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 COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL

LA APOSTOLICIDAD DE LA IGLESIA
Y LA SUCESIÓN APOSTÓLICA
[*]

(1973)

 

Proemio

Este estudio quisiera clarificar la noción específica de sucesión apostólica, por una parte, porque la presentación de la doctrina católica sobre este tema se presenta como de importancia relevante para la vida de la Iglesia católica y, por otra parte, porque lo exige el diálogo ecuménico. En efecto, el diálogo ecuménico se ha abierto en cierta medida en todo el mundo y tiene un porvenir prometedor y fructuoso a condición de que los católicos participen en él dentro de la fidelidad a su identidad católica. Querríamos pues presentar la doctrina de la Iglesia católica referente a la sucesión apostólica tanto para confortar a nuestros hermanos en la fe como par ayudar al desarrollo y a la maduración del diálogo ecuménico.

Enumeremos algunas de las dificultades ante las cuales nos encontramos con frecuencia:

— ¿Qué puede obtenerse del testimonio del Nuevo Testamento, científicamente considerado? ¿Cómo puede mostrarse la continuidad entre el Nuevo Testamento y la Tradición de la Iglesia?

— ¿Cuál es el papel de la imposición de manos en la sucesión apostólica?

— ¿No existe en ciertos medios la tendencia a reducir la sucesión apostólica a la apostolicidad común a toda la Iglesia o, por el contrario, a reducir la apostolicidad de la Iglesia a la sucesión apostólica?

— ¿Cómo evaluar los ministerios de las otras Iglesias y comunidades cristianas en cuanto a su relación con la sucesión apostólica?

Detrás de todos estos interrogantes se plantea el problema de las relaciones entre la Escritura, la Tradición y las declaraciones solemnes de la Iglesia.

Lo que orienta todas nuestras reflexiones, es la visión de la Iglesia que surge en su totalidad, por la voluntad del Padre, del Misterio de Cristo en su Pascua, animada por el Espíritu y orgánicamente estructurada. Pensamos situar la función propia y esencial de la sucesión apostólica en la totalidad de la Iglesia que confiesa la fe apostólica y da testimonio de su Señor.

Nos apoyamos en la Sagrada Escritura, la cual tiene para nosotros el doble valor de ser un documento histórico y un documento inspirado. Como documento histórico, el Nuevo Testamento narra los hechos principales de la misión de Jesús y de la Iglesia del siglo I; como documento inspirado, atestigua esos hechos fundamentales, los interpreta y manifiesta su verdadera significación interior y su coherencia dinámica. Como expresión del pensamiento de Dios en palabras de hombres, la Escritura tiene valor director para el pensamiento de la Iglesia de Cristo en todo tiempo.

Una lectura de la Escritura que le reconozca, como libro inspirado, carácter normativo para la Iglesia de todos los tiempos, es necesariamente una lectura dentro de la Tradición de la Iglesia que ha reconocido la Escritura como inspirada y normativa. Este reconocimiento del carácter normativo de la Escritura es lo que implica fundamentalmente el reconocimiento de la Tradición, en cuyo seno la Escritura maduró y ha sido considerada y aceptada como inspirada. Así, pues, su carácter normativo y su relación a la Tradición se condicionan mutuamente. Se sigue de ello que toda consideración propiamente teológica de la Escritura es, al mismo tiempo, una consideración eclesial.

El conjunto del documento tiene, pues, el siguiente punto de vista metodológico: cualquier ensayo de reconstrucción que quisiera aislar las fases particulares de la constitución de los escritos neotestamentarios y separarlos de su recepción viviente por parte de la Iglesia, es en sí contradictorio.

Este método teológico, que ve en la Escritura un conjunto indivisible ligado a la vida y al pensamiento de la comunidad, en la cual es conocido y reconocido como Escritura, no significa en modo alguno una neutralización del punto de vista de la historia por medio de un a priori eclesiástico que dispensaría de una lectura conforme a las exigencias del método histórico. El método adoptado aquí permite percibir los límites de un puro historicismo: es consciente de que un análisis puramente histórico de un libro tomado aislada y separadamente de la historia de su influencia no puede demostrar con certeza que el camino concreto de la fe en la historia es el único posible. Pero estos límites de la demostrabilidad histórica, de los que no es posible dudar, no destruyen el valor ni el peso propio del conocimiento histórico. Muy por el contrario, el hecho de la aceptación de la Escritura como tal, que para la Iglesia primitiva tiene un valor constitutivo, debe ser siempre de nuevo sopesado en su significación, es decir, es preciso repensar la relación entre las partes en su diferencia y en la unidad del todo. Esto implica también que no se puede disolver la Escritura misma en una serie de esbozos yuxtapuestos, cada uno de los cuales fundaría un proyecto vital orientado hacia Jesús de Nazaret, sino que es necesario comprenderla como expresión de un camino histórico que revela la unidad y la catolicidad de la Iglesia. En este camino, que comprende tres grandes etapas: el tiempo antes de la Pascua, el tiempo apostólico y el tiempo postapostólico[1], cada momento conserva su propio peso y es significativo que los «varones apostólicos» de los que habla la Constitución dogmática Dei Verbum[2], hayan podido elaborar una parte de los escritos del Nuevo Testamento. Entonces es cuando aparece claramente la manera cómo la comunidad de Jesucristo resolvió el problema de permanecer apostólica, aunque hubiera llegado a ser postapostólica. Hay, por consiguiente, un carácter normativo específico de la parte postapostólica del Nuevo Testamento para el tiempo de la Iglesia posterior a los Apóstoles, edificada ciertamente sobre los Apóstoles, los cuales tienen a Cristo como fundamento.

En los escritos postapostólicos, la misma Iglesia da testimonio de la Tradición y comienza ya a manifestarse el magisterio como recuerdo de la enseñanza de los Apóstoles (cf. Hech 2, 42; 2 Pe 1, 20). Este magisterio tomará impulso en el siglo II, en el momento en que se explicitará plenamente la noción de sucesión apostólica.

En su conjunto, Escritura y Tradición, meditadas y auténticamente interpretadas por el Magisterio, nos transmiten fielmente la enseñanza de Cristo, nuestro Dios y Salvador, y regulan la doctrina que la Iglesia tiene, como misión, proclamar a todos los pueblos y aplicar a cada generación hasta el fin de los siglos.

En esta perspectiva teológica —y en conformidad con la doctrina del Vaticano II— hemos redactado los enunciados siguientes sobre la sucesión apostólica y sobre la evaluación de los ministerios que existen en las Iglesias y en las comunidades que no están todavía en plena comunión con la Iglesia católica.

1. La apostolicidad de la Iglesia y el sacerdocio común

1. Los símbolos de la fe confiesan que la Iglesia es apostólica. Esto no significa solamente que ella sigue confesando la fe apostólica, sino que está decidida a vivir bajo la norma de la Iglesia primitiva, salida de los primeros testigos de Cristo y regida por el Espíritu Santo, que el Señor le dio después de su Resurrección. Las Epístolas y los Hechos de los Apóstoles nos muestran la presencia eficaz de ese Espíritu en toda la Iglesia, no sólo en lo que se refiere a su difusión, sino más todavía en la transformación de los corazones, asimilándolos a los sentimientos íntimos de Cristo. Esteban mártir repite la palabra de perdón que el Señor dijo al morir; Pedro y Juan, azotados, se alegraron de haber sido dignos de sufrir por él; Pablo lleva los estigmas (Gál 6, 17), quiere ser configurado a la muerte de Cristo (Flp 3, 10), no quiere conocer sino al crucificado (1 Cor 1, 23; 2, 2) y comprende su existencia como una asimilación al sacrificio expiatorio de la cruz (Flp 2, 17; Col 1, 24).

2. Esta asimilación a los sentimientos de Cristo y, sobre todo, a su muerte sacrificial por el mundo es el sentido último de cualquier vida que se quiera cristiana, espiritual y apostólica.

A partir de allí la Iglesia primitiva adapta el vocabulario sacerdotal del Antiguo Testamento a Cristo, Cordero pascual de la Nueva Alianza (1 Cor 5, 7) y, por relación a él, a los cristianos, cuya vida se define en referencia al Misterio Pascual. Convertidos por la predicación del evangelio, tienen la convicción de vivir un sacerdocio santo y regio, transposición espiritual de aquel del antiguo pueblo (1 Pe 2, 5. 9; cf. Éx 19, 6; Is 61, 6), hecha posible por la intervención de aquel que recapitula en sí mismo todos los antiguos sacrificios y abre el camino hacia el sacrificio total y escatológico de la Iglesia[3].

En efecto, los cristianos, piedras vivas del nuevo edificio que es la Iglesia fundada sobre Cristo, ofrecen culto a Dios en la novedad del Espíritu, culto que es a la vez personal, puesto que se trata de ofrecer la vida «como hostia viva, santa, agradable a Dios» (Rom 12, 1-2; cf. 1 Pe 2, 5), y comunitario, porque todos juntos representan la «casa espiritual», el «sacerdocio santo» y «regio» (1 Pe 2, 5. 9), cuya finalidad es ofrecer «hostias espirituales, agradables a Dios, por Jesucristo» (1 Pe 2, 5).

Este sacerdocio tiene a la vez una dimensión moral —puesto que se debe ejercitar cada día y por todos los actos de la vida cotidiana—, una dimensión escatológica —porque Cristo ha hecho de nosotros «una realeza de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1, 6; cf. 5, 10; 20, 6), con vistas a la eternidad venidera— y una dimensión cultual —puesto que la Eucaristía, de la cual viven, es comparada por san Pablo a los sacrificios de la Antigua Ley e incluso, por contraste, a los de los paganos (1 Cor 10, 16-21).

3. Ahora bien, Cristo instituyó para la constitución, la animación y el mantenimiento de este sacerdocio de los cristianos, un ministerio por cuyo signo e instrumentalidad comunica a su Pueblo en el curso de la historia, los frutos de su vida, de su muerte y de su Resurrección. Los primeros fundamentos de este ministerio fueron puestos a partir de la vocación de los Doce, que representan, a la vez, al nuevo Israel en su totalidad y que después de la Pascua serán los testigos privilegiados enviados para anunciar el evangelio de la salvación, los jefes del nuevo Pueblo, los «colaboradores de Dios» para la construcción de su templo (cf. 1 Cor 3, 9). La función de este ministerio es esencial para cada generación de cristianos. Debe, pues, ser transmitido a partir de los Apóstoles a partir de una sucesión ininterrumpida. Si puede decirse que toda la Iglesia está establecida sobre el fundamento de los Apóstoles (Ef 2, 20; Ap 21, 14), es preciso afirmar, al mismo tiempo e inseparablemente, que esta apostolicidad común a toda la Iglesia está vinculada a la sucesión apostólica ministerial, que es una estructura eclesial inalienable al servicio de todos los cristianos.

2. La originalidad del fundamento apostólico de la Iglesia

El carácter propio del fundamento apostólico es el de ser, a la vez, histórico y espiritual.

Es histórico en el sentido de que está constituido por un acto de Cristo durante su vida terrestre: el llamamiento de los Doce desde el principio del ministerio público de Jesús, su institución para representar al nuevo Israel y para ser asociados en forma cada vez más estrecha a su camino pascual que se consuma en la cruz y en la Resurrección (Mc 1, 17; 3, 14; Lc 22, 28; Jn 15, 16). La Resurrección no trastorna sino que confirma la estructura apostólica prepascual. Cristo, de un modo especial, hace de los Doce los testigos de su Resurrección según el mismo orden que instituyó antes de su muerte. La más antigua confesión de fe en el Resucitado incluye a Pedro y a los Doce como los testigos privilegiados de la Resurrección (1 Cor 15, 5). Aquellos que Jesús se había asociado desde el comienzo de su ministerio y hasta el umbral de su Pascua pueden dar público testimonio de que es ese mismo Jesús quien ha resucitado (Jn 15, 27). Después de la defección de Judas y antes incluso de Pentecostés, el primer cuidado de los Once es hacer participar en su ministerio apostólico a uno de los discípulos que acompañaron a Jesús desde su bautismo, para que sea, con ellos, testigo de la Resurrección (Hech 1, 17. 22-26). También Pablo, llamado al apostolado por el mismo Resucitado e integrado así en el fundamento de la Iglesia, es consciente de la necesidad que tiene de la comunión con los Doce.

Este fundamento no es sólo histórico, sino también espiritual. La Pascua de Cristo, anticipada en la Cena, instituye el pueblo de la Nueva Alianza y envuelve toda la historia humana. La misión de evangelización, de gobierno, de reconciliación y de santificación, confiada a los primeros testigos, no puede restringirse al tiempo de su vida. Por lo que se refiere a la Eucaristía, la Tradición, cuyas líneas fundamentales se delinean desde el siglo I (cf. Lc y Jn), afirma que por la participación de los Apóstoles en la Cena les fue conferido el poder de presidir la celebración eucarística. De este modo, el ministerio apostólico es una institución escatológica. Su origen espiritual se transparenta en la oración de Cristo, inspirada por el Espíritu Santo, en la que Cristo discierne, como en las grandes encrucijadas de su vida, la voluntad del Padre (Lc 6, 12-16). La participación espiritual de los Apóstoles se perfecciona, por el don pleno del Espíritu Santo, después de la Pascua (Jn 20, 22; Lc 24, 44-49). El Espíritu les recuerda todo lo que dijo Jesús (Jn 14, 26) y los introduce a una comprensión más profunda de su misterio (Jn 16, 13-15). También el kerigma, para ser comprendido en sí mismo, ni debe ser separado ni incluso abstraído de la fe a la cual llegaron los Doce y Pablo a través de su conversión al Señor Jesús, ni del testimonio que dieron de ella con su vida entera.

3. Los Apóstoles y la sucesión apostólica en la historia

Los documentos del Nuevo Testamento muestran, en los comienzos de la Iglesia y durante la vida de los Apóstoles, una diversidad de organización de las comunidades, pero muestran igualmente una tendencia del ministerio de enseñanza y de dirección a afirmarse y fortalecerse en el período siguiente.

Los hombres que dirigían las comunidades en la época en que aún vivían los Apóstoles o después de su muerte, llevan diversos nombres en los textos del Nuevo Testamento: presbytèroi-episkopoi, y son descritos como poimènes, hégoumenoi, proistamenoi, kyberneseis. Lo que caracteriza a estos presbytèroi-episkopoi con respecto al resto de la Iglesia, es su ministerio apostólico de enseñanza y de dirección. Sea lo que fuere del modo como fueron elegidos, por la autoridad o en dependencia de los Doce o de Pablo, participan en la autoridad de los Apóstoles instituidos por Cristo, que conservan para siempre su carácter único.

Con el transcurso del tiempo ese ministerio experimentó un desarrollo, que se produjo por una consecuencia y necesidad internas. Fue favorecido por factores exteriores, sobre todo por la necesidad de defensa contra los errores y la falta de unidad en las comunidades. Pero desde que las comunidades se vieron privadas de la presencia de los Apóstoles y quisieron, sin embargo, continuar refiriéndose a su autoridad, fue necesario que se mantuvieran y continuaran, en forma adecuada, las funciones de los Apóstoles en dichas comunidades y frente a ellas. Ya en los escritos neotestamentarios que reflejan el paso de la época apostólica a la época postapostólica, se delinea un desarrollo que conduce, en el siglo II, a la estabilización y al reconocimiento general del ministerio del Obispo. Las etapas de este desarrollo se disciernen en los últimos escritos del cuerpo paulino y en los otros textos que se refieren a la autoridad de los Apóstoles. Lo que los Apóstoles significaron para las comunidades en la época de la fundación de la Iglesia, fue reconocido como esencial para la estructura de la Iglesia o para las comunidades particulares por la reflexión de los comienzos del tiempo postapostólico. El principio de la apostolicidad de la Iglesia, adquirido en esa reflexión, acarreó el reconocimiento del ministerio de enseñanza y de dirección como una institución proveniente de Cristo a través y por medio de los Apóstoles. La Iglesia vive de la certidumbre de que, antes de abandonar este mundo, Jesús envió a los Once en misión universal, con la promesa de permanecerles él mismo siempre presente hasta el fin del mundo (Mt 28, 18-20). El tiempo de la Iglesia, tiempo de esta misión universal, permanece, pues, comprendido en esa presencia de Cristo, que es la misma en el tiempo apostólico que en el tiempo postapostólico, y que toma la forma de un único ministerio apostólico.

Las tensiones entre la comunidad y los portadores de un ministerio de autoridad no pueden evitarse totalmente, como se ve ya en los escritos del Nuevo Testamento. Pablo se esforzó, por una parte, en comprender el evangelio con y en la comunidad, y también por descubrir normas para la vida cristiana; pero, por otra parte, se situaba frente a la comunidad con su poder apostólico cuando se trataba de la verdad del evangelio (cf. Gál) y de los principios imprescriptibles de la vida cristiana (cf. 1 Cor 7, etc.). De la misma manera, el ministerio de dirección no debe amputarse jamás de la comunidad ni elevarse por encima de ella, sino que debe realizar su servicio en ella y para ella. Pero, al recibir la dirección apostólica, sea la de los mismos Apóstoles o la de los ministros que los sucedieron, las comunidades neotestamentarias se someten a la dirección del ministerio referido por aquéllos a la autoridad del mismo Señor.

La escasez de los documentos no permite precisar en la medida que se desearía las transiciones que tuvieron lugar. El fin del siglo I es testigo de una situación en que los Apóstoles, sus colaboradores y finalmente sus sucesores animan colegios locales de presbytèroi y de episkopoi. Al comienzo del siglo II aparece vigorosamente en las cartas de san Ignacio la imagen del obispo único a la cabeza de las comunidades; san Ignacio afirma que esta institución se encuentra establecida «hasta los confines de la tierra»[4]. En el curso del siglo II esta institución es reconocida, en el surco de la carta de Clemente, como la portadora de la sucesión apostólica. La ordenación, con imposición de manos, atestiguada por las epístolas pastorales, aparece dentro del proceso de clarificación como un paso importante para la salvaguardia de la tradición apostólica y para la garantía de la sucesión en el ministerio. Los documentos del siglo III (Tradición de Hipólito) muestran que dicha ordenación con imposición de manos se encontraba en pacífica posesión y que era considerada como una institución necesaria.

Clemente e Ireneo desarrollan una doctrina del gobierno pastoral y de la Palabra que hace proceder de la unidad de la Palabra, de la misión y del ministerio, la idea de la sucesión apostólica, que ha llegado a ser la base permanente de la manera como la Iglesia católica se comprende a sí misma.

4. El aspecto espiritual de la sucesión apostólica

Si, luego de hacer este recuento histórico, tratamos de comprender la dimensión espiritual de la sucesión apostólica, es preciso subrayar ante todo que, aunque represente con autoridad el evangelio y se manifieste fundamentalmente como un servicio hecho hacia toda la Iglesia (2 Cor 4, 5), el ministerio ordenado exige del ministro que haga presente a Cristo humillado (2 Cor 6, 4-10) y crucificado (cf. Gál 2, 19-20; 6. 14; 1 Cor 4, 9-13).

La Iglesia, a cuyo servicio está el ministro, está, tanto en su totalidad, como en cada uno de sus miembros, informada y movida por el Espíritu, siendo cada bautizado «enseñado por el Espíritu» (1 Tes 4, 9; cf. Heb 8, 10-11; Jer 31, 33-34; 1 Jn 2, 20; Jn 6, 45), El ministerio sacerdotal no podrá, pues, sino recordarle con autoridad lo que ya está incoativamente incluido en su fe bautismal, de la cual, sin embargo, nunca podrá agotar la plenitud en este mundo. Asimismo, el fiel deberá nutrir su fe y su vida cristiana a través de la mediación sacramental de la vida divina. La norma de la fe —que designamos en su carácter formal como «regla de la fe»— le es inmanente por la acción del Espíritu, aunque permanece trascendente con respecto al hombre, ya que nunca puede ser puramente individual, sino que es esencialmente eclesial y católica.

En esta regla de fe, la inmediatez del Espíritu divino a cada persona está, pues, necesariamente ligada a la forma comunitaria de la fe. El enunciado de Pablo, que «nadie puede decir "Jesús es Señor" sino en el Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3), es siempre valedero: sin la conversión, que sólo el Espíritu concede a los corazones, nadie puede reconocer a Jesús en su calidad de Hijo de Dios, y sólo quien le conoce como Hijo conocerá verdaderamente a aquel a quien Él llama «Padre» (cf. Jn 14, 7; 8, 19; etc.). Así, pues, ya que el Espíritu nos comunica el conocimiento del Padre por Jesús, se sigue que la fe cristiana es trinitaria: su forma pneumática incluye necesariamente el contenido que se expresa y se realiza de manera sacramental en el bautismo trinitario.

La regla de la fe, es decir, el tipo de la catequesis bautismal en la que se dilata el contenido trinitario, constituye, en cuanto unión de la forma y del contenido, el gozne permanente de la apostolicidad y de la catolicidad de la Iglesia. Realiza la apostolicidad porque vincula los heraldos de la fe a la regla cristo-pneumatológica: ellos no hablan en nombre propio, sino que dan testimonio de lo que han escuchado (cf. Jn 7, 18; 16, 13-15; etc.).

Jesucristo se descubre como el Hijo en cuanto anuncia lo que procede del Padre. El Espíritu se manifiesta como Espíritu del Padre y del Hijo, porque no toma de lo suyo, sino que les revela y recuerda lo que proviene del Hijo (cf. Jn 16, 13-15). Esto llega a ser, en la proyección del Señor y de su Espíritu, el carácter distintivo de la sucesión apostólica. El magisterio eclesial se distingue tanto de un puro magisterio de doctores como de un poder autoritario. Allí donde el magisterio de la fe pasara a poder de los profesores, la fe estaría atada a las luces de los individuos y por eso mismo quedaría, en gran parte, integrada al espíritu del tiempo. Y allí donde la fe dependiera de un poder despótico de ciertas personas individuales o colectivas que decretaran por sí mismas lo que es normativo, allí la verdad sería reemplazada por un poder arbitrario. El verdadero magisterio apostólico está atado, por el contrario, a la Palabra del Señor, e introduce así en la libertad a sus auditores.

En la Iglesia nada escapa a la mediación apostólica: ni los pastores ni sus ovejas, ni los enunciados de la fe ni los preceptos de la vida cristiana. El ministerio recibido por ordenación se encuentra incluso doblemente referido a dicha mediación, puesto que, por una parte, está sometido a la regla de los orígenes cristianos, y por otra —según la palabra de Agustín— está obligado a dejarse instruir por la comunidad de los creyentes, a la que tiene obligación de instruir.

De lo que precede sacaremos dos conclusiones:

1. Ningún predicador del evangelio tiene el derecho a hacer un proyecto de anuncio evangélico según sus propias hipótesis. Su misión es anunciar la fe de la Iglesia apostólica y no su propia personalidad o sus experiencias religiosas. Esto incluye que a los dos elementos mencionados de la regla de fe —la forma y el contenido— viene a agregarse un tercero: la regla de la fe postula un testigo enviado, que no se constituye por propia autoridad y que tampoco ninguna comunidad particular puede autorizar, y esto en virtud de la trascendencia de la Palabra. La autorización no puede serle conferida sino sacramentalmente, a través de los que ya han sido enviados. Es cierto que el Espíritu suscita siempre libremente en la Iglesia los diferentes carismas de evangelización y de servicio y anima a todos los cristianos para dar testimonio de su fe, pero estas actividades deben ser ejercidas en relación con los tres elementos ya mencionados de la regla de la fe[5].

2. La misión que de este modo forma parte de la regla de la fe —una vez más según el principio trinitario— se refiere a la catolicidad de la fe, que es una consecuencia de su apostolicidad y, al mismo tiempo, la condición de su permanencia. Porque ningún individuo ni ninguna comunidad aislada tiene el poder de enviar. Solamente la ligazón al Todo (kat’holon) —a la catolicidad en el espacio y en el tiempo— garantiza la permanencia en la misión. De esta manera, la catolicidad explica cómo el fiel, en cuanto miembro de la Iglesia, es introducido en la participación inmediata de la vida trinitaria por la mediación no sólo del Hombre-Dios, sino también por la fe de la Iglesia, íntimamente asociada a él. En virtud de la dimensión católica de su verdad y de su vida, esta mediación de la Iglesia debe realizarse de manera normativa, es decir, por medio de un ministerio que le es dado como forma constitutiva. El ministerio no deberá solamente referirse a una época históricamente pretérita (eventualmente representada por un conjunto de documentos), sino que en dicha referencia debe estar provisto del poder de representar él mismo al Origen, a Cristo vivo, por medio de un anuncio del evangelio oficialmente autorizado, así como por la celebración con autoridad de los actos sacramentales y, en primer lugar, de la Eucaristía.

5. La sucesión apostólica y su transmisión

Así como la Palabra divina hecha carne es el anuncio y el principio de la comunicación de la vida divina que nos manifiesta en sí misma, así también el ministerio de la Palabra en su plenitud es también ministerio de los sacramentos de la fe y, ante todo, de la Eucaristía, en los cuales la Palabra, Cristo, no cesa de ser para los hombres el acontecimiento actual de la salvación. La autoridad pastoral es la responsabilidad del ministerio apostólico con respecto a la unidad de la Iglesia y a su desarrollo, cuya fuente es la Palabra y de la cual los sacramentos son, al mismo tiempo, la manifestación y el lugar fundamental de su realización.

La sucesión apostólica es, pues, aquel aspecto de la naturaleza y de la vida de la Iglesia que muestra la dependencia actual de la comunidad con respecto a Cristo, a través de sus enviados. De esta manera, el ministerio apostólico es el sacramento de la presencia actuante de Cristo y del Espíritu en medio del Pueblo de Dios, sin que ello signifique minimizar la influencia inmediata de Cristo y del Espíritu sobre cada fiel.

El carisma de la sucesión apostólica se recibe en la comunión visible de la Iglesia. Supone que aquel que va a ser incorporado en el cuerpo de los ministros, tenga la fe de la Iglesia. Pero eso no basta. El don del ministerio es concedido en un acto que es el signo visible y eficaz del don del Espíritu, acto que tiene como instrumento a uno o varios ministros, incorporados ellos mismos en la sucesión apostólica.

La transmisión del ministerio apostólico se realiza, pues, por la ordenación, lo que comprende un rito con un signo sensible y una invocación a Dios (epiclèsi), a fin de que él se digne conceder al que es ordenado, el don de su Espíritu Santo con los poderes necesarios para el cumplimiento de su tarea. Este signo sensible, ya desde el Nuevo Testamento, es la imposición de las manos[6]. El rito de la ordenación atestigua que lo que sucede en el que es ordenado no es de origen humano y que la Iglesia no dispone a su antojo del don del Espíritu.

La Iglesia, consciente de que su ser está ligado a la apostolicidad y de que el ministerio transmitido por la ordenación inserta al ordenado en la confesión apostólica de la verdad del Padre, ha juzgado que la ordenación dada y recibida en la fe que ella misma profesa al respecto, es necesaria para la sucesión apostólica en el sentido estricto de la expresión.

La sucesión apostólica del ministerio interesa a toda la Iglesia, pero no procede de la Iglesia globalmente considerada, sino de Cristo a los Apóstoles y, en los Apóstoles, a todos los obispos hasta el fin de los tiempos.

6. Elementos para una evaluación de los ministerios no católicos

El precedente ensayo sobre la comprensión católica de la sucesión apostólica nos permite presentar las líneas generales de una evaluación de los ministerios no católicos. En este contexto es indispensable tener presentes las diferencias de los orígenes, las evoluciones de esas Iglesias y comunidades, y la concepción que ellas tienen de sí mismas.

1. A pesar de la diferente evaluación que ellas hacen del oficio de Pedro, la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa y las otras Iglesias que han conservado la realidad de la sucesión apostólica, están unidas en una misma comprensión fundamental de la sacramentalidad de la Iglesia, que se ha expandido a partir del Nuevo Testamento a través de los Padres comunes y, en particular, de san Ireneo. Estas Iglesias consideran la inserción sacramental en el ministerio eclesial, realizada por la imposición de las manos con la invocación del Espíritu Santo, como la forma indispensable para la transmisión de la sucesión apostólica, la única que hace perseverar a la Iglesia en la doctrina y en la comunión. La unanimidad en cuanto a la coherencia jamás interrumpida entre Escritura, Tradición y Sacramento es la razón en virtud de la cual la comunión entre esas Iglesias y la Iglesia católica nunca ha cesado en forma total y puede ser hoy revivificada.

2. Se prosiguen diálogos fecundos con las comuniones anglicanas que han conservado la imposición de manos, cuya interpretación ha variado.

No es posible anticipar aquí los eventuales resultados de dicho diálogo que investiga en qué medida los elementos constitutivos de la unidad están incluidos en la conservación del rito de la imposición de las manos y de las oraciones correlativas.

3. Las comunidades nacidas de la Reforma del siglo XVI se diferencian ente ellas a tal punto que la descripción de sus relaciones con la Iglesia católica debe ser matizada según cada caso particular. Sin embargo, se delinean algunas líneas generales comunes. El movimiento general de la Reforma ha negado el lazo ente la Escritura y la Tradición de la Iglesia en favor de la normatividad de la sola Escritura. Aun si más tarde hay diversos modos de referencia a la Tradición, no se le reconoce, sin embargo, la misma dignidad que le reconoció la Iglesia antigua.

Siendo el sacramento del Orden la expresión sacramental indispensable de la comunión en la Tradición, la proclamación de la «sola Escritura» arrastró el oscurecimiento de la antigua noción de la Iglesia y su sacerdocio.

De hecho, a través de los siglos se ha renunciado, a menudo, a la imposición de las manos, hecha sea por hombres ya ordenados, sea por otros. Allí donde se la ha practicado no ha tenido la misma significación que en la Iglesia de la Tradición. Esta divergencia acerca de la manera de introducir en el ministerio y de interpretarlo no es sino el síntoma más relevante de la diferente comprensión de las nociones de la Iglesia y de la Tradición. Numerosas y prometedoras aproximaciones[7] han comenzado a restablecer contactos con esta Tradición, aunque la ruptura no hay sido aún efectivamente sobrepasada. En estas circunstancias la intercomunión eucarística es, por el momento imposible[8], porque la continuidad sacramental en la sucesión apostólica a partir de los orígenes constituye, tanto para las Iglesias ortodoxas como para la Iglesia católica, un elemento indispensable de la comunión eclesial.

Esta comprobación no significa en modo alguno que las calidades eclesiales y espirituales de los ministerios de las comunidades protestantes sean, por ello, despreciables. Los ministros de esas comunidades las han edificado y nutrido. Por el bautismo, por el estudio y la predicación de la Palabra, por la oración común y la celebración de la Cena, por su celo, ellos han guiado a los hombres hacia el Señor y los han ayudado así a encontrar el camino de la salvación. Hay, pues, en dichas comunidades, elementos que pertenecen a la apostolicidad de la única Iglesia de Cristo[9].

Aun cuando la unión con la Iglesia católica no puede efectuarse sino sacramentalmente —y jamás por medios puramente jurídicos o administrativos[10]—, es evidente que la calidad espiritual de dichos ministerios nunca puede ser descuidada. Un acto sacramental de esta naturaleza debería integrar en la Católica los valores existentes, y su rito debería expresar sin ambigüedad que se asumen carismas que son ya una realidad.

 


[*] Documento del grupo de trabajo sobre los ministerios aprobado «in forma generica» por la Comisión teológica internacional. Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis. Documenta (1969-1985) (Città del Vaticano [Libreria Editrice Vaticana] 1988) 40-68.

[1] La presencia personal de los Apóstoles caracteriza a la época apostólica, la que no podría, en consecuencia, ser delimitada por una cronología exacta, ya que los Apóstoles desaparecieron en las diversas Iglesias en épocas diferentes. El tiempo posapostólico se entiende aquí como el período  que va desde la muerte de los Apóstoles hasta que se completaron los escritos canónicos, los que a menudo se presentan bajo su nombre y con la autoridad de los Apóstoles en razón de la continuidad con su mensaje, que ellos actualizan.

[2] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 18: AAS 58 (1966).

[3] Cf. San Agustín, De Civitate Dei 10, 6. CCL 47, 279 (PL 41, 284).

[4] San Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios 3, 2: Fuentes Patrísticas, 1, 106 (Funk 1, 216).

[5] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 12: AAS 57 (1965) 16,

[6] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 21: AAS 57 (1965) 24-25.

[7] Cf. los resultados de ciertos diálogos bilaterales.

[8] En cuanto a la hospitalidad eucarística en casos particulares véase el Directorio ecuménico, 38-45. 55: AAS 59 (1967) 586-587; 590; 591-592.

[9] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 15: AAS 57 (1965) 19-20; Id., Unitatis redintegratio, 3 y 19-23: AAS 57 (1965) 92-94; 104-106.

[10] Si se quisiera dispensar de este rito para reemplazarlo por un simple decreto de cualquier instancia que fuera, se correría el riesgo de reemplazar el don sacramental, del cual no se puede disponer a gusto de cada cual, por el poder propio de los ministros.

 

 

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