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SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

DECLARACIÓN
SOBRE LA CUESTIÓN DE LA ADMISIÓN DE LAS MUJERES
AL SACERDOCIO MINISTERIAL

 

INTRODUCCIÓN

PUESTO QUE CORRESPONDE A LA MUJER
EN LA SOCIEDAD MODERNA Y EN LA IGLESIA

 

Entre los rasgos más característicos de nuestra época, el Papa Juan XXIII indicaba, en su Encíclica Pacem in terris, del día 11 de abril de 1963, « el hecho de que las mujeres están entrando en la vida pública, quizá más de prisa en los pueblos que profesan la fe cristiana y más lentamente, pero también a gran escala, en los países de civilización y tradiciones distintas »[1]. Del mismo modo el Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, al enumerar las formas de discriminación que afectan a los derechos fundamentales de la persona y que deben ser superadas y eliminadas por ser contrarias al plan de Dios, indica en primer lugar la discriminación por razón del sexo[2]. La igualdad de las personas que de ahí se desprende tiende a la construcción de un mundo no completamente uniforme, sino armónico y unido, contando con que hombres y mujeres aporten sus propias dotes y su dinamismo, como exponía recientemente el Papa Pablo VI[3].

En la misma vida de la Iglesia, como lo demuestra la historia ha habido mujeres que han actuado con decisiva eficacia, llevando a cabo obras notables. Baste pensar en las fundadoras de las grandes familias religiosas, como Santa Clara o Santa Teresa de Ávila. Por otra parte la misma Santa abulense y Santa Catalina de Siena han dejado obras escritas de tan rico contenido espiritual que el Papa Pablo VI las ha inscrito entre los doctores de la Iglesia. Ni tampoco se pueden echar en olvido las numerosas mujeres consagradas al Señor en el ejercicio de la caridad o en las misiones, ni el influjo profundo de las esposas cristianas dentro de sus familias y en la transmisión de la fe a sus hijos.

Pero nuestro tiempo presenta mayores exigencias: « como en nuestros días las mujeres toman parte cada vez más activa en toda la vida social, es sumamente importante que aumente también su participación en los distintos campos de apostolado dentro de la Iglesia »[4]. Esta consigna del Concilio Vaticano II ha dado origen a una evolución que está en marcha: por más que, lógicamente, tales experiencias necesitan madurar. No obstante, según observaba oportunamente el Papa Pablo VI[5], son ya muy numerosas las comunidades cristianas que se están beneficiando del compromiso apostólico de las mujeres. Algunas de estas mujeres son llamadas a participar en los organismos de reflexión pastoral, tanto a nivel diocesano como parroquial; la misma Sede Apostólica ha dado entrada a mujeres en algunos de sus organismos de trabajo.

Por su parte, algunas comunidades cristianas nacidas de la Reforma del siglo XVI o en tiempo posterior han admitido desde hace algunos años a las mujeres en el cargo de pastor, equiparándolas a los hombres; esta iniciativa ha provocado, por parte de los miembros de esas comunidades o grupos similares, peticiones y escritos encaminados a generalizar dicha admisión, aunque no han faltado tampoco reacciones en sentido contrario. Todo esto constituye pues un problema ecuménico, acerca del cual la Iglesia católica debe manifestar su pensamiento, tanto más cuanto que algunos sectores de opinión se han preguntado si ella misma no debería modificar su disciplina y admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal. Algunos teólogos católicos han llegado a plantear públicamente la cuestión y han dado lugar a investigaciones, no sólo en el campo de la exégesis, de la patrística, de la historia de la Iglesia, sino también en el campo de la historia de las instituciones y de las costumbres, de la sociología, de la psicología. Los diversos argumentos susceptibles de esclarecer tan importante problema, han sido sometidos a un examen crítico. Y como se trata de un tema debatido sobre el que la teología clásica no detuvo demasiado su atención, la discusión actual corre el riesgo de pasar por alto elementos esenciales.

Por estos motivos, obedeciendo al mandato recibido del Santo Padre y haciéndose eco de la declaración que él mismo ha hecho en su carta del 30 de noviembre 1975[6], la Congregación para la Doctrina de la Fe se siente en el deber de recordar que la Iglesia, por fidelidad al ejemplo de su Señor, no se considera autorizada a admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal, y cree oportuno, en el momento presente, explicar esta postura de la Iglesia, que posiblemente sea dolorosa, pero cuyo valor positivo aparecerá a la larga, dado que podría ayudar a profundizar más la misión respectiva del hombre y de la mujer.

1.
LA TRADICIÓN

La Iglesia no ha admitido nunca que las mujeres pudiesen recibir válidamente la ordenación sacerdotal o episcopal. Algunas sectas heréticas de los primeros siglos, sobre todo gnósticas, quisieron hacer ejercitar el ministerio sacerdotal a las mujeres. Tal innovación fue inmediatamente señalada y condenada por los Padres, que la consideraron inaceptable por parte de la Iglesia[7]. Es cierto que se encuentra en sus escritos el innegable influjo de prejuicios contra la mujer, los cuales sin embargo –hay que decirlo– no han influido en su acción pastoral y menos todavía en su dirección espiritual. Pero por encima de estas consideraciones inspiradas por el espíritu del momento, se indica –sobre todo en los documentos canónicos de la tradición antioquena y egipcia– el motivo esencial de ello: que la Iglesia, al llamar únicamente a los hombres para la ordenación y para el ministerio propiamente sacerdotal, quiere permanecer fiel al tipo de ministerio sacerdotal deseado por el Señor, Jesucristo, y mantenido cuidadosamente por los Apóstoles[8].

La misma convicción anima a la teología medieval[9], incluso cuando los doctores escolásticos, en su intento de aclarar racionalmente los datos de la fe, dan con frecuencia, en este punto, argumentos que el pensamiento moderno difícilmente admitiría o hasta justamente rechazaría. Desde entonces puede decirse que la cuestión no ha sido suscitada hasta hoy, ya que tal práctica gozaba de la condición de posesión pacífica y universal.

La tradición de la Iglesia respecto de este punto ha sido pues tan firme a lo largo de los siglos que el magisterio no ha sentido necesidad de intervenir para proclamar un principio que no era discutido o para defender una ley que no era controvertida. Pero cada vez que esta tradición tenía ocasión de manifestarse, testimoniaba la voluntad de la Iglesia de conformarse con el modelo que el Señor le ha dejado.

La misma tradición ha sido fielmente salvaguardada por las Iglesias Orientales. Su unanimidad acerca de este punto es tanto más de notar cuanto que en muchas otras cuestiones su disciplina admite una gran diversidad; y en nuestros días, estas mismas Iglesias rehusan asociarse a las solicitudes encaminadas a obtener el acceso de las mujeres a la ordenación sacerdotal.

2.
LA ACTITUD DE CRISTO

Jesucristo no llamó a ninguna mujer a formar parte de los Doce. Al actuar así, no lo hizo para acomodarse a las costumbres de su tiempo, ya que su actitud respecto a las mujeres contrasta singularmente con la de su ambiente y marca una ruptura voluntaria y valiente.

Así pues, con gran sorpresa de sus propios discípulos, El conversa públicamente con la samaritana (cfr. Jn. 4, 27), no tiene en cuenta el estado de impureza de la hemorroisa (cfr. Mt. 9, 20-22), permite que una pecadora se le acerque en casa de Simón el fariseo (cfr. Lc. 7, 37 ss.), perdona a la mujer adúltera y a la vez manifiesta que no se debe ser más severo con las faltas de una mujer que con las del hombre (cfr. Jn. 8, 11). Jesús no duda en alejarse de la ley de Moisés, para afirmar la igualdad en los derechos y en los deberes, por parte del hombre y de la mujer, en lo que se refiere a los vínculos del matrimonio (cfr. Mc. 10, 2-11; Mt. 19, 3-9).

Durante su ministerio itinerante Jesús se hace acompañar no sólo por los Doce, sino también por un grupo de mujeres: « María llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes, y Susana y otras varias, que le servían de sus bienes » (Lc. 8, 2-3). Al contrario de la mentalidad judía, que no concedía gran valor al testimonio de las mujeres, como lo demuestra el derecho judío, son estas las primeras en tener el privilegio de ver a Cristo resucitado y son ellas las encargadas por Jesús de llevar el primer mensaje pascual incluso a los Once (cfr. Mt. 28, 7-10; Lc. 24, 9-10; Jn 20, 11-18), para prepararlos a ser los testigos oficiales de la resurrección.

Es verdad que estas constataciones no ofrecen una evidencia inmediata. No habría que extrañarse, pues los problemas que suscita la Palabra de Dios sobrepasan la evidencia. Para comprender el sentido último de la misión de Jesús, así como el de la Escritura, no basta la exégesis simplemente histórica de los textos, sino que hay que reconocer que hay aquí un conjunto de indicios convergentes que subrayan el hecho notable de que Jesús no ha confiado a mujeres la misión de los Doce[10]. Su misma Madre, asociada tan íntimamente a su misterio, y cuyo papel sin par es puesto de relieve por los evangelios de Lucas y de Juan, no ha sido investida del ministerio apostólico, lo cual induciría a los Padres a presentarla como el ejemplo de la voluntad de Cristo en tal campo: « Aunque la bienaventurada Virgen María superaba en dignidad y excelencia a todos los Apóstoles, repite a principios del siglo XIII Inocencio III, no ha sido a ella sino a ellos a quienes el Señor ha confiado las llaves del reino de los cielos »[11].

3.
LA PRÁCTICA DE LOS APÓSTOLES

La comunidad apostólica ha sido fiel a la actitud de Jesús. Dentro del pequeño grupo de los que se reúnen en el Cenáculo después de la Ascensión, María ocupa un puesto privilegiado (cfr. Act. 1, 14); sin embargo, no es ella la llamada a entrar en el Colegio de los Doce, en el momento de la elección que desembocará en la elección de Matías: los presentados son dos discípulos, que los evangelios no mencionan.

El día de Pentecostés, el Espíritu Santo desciende sobre todos, hombres y mujeres (cfr. Act. 2, 1; 1, 14), sin embargo, el anuncio del cumplimiento de las profecías en la persona de Jesús es hecho por « Pedro y los Once » (Act. 2, 14).

Cuando éstos y Pablo salen de los límites del mundo judío, la predicación del Evangelio y la vida cristiana en la civilización grecorromana les llevan a romper, a veces con dolor, con las prácticas mosaicas. Habrían podido pensar, si no hubieran estado persuadidos de su deber de ser fieles al Señor en ese punto, en conferir la ordenación sacerdotal a mujeres. En el mundo helénico diversos cultos a divinidades paganas estaban confiados a sacerdotisas. En efecto, los griegos no compartían las concepciones de los judíos. Y aunque ciertos filósofos hubieran sostenido la inferioridad de la mujer, los historiadores anotan la existencia de un movimiento de promoción femenina durante el período imperial. De hecho constatamos a través de los Actos de los Apóstoles y de las Cartas de San Pablo que algunas mujeres trabajan con el Apóstol en favor del Evangelio (cfr. Rom. 16, 3-12; Fil. 4, 3). El indica con complacencia sus nombres, en los saludos finales de las Cartas; algunas de ellas ejercen con frecuencia un influjo importante en las conversiones: Priscila, Lidia y otras, sobre todo Priscila, quien lleva a cabo al perfeccionamiento de la formación de Apolo (cfr. Act. 18, 26); Febe, que estaba al servicio de la Iglesia de Cencres (cfr. Rom. 16, 1). Estos hechos ponen de manifiesto en la Iglesia apostólica una considerable evolución respecto de las costumbres del judaísmo. Sin embargo, en ningún momento se ha tratado de conferir la ordenación a estas mujeres.

En las Cartas paulinas, exegetas de autoridad han notado una diferencia entre dos fórmulas del Apóstol: él escribe indistintamente « mis cooperadores » (Rom. 16, 3; Fil. 4, 2-3) a propósito de los hombres y mujeres que lo ayudaban de un modo o de otro en su apostolado; sin embargo, él reserva el título de « cooperadores de Dios » (1 Cor. 3, 9; cfr. 1 Tess. 3, 2) para Apolo, Timoteo y para sí mismo, Pablo, llamados así porque ellos están directamente consagrados al ministerio apostólico, a la predicación de la Palabra de Dios. A pesar de su papel tan importante en el momento de la Resurrección, la colaboración de las mujeres no llega, para San Pablo, hasta el ejercicio del anuncio oficial y público del mensaje, que queda en la línea exclusiva de la misión apostólica.

4.
VALOR PERMANENTE DE LA ACTITUD DE JESÚS
Y DE LOS APÓSTOLES

¿Podría la Iglesia apartarse hoy de esta actitud de Jesús y de los Apóstoles, considerada por toda la tradición, hasta el momento actual, como normativa? En favor de una respuesta positiva a esta pregunta han sido presentados diversos argumentos que conviene examinar.

Se ha dicho especialmente que la toma de posición de Jesús y de los Apóstoles se explica por el influjo de su ambiente y de su tiempo. Si Jesús, se dice, no ha confiado a las mujeres, ni siquiera a su Madre, un ministerio que las asimila a los Doce, es porque las circunstancias históricas no se lo permitían. Sin embargo, nadie ha probado, y es sin duda imposible probar, que esta actitud se inspira solamente en motivos socio-culturales. El examen de los evangelios demuestra por el contrario, como hemos visto, que Jesús ha roto con los prejuicios de su tiempo, contraviniendo frecuentemente las discriminaciones practicadas para con las mujeres. No se puede pues sostener que, al no llamar a las mujeres para entrar en el grupo apostólico, Jesús se haya dejado guiar por simples razones de oportunidad. A mayor razón este clima socio-cultural no ha condicionado a los Apóstoles en un ambiente griego en el que esas mismas discriminaciones no existían.

Otra objeción viene del carácter caduco que se cree descubrir hoy en algunas de las prescripciones de San Pablo referentes a las mujeres, y de las dificultades que suscitan a este respecto ciertos aspectos de su doctrina. Pero hay que notar que esas prescripciones, probablemente inspiradas en las costumbres del tiempo, no se refieren sino a prácticas de orden disciplinar de poca importancia, como por ejemplo a la obligación por parte de la mujer de llevar un velo en la cabeza (cfr. 1 Cor. 11, 2-16); tales exigencias ya no tienen valor normativo. No obstante, la prohibición impuesta por el Apóstol a las mujeres de « hablar » en la asamblea (cfr. 1 Cor. 14, 34-35; 1 Tim. 2, 12) es de otro tipo. Los exegetas, sin embargo, precisan así el sentido de la prohibición: Pablo no se opone absolutamente al derecho, que reconoce por lo demás a las mujeres, de profetizar en la asamblea (cfr. 1 Cor. 11, 5); la prohibición se refiere únicamente a la función oficial de enseñar en la asamblea. Para San Pablo esta prohibición está ligada al plan divino de la creación (cfr. 1 Cor. 11, 17; Gen. 2, 18-24): difícilmente podría verse ahí la expresión de un dato cultural. No hay que olvidar, por lo demás, que debemos a San Pablo uno de los textos más vigorosos del Nuevo Testamento acerca de la igualdad fundamental entre el hombre y la mujer, como hijos de Dios en Cristo (cfr. Gal. 3, 28). No hay, pues, motivo para acusarle de prejuicios hostiles para con las mujeres, cuando se constata la confianza que les testimonia y la colaboración que les pide en su apostolado.

Además de estas objeciones sacadas de la historia de los tiempos apostólicos, los sostenedores de la legitimidad de una evolución en este terreno sacan argumentos de la práctica de la Iglesia en la disciplina de los sacramentos. Se ha podido observar, sobre todo en nuestra época, cómo la Iglesia tiene conciencia de poseer respecto de los sacramentos, aunque instituidos por Cristo, cierto poder de intervención. Ella lo ha usado a lo largo de los siglos para precisar el signo y las condiciones de administración: las recientes decisiones de los Papas Pío XII y Pablo VI son una prueba[12]. No obstante, hay que subrayar que ese poder es real pero limitado. Como lo recordaba Pío XII: « En la Iglesia ha existido siempre este poder, es decir, que en la administración de los Sacramentos, salvaguardada la substancia de los mismos, ella pueda establecer o modificar todo lo que cree ser más conveniente o útil para aquellos que los reciben o para el respeto hacia los mismos Sacramentos, según las diversas circunstancias de tiempos y lugares »[13]. Esta era ya la enseñanza del Concilio de Trento que declaraba: « La Iglesia ha tenido siempre el poder, en la administración de los sacramentos, de prescribir o modificar todo aquello que conviene más, según las diversas épocas o países, para la utilidad de los fieles o el respeto debido a los sacramentos, con tal que sea salvaguardada la substancia de los mismos »[14].

Por otra parte, no hay que olvidar que los signos sacramentales no son convencionales; y aunque es cierto que son, en ciertos aspectos, signos naturales dado que responden al simbolismo profundo de los gestos y de las cosas, ellos son más que eso: están destinados principalmente a introducir al hombre de cada época en el Acontecimiento por excelencia de la historia de la salvación y a hacerle comprender, mediante la gran riqueza de la pedagogía y del simbolismo de la Biblia, cuál es la gracia que ellos significan y producen. Así por ejemplo el sacramento de la Eucaristía no es solamente una comida fraterna, sino también un memorial que hace presente y actualiza el sacrificio de Cristo y su ofrenda por la Iglesia; el sacerdocio ministerial no es un simple servicio pastoral, sino que asegura la continuidad de las funciones confiadas por Cristo a los Doce y de los respectivos poderes. La adaptación a las civilizaciones y a las épocas no puede pues abolir, en los puntos esenciales, la referencia sacramental a los acontecimientos fundacionales del cristianismo y al mismo Cristo.

En último análisis es la Iglesia la que, a través de la voz de su Magisterio, asegura en campos tan variados el discernimiento acerca de lo que puede cambiar y de lo que debe quedar inmutable. Cuando ella cree no poder aceptar ciertos cambios, es porque se siente vinculada por la conducta de Cristo; su actitud, a pesar de las apariencias, no es la del arcaísmo, sino la de la fidelidad: ella no puede comprenderse verdaderamente más que bajo esta luz. La Iglesia se pronuncia, en virtud de la promesa del Señor y de la presencia del Espíritu Santo, con miras a proclamar mejor el misterio de Cristo, de salvaguardarlo y de manifestar íntegramente la riqueza del mismo.

Esta práctica de la Iglesia reviste, pues, un carácter normativo: en el hecho de no conferir más que a hombres la ordenación sacerdotal hay una tradición constante en el tiempo, universal en Oriente y en Occidente, vigilante en reprimir inmediatamente los abusos; esta norma, que se apoya en el ejemplo de Cristo, es seguida porque se la considera conforme con el plan de Dios para su Iglesia.

5.
EL SACERDOCIO MINISTERIAL
A LA LUZ DEL MISTERIO DE CRISTO

Después de haber recordado la norma de la Iglesia y sus fundamentos, es útil y oportuno tratar de aclarar dicha norma, mostrando la profunda conveniencia que la reflexión teológica descubre entre la naturaleza propia del sacramento del orden, con su referencia específica al misterio de Cristo, y el hecho de que sólo hombres hayan sido llamados a recibir la ordenación sacerdotal. No se trata de ofrecer una argumentación demostrativa, sino de esclarecer esta doctrina por la analogía de la fe.

La enseñanza constante de la Iglesia, renovada y especificada por el Concilio Vaticano II, recordada asimismo por el Sínodo de los Obispos de 1971 y por esta Congregación para la Doctrina de la Fe en la Declaración del 24 de junio de 1973, proclama que el obispo o el sacerdote, en el ejercicio de su ministerio, no actúa en nombre propio, in persona propria: representa a Cristo que obra a través de él: « el sacerdote tiene verdaderamente el puesto de Cristo », escribía ya San Cipriano[15]. Este valor de representación de Cristo es lo que San Pablo consideraba como característico de su función apostólica (cfr. 2 Cor. 5, 20; Gál. 4, 14). Esta representación de Cristo alcanza su más alta expresión y un modo muy particular en la celebración de la Eucaristía que es la fuente y el centro de unidad de la Iglesia, banquete-sacrificio en el que el Pueblo de Dios se asocia al sacrificio de Cristo: el sacerdote, el único que tiene el poder de llevarlo a cabo, actúa entonces no sólo en virtud de la eficacia que le confiere Cristo, sino in persona Christi[16], haciendo las veces de Cristo, hasta el punto de ser su imagen misma cuando pronuncia las palabras de la consagración [17].

El sacerdocio cristiano es por tanto de naturaleza sacramental: el sacerdote es un signo, cuya eficacia sobrenatural proviene de la ordenación recibida; pero es también un signo que debe ser perceptible[18] y que los cristianos han de poder captar fácilmente. En efecto la economía sacramental está fundada sobre signos naturales, sobre símbolos inscritos en la psicología humana: « los signos sacramentales, dice Santo Tomás, representan lo que significan por su semejanza natural »[19]. La misma ley vale cuando se trata de personas: cuando hay que expresar sacramentalmente el papel de Cristo en la Eucaristía, no habría esa « semejanza natural » que debe existir entre Cristo y su ministro, si el papel de Cristo no fuera asumido por un hombre: en caso contrario, difícilmente se vería en el ministro la imagen de Cristo. Porque Cristo mismo fue y sigue siendo un hombre.

Ciertamente, Cristo es el primogénito de toda la humanidad, mujeres y hombres: la unidad que él restableció después del pecado es tal que « no hay ya judío o griego, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús » (Gál. 3, 28). Sin embargo, la encarnación del Verbo se hizo según el sexo masculino: se trata de una cuestión de hecho; pero este hecho, lejos de implicar una pretendida superioridad natural del hombre sobre la mujer, es inseparable de la economía de la salvación: en efecto, está en armonía con el conjunto del plan de Dios, tal como Dios mismo lo ha revelado y cuyo centro es el misterio de la Alianza.

Porque la salvación ofrecida por Dios a los hombres, la unión con El a la que ellos son llamados, en una palabra, la Alianza, reviste ya en el Antiguo Testamento, como se ve en los Profetas, la forma privilegiada de un misterio nupcial: el pueblo elegido se convierte para Dios en una esposa ardientemente amada; la tradición tanto judía como cristiana ha descubierto la profundidad de esta intimidad de amor leyendo y volviendo a leer el Cantar de los Cantares; El Esposo divino permanecerá fiel incluso cuando la Esposa traicione su amor, cuando Israel sea infiel a Dios (cfr. Oseas 1-3; Jer. 2). Cuando llega « la plenitud de los tiempos », el Verbo, Hijo de Dios, se encarna para inaugurar y sellar la Alianza nueva y eterna en su sangre, que será derramada por la muchedumbre para la remisión de los pecados: su muerte reunirá a los hijos de Dios que se hallaban dispersos; de su costado abierto nace la Iglesia, como Eva nació del costado de Adán. Entonces se realiza plena y definitivamente el misterio nupcial, enunciado y cantado en el Antiguo Testamento: Cristo es el Esposo; la Iglesia es su esposa, a la que El ama porque la ha comprado con su sangre, la ha hecho hermosa y santa y en adelante es inseparable de El. Este tema nupcial, que se precisa luego en las Cartas de San Pablo (cfr. 2 Cor. 11, 2; Ef. 5, 22-33) y en los escritos de San Juan (cfr. espec. Jn. 3, 29; Apoc. 19, 7 y 9), se encuentra también en los Evangelios sinópticos: mientras el esposo está con ellos, sus amigos no deben ayunar (cfr. Mc. 2, 19); el reino de los cielos es semejante a un Rey que celebró la boda de su hijo (cfr. Mt. 22, 1-14). Mediante este lenguaje de la Escritura, entretejido de símbolos, que expresa y alcanza al hombre y a la mujer en su identidad profunda, se nos ha revelado el misterio de Dios y de Cristo; misterio, de suyo, insondable.

Por ello mismo no se puede pasar por alto el hecho de que Cristo es un hombre. Y por tanto, a menos de desconocer la importancia de este simbolismo para la economía de la Revelación, hay que admitir que, en las acciones que exigen el carácter de la ordenación y donde se representa a Cristo mismo, autor de la Alianza, esposo y jefe de la Iglesia, ejerciendo su ministerio de salvación –lo cual sucede en la forma más alta en la Eucaristía– su papel lo debe realizar (este es el sentido obvio de la palabra persona) un hombre: lo cual no revela en él ninguna superioridad personal en el orden de los valores, sino solamente una diversidad de hecho en el plano de las funciones y del servicio.

Podría decirse que puesto que Cristo se halla actualmente en condición celeste, sería indiferente que sea representado por un hombre o por una mujer, ya que « en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento » (Mt. 22, 30). Sin embargo, este texto no significa que la distinción entre hombre y mujer, dado que determina la identidad propia de la persona, sea suprimida en la glorificación; lo que vale para nosotros vale también para Cristo. No es necesario recordar que en los seres humanos la diferencia sexual juega un papel importante, más profundo que, por ejemplo, el de las diferencias étnicas; en efecto, estas no afectan a la persona humana de manera tan íntima como la diferencia de sexo, que se ordena directamente a la comunión entre las personas y a la generación; y que es, según la Revelación, el efecto de una voluntad primordial de Dios: « los creó macho y hembra » (Gén. 1, 27).

Sin embargo – se dirá todavía – el sacerdote, sobre todo cuando preside las funciones litúrgicas y sacramentales, representa a la Iglesia, obra en nombre de ella, « con intención de hacer lo que ella hace ». En este sentido, los teólogos de la edad media decían que el ministro obra también in persona Ecclesiae, es decir, en nombre de toda la Iglesia y para representarla. En efecto, sea cual fuere la participación de los fieles en una acción litúrgica, es cierto que tal acción es celebrada por el sacerdote en nombre de toda la Iglesia; él ruega por todos y en la Misa ofrece el sacrificio de toda la Iglesia: en la nueva Pascua, es la Iglesia la que inmola a Cristo sacramentalmente por medio del sacerdote[20]. Dado pues que el sacerdote representa también a la Iglesia ¿no sería posible pensar que esta representación puede ser asegurada por una mujer, según el simbolismo antes expuesto? Es verdad que el sacerdote representa a la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. Pero si lo hace es precisamente porque representa ante todo a Cristo mismo, que es la Cabeza y Pastor de la Iglesia, según fórmula del Concilio Vaticano II[21], que precisa y completa la expresión in persona Christi. En calidad de tal, el sacerdote preside la asamblea cristiana y celebra el sacrificio eucarístico « que toda la Iglesia ofrece y en el que ella entera se ofrece a sí misma »[22].

Si se tiene en cuenta el valor de estas reflexiones, se comprenderá mejor el válido fundamento en el que se basa la práctica de la Iglesia; y se podrá concluir que las controversias suscitadas en nuestros días acerca de la ordenación de la mujer son para todos los cristianos una acuciante invitación a profundizar más en el sentido del episcopado y del presbiterado, a descubrir de nuevo el lugar original del sacerdote dentro de la comunidad de los bautizados, de la que él es ciertamente parte, pero de la que se distingue, ya que en las acciones que exigen el carácter de la ordenación él es para la comunidad –con toda la eficacia que el sacramento comporta– la imagen, el símbolo del mismo Cristo que llama, perdona, realiza el sacrificio de la Alianza.

6.
EL SACERDOCIO MINISTERIAL
EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA

Quizá sea oportuno recordar que los problemas de eclesiología y de teología sacramental – sobre todo cuando tocan el sacerdocio, como en el caso presente – no pueden ser resueltos más que a la luz de la Revelación. Las ciencias humanas, por preciosa que pueda ser la aportación que ofrecen en este campo, no bastan, ya que ellas no pueden captar las realidades de la fe: el contenido propiamente sobrenatural de estas escapa a la competencia de las mismas ciencias.

Por ello hay que poner de relieve que la Iglesia es una sociedad diferente de las otras sociedades, original en su naturaleza y estructuras. La función pastoral al interior de la Iglesia está normalmente vinculada al sacramento del orden: ella no es simplemente un gobierno, comparable a las formas de autoridad que se dan en los Estados. Esta no es otorgada por la espontánea elección de los hombres. Incluso cuando tal autoridad comporta una designación por vía de elección, es la imposición de las manos y la oración de los sucesores de los Apóstoles la que garantiza la elección de Dios; y es el Espíritu Santo, recibido en la ordenación, el que hace participar en el gobierno del Supremo Pastor, Cristo (cfr. Act. 20, 28). Es una función de servicio y de amor: « Si me amas, apacienta mis ovejas » (cfr. Jn. 21, 15-17).

Por este motivo no se ve cómo es posible proponer el acceso de las mujeres al sacerdocio en vista de la igualdad de los derechos de la persona humana, igualdad que vale también para los cristianos. A tal fin se utiliza a veces el texto antes citado de la Carta a los Gálatas (3, 28), según el cual en Cristo no hay distinción entre hombre y mujer. Pero este texto no se refiere en absoluto a los ministerios: él afirma solamente la vocación universal a la filiación divina que es la misma para todos. Por otra parte, y por encima de todo, sería desconocer completamente la naturaleza del sacerdocio ministerial considerarlo come un derecho: el bautismo no confiere ningún título personal al ministerio público en la Iglesia. El sacerdocio no es conferido como un honor o ventaja para quien lo recibe, sino como un servicio a Dios y a la Iglesia; es objeto de una vocación específica, totalmente gratuita: « No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros ...» (Jn. 15, 16; cfr. Heb. 5, 4).

Se dice a veces o se escribe en libros y revistas que hay mujeres que sienten vocación sacerdotal. Tal atracción, por muy noble y comprensible que sea, no constituye todavía una vocación. En efecto, esta no puede ser reducida a un simple atractivo personal, que puede ser meramente subjetivo. Dado que el sacerdocio es un ministerio particular confiado al cuidado y control de la Iglesia, es indispensable la autentificación por parte de la Iglesia. Tal autentificación forma parte constitutiva de la vocación: Cristo ha elegido « a los que quiso » (Mc. 3, 13). Por el contrario, todos los bautizados tienen una vocación universal al ejercicio del sacerdocio real mediante el ofrecimiento de su vida por Dios y el testimonio de alabanza al Señor.

Las mujeres que manifiestan el deseo de acceder al sacerdocio ministerial están ciertamente inspiradas por la voluntad de servir a Cristo y a la Iglesia. Y no es sorprendente que en un momento en que las mujeres toman conciencia de las discriminaciones de las que han sido objeto, algunas de ellas deseen el sacerdocio ministerial. Sin embargo no hay que olvidar que el sacerdocio no forma parte de los derechos de la persona, sino que depende del misterio de Cristo y de la Iglesia. El sacerdocio no puede convertirse en término de una promoción social. Ningún progreso puramente humano de la sociedad o de la persona puede de por sí abrir el acceso al mismo: se trata de cosas distintas.

Lo que hemos de hacer es meditar mejor acerca de la verdadera naturaleza de esta igualdad de los bautizados, que es una de las grandes afirmaciones del cristianismo: igualdad no significa identidad dentro de la Iglesia, que es un cuerpo diferenciado en el que cada uno tiene su función; los papeles son diversos y no deben ser confundidos, no dan pie a superioridad de unos sobre otros ni ofrecen pretexto para la envidia: el único carisma superior que debe ser apetecido es la caridad (cfr. 1 Cor. 12-13). Los más grandes en el reino de los cielos no son los ministros sino los santos.

La Iglesia hace votos para que las mujeres cristianas tomen plena conciencia de la grandeza de su misión: su papel es capital hoy en día, tanto para la renovación y humanización de la sociedad como para descubrir de nuevo, por parte de los creyentes, el verdadero rostro de la Iglesia.

En la Audiencia concedida, el día 15 de octubre de 1976, al infrascrito Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Su Santidad Pablo VI aprobó esta Declaración, la confirmó y ordenó que se publicara.

Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 15 de octubre de 1976, fiesta de Santa Teresa de Ávila.

Franjo Card. Seper
Prefecto

+ Jerónimo Hamer, O.P.
Arzobispo titular de Lorium
Secretario


Notas

[1] AAS 55 (1963), pp. 267-268.

[2] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 29: AAS 58 (1966), pp. 1048-1049.

[3] Cfr. Pablo PP. VI, Alocución a los miembros de la « Comisión de estudio sobre la función de la Mujer en la sociedad y en la Iglesia » y a los miembros del « Comité para el Año Internacional de la Mujer», 18 de abril de 1975: AAS 67 (1975), p. 265.

[4] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam Actuositatem, 18 de noviembre de 1965, n. 9: AAS 58 (1966), p. 846.

[5] Cfr. Pablo PP. VI, Alocución a los miembros de la «Comisión de estudio sobre la función de la Mujer en la sociedad y en la Iglesia» y a los miembros del « Comité para el Año Internacional de la Mujer», 18 de abril de 1975: AAS 67 (1975), p. 266.

[6] Cfr. AAS 68 (1976), pp. 599-600; cfr. ibid., pp. 600-601.

[7] S. Ireneo, Adversus haereses, I, 13, 2: PG 7, 580-581; ed. Harvey, I, 114-122; Tertuliano, De praescrib. haeret. 41, 5: CCL 1, p. 221; Firmiliano de Cesárea, en S. Cipriano, Epist., 75: CSEL 3, pp. 817-818; Origenes, Fragmenta in I Cor. 74, en Journal of theological studies 10 (1909), pp. 41-42; S. Epifanio, Panarion 49, 2-3; 78, 23; 79, 2-4: t. 2, GCS 31, pp. 243-244; t. 3, GCS 37, pp. 473, 477-479.

[8] Didascalia Apostolorum, c. 15, ed. R. H. Connolly, pp. 133 y 142; Constitutiones Apostolicae, 1. 3, c. 6, nn. 1-2; c. 9, nn. 3-4: ed. F. X. Funk, pp. 191, 201; S. Juan Crisóstomo; De sacerdotio 2, 2: PG 48, 633.

[9] S. Buenaventura, In IV Sent., dist. 25, a. 2, q. 1: ed. Quaracchi, t. 4, p. 649; Ricardo de Mediavilla, In IV Sent., dist. 25, a. 4, n. 1; ed. Venecia 1499, f° 177r; Juan Duns Scoto, In IV Sent., dist. 25: Opus Oxoniense, ed. Vives, t. 19, p. 140; Reportata Parisiensia, t. 24, pp. 369-371; Durando de Saint-Pourçain, In IV Sent., dist. 25, q. 2, ed. Venecia 1571, f° 364v.

[10] Se ha querido explicar también este hecho por una intención simbólica de Jesús: los Doce debían representar a los jefes de las doce tribus de Israel (cfr. Mt. 19, 28; Lc. 22, 30). Pero en estos textos se trata solamente de su participación en el juicio escatológico. El sentido esencial de la elección de los Doce hay que buscarlo más bien en la totalidad de su misión (cfr. Mc. 3, 14): ellos deben representar a Jesús ante el pueblo y continuar su obra.

[11] Inocencio PP. III, Epist. (11 de diciembre de 1210) a los obispos de Palencia y Burgos, insertada en el Corpus Iuris, Decret. 1. 5, tit. 38, De paenit., c. 10 Nova: ed. A. Friedber, t. 2, col. 886-887; cfr. Glossa in Decretalia 1. 1, tit. 33, c. 12 Dilecta, v° Iurisdictioni. Cfr. S. Tomás, Summa theol., IIIa Pars, q. 27, a. 5, ad 3; Pseudo Alberto Magno, Mariale, l. 42: ed. Borgnet 37, 81.

[12] Pío PP. XII, Const. Apost. Sacramentum Ordinis, 30 de noviembre de 1947, AAS 40 (1948), pp. 5-7; Pablo PP. VI. Const. Apost. Divinae consortium naturae, 15 de agosto de 1971, AAS 63 (1971), pp. 657-664; Const. Apost. Sacram Unctionem, 30 de noviembre de 1972, AAS 65 (1973), pp. 5-9.

[13] Pío PP. XII, Const. Apost. Sacramentum Ordinis, l.c., p. 5.

[14] Sesión 21, cap. 2: Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum ..., n. 1728.

[15] S. Cipriano, Epist. 63, 14: PL 4, 397 B; ed. Hartel, t. 3, p. 713.

[16] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 4 de diciembre de 1963, n. 33: « ...el sacerdote que preside la asamblea representando a Cristo...»; Const. Dog. Lumen Gentium, 21 de noviembre de 1964, n. 10: « El sacerdocio ministerial por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, hace el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios... »; n. 28: « en virtud del sacramento del orden, a imagen de Cristo, sumo y eterno sacerdote, ...ejercen su oficio sagrado sobre todo en el culto o asamblea eucarística, donde obrando en nombre de Cristo... »; Decr. Presbyterorum Ordinis, 7 de diciembre de 1965, n, 2: «... los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular y así se configuran con Cristo de suerte que pueden obrar como en persona de Cristo cabeza»; n. 13: «Como ministros sagrados, señaladamente en el sacrificio de la Misa, los sacerdotes representan a Cristo... ». - Cfr. Sínodo de los Obispos 1971, De sacerdotio ministeriali, I, 4; Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaratio circa catholicam doctrinam de Ecclesia, 24 de junio de 1973, n. 6.

[17] S. Tomás, Summa theol., IIIa Pars, quaest. 83, art. 1, ad 3um: « Así como la celebración de este sacramento es imagen representativa de la cruz de Cristo (ibid. ad 2um), por la misma razón, el sacerdote representa a Cristo y consagra en su nombre con su virtud ».

[18]« Dado que el sacramento es un signo, en aquello que se lleva a efecto por el mismo sacramento se requiere no sólo la "res" sino también la significación de la "res" », recuerda S. Tomás precisamente para rechazar la ordenación de las mujeres: In IV Sent., dist. 25, q. 2, a. 1, quaestiuncula Ia, corp.

[19] S. Tomás, In IV Sent., dist. 25, q. 2, a. 2, quaestiuncula Ia ad 4um.

[20] Cfr. Concilio Tridentino, Sesión 22, cap. 1: DS 1741.

[21] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Dog. Lumen Gentium, n. 28: « Ejerciendo en la medida de su autoridad el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza...»; Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2: « de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo Cabeza; n. 6: « el oficio de Cristo, Cabeza y Pastor... »; cfr. Pío PP. XII, Encícl. Mediator Dei: « El ministro del altar representa a Cristo como cabeza, que ofrece en nombre de todos sus miembros»: AAS 39 (1947), p. 556; Sínodo de los Obispos 1971, De sacerdotio ministeriali, I, n. 4: « hace presente a Cristo, cabeza de la comunidad... ».

[22] Pablo PP. VI, Encícl. Mysterium fidei, 3 de setiembre de 1965, AAS 57 (1965), p. 761.