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HAY UNA ESPERANZA DE SALVACIÓN
PARA LOS NIÑOS MUERTOS SIN EL BAUTISMO

 

El problema de la suerte eterna de los niños muertos sin haber recibido el Bautismo ha preocupado siempre a los católicos, en especial a los padres a los cuales no les ha sido posible hacer bautizar a sus hijos antes de morir. En el pasado este problema se ha resuelto con la teoría del limbo, entendido como estado en el que los niños, muertos sin el Bautismo, no son admitidos en la visión beatífica de Dios porque no han sido purificados del pecado original, pero no sufren ningún castigo porque no han cometido pecados personales.

Hoy muchos cristianos no están satisfechos con esta teoría porque consideran que no está de acuerdo con dos dogmas centrales de la fe cristiana: el primero, Dios quiere que todos los hombres sean salvados; el segundo, Cristo murió para la salvación de todos los seres humanos. Por ello, se preguntan si la teoría del limbo —que es y sigue siendo, una «teoría teológica», y que nunca ha sido considerada ni enseñada por la Iglesia como dogma de fe— no debe ser abandonada y sustituida por una teoría más satisfactoria. Tanto más cuando el número de niños muertos sin Bautismo es altísimo. ¿Cómo se puede pensar que la mayor parte de la humanidad, sin ninguna responsabilidad personal, sea excluida de la salvación? Por otra parte, ¿cómo conciliar la salvación de los niños muertos sin el Bautismo con la verdad de la fe de la necesidad del Bautismo para ser salvados?

Un estudio de la Comisión Teológica Internacional

La cuestión del limbo ha sido estudiada a fondo por la Comisión Teológica Internacional, en cuyas Sesiones plenarias de los años 2005 y 2006 ha discutido y aprobado un texto preparado por una de sus Subcomisiones, titulado «La esperanza de la salvación para los niños que mueren sin Bautismo». Se trata de un texto muy amplio y complejo, que deseamos retomar aquí en sus líneas esenciales, después de que nuestra revista lo ha publicado recientemente por completo (cfr. Civiltà Cattolica 2007 II 250-298).

En primer lugar, conviene explicar el término «limbo». Este término deriva del latín limbus, que significa «borde», «dobladillo» del vestido. Cuando habla del limbus, la teología católica indica tanto el lugar —en el «borde», el «límite» de la «región inferior»— donde se encuentran los niños muertos sin el Bautismo, como la condición espiritual, en la que éstos se encuentran, que es una condición media entre el paraíso y el infierno.

Este es el limbus puerorum (limbo de los niños), del que aquí se habla. No se habla, en cambio, del limbus patrum, en el que se encuentran los «padres», es decir los santos y los justos, sean hebreos o paganos, que no podían ser admitidos en el paraíso antes que Cristo, por los méritos de su pasión o de su muerte, no los hubiera liberado y conducido consigo en el paraíso.

¿Cómo se ha llegado a formular la teoría del limbo para los niños muertos sin bautismo, y en base a qué principios teológicos se ha llegado hoy a su sustancial superación  con la reafirmación de que «hay una esperanza para la salvación de los niños que mueren sin Bautismo»? Subrayando, pero, que «se trata de motivos de esperanza en la oración, más que de conocimiento cierto» (n. 102 s).

La teoría del limbo no tiene fundamento en la Revelación

En primer lugar se destaca que «la teoría del limbo, a la que ha recurrido la Iglesia durante muchos siglos para hablar de la suerte de los niños que mueren sin Bautismo, no encuentra ningún fundamento explícito en la revelación, aunque haya entrado desde hace mucho tiempo en la enseñanza teológica tradicional» (n. 3). También se destaca que «no hay ninguna mención del limbo en la liturgia, mientras que se han introducido los funerales para los niños muertos sin Bautismo, que son confiados por la Iglesia a la misericordia de Dios» (n. 5). Por último, «bien consciente de que el medio normal para alcanzar la salvación en Cristo es el Bautismo in re, la Iglesia espera que existan otras vías para conseguir el mismo fin. Puesto que, por su encarnación, el Hijo de Dios «se ha unido en un cierto modo» a todo ser humano, y puesto que Cristo ha muerto por todos y «la vocación última del hombre es efectivamente una sola, la divina», la Iglesia sostiene que «el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de ser asociados, del modo que Dios conoce, al misterio pascual» (n. 6).

El Bautismo «medio ordinario» de la salvación

En la discusión teológica sobre la suerte de los niños muertos sin el bautismo entran «en tensión» dos doctrinas bíblicas fundamentales: la voluntad salvífica universal de Dios y la necesidad del Bautismo sacramental para la salvación. En efecto, dicha necesidad parecería limitar la extensión de la voluntad salvífica universal de Dios. Hay que esclarecer entonces el tipo de «necesidad» del Bautismo. En realidad, ésta es de «segundo orden» en relación a la necesidad absoluta, para la salvación final de todo ser humano, de la acción salvífica de Dios por medio de Jesucristo. «El Bautismo sacramental es necesario, porque es el medio ordinario mediante el cual una persona participa de los efectos benéficos de la muerte y resurrección de Jesús» (n. 10).

¿Qué han dicho los Padres de la Iglesia sobre la suerte de los niños muertos sin estar bautizados? Los Padres griegos, a excepción de san Gregorio de Nisa, no han hablado. Entre los Padres latinos, el único que ha hablado ampliamente ha sido san Agustín; los demás Padres han seguido su opinión. La ocasión de hablar ha sido para san Agustín la controversia pelagiana, producida a principios del siglo V.

El monje inglés Pelagio enseñaba que los niños podían ser salvados sin estar bautizados; consideraba inocentes a los niños recién nacidos. A los que morían sin estar bautizados les aseguraba la entrada en la «vida eterna» (pero no en el «reino de Dios»), afirmando que Dios no habría condenado al infierno quien no hubiera pecado personalmente.

Para san Agustín, esta enseñanza de Pelagio negaba la existencia del pecado original y, por tanto, la necesidad del Bautismo para poderse salvar. Los niños, por tanto, eran pecadores, que para salvarse necesitaban ser bautizados. En consecuencia, los niños muertos sin el Bautismo estaban destinados a sufrir la pena del infierno, al cual son condenados los pecadores. Pero, por desgracia condenados al infierno, por «pecadores» por causa de la presencia en ellos del pecado original, los niños muertos sin el Bautismo sufren una «pena mínima» (poena mitissima), «la pena más ligera de todas», no siendo culpables de pecados personales.

En conclusión, san Agustín, en un primer momento, habría admitido un «estado intermedio» entre el paraíso y el infierno; posteriormente, ante los pelagianos, que distinguían arbitrariamente entre el «reino de los cielos» y la «vida eterna», y aseguraban ésta a los niños muertos sin el Bautismo, negando prácticamente resistencia del pecado original, cambió de idea: concibiendo el pecado original como una corrupción positiva y, por tanto, merecedora de castigo, de la cual se podía ser recuperado sólo con el Bautismo, condenó al infierno a los niños muertos sin bautismo, pero afirmando que sufren la menor pena posible.

Los teólogos de la Edad Media se alejan del rigor de san Agustín: así Abelardo, poniendo de manifiesto la bondad de Dios, afirma que los niños muertos sin el Bautismo «son privados de la visión de Dios», pero no sufren ninguna pena añadida; lo mismo afirma Pietro Lombardo. Por su parte, el Magisterio eclesiástico medieval afirma que los culpables de pecados personales graves y los niños muertos sin Bautismo «descienden inmediatamente al infierno para ser castigados, aunque con penas desiguales» (mox in infernum descendere, poenis tamen disparibus puniendas), tal como se dijo en los Concilios de León II y de Florencia (n. 22).

En esta atmósfera teológica nace la teoría del limbo. En efecto, es de la opinión común de los teólogos que los niños muertos sin el Bautismo no ven a Dios, pero no sufren ningún dolor; es más, según San Tomás de Aquino y Duns Scoto, conocen una plena felicidad natural a través de su unión con Dios en todos los bienes naturales. No sufren de la privación de la visión de Dios, porque la existencia de dicha visión se conoce sólo mediante la fe: puesto que los niños muertos sin el Bautismo no han tenido la fe en acto ni han recibido el sacramento de la fe, no conocen la existencia de la visión beatífica y por ello no pueden sufrir la falta de una realidad de la cual ignoran la existencia (Tomás de Aquino, De malo, q. 5, a.3). El limbo era así el lugar de «felicidad natural» de los niños muertos sin el Bautismo (n. 23).

Búsqueda de nuevas soluciones

La teoría del limbo fue profundamente rechazada por el sínodo jansenista de Pistoia (1786). Pío VI en la bula Auctorem fidei defendió el derecho de los teólogos católicos a enseñar que los que mueren sólo con el pecado original son castigados con la ausencia de la visión beatífica pena de la «privación», pero no con sufrimientos sensibles (pena del «fuego»); no adoptó la teoría del limbo como doctrina de fe. De todas formas, el limbo ha sido la doctrina católica común hasta la mitad del siglo XX, cuando muchos teólogos católicos «pidieron el derecho de poder imaginar nuevas soluciones, incluida la posibilidad de que la plena salvación de Cristo llegara a estos niños» (n. 27).

Pero la reflexión teológica sobre este punto no estaba aún madura; por esto el tema de la suerte de los niños muertos sin Bautismo no fue incluido en el programa del Concilio Vaticano II. Tanto más que en los dos decenios precedentes se había debatido profundamente la cuestión de la gratuidad del orden sobrenatural y de la ordenación de todos los seres humanos a Cristo y a la redención que por nosotros ha obtenido.

En realidad, si el Vaticano II no se pronunció directamente sobre la suerte de los niños muertos sin el Bautismo, sin embargo «indicó numerosas vías para guiar la reflexión teológica». Así, «recordó muchas veces la universalidad de la voluntad de salvación de Dios que se extiende a todos»; declaró que Cristo «murió por todos y la vocación definitiva del hombre es en realidad una sola, la divina. En consecuencia debemos sostener que el Espíritu Santo da a todos la posibilidad de que, del modo que Dios conoce, sean asociados al misterio pascual. Aunque el Concilio no aplicó expresamente esta enseñanza a los niños que mueren sin Bautismo, estos pasajes abren un camino para dar razón de la esperanza en su favor» (n. 31).

De cualquier modo, concluyendo la parte histórica —historia quaestionis— de su investigación, La Comisión Teológica Internacional la retome así, distinguiendo con precisión los términos de «fe de la Iglesia», «doctrina común de la Iglesia» y «opinión teológica»: «la afirmación según la cual los niños que mueren sin Bautismo sufren la privación de la visión beatífica ha sido durante mucho tiempo doctrina común de la Iglesia, que es algo distinto de la fe de la Iglesia. En cuanto a la teoría de que la privación de la visión beatífica es la única pena de estos niños, con exclusión de cualquier otro sufrimiento, se trata de una opinión teológica, no obstante su amplia difusión en Occidente. La tesis teológica particular de una «felicidad natural» que en ocasiones se atribuía a estos niños constituye igualmente una opinión teológica. Por consiguiente, además de la teoría del limbo (que continúa siendo una opinión teológica posible), puede haber otros caminos que integren y salvaguarden los principios de fe fundados en la Escritura, sobretodo: la voluntad salvífica universal de Dios, y la unicidad y universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo» (n. 40 s).

La voluntad salvífica de Dios, como se expresa en la Primera Carta a Timoteo —«Dios quiere que todos los hombres se salven”— es universal, como parece por la repetición enfática de «todos» (1 Tim 2,4). Esto hace pensar que ninguno es excluido de esta voluntad salvífica, que se realiza en Jesucristo, el cual es el único Salvador de todos. «Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12). Esta afirmación tiene un valor universal, puesto que para todos la salvación no puede venir más que de Jesucristo. «Se debe creer firmemente como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino se ha ofrecido y cumplido una vez para siempre en el misterio de la Encarnación, Muerte y Resurrección del Hijo de Dios» (Declaración Dominus Iesus, 14) (n. 51 s).

La universalidad de la redención realizada por Jesucristo, encuentra su contrapartida en la universalidad del pecado: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rom 3,23). Por esto todos los seres humanos son pecadores y necesitados de salvación: mediación histórica de la obra redentora de Cristo y la Iglesia mediante el otorgamiento del Bautismo para la salvación; existen otros caminos por los que se puede realizar la configuración a Cristo, como el «bautismo de sangre» (el martirio) y el «bautismo de deseo» (el votum baptismi).

Motivos de esperanza

¿Pero hay motivos de esperanza de salvación para los niños que no hayan recibido el Bautismo? Los cristianos son hombres y mujeres de esperanza, pero la esperanza cristiana es una esperanza «contra toda esperanza» (Rom 4,18) y  va mucho más allá de cualquier forma de esperanza humana. Por esto, «los cristianos, incluso cuando no ven cómo pueden ser salvados los niños no bautizados, con todo se atreven a esperar que Dios les abrazará en su misericordia salvadora» (n. 68).

Esta esperanza es difícil, porque se refiere a un «caso límite» en el que fácilmente puede parecer que algunos principios vitales de la fe, especialmente la necesidad del Bautismo para la salvación y la voluntad salvífica universal de Dios, están en tensión. Ciertamente «se ha de reconocer claramente que la Iglesia no tiene un conocimiento cierto de la salvación de los niños que mueren sin Bautismo. Conoce y celebra la gloria de los Santos Inocentes, pero en general el destino de los niños no bautizados no nos ha sido revelado, y la Iglesia enseña y juzga solamente en relación con lo que ha sido revelado. Pero lo que sabemos de Dios, de Cristo y de la Iglesia nos da motivos para esperar en su salvación» (n. 79).

Los motivos de esperanza son:

a) La gracia de Dios llega a todo ser humano y su providencia abraza a todos.

b) Cristo murió por todos, y la vocación última del hombre en realidad es una sola, la divina; por ello debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios conocida, sean asociados al misterio pascual.

c) Dios no ató su poder a los sacramentos, y por eso puede conferir el efecto de los sacramentos sin los sacramentos. Dios puede por tanto dar la gracia del Bautismo sin que el sacramento sea administrado, un hecho que debería ser especialmente recordado cuando la administración del Bautismo fuera imposible.

d) En todo momento y en toda circunstancia Dios ofrece un remedio de salvación para la humanidad. San Tomás de Aquino escribe: «En toda situación después del pecado había un remedio cualquiera por medio del cual el pecado original, en virtud de la pasión de Cristo, podía ser eliminado». Inocencio III observa: «No van a perecer los niños, de los que cada día muere una multitud tan grande, sin que también para ellos, el Dios misericordioso, que no quiere que nadie se pierda, haya procurado algún remedio para la salvación». Por esto, podemos preguntarnos si los niños que mueren sin bautismo necesariamente mueren con el pecado original, sin un remedio divino.

e) Podemos descubrir en estos niños que sufren y mueren una conformidad salvífica con Jesús, que, ha soportado en su cruz el peso del pecado y de la muerte de toda la humanidad.

f) Algunos de los niños que sufren y mueren son víctimas de la violencia, como en el caso del aborto y del infanticidio neonatal. En esos casos podemos descubrir una analogía con el bautismo de sangre que otorga la salvación, teniendo como referencia el ejemplo de los Santos Inocentes.

g) Es posible también que Dios simplemente actúe para conceder el don de la salvación a niños no bautizados en analogía con el don de la salvación concedido sacramentalmente a los niños bautizados.

h) Cristo ha vivido, muerto y resucitado por todos, y la Escritura relaciona a toda la humanidad sin excepción con Cristo: por consiguiente, también los niños muertos sin el Bautismo están en relación salvífica con El. Esto que falta a la teoría tradicional del limbo precisamente es el cristocentrismo.

i) Donde abundó el pecado la gracia ha sobreabundado. Ahora, la teoría del limbo parece limitar esta sobreabundancia, que se ha vertido sobre todos los hombres. La solidaridad de la humanidad con Cristo tiene absoluta prioridad sobre la solidaridad con Adán. Es en esta óptica en la que hay que abordar el problema del destino de los niños que mueren sin bautizar.

k) La Iglesia, en la celebración eucarística, ruega por la salvación de todos los hombres, también por los difuntos adultos no cristianos y por los niños muertos sin el bautismo, sabiendo que Dios los ama a todos. Con esta oración la Iglesia expresa un votum baptismi que el niño muerto sin el bautismo no ha podido exprimir ni personalmente ni a través de sus padres.

La urgencia de bautizar a los niños

En conclusión, en cuanto a los niños muertos sin bautismo, la Iglesia no tiene la certeza absoluta de que sean salvados; por esto sólo puede confiarlos a la misericordia y al amor de Dios y, por tanto, esperar su salvación. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres sean salvados, y la ternura que Jesús con los niños en su vida terrenal, nos permiten confiar en que también para ellos haya un camino de salvación que sólo Dios conoce. Esto nos permite decir que, «con el desarrollo de la doctrina, la solución del limbo puede ser superada para dar lugar a una mayor esperanza teologal» (n. 95).

Esta esperanza es teologal, no de orden humano, es decir, fundada no en motivos humanos, sino en lo que la Revelación nos dice sobre la voluntad salvífica de Dios-Amor, sobre el hecho de que Jesús murió y resucitó para salvación de todos los hombres, y en el hecho de que, en Cristo y por Cristo, la Iglesia es sacramento universal de salvación.

Esta esperanza teologal no debe hacernos olvidar que esto que ha sido revelado y de lo cual estamos absolutamente seguros es que para todos, también para los niños «el camino de salvación ordinaria pasa a través del sacramento del Bautismo» Por ello «ninguna de las consideraciones arriba expuestas puede ser aducida para minimizar la necesidad del Bautismo ni para retrasar su administración. Más bien, como queremos confirmar en esta conclusión, nos ofrecen poderosas razones para esperar que Dios salvará a estos niños cuando nosotros no hemos podido hacer por ellos lo que hubiéramos deseado hacer, es decir, bautizarlos en la fe y en la vida de la Iglesia» (n. 103). En otras palabras, mientras tengamos la «esperanza» que Dios salve a los niños muertos sin el Bautismo, tengamos la «certeza» absoluta, porqué está revelada, que Dios salva a los niños bautizados. Ahora, no se puede —en un punto que se refiera al destino de la persona humana— dejar lo cierto por lo incierto. De aquí que la obligación, que la Iglesia impone a los padres cristianos, de bautizar a sus hijos lo más rápido posible, conserva de lleno su racionalidad «cristiana» y, así pues, su urgencia.

Debemos, desgraciadamente, advertir que algunos padres cristianos difieren el Bautismo de sus hijos por dos motivos. El primero, muy banal, es que el Bautismo de los niños exige, al menos en ciertas zonas, una fiesta que puede no costar poco, como sucede habitualmente, desgraciadamente, para la primera Comunión. Pero también hay quien no quiere gastar para el Bautismo. El segundo motivo es bastante más serio: algunos padres temen que, bautizando a sus hijos, les condicionan su futuro, obligándoles a ser cristianos. Quieren que sean sus hijos, una vez adultos, los que escojan libremente la fe cristiana y que, por tanto, sean ellos los que soliciten el Bautismo. A estos padres, que sinceramente entienden no condicionar el futuro de sus hijos, y su libertad de elección, se les debe responder que el Bautismo no es una «imposición» que condiciona la libertad, sino un «don» de Dios, mediante el cual el ser humano entra en la vida de gracia de la Iglesia, convirtiéndose en hijo de Dios y hermano de Cristo. Este «don» no mortifica su libertad, porque, cuando el niño se convierta en un adulto, deberá escogerlo personalmente, o aceptándolo o rechazándolo. La gracia recibida en el Bautismo, cuando era niño, y la formación cristiana iluminarán y liberarán sus elecciones de los condicionamientos que el pecado crea en el hombre, no liberándolo sino haciéndolo siervo del mal.

 

Giuseppe De Rosa S.I.

(La Civiltà Cattolica III [2007] 64-72)

 

 

 

 

 

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