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COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL

DIGNIDAD Y DERECHOS DE LA PERSONA HUMANA[*]

(1983)

 

1. Introducción

1.1. Importancia de este estudio
1.2. Jerarquía de los derechos humanos
1.3. Diversidad de uso de la expresión "dignidad de la persona

2. Teología de la dignidad y de los derechos humanos

2.1. En algunos lugares teológicos
2.1.1. Perspectivas bíblicas
2.1.2. Magisterio Romano actual
2.2. A la luz de la «teología de la historia de la salvación»
2.2.1. El hombre creado
2.2.2. El hombre como pecador
2.2.3. El hombre redimido por Cristo

3. Comparaciones y sugerencias

3.1. Comparaciones
3.1.1. Diversidad de las condiciones humanas
3.1.2. El primer mundo
3.1.3. El segundo mundo
3.1.4. El tercer mundo
3.2. Sugerencias
3.2.1. Tendencias filosóficas personalistas
3.2.2. Votos por una común y universal observancia de los derechos humanos

 

1. Introducción

1.1. Importancia de este estudio

La misión de la Iglesia es el anuncio del kerigma de la salvación obtenida para todos por Cristo crucificado y resucitado. Esta salvación tiene su origen primero en el Padre que envió al Hijo, y se comunica a los hombres concretos, como participación de la vida divina, por la infusión del Espíritu. La aceptación del kerigma cristiano por la fe exige y la nueva vida conferida por la gracia implica una conversión que tiene muchas consecuencias en cualquier campo de las actividades del creyente. Por ello, la Iglesia no puede omitir en su predicación la proclamación de la dignidad y derechos de la persona humana, que el cristiano debe respetar fielmente en todos los hombres. Esta obligación y este derecho del pueblo de Dios, de proclamar y propugnar la dignidad de la persona humana, urge especialmente en nuestro tiempo, cuando aparecen a la vez con fuerza, por una parte, una crisis profunda de los valores humanos y cristianos y, por otra parte, una más aguda y profunda conciencia de las injusticias perpetradas contra las personas humanas. De esta obligación y derecho habla claramente el nuevo Código de Derecho Canónico: «Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas»[1]. En nuestros días se atribuye con fuerza afortunadamente a esta proclamación un lugar importante en la predicación y en la acción y vida de la Iglesia.

La Comisión Teológica Internacional quiere, según sus posibilidades, cooperar con este dinamismo. Después de que se hayan excluido las equivocidades posibles (1.2-3), se propondrán algunas tesis sobre la doctrina teológica en esta materia (2.1-2. 2.3), en primer lugar sobre la doctrina de la Sagrada Escritura (2.1.1) y del Magisterio Romano actual (2.1.2). Aquí aparecerán consideraciones que pertenecen al «derecho natural de gentes»[2] y otras que pertenecen a la teología de la historia de la salvación. A estas últimas consideraciones, especialmente actuales, se concederá a continuación una atención peculiar, de modo que aparezca cómo la dignidad humana debe considerarse activa y pasivamente en el hombre creado (2.2.1), pecador (2.2.2), redimido (2.2.3). Finalmente, en la última parte, se intentarán algunas comparaciones y se propondrán algunas reflexiones tanto filosóficas como jurídicas.

1.2. Jerarquía de los derechos humanos

Algunos derechos humanos son tan «fundamentales» (Declaración de 1948) que no se pueden negar nunca sin que se subestime la dignidad de las personas humanas. Desde este punto de vista, en el Pacto internacional de 1966 (art. 4, 2) se presentan algunos derechos que no pueden derogarse nunca, por ejemplo, el derecho a la vida que es inherente a la persona (art. 6), el reconocimiento de la dignidad de la persona física y la igualdad fundamental (art. 16), la libertad de conciencia y de religión (art. 17). Esta libertad religiosa puede parecer, desde algunos puntos de vista, como el fundamento de todos los demás derechos[3], mientras que otros atribuyen esta principalidad a la igualdad.

Otros derechos pueden llamarse de grado menor (Pacto internacional de 1966, art. 5, 2), aunque radicalmente sean también esenciales. Tales son ciertos derechos particulares civiles, políticos, económicos, sociales, culturales. En efecto, en cierto modo, estos derechos aparecen, a veces, sólo como consecuencias contingentes de los derechos fundamentales, condiciones prácticas de su aplicación perfecta, pero también conexas con las circunstancias reales de las naciones y tiempos. En esto, tales derechos pueden presentarse como menos intangibles, sobre todo en tiempos difíciles, con tal que así no se pongan en peligro los mismos derechos fundamentales.

Finalmente otros derechos humanos pueden considerarse menos como requisitos del derecho de gentes y como normas estrictamente obligatorias, que como postulados del estado ideal y del progreso de la común «humanización». Estos derechos son una forma eximia de humanidad a la que deben tender los legítimos responsables del bien común y de la vida política según el deseo de todos los ciudadanos y, si es necesario, con ayuda de un auxilio internacional (Declaración de 1948, final del prólogo).

Al dar un juicio de la realización jurídica de los derechos de grado menor, deben atenderse siempre las exigencias del bien común o sea el «conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten tanto a los grupos como a cada uno de los miembros conseguir su propia perfección más plena y más fácilmente»[4].

1.3. Diversidad de uso de la expresión «dignidad de la persona humana»

También la dignidad de la persona humana se presenta hoy de modos diversos. Algunos ponen esa dignidad en la autonomía absoluta del hombre sin relación alguna al Dios transcendente, más aún niegan la existencia de Dios creador, Padre providente (3.1.3)[5]. Otros reconocen ciertamente el peso y el valor intrínseco del hombre y su autonomía relativa, y también el honor que hay que prestar a las libertades personales, pero ponen el fundamento último de estas cosas en la relación con la suprema transcendencia divina, aunque la entiendan de modos diversos (2.2.1; 2.2.3)[6]. Finalmente otros ponen principalmente la fuente y la significación de la prestancia del hombre, al menos después del pecado (2.2.2), en la incorporación a Jesucristo el Señor, perfectamente Dios y Hombre (2.2.3)[7].

2. Teología de la dignidad y de los derechos humanos

2.1. En algunos lugares teológicos

2.1.1. Perspectivas bíblicas

La Sagrada Escritura ciertamente no usa el vocabulario actual, pero pone las premisas de las que puede deducirse una doctrina desarrollada sobre la dignidad y los derechos de la persona humana.

El fundamento de la vida moral y social del pueblo de Israel es la alianza entre Dios y sus creaturas. En esta misericordia hacia los pobres, Dios muestra su justicia (sedaqua Yahveh) y exige la obediencia de los hombres a sus instituciones. En esta observancia de la ley se incluye la reverencia hacia los derechos de los otros hombres en cuanto a la vida, el honor, la verdad, la dignidad del matrimonio, el uso de los bienes propios. Los anawim Yahveh, es decir, los pobres y oprimidos deben ser honrados de modo especial. Así Dios exige por sus dones, por parte del hombre, un espíritu semejante de misericordia y fidelidad (hesed weemeth). A los derechos de las personas corresponden las obligaciones y deberes de los otros, como mostrará más tarde el apóstol Pablo resumiendo en la caridad el sentido más profundo de la segunda parte del Decálogo del Antiguo Testamento (Rom 13, 8-10).

En el mismo Antiguo Testamento, los profetas urgieron la observancia de las condiciones de la alianza en lo profundo del corazón (Jer 31, 31-39; Ez 36); protestaron con vigor contra las injusticias tanto de las naciones como de los individuos. Levantaron la esperanza del pueblo en el Salvador futuro.

Jesús predicó e inició realmente en su persona y en su obra este nuevo y último reino de Dios. Exige de sus discípulos metanoia y les anuncia la nueva justicia con la que imiten al Padre celestial (cf. Mt 5, 48; Lc 6, 36) y consiguientemente consideren y traten a todos los hombres como hermanos. Jesús favoreció a los pobres y miserables, y atacó la dureza de corazón de los soberbios y ricos que confían en sus propios bienes. En su muerte y resurrección pascual propugnó, con sus palabras y ejemplos, la «pro-existencia», es decir, el don supremo, el sacrificio de su vida. «No consideró como algo que ha de ser ávidamente arrebatado» (Flp 2, 6) tener sus derechos divinos y humanos, sino que rehusó imponerlos y así «se anonadó a sí mismo» (Flp 2, 7). «Hecho obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8), derramó y ofreció su sangre en una alianza nueva (Lc 22, 20) para el bien de todos.

Los escritos apostólicos muestran a la Iglesia de los discípulos de Jesús como una creación nueva hecha por el Espíritu Santo. En efecto, por su operación las personas humanas son dotadas de la dignidad de hijos adoptivos de Dios. Con respecto a los otros hombres, los frutos del Espíritu Santo son caridad, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre. Por otra parte, se excluyen las enemistades, luchas, emulaciones, iras, riñas, disensiones, sectas, envidias, homicidios... (cf. Gál 5, 19-23).

2.1.2. Magisterio Romano actual

El Magisterio Romano supremo de la Iglesia católica propugna con fuerza, en nuestros días, la doctrina sobre la dignidad de la persona humana y sobre los derechos humanos en muchos documentos. Recuérdense la predicación y la acción constantes de los Romanos Pontífices Juan XXIII (Pacem in terris), Pablo VI (Populorum progressio) Juan Pablo II (Redemptor hominis, Dives in misericordia, Laborem exercens, las alocuciones de los viajes pastorales en el mundo entero). También debe prestarse mayor atención a la doctrina del Concilio ecuménico Vaticano II, sobre todo en la Constitución pastoral Gaudium et spes n. 12ss sobre la dignidad humana, n. 41 sobre los derechos humanos etc. El nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado el año 1983, que es como el último acto del Concilio Vaticano II[8], trata especialmente «De los deberes y derechos de todos los fieles» (cánones 208-223) en la misma vida de la Iglesia.

En esta actual predicación apostólica aparecen dos vías principales y complementarias. La primera que puede llamarse ascendente, pertenece principalmente al derecho natural de gentes, fundado en razones y argumentos, pero confirmado y elevado por la revelación divina en virtud del evangelio. Desde este punto de vista, el hombre aparece no como objeto e instrumento, del que uno pueda usar, sino como fin intermedio, cayo bien debe buscarse por sí mismo y, en último término, por Dios. Está, en efecto, dotado de alma espiritual, razón, libertad, conciencia, responsabilidad, participación activa en la sociedad. Las relaciones entre los hombres deben conducirse de manera que esta dignidad humana fundamental sea respetada en todas las personas, la justicia y la benignidad sean unánimemente custodiadas y, en cuanto sea posible, se satisfagan las indigencias de todos.

Otra vía de la actual predicación apostólica sobre los derechos humanos puede llamarse descendente. Pues muestra el fundamento y las exigencias de los derechos humanos a la luz del Verbo de Dios que desciende a la condición humana y al sacrificio pascual para que todos los hombres sean dotados de la dignidad de hijos adoptivos de Dios y para que sean, a la vez, actores y beneficiarios de una más alta justicia y de la caridad. Un estudio especial de este fundamento cristológico de los derechos humanos se hará en las tesis inmediatamente siguientes que resumen la luz y la gracia de la teología de la historia de la salvación. Baste recordar aquí cómo el principio de reciprocidad afirmado en tantas doctrinas religiosas y filosóficas como fundamento de los derechos recibe en la predicación de Cristo un sentido cristológico: «Sed, por tanto, misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso...; como queréis que os hagan los hombres, hacedles también vosotros semejantemente» (Lc 6, 36 y 31).

2.2. Dignidad y derechos de la persona humana a la luz de la «teología de la historia de la salvación»

2.2.1. El hombre creado

Según la doctrina del Concilio Vaticano II, debe prestarse especial atención a la teología de la historia de la salvación buscando las conexiones que existen entre esta teología y nuestra dignidad humana. Ésta aparece especialmente a la luz de Cristo creante (Jn 1, 3), encarnado (Jn 1, 14), «entregado» también «por nuestros delitos y resucitado por nuestra justificación» (Rom 4, 25).

Consideremos, en primer lugar, al hombre en cuanto creado. En esto aparecen la sabiduría, el poder y la benignidad de Dios, como lo recuerda frecuentemente la Sagrada Escritura (especialmente Gén 1-3). Sin embargo, la razón humana no es ajena a esta consideración (Rom 1, 20). Por el contrario, pueden aparecer grandes convergencias entre esta doctrina teológica y la filosofía tanto metafísica como moral, cuando el hombre, al menos desde ciertos puntos de vista, es considerado como creación de Dios.

En la presentación bíblica del hombre creado se manifiestan, sobre todo, tres puntos.

El hombre completo es históricamente, a la vez, espíritu, alma y cuerpo (1 Tes 5, 23). No es mero fruto de la evolución natural general de la materia, sino efecto de una acción especial de Dios, creado a su imagen (Gén 1, 27). El hombre no es solamente corpóreo, sino que está también dotado de entendimiento que busca la verdad, de conciencia y responsabilidad con las que debe tender al bien según su libre albedrío. En estas dotes está el fundamento de la dignidad que ha de ser respetada en todos y por todos.

A la verdad ­ —y en esto aparece el segundo carácter de la exposición bíblica—­, las personas humanas son creadas con dimensión social, diversidad de sexo (Gén 1, 27; 2, 24) que funda la unión conyugal en el don del amor y de la estima de los cónyuges y de los hijos que nacen de este amor humano considerado en su totalidad. Entre las familias se dan uniones, comunidades, sociedades, en las que debe regir el mismo respeto de las personas. Como creados por Dios y como dotados de las mismas notas características fundamentales, todos los miembros del género humano son dignos de gran consideración. «De la índole social del hombre aparece que el progreso de la persona y el crecimiento de la sociedad misma son interdependientes. Porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, ya que, por su misma naturaleza, necesita totalmente la vida social»[9].

El tercer aspecto del hombre considerado en su estado de «naturaleza creada» se encuentra en la misión dada por Dios al hombre para que «domine» (Gén 1, 26) a todas las cosas del mundo, como vice-señor de las cosas terrestres. En este punto desarrolla su dignidad, de modos diversos, inventando las artes técnicas o bellas, las ciencias, las culturas, las filosofías, etc. En este punto está también presente la solicitud de los derechos humanos, porque todas las actividades deben regularse según la justa consideración dada igualmente a todos en cuanto a la distribución de las corresponsabilidades, esfuerzos y frutos. «Cuanto más crece el poder de los hombres, tanto más amplia es su responsabilidad, sea de los individuos sea de las comunidades»[10].

2.2.2. El hombre como pecador

En el segundo estadio de la historia de la salvación está el hecho del pecado. Como escribe el apóstol Pablo a los Romanos (1, 21), «habiendo conocido (los hombres) a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se desvanecieron en sus pensamientos y se entenebreció su insensato corazón». Los hombres, abandonando la justicia con respecto a Dios y a los hermanos, prefirieron irrazonablemente el egoísmo, la dominación, las riquezas injustas, la irresponsabilidad y las falsas delicias de todo género. Este modo de proceder condujo al entenebrecimiento del corazón que la Iglesia en su Magisterio contemporáneo denuncia repetidamente como pérdida del «sentido del pecado», que hoy está bastante difundida. Por este defecto gravísimo hay el peligro de que la práctica y la proclamación de los derechos humanos resulten frecuentemente estériles. Pues, a veces, se pone toda la fuerza en el intento de cambiar las «estructuras pecaminosas» sin alusión alguna a la necesidad de la conversión de los corazones. No podemos dejar en el olvido que tales estructuras normalmente son fruto de los pecados personales que tienen su raíz en el mismo pecado original y que, como una gran masa de pecados, se llaman, a veces, el «pecado del mundo». Más aún, supuesta la permanente encorvadura del hombre sobre sí mismo después del pecado, el hombre actual, al disfrutar de mayores posibilidades técnicas y económicas, está también sometido a mayores tentaciones de comportarse como señor absoluto (y no como vice-señor dependiente de Dios) que cree unas estructuras todavía más opresivas con respecto a los otros.

Cuando la Iglesia proclama la doctrina del pecado en toda su integridad, exhorta a los hombres a la metanoia para que abandonando la injusticia, sigan la justicia en toda su amplitud. Tal justicia debe reconocer los derechos de Dios Padre y de los hombres hermanos. Así la predicación de la doctrina del pecado es una válida contribución a la promoción de los derechos de la persona humana. Con esa doctrina, los cristianos pueden aportar algo original al esfuerzo universal por promover esos derechos. En el dinamismo de la predicación de la Iglesia, se recuerdan el pecado y su influjo causal sobre las estructuras pecaminosas no para que los hombres cedan al pesimismo, sino para que tengan cuidado de encontrar en la gracia de Cristo que se ofrece a todos los hombres, los medios de recuperación y restauración. La «naturaleza caída» es históricamente espera de la redención. Por lo demás, no hay que considerar a la naturaleza caída ­ —ni siquiera en los hombres sumamente perversos—­ como privada de todo derecho y dignidad o incapaz de toda acción positiva en el campo social (cf. Rom 2, 14). Es imagen deformada de Dios, pero que debe ser reformada por la gracia, y que, incluso antes de esta misma reforma, conserva sus derechos y debe ser exhortada a cambiarse a sí misma y al mundo para mejor. Esta exhortación no debe hacerse de modo que el hombre coloque su esperanza en una victoria terrestre. El cristiano no tiene esperanza teologal de la realidad «pen-última», sino sólo de la última. Debe intentar siempre hacer un mundo mejor, aunque quizás, a imagen de Cristo, tenga que recoger sólo frutos terrenos de cruz y de fracaso humano. También en esta configuración suya con Cristo crucificado, el hombre que busca la justicia, prepara el Reino escatológico de Dios.

2.2.3. El hombre redimido por Cristo

La excelencia de la «teología de la historia de la salvación», enseñada por el Concilio Vaticano II, aparece también si se consideran los efectos de la redención adquirida por Cristo el Señor. Por su cruz y resurrección, Cristo Redentor da a los hombres la salvación, la gracia, la caridad activa, y abre, de modo más amplio, la participación de la vida divina, simultáneamente «animando, por el mismo hecho, purificando y robusteciendo los deseos generosos con los que la familia humana intenta hacer su propia vida más humana y someter toda la tierra a este fin»[11].

Cristo comunica estos dones, tareas y derechos a la «naturaleza redimida» y llama a todos los hombres para que por «la fe que obra por la caridad» (Gál 5, 6), se unan a su misterio pascual. En esto hemos conocido la caridad: porque él dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos (1 Jn 3, 16), no cediendo ulteriormente al egoísmo, a la envidia, a la avaricia, a los diversos deseos malos, a la arrogancia de las riquezas, a la concupiscencia de los ojos y a la soberbia de la vida (1 Jn 2, 16). Por otra parte, el apóstol Pablo describe esta muerte al pecado y la vida nueva «en Cristo» de modo que los discípulos del Señor eviten todo engreimiento y afectación (cf. Rom 12, 3), como miembros de la comunión cristiana, honren las vocaciones y los «dones» según la justa diferencia de las personas (Rom 12, 4-8), «amándose mutuamente con caridad fraterna, adelantándose en darse mutuamente el honor» (Rom 12, 10), «teniendo los mismos sentimientos unos para con otros, no fomentando sentimientos de altivez, sino allanándose a los humildes,... no devolviendo a nadie el mal por el mal, procurando lo bueno no sólo delante de Dios, sino también delante de todos los hombres» (Rom 12, 16-17; cf. Rom 6, 1-14; 12, 3-8).

La doctrina, los ejemplos, también el misterio pascual de Jesús confirman que los esfuerzos de los hombres con los que procuran construir un mundo más conforme con la dignidad del hombre, son justos y rectos. Critican las deformaciones de estos esfuerzos cuando o piensan utópicamente de su éxito terreno o emplean medios contrarios al evangelio. Superan estos esfuerzos cuando se proponen con luz meramente humana, en cuanto que el evangelio ofrece un nuevo fundamento religioso específicamente cristiano a la dignidad y derechos humanos, y abre unas perspectivas nuevas y más amplias a los hombres como verdaderos hijos adoptivos de Dios y hermanos en Cristo paciente y resucitado.

Cristo estuvo y está presente a toda la historia humana. «En el principio existía el Verbo,... todas las cosas han sido hechas por él» (Jn 1, 1-3). «Es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda creatura, porque en él han sido hechas todas las cosas en el cielo y en la tierra» (Col 1, 15-16; cf. 1 Cor 8, 6; Heb 1, 1-4). En su encarnación confirió a la naturaleza humana la máxima dignidad. Así el Hijo de Dios, en cierto modo, se une a todo hombre[12]. Por su vida terrestre participó de la condición humana en todos sus aspectos, a excepción del pecado. En su pasión, por sus dolores humanos corporales y espirituales, fue partícipe de nuestra naturaleza con todos nosotros. Su paso de la muerte a la resurrección es también un nuevo beneficio que ha de ser comunicado a todos los hombres. En Cristo muerto y resucitado se encuentran las primicias del hombre nuevo, transformable y transformado en una condición mejor.

Así, con el corazón y con su obrar, todo cristiano debe conformarse a las exigencias de la vida nueva y obrar según la «dignidad cristiana». Estará especialmente dispuesto a respetar los derechos de todos (Rom 13, 8-10). Según la ley de Cristo (Gál 6, 2) y el mandamiento nuevo de la caridad (cf. Jn 13, 34) no tendrá cuidado por sus cosas propias ni buscará lo suyo (cf. 1 Cor 13, 5).

Usando de las cosas terrestres debe cooperar a la revelación de la creación, liberándola de la servidumbre de la corrupción del pecado (cf. Rom 8, 19-25) para que sirva a la justicia con respecto a todos por «los bienes de la dignidad humana, de la comunión fraterna y de la libertad»[13]. De esta manera, como en nuestra vida mortal hemos llevado, por el pecado, la imagen del Adán terreno, debemos, ya ahora, por la vida nueva, llevar la imagen del Adán celeste (cf. 1 Cor 15, 49), el cual constantemente «pro-existe» para el bien de todos los hombres.

3. Comparaciones y sugerencias

3.1. Comparaciones

3.1.1. Diversidad de las condiciones humanas

Después de haber expuesto la doctrina específicamente cristiana sobre la dignidad y derechos de la persona humana como aparece en la teología cristiana actual, la Comisión Teológica Internacional juzga oportuno considerar también el mismo tema en los aspectos que pertenecen a otras disciplinas y a diversas culturas o ámbitos sociales, económicos, políticos del tiempo actual en el llamado primero, segundo y tercer mundo.

La idea de la dignidad de la persona humana y de los derechos humanos, desarrollada, sobre todo, por influjo de la doctrina cristiana sobre el hombre y confirmada en las declaraciones universales de este siglo, es impedida y lesionada en nuestros días con mucha frecuencia tanto por errores en su interpretación como por violaciones en su realización.

«Si una revisión de los treinta años pasados nos da toda razón para una verdadera satisfacción por los muchos progresos que se han hecho en este campo, sin embargo no podemos ignorar que el mundo en que vivimos hoy, ofrece demasiados ejemplos de situaciones de injusticia y opresión. Uno se siente inclinado a observar una divergencia aparentemente creciente entre las declaraciones muy significativas de las Naciones Unidas y el crecimiento, a veces, masivo de las violaciones de derechos humanos en todas las partes de la sociedad y del mundo»[14].

En la observación de este estado de cosas, el cristiano de hoy quiere discernir lo bueno y lo malo, no para condenar a algunos, sino para que todos se hagan más conscientes y eficaces en procurar el bien de todos con el respeto y la estima de los derechos y de la dignidad de la persona humana. El cristiano no sólo invita a aceptar el Reino de Cristo, reino de justicia, de amor y de paz, sino también a instaurar en todas partes relaciones humanas y conformes a la razón. Es consciente tanto de su especificidad e identidad que implican la observancia de las «leyes paradójicas» del Reino de Dios ya en este mundo[15], como también de su comunión profundísima con todos los hombres de buena voluntad. Con este pensamiento, la Comisión Teológica Internacional juzgó que podían presentarse, incluso a los no católicos, dos sugerencias particulares. La primera pertenece a la tradición filosófica general, a la vez tradicional y contemporánea. La otra, más concreta, pretende procurar una mejor colaboración internacional y una mejor defensa jurídica de las libertades también ante los poderes y gobiernos que, en algunos casos, podrían cuidarse menos de la libertad de las personas.

3.1.2. El primer mundo

En el llamado primer mundo[16] se proclaman mucho la dignidad y los derechos humanos, y se tiene cuidado de llevarlos a la práctica. Hay en ello una adquisición no despreciable. Pero los derechos, si se entienden de modo meramente formal y se toman en sentido autonomístico, inducen una visión de la libertad humana que quizás no siempre favorece a la dignidad. De modo paradójico, la verdadera dignidad y libertad pueden corromperse con esta perversión como indican los ejemplos siguientes. Muchas sociedades en el primer mundo gozan de grandes riquezas y de la libertad individual de los ciudadanos y fomentan ambas cosas. Sin embargo, en ellas se da una incitación al «consumismo» que, de hecho, muchas veces, conduce al egoísmo[17]. En las sociedades de ese «primer mundo» se pierde frecuentemente el sentido de los valores superiores (naturalismo); el sujeto se preocupa sólo de sí (individualismo); desaparece la voluntad de someterse a normas morales (autonomismo[18], laxismo práctico, el llamado derecho a la diferencia). De este modo sucede que se toleran con dificultad las limitaciones de la libertad propia, impuestas por la obligación de procurar el bien común o por la observancia de los derechos y libertades de las otras personas, y se manifiesta un liberalismo demasiado amplio como norma de la vida social y moral[19]. Ulteriormente en una misma nación no se evitan ni se combaten suficientemente las diferencias sociales exageradas. Aunque este fenómeno no sea exclusivo del «primer mundo», debe decirse que esta mentalidad conduce a una situación en la que los pueblos más poderosos utilizan a otros pueblos casi en su propio provecho, lo cual es el camino para una discriminación de derechos.

Lo dicho hasta ahora muestra que las normas jurídicas que en tales sociedades se promulgan, con gran cuidado y ostentación, para tutela de la dignidad y derechos humanos, son insuficientes ­como, por lo demás, tampoco son suficientes en ninguna parte­, a no ser que los hombres, convertidos en el corazón y renovados en la caridad de Cristo, procuren vivir según la justicia social y los dictámenes de la conversión.

3.1.3. El segundo mundo

Al pasar del primer mundo al segundo, es decir, al que se reúne bajo la guía del llamado «marxismo real», se encuentran diversas dificultades, de las que la principal quizás consiste en la evolución del mismo marxismo y en la diversificación de las teorías posmarxistas. En esta evolución, aquí sólo se considera aquel marxismo que hoy es aplicado por un régimen particular, cuyas constituciones y leyes implican una visión del hombre y una praxis tan diversas que los derechos humanos se aceptan sin duda verbalmente, pero tienen una significación totalmente diversa. Este problema no se pone sólo para información, sino en orden a la «co-existencia» y la cooperación de los cristianos que viven en aquellas regiones, en las cuales son más o menos tolerados como ciudadanos; más aún, son tenidos por sospechosos.

Según el «materialismo histórico», el hombre no es creado por Dios (mito alienante), sino que nace por evolución de la materia. El progreso del mundo se alcanza, cuando las condiciones de la producción de bienes por el trabajo humano se cambian en bien del colectivo por modificación de la estructura económica, de la que, por lo demás, proviene y depende toda la llamada «superestructura». Para obtener este bien, cada uno de los ciudadanos debe insertarse lo más posible en el colectivo.

En cuanto a los derechos y libertades de los ciudadanos, tres cosas se consideran aquí sobre todo:

Conviene que todos hagan suya la ley de la evolución necesaria de la materia que se desarrolla en la vida del colectivo; las cosas que se conceden a los individuos, nunca han de tenerse como estrictamente privadas, sino que han de ordenarse, finalmente como comunes, para el bien de aquel colectivo, siempre a la luz de la teoría de ese colectivo futuro, definitivo y perfecto.

El bien y el mal se declaran únicamente según el sentido de la evolución de la historia en favor del colectivo.

Por eso, la conciencia de los ciudadanos no es una voz propia, sino la voz del colectivo, en cuanto reflejo del colectivo en el individuo.

Como se ve, el vocabulario marxista sobre la dignidad humana, los derechos, la libertad, la persona, la conciencia, la religión, etc. significa, según el tipo de mentalidad que le es propio, cosas no sólo completamente distintas de la concepción cristiana, sino también de la concepción del derecho internacional, expresado en varios documentos.

A pesar de estas dificultades debe proponerse y mantenerse un diálogo prudente y eficaz.

3.1.4. El tercer mundo

Otros problemas pertenecen a los derechos humanos como se perciben en el llamado tercer mundo, donde, como es claro, las condiciones difieren bastante, al querer los «pueblos nuevos» apreciar mucho y retener su propia cultura, aumentar la propia independencia política y promover los progresos técnicos y económicos. En ellos, por tanto prevalecen los aspectos sociales de los derechos humanos. Después del tiempo de la colonización, cuyos efectos no carecen de muchas ambigüedades, y en tiempo de la cual con frecuencia se cometieron no pocas injusticias, ahora se espera, con razón, por parte de ellos, una mayor justicia en las relaciones económicas y en las cosas políticas.

Los pueblos nuevos opinan, muchas veces, que no se les reconocen bastante los derechos de una plena justicia internacional. Su poder público y su peso político aparecen hoy frecuentemente menores que los que están vigentes en los Estados de los llamados primer y segundo mundo. Una nación más pobre rara vez puede ejercer los derechos de su soberanía, a no ser que entre en alianza con otra nación más rica o más poderosa, la cual quiere imponer su dominio.

Las condiciones económicas y el comercio internacional están frecuentemente gravados por injusticias, por ejemplo, en cuanto a la venta de los frutos que produce la tierra o en la remuneración de los obreros que trabajan con contrato de las sociedades comerciales extranjeras e internacionales. Las ayudas dadas por las regiones ricas son muchas veces mínimas. Muy frecuentemente las naciones ricas muestran hacia las naciones pobres aquella dureza que se reprueba en la predicación de los profetas y del mismo Señor Jesús. Rara vez se estiman los valores de las culturas indígenas sea como bienes propios sea como bienes universales. Como es claro, también en las mismas regiones del tercer mundo se encuentran carencias de este tipo que deben removerse para que se tenga un progreso genuino. En estas circunstancias urge el testimonio de la Iglesia católica en favor de aquellos que están abrumados por tantas dificultades.

3.2. Sugerencias

3.2.1. Tendencias filosóficas personalistas

Como hemos visto, aparecen dificultades no pequeñas en el primer, segundo y tercer mundo en cuanto a la auténtica significación y aplicación de los derechos humanos. A las cuales, como ya hemos recordado (3.1.1.), los cristianos de hoy oponen el vigor «de la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a las costumbres»[20], y de la teología y la filosofía cristiana. Pero no se olvidan de la necesidad de auxilios tanto prácticos (en cuanto al derecho internacional 3.2.2.) como doctrinales (véase más arriba 2.1. y 2.2.). Especialmente en el campo de la filosofía, la Comisión Teológica Internacional quiere notar las ayudas propedéuticas y explicativas que pueden encontrarse en las actuales tendencias del personalismo, especialmente si se radican en «el patrimonio filosófico perennemente válido»[21] y, de este modo, son fortalecidas por la doctrina tradicional.

Contra el naturalismo materialista (3.1.3.), contra el existencialismo ateo, el personalismo comunitario actual proclama que el hombre, por su misma naturaleza o por su modo más eminente de ser, tiene un fin que supera el proceso físico de este mundo. Este personalismo difiere radicalmente del individualismo; exalta de tal modo la naturaleza social del hombre, que considera al hombre primariamente como referido a las otras personas y sólo secundariamente como referido a las cosas. La persona en cuanto tal no puede existir ni conseguir su plenitud sino en la unión y la comunicación con otros hombres. Entendida así, la comunidad personalista es diferente de las sociedades meramente políticas o sociales que subestimen las realidades espirituales y la autonomía auténtica.

Considerando esto, nos complace buscar el fundamento de este personalismo en la tradición de la filosofía cristiana, especialmente en la doctrina de Santo Tomás de Aquino. Para realizarlo más fácilmente, es conveniente recordar que, según Santo Tomás, las substancias naturales existen para obrar. Las acciones son así la perfección de las cosas. Pero, entre las cosas naturales, el hombre obtiene una situación completamente singular por estar enriquecido con entendimiento y libertad. El hombre, en cuanto substancia racional, tiene dominio de su acto y, por esto, se honra con un nombre de especial dignidad, a saber el nombre de persona. Por lo cual no sólo realiza operaciones que tiene en común con los animales irracionales, sino que sólo a él competen también acciones especiales, a saber, de la razón (entendimiento) y de la voluntad. En cuanto que es persona libre, debe seguir su vocación que conoce por la razón. Sin embargo, por este conocimiento no está determinado a una sola cosa, sino que permanece libre para elegir el tipo y el camino de su vida. Así toda persona se define también por la vocación que ha de cumplir y por el fin que debe conseguir.

Las exigencias que fluyen de su mismo ser personal, se proponen a la voluntad del hombre como una obligación que debe cumplir. Este deber (o esta necesidad) que puede aceptar o rechazar, requiere en primer lugar que el hombre se haga consciente de lo que él verdaderamente es, y que viva de modo conveniente al grado de su ser. Esta obligación del hombre puede entenderse más especialmente a la luz de la religión. Lo que la persona es y lo que comporta, deben tomarse del plan de Dios. Por lo cual, buscar la propia perfección es lo mismo que obedecer a la voluntad divina.

Ante todo, hay que preguntar qué es y cuál es aquella perfección que ha de ser tenida como fin y término de la persona humana. Esta pregunta implica consigo dos cosas: ¿En qué ha de encontrar el hombre su ser perfecto (finis qui)? ¿Con qué actividad puede alcanzar aquello que lo hará bienaventurado (finis quo)?

Según el personalismo, lo que el hombre ha de alcanzar, es otra persona, y el camino por el que buscamos la perfección, es el amor. El amor hace la unión. Aunque la persona siempre sea una misma (yo) y, por ello, permanezca el centro subjetivo de su vida, sin embargo, para que llegue a ser plenamente persona, ha de transferir, de alguna manera por el amor, aquel «yo-centro» a otra persona, la cual, por tanto, se hará centro objetivo de su vida (otro yo, otro mismo, tú). Por el amor mutuo, «yo» y «tú» permanecen dos y, sin embargo, se hacen uno («nosotros» en sentido personalístico). Como es claro, aquí se encuentra una «preparación evangélica» para las doctrinas neotestamentarias sobre la unión de las personas divinas en la Santísima Trinidad y sobre la unión, en el cuerpo místico, de las personas humanas entre sí y en la comunión con Cristo Cabeza.

En una sociedad humana, la justicia debe guardar y defender la «alteridad» que en modo alguno puede enajenarse a un sujeto libre. Esta virtud se funda en aquel respeto que cualquier persona debe al otro. La persona en cuanto tal nunca es un medio del que podamos usar, sino siempre debe tenerse como un fin respetable. El amor, por su parte, trae consigo este respeto y justicia, puesto que para alcanzar el bien del otro, invita al hombre a que trabaje libremente para alcanzar este bien.

Los derechos de la persona humana dependen de la justicia. Por justicia se debe al hombre todo lo que necesita para que se desarrolle y consiga su perfección dentro de los límites del bien común. Lo más primariamente debido es el derecho a la vida. Además, no es posible que una persona se perfeccione a sí misma en el mundo sin que disfrute de bienes materiales. Por tanto, debe disponer de ellos. Por otra parte, en cuanto dotada de razón, la persona debe gozar de los derechos de una congrua libertad y corresponsabilidad.

En esta perspectiva que pertenece, a la vez, a la fe, a la teología y a la filosofía, se formulan, como conclusión práctica, algunos votos por una común y universal observancia de los derechos humanos.

3.2.2. Votos por una común y universal observancia de los derechos humanos

Como hemos visto, en el mundo de hoy existe un consenso bastante general sobre el valor normativo-ético de los derechos humanos. Por el contrario, consta suficientemente que hay una gran disensión tanto sobre su justificación filosófica e interpretación jurídica, como sobre su realización política. Y, por ello, en materia de derechos humanos aparecen muchos equívocos. En la práctica se encuentran frecuentemente injusticias y lesiones de las libertades de la persona.

Siendo esto así, en nuestros días, con respecto a lo que se refiere a la realización de los derechos humanos deben tenerse presentes las cosas que siguen: presupuesto el valor fundamental de la dignidad humana, como máximo en el orden moral y como razón de la obligación jurídica, es necesario, en primer lugar, definir clara y distintamente los derechos humanos y redactarlos en forma jurídica.

Si así será posible instituir estos derechos fundamentales, dependerá de que se obtenga un consenso que transcienda las concepciones diversas (filosóficas y sociológicas) sobre el hombre. Este consenso, si se obtiene, será el fundamento de una interpretación común de los derechos humanos al menos en el campo político y social.

Este fundamento se encuentra en aquella tríada de principios fundamentales, a saber, la libertad, la igualdad y la participación. Esta tríada subyace a los derechos que se refieren a la libertad personal, a la igualdad jurídica y a la participación social, económica, cultural y política. La interrelación de cada uno de los elementos de esta tríada no admite una interpretación unilateral, por ejemplo, liberal, funcionalista o colectivista.

Por tanto, en la realización de los derechos fundamentales, todas las naciones deben preocuparse de que existan, en dignidad y libertad, las condiciones elementales de vida. En lo cual además hay que tener en cuenta las condiciones especiales de cada nación en cuanto a la cultura y la vida social y económica.

Una vez definidos los derechos fundamentales, deben inscribirse en la constitución y en las instituciones, y sancionarse en todas partes con obligación jurídica. Pero no es posible que en todas las partes de la tierra sean reconocidos plenamente y puedan llevarse a la práctica los derechos humanos, a no ser que todos los Estados, sobre todo en los conflictos, reconozcan la jurisdicción de una institución internacional, no usando, en esta materia, de su potestad absoluta. Para conseguir este consenso jurídico internacional, hay que abstraer metodológicamente de los conflictos doctrinales de tiempos pasados y de los modos de vivir más estrechos, propios de algunas comunidades.

De modo semejante, es necesario que, en la familia de los pueblos, todos y cada uno de los ciudadanos, por su parte, estimen mucho los derechos fundamentales y conserven vigentes aquellos valores que los alimentan.

 


[*] Texto de las Tesis aprobadas «in forma specifica» por la Comisión Teológica Internacional. Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Documenta (1969-1985) (Città del Vaticano [Libreria Editrice Vaticana] 1988) 420-460.

[1] CIC canon 747, § 2.

[2] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 73: AAS 58 (1966) 1094-1095.

[3]Juan Pablo II, Alocución a los participantes en el «V Colloquio Internazionale di Studi Giuridici» (10 de marzo de 1984), 5: Insegnamenti 7/1, 656-657.

[4] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046.

[5] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 20: AAS 58 (1966) 1040.

[6] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034; ibid., 14-16: AAS 58 (1966) 1035-1037; ibid., 36: AAS 58 (1966) 1053-1054.

[7] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042-1044; ibid., 32: AAS 58 (1966) 1051; ibid., 38: AAS 58 (1966) 1055-1056; ibid., 45: AAS 59 (1966) 1065-1066.

[8] Así se ha expresado muchas veces Juan Pablo II; por ejemplo, Alocuciones a los Cursos de Introducción al Nuevo Código, A Obispos (21 de noviembre de 1983), 2: Insegnamenti 6/2, 1144; A jueces eclesiásticos y otros canonistas (9 de diciembre de de 1983), 3: Insegnamenti 6/2, 1293; Alocución a la Sagrada Rota Romana: AAS 76 (1984) 644; Exhortación apostólica Redemptionis donum, 2: AAS 76 (1984) 514.

[9] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 25: AAS 58 (1966) 1045.[

10] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 34: AAS 58 (1966) 1053

[11] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 38: AAS 58 (1966) 1056.

[12] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042; Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 8:AAS 71 (1979) 272.

[13] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 39: AAS 58 (1966) 1057.

[14] Juan Pablo II, Carta a K. Waldheim, Secretario General de las Naciones Unidas, en el XXX aniversario de la «Declaración Universal de los Derechos del Hombre: AAS 71 (1979) 122. Sobre esta situación, el Sumo Pontífice afirma ulteriormente: «If the truths and principles contained in this document [es decir, la declaración Universal de los derechos del Hombre por la ONU] were to be forgotten or ignored and were thus to lose the genuine self-evidence that distinguished them at the time they were brought painfully to birth, then the noble purpose of the United Nations Organization could be faced with the threat of a new destruction», Alocución a la ONU, 9: AAS 71 (1979) 1149.

[15] Epistula ad Diognetum 5: Funk 1, 396-400-

[16] Esta denominación de «primer mundo» se usa poco, y solamente por políticos y sociólgoso. Procede del término «tercer mundo» propuesto en la India después de la segunda guerra mundial. El Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 9: AAS 58 (1966) 1031, opone «nationes in via progressus» «aliis ditioribus nationibus citius progredientibus».

[17] «Caecus propriae utilitatis amor dominandi studiumque indesinenter animos sollicitant». Pablo VI, Carta apostólica Octogesima adveniens al Card. M. Roy, 15: AAS 63 (1971) 412.

[18] Los que defienden la autonomía absoluta no ven que «in hoc ipso ordine divino iusta creature autonomia et praesertim hominis nedum auferatur, potius in suam dignitatem restituitur atque in ipsa frimatur». Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 41: AAS 58 (1966) 1060. Por el contrario, en toda falsa autonomía «personae humane dignitatis, nedum salvetur, potius perit».

[19] El equilibiro de los elementos de la vida socila ha sido muy bien descrito por Juan XXIII: « Cum homines sint natura congregabiles, ii oportet alii cum aliis vivant, atque alii aliorum quaerant bonum. Hanc ob causam recte compositus hominum convictus postulat, ut iidem pariter iura pariter officia mutuo fateantur et faciant». Enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 264-265; cf. Pablo VI, Carta Carta apostólica Octogesima adveniens al Card. M. Roy, 23: AAS 63 (1971) 417-418.

[20] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 29.

[21] Concilio Vaticano II, Decreto Optatam totius, 15. AAS 58 (1966) 722.

 

 

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