más importante (cf. Congregación para la doctrina de la fe, Comunionis notio, 28 de mayo de 1992, n. 3; Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Estados Unidos, 16 de septiembre de 1987, n. 1). La identidad de los miembros de la Iglesia ya no se define partiendo de ellos mismos, sino de las relaciones eclesiales y de los modos específicos de participar en la misión única de Cristo y de la Iglesia (cf. Christifideles laici, 8; Pastores dabo vobis, 12; Vita consecrata, 16 ss; Pastores gregis, 22; Lineamenta de la X Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos sobre el tema:  "El obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo", Introducción). La afirmación de la identidad personal siempre es fruto de la calidad de las relaciones instauradas con los hermanos y hermanas en la fe.

Así pues, resulta indispensable cuidar la calidad de las relaciones eclesiales con todos los que, guiados por el Espíritu de Dios y "obedientes a la voz del Padre, (...) siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria" (Lumen gentium, 41).

Eso llevará a los consagrados a una fuerte experiencia de "éxodo". Liberados de las estrecheces del yo, están llamados a salir de sí mismos y a buscar juntos el sentido de su existencia en la comunidad y de su actividad apostólica. Sólo en una dinámica de relaciones eclesiales y sociales se revela y se refuerza la identidad de los dones carismáticos propios de los institutos.

Hay una imagen que utilizan a menudo las familias religiosas para representar su historia:  la del árbol, en el que el fundador constituye el tronco y los superiores generales o los santos, las ramas. En una obra publicada en Venecia, en el año 1586 (Pietro Rodolfi de Tossignano, Historiarum seraphicae religionis...; v. DIP 4, 518) se recogía la imagen del árbol, pero unida a la de la barca.
En esta imagen, la barca representaba a la Iglesia, en la que se había plantado un mástil inmenso, cubierto de ramas como un árbol. Navegando en un mar agitado, esta barca recibía la ayuda de los santos religiosos para llegar al puerto. La imagen ilustra muy bien cómo la vida consagrada se desarrolla cuando está unida de modo vital a su tronco y cuando hunde sus raíces en la tierra fértil de la Iglesia.

Esas dos imágenes, es decir, el árbol y la barca, indican dos modos de concebir la vida consagrada. El árbol sugiere la idea de estabilidad, pero da la impresión de que la familia religiosa podría buscar su auto-celebración. Por el contrario, la barca introduce la idea de una vida consagrada entendida como un dinamismo y un servicio que se ha de prestar a la Iglesia para llegar al "puerto".

Para una vitalidad renovada

Una relación más dinámica con Cristo y con su cuerpo, que es la Iglesia, sitúa el proceso de renovación de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica en el camino correcto. En efecto, no se trata de "refundar" con la lógica de las "urgencias humanas", sino de permitir que Cristo los acompañe, como hicieron los discípulos de Emaús el día de Pascua, dejando que su palabra haga arder el corazón, que el "pan partido" abra nuestros ojos a la contemplación de su rostro. Sólo así el fuego de su caridad tendrá bastante fuerza como para impulsar a cada persona consagrada a difundir la luz y la vida en la Iglesia y entre los hombres.

Además, desde esta perspectiva, el camino de renovación nunca será una mera vuelta a los orígenes, sino una recuperación del fervor de los orígenes, de la alegría del inicio de la experiencia, para vivir de una forma creativa el propio carisma. Una relación más abierta y libre con los orígenes se traduce, por medio de un crecimiento y un progreso auténticos, en la comprensión y en la aplicación del don del Espíritu, que ha dado vida a una familia de vida consagrada.

Toda renovación se ha de traducir en un don hecho a la Iglesia para ayudarla a llegar al "puerto". Las personas consagradas están llamadas a afrontar, juntamente con sus hermanos y hermanas, los riesgos de la navegación, a trabajar en la barca y a no quedarse en la ribera de sus certezas. Las personas consagradas no son "faros", sino marineros en la barca de la Iglesia. El faro no conoce peligros, mientras que el marinero los afronta a diario, son su pan de cada día, y también su motivo de orgullo.

La vida consagrada, arraigada sólidamente en la tierra fértil de la Iglesia e injertada de modo vital en la teología y en la espiritualidad de los consejos evangélicos, según las enseñanzas de la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata (cf. nn. 20-21), encontrará luz y vigor a fin de hacer las opciones valientes que resultan necesarias para responder de modo eficaz a las demandas de la humanidad. Confrontándose con las fuentes de los carismas y con sus Constituciones, tomará nuevo impulso para hacer interpretaciones nuevas, aunque no menos exigentes. El dinamismo renovado de una vida espiritual más eclesial y comunitaria, más generosa e iluminada en sus opciones apostólicas (cf. Comenzar desde Cristo, 20), ofrecerá a las personas consagradas la ocasión para dar nueva vida a sus raíces en el tejido de las comunidades cristianas en las que actúan.

En esta búsqueda de una vitalidad renovada, la Eucaristía es la fuente y la escuela de una formación acorde con las características de la fe y del servicio propias de cada uno. El misterio eucarístico educa admirablemente para encontrar el espacio y el modo de reafirmar el respeto de las sanas tradiciones y predispone a escuchar las nuevas peticiones de ayuda de la humanidad herida y oprimida de nuestro tiempo.

Durante la celebración de la Eucaristía, Jesús repite una vez más:  "Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19). En efecto, toda la sagrada Escritura está construida sobre el "hacer memoria". "Recuerda" es una de las expresiones fundamentales de la Alianza. Dios pide a su pueblo que tenga esta disposición fundamental y total de "corazón", por la que se fía y se entrega completamente a él, en la escucha obediente de su palabra. Sin el recuerdo del Éxodo y de la Pascua, Israel, el pueblo de Dios, no habría existido y no habría tenido consistencia. La memoria del pasado, de los hechos y de las palabras, interpreta los acontecimientos, convirtiéndose en fuente de discernimiento en el presente y orientando "proféticamente" hacia el futuro.

"Hacer memoria" no significa recordar con nostalgia algo que ya no existe y que ciertamente ya no puede repetirse. "Hacer memoria", en sentido bíblico, se expresa con la palabra "memorial", es decir, memoria eficaz que renueva, realiza y pone en acto lo que recuerda, haciéndose contemporánea del acontecimiento.

Aprender a "hacer memoria" significa, ante todo, renovar el sentido del "don", de la "escucha". Para nosotros, la Eucaristía, Pascua de Jesús, su presencia, su muerte en sacrificio, su resurrección, es alimento, fuente de vida, comunión con ese don, cumbre y centro de nuestra vida de bautizados y consagrados.

La Eucaristía nos vincula a los acontecimientos y al dinamismo de los orígenes de la Iglesia y de nuestros institutos; los hace activos en el corazón y en la vida de las mujeres y de los hombres de hoy. Es la realización del deseo de Jesús. "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer" (Lc 22, 15).

Cada instituto de vida consagrada es una realización, en la historia, de este deseo de Jesús. Sólo aprendiendo a "hacer memoria" los institutos encontrarán el camino para afrontar el desafío de recobrar las dimensiones reales de su identidad en la Iglesia y para reavivar su celo misionero, a fin de contribuir con humildad y ardor a la obra de la nueva evangelización, que el mundo espera de la Iglesia.

Testimoniar la fuerza de la caridad de Cristo

El tercer desafío que afronta hoy la vida consagrada es el de ser "signo de la Pascua del Señor entre los hombres" a través de la caridad.

El compromiso de transformar la realidad social con la fuerza del Evangelio siempre ha sido un desafío y sigue siéndolo también ahora, al inicio del tercer milenio de la era cristiana.
Anunciar a Jesucristo, "Buena Nueva" de la salvación, del amor, de la justicia y de la paz, no es siempre fácil de aceptar en el mundo actual. Sin embargo, el hombre tiene hoy más necesidad que nunca del Evangelio, de la fe que salva, de la esperanza que ilumina, de la caridad que dona (cf. Consejo pontificio Justicia y paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, Vaticano 2004, Presentación).

La historia nos sitúa hoy ante muchos fenómenos nuevos que alimentan tanto la esperanza de una vida más plena como el miedo al sufrimiento y a la muerte; esos fenómenos hablan de progreso y de libertad, tratando de esconder los signos profundos de las nuevas esclavitudes y las luchas entre los hombres, los pueblos y las naciones. En este "hábitat" los consagrados corren el riesgo de que la justa toma de posición en favor de los pobres y los oprimidos degenere a causa de la lógica de los contrastes y de la lucha despiadada, e impulse hacia un "horizontalismo" limitado, lleno de amargura y vaciado de una esperanza auténtica, que aleje de Cristo, único Salvador del hombre, en vez de acercar a él.

Hoy, la inmensa mayoría de las personas, cada vez menos abiertas a un futuro escatológico, viven sin esperanza. La vida presente se les presenta como una ocasión única de sacar el mayor provecho posible:  cada vez más provecho y cada vez más rápidamente. Esta actitud entraña cierta desesperación, sobre todo cuando la realización de los deseos resulta imposible, como sucede casi siempre.

Esta situación interpela de modo especial a las personas consagradas, que han hecho del futuro su profesión de fe, y de la esperanza escatológica el motor de su existencia.
Aquí la misión profética de la vida consagrada asume una importancia particular. En este ámbito, desempeña un ministerio específico que, en cierto sentido, por analogía, podríamos definir "sacerdotal". En efecto, en la Instrucción Comenzar desde Cristo leemos:  "A imitación de Jesús, aquellos a quienes Dios llama para que le sigan son consagrados y enviados al mundo para continuar su misión. Más aún, la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo, se hace misión. Los consagrados, cuanto más se dejan configurar con Cristo, tanto más lo hacen presente y operante en la historia para la salvación de los hombres. Abiertos a las necesidades del mundo desde la perspectiva de Dios, miran a un futuro con dimensión de resurrección, dispuestos a seguir el ejemplo de Cristo, que vino a nosotros a dar su vida y a darla en abundancia (cf. Jn 10, 10)" (n. 9).

También para la caridad la Eucaristía es el lugar en donde las personas consagradas pueden encontrar nuevo vigor profético con vistas a la vida común y al servicio a los hombres. La Eucaristía hace contemporánea la cruz en la que Cristo muere, "desciende al lugar de los muertos", se hace solidario con todos los que fueron, son o serán prisioneros del pecado y de la muerte, para que en él cuantos se encuentran alejados puedan llegar a ser hermanos y acercarse al Padre. En esta escuela, las personas consagradas aprenden el celo auténtico por la humanidad y escuchan la invitación a vivir su misión como participación en la muerte que caracteriza el cuerpo y el alma de los hombres y las mujeres, para abrirlos a una esperanza más allá de la muerte.

La vida consagrada, iluminada por la celebración eucarística, aprenderá a convertirse en "buen samaritano", como hizo Cristo y, con el Espíritu de Cristo, sabrá proponer caminos de esperanza a todos los hombres que encuentre en su camino. En la celebración eucarística "hacer memoria" de la muerte violenta de Jesús se transforma en "no violencia", en don espontáneo de sí. Jesús no es sacrificado; él se sacrifica. El principio de la oposición cede su lugar al principio de la solidaridad.

La Eucaristía es a la vez, e inseparablemente, sacrificio, memoria y alimento. El Verbo hecho carne se ofrece en sacrificio. Quien se adhiere con fe a este misterio entra en comunión con este don de Cristo y se transforma a su vez en "don", pues en la celebración eucarística la comunión va unida al sacrificio de Cristo (cf. Jn 6, 49-58). Cuando no se acepta este don, esta entrega de sí mismo al Señor en la Eucaristía, se hace revivir el drama y la laceración de la traición de Judas; se actúa como las personas que, en la sinagoga de Cafarnaúm, ante el anuncio del don de la carne y de la sangre para la vida del mundo, renuncian a seguir a Jesús (cf. Jn 6, 64-70).

Al contrario, toda actividad pastoral, todo servicio a los pequeños, a los pobres, a los enfermos, a los abandonados al borde del camino, cuando parten de una participación profunda en el misterio eucarístico, se convierten en el cumplimiento del mandamiento de Jesús:  "Haced esto en memoria mía". El fuego de la caridad de Cristo lo envuelve todo y se convierte en compromiso y en don de sí mismos. La vida consagrada toma fuerza para salir de los "bloques", para superar las barreras, para vencer la cerrazón en sí mismos, para iluminar las lecturas unilaterales de la realidad.

Así, el "sacrificium laudis" de las personas consagradas se expresará con nuevo celo por la humanidad y las impulsará a completar en su carne "lo que falta a los sufrimientos de Cristo". El servir, el ser pequeños, el estar alegres, tendrán siempre como raíz y fundamento la Pascua del Señor, acogida, amada y sostenida para la salvación de todos.

Hacia una Pascua universal

No sólo los religiosos están impulsados por esta energía eucarística, que todo lo renueva, sino también el universo entero. La vida que Cristo transmite, esta entrega de sí mismos, por medio de la Eucaristía va mucho más allá. Su influjo llega a todas las dimensiones materiales, a todo el cosmos. Toda la creación, en cierto modo, está presente en el pan y en el vino de la Eucaristía, elementos de la naturaleza cultivados por el hombre. En la Eucaristía, la creación y el trabajo del hombre están profundamente unidos en la historia de la salvación. Toda la creación espera con ansia la revelación del Hijo de Dios (cf. Rm 8, 19) y el hombre, transformado por la Eucaristía, se esforzará por renovar el universo entero, llevándolo consigo hacia la plenitud de la vida. Así, la vida consagrada encuentra en la Eucaristía la luz para acompañar en la verdad el camino de los que buscan una relación más fecunda con la naturaleza, sin idealizaciones ni instrumentalizaciones, dando a cada cosa su justo valor en la lógica del "don" y del "servicio".

Comenzar por la formación

Hay un último punto sumamente importante. En todos los sectores de la vida eclesial la formación constituye un elemento decisivo. Eso vale en particular para las personas consagradas. Desde la formación inicial, será importante enseñar a las personas a emplear todas sus energías, sus potencialidades y sus fuerzas afectivas en el seguimiento radical de Cristo, descubierto progresivamente como el "único", el "único necesario", el que es la fuente de vida y que puede colmar, más allá de cualquier palabra, el corazón de un hombre o de una mujer.

Del encuentro con Aquel que, "a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios" (Flp 2, 6), sino que se abajó hasta la muerte, y una muerte de cruz para comunicar su divinidad y hacer al hombre más semejante a sí, brotará el "propósito", es decir, el proyecto de una vida impregnada de la presencia de Cristo, de una existencia polarizada en él, aprendiendo a cultivar "los sentimientos de Cristo Jesús" (Flp 2, 5).

La experiencia del amor del Señor, fuerte e intenso, llevará a los jóvenes consagrados a devolver ese amor, de modo exclusivo y esponsal; así los demás amores y valores desaparecerán progresivamente del horizonte de su vida. "Todo lo que para mí era ganancia -explica san Pablo con palabras que podrían considerarse la síntesis de un proyecto de vida consagrada- lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él" (Flp 3, 7-9).

La profundidad y la totalidad de este amor apasionado a Cristo se transformará, casi de modo espontáneo, en una participación total e incondicional en su amor  a  la humanidad. Los jóvenes consagrados sentirán la necesidad irresistible de anunciar el evangelio de las bienaventuranzas a todas las personas pobres, desanimadas, oprimidas; se sentirán impulsados a ser sus compañeros en el difícil camino de la vida según el estilo discreto y fuerte de Jesús; abrirán su corazón a la esperanza, siguiendo el itinerario exigente del amor que se entrega.

Es necesario revisar la formación de las personas consagradas, que ya no podrá limitarse sólo a un período de la vida. En una realidad que cambia con un ritmo desenfrenado, será fundamental desarrollar la disponibilidad a aprender durante toda la vida, en cualquier edad, en cualquier contexto humano, a aprender de cualquier persona y de cualquier cultura, con el fin de poder instruirse partiendo de todo fragmento de verdad y de belleza que nos rodea. Sin embargo, será preciso aprender a dejarse formar por la realidad diaria, por la propia comunidad, por los propios hermanos y hermanas, por las cosas de cada día, ordinarias y extraordinarias, por la oración y por el trabajo apostólico, en medio de la alegría y del sufrimiento, hasta el momento de la muerte (cf. Comenzar desde Cristo, 15).

Conclusión

Ojalá que la experiencia de la Virgen María, Madre de Jesús y Madre de la Iglesia, que se dejó modelar por todos los acontecimientos de la vida de su Hijo divino -"conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón" (Lc 2, 19)-, guíe también a la vida consagrada, para que persevere en la entrega a su Señor y recorra los caminos de la nueva evangelización con caridad generosa y libre.

 

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