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 Mensaje de la Comisión Teológica Internacional
con ocasión del Año de la fe

 

Fides quaerens intellectum, la teología sólo existe en relación con el don de la fe. Presupone la verdad de la fe y se propone manifestar su «insondable riqueza» (Ef 3, 8), para la alegría espiritual de toda la comunidad de los creyentes y el servicio a su misión evangelizadora.

La Comisión teológica internacional acoge con gratitud la invitación a celebrar el Año de la fe, que Benedicto XVI hizo en la carta apostólica Porta fidei (11 de octubre de 2011). Cada miembro de la Comisión teológica internacional estará disponible para las diversas iniciativas que harán de este Año de la fe un signo fuerte. Pero en cuanto comunidad de fe, también la Comisión teológica internacional, en su conjunto, desea significar su especial atención al mensaje de conversión de este Año de la fe, renovando y profundizando su compromiso al servicio de la Iglesia. Con tal fin, el 6 de diciembre de 2012, con ocasión de su sesión plenaria anual y bajo la guía de su presidente, el arzobispo Gerhard L. Müller, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, la Comisión teológica internacional realizará una peregrinación a la basílica papal de Santa María la Mayor para encomendar su trabajo, y el de todos los teólogos católicos, a la Virgen fiel, proclamada «bienaventurada por haber creído» (Lc 1, 45), modelo de los creyentes y pilar de la fe verdadera.

Con ocasión de este Año de la fe, la Comisión teológica internacional se compromete in medio Ecclesiae a dar su contribución específica a la nueva evangelización promovida por la Santa Sede. Esto significa escrutar el misterio revelado con todos los recursos de la razón iluminada por la fe, en beneficio de todos los creyentes, favoreciendo también su recepción en las culturas actuales, porque «los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado» (Benedicto XVI, Porta fidei, 4).

Como afirmó recientemente el documento de la Comisión teológica internacional, titulado «La teología hoy: prospectivas, principios y criterios», la teología deriva totalmente de la fe, y se ejerce en constante dependencia de la fe, vivida en el pueblo de Dios bajo la guía de sus pastores. De hecho, sólo la fe permite al teólogo acceder realmente a su objeto, o sea, la verdad de Dios, que ilumina la totalidad de la realidad con la luz de un nuevo día —sub ratione Dei—. Es siempre la fe, animada por la caridad, la que suscita en él el dinamismo espiritual que lo impulsa a explorar incansablemente «la multiforme sabiduría de Dios (…) conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Ef 3, 10-11). Como escribió santo Tomás de Aquino, «cuando el hombre tiene una voluntad dispuesta a creer, ama la verdad creída, piensa en ella con seriedad y acepta toda clase de razones que pueda encontrar —cum enim homo habet promptam voluntatem ad credendum, diliget veritatem creditam et super ea excogitat et amplectitur si quas rationes ad hoc invenire potest—» (Tomás de Aquino, Summa theologiae, iia-iiae, q. 2, a. 10).

El teólogo, pues, trabaja para «inculturar» en la inteligencia humana, bajo las formas de una auténtica ciencia, los contenidos inteligibles de la «fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para siempre» (Carta de Judas, v. 3). Pero también dirige una atención muy particular al mismo acto de creer. La teología tiende a «comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento» (Benedicto XVI, Porta fidei, 10). De este acto de fe, el teólogo elabora la consonancia antropológica de alto perfil —la «conveniencia»— (cf. Juan Pablo II, Fides et ratio, 31-33); por eso, se interroga sobre el modo como la gracia proveniente de Dios suscita, en el corazón mismo de la libertad del hombre, el «sí» de la fe; y muestra cómo la fe constituye el «fundamento de todo el edificio espiritual, fundamentum totius spiritualis aedificii» (Tomás de Aquino, in III Sent., d. 23, q. 2, q. 1, a. 1, ad 1; cf. Summa theologiae, iia-iiae, q. 4, a. 7), en el sentido de que da forma a todas las dimensiones de la vida cristiana, personal, familiar y comunitaria.

El trabajo del teólogo no sólo está arraigado en la fe viva del pueblo cristiano, atento a lo que «el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 7), sino que también se orienta al crecimiento de la fe en el pueblo de Dios y a la misión evangelizadora de la Iglesia. En efecto, ¿acaso su tarea no es precisamente la de apuntar a un «conocimiento que genere, alimente, defienda y fortalezca la fe supremamente saludable?» (Agustín, De Trinitate, XIV, 1, 3). Por tanto, el teólogo, en su colaboración responsable con el Magisterio, abraza el servicio a la fe del pueblo de Dios como su propia vocación (cf. Instrucción Donum veritatis, 24 de mayo de 1990).

Al mismo tiempo, el teólogo es servidor de la alegría cristiana, que es «la alegría de la verdad, gaudium de veritate» (Agustín, Confesiones, x, 23, 33). Santo Tomás de Aquino distingue en el acto de la fe tres dimensiones: «hay diferencia entre decir “creo en Dios” (credo Deum), donde lo considero como el objeto de la fe, y decir “creo a Dios (credo Deo), donde lo indico como aquel que atestigua; o “creo en Dios” (credo in Deum), donde lo indico como el destinatario de mi acto de fe. Dios puede ser considerado el objeto, el testigo y el fin de la fe; pero si el objeto o el testigo de la fe puede ser también una criatura, el fin último de la fe solamente puede ser Dios, porque nuestro espíritu no puede dirigirse a nadie más que a Dios como a su propio fin» (Tomás de Aquino, In Ioannem, c. 6, lectio 3). Por consiguiente, creer en Dios (credere in Deum) es el rasgo constitutivo y esencial del dinamismo de la fe. Esto significa que, en su adhesión personal de fe a la Palabra de Dios, el creyente es atraído soberanamente por ese bien absoluto que es la santísima Trinidad. En efecto, es el deseo de bienaventuranza, arraigado en lo más profundo de nosotros mismos, el que pone en tensión al espíritu humano para conducirlo al abandono confiado de toda su vida en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. En este sentido, se puede decir verdaderamente que la fe —y la misma teología, como scientia fidei y sabiduría— proporciona a todos los «enamorados de la belleza espiritual» (Agustín, Regula ad servos Dei, 8, 1) una pregustación real de la alegría eterna.

 

 

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