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CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

OBSERVACIONES
SOBRE EL DOCUMENTO DE LA ARCIC-II
«LA SALVACIÓN Y LA IGLESIA»

Premisa

Las siguientes observaciones constituyen un juicio doctrinal autorizado, ofrecido a los miembros de la Comisión para continuar el diálogo. Han sido redactadas por la Congregación para la Doctrina de la Fe de acuerdo con el Secretariado para la Unión de los Cristianos.

1. Juicio general

En su conjunto, aunque no presente una enseñanza completa sobre la cuestión y contenga muchas fórmulas ambiguas, el documento de la segunda Comisión Internacional Anglicano-Católica Romana (ARCIC-II), titulado «La salvación y la Iglesia», puede ser interpretado de modo conforme con la fe católica. Presenta muchos elementos satisfactorios, sobre todo referente a puntos tradicionalmente controvertidos.

El juicio de la Congregación para la Doctrina de la Fe es, por tanto, sustancialmente positivo. Pero no hasta el punto de ratificar la afirmación conclusiva (n. 32), según la cual la Iglesia Católica y la Comunión anglicana «se encuentran de acuerdo sobre los aspectos esenciales de la doctrina de la salvación y sobre el papel de la Iglesia dentro de la misma».

2. Observaciones principales

a) El documento está redactado en un lenguaje de naturaleza prevalentemente simbólica, que hace difícil una interpretación unívoca, pero necesaria si se quiere llegar a una declaración definitiva de acuerdo.

b) Respecto al capítulo «Salvación y fe»:

— la importancia, en la discusión con los protestantes, de la problemática general de la sola fides haría deseable un desarrollo más amplio sobre este punto controvertido.

— convendría precisar la relación entre la gracia y la fe, en cuanto initium salutis (cf. n. 9).

— la relación fides quae - fides qua, así como la distinción entre seguridad y certidumbre o certeza, deberían ser mejor elaboradas.

c) Respecto al capítulo «Salvación y buenas obras»:

— convendría precisar mejor la doctrina de la gracia y del mérito en relación con la distinción entre justificación y santificación;

— si se quiere conservar la fórmula «simul iustus et peccator» debería ser ulteriormente aclarada, evitando todo equívoco;

— en general, la economía sacramental de la gracia en la reconquista de la libertad rescatada del pecado se debería expresar mejor (por ejemplo, en los n. 21 y 22).

d) Respecto al capítulo «Iglesia y salvación»:

— el papel de la Iglesia en la salvación no es sólo el de dar testimonio de la salvación, sino también, y sobre todo, el de ser instrumento eficaz —de modo particular por medio de los siete sacramentos— de la justificación y de la santificación: este punto esencial debería elaborarse mejor, a partir, principalmente, de la Lumen gentium;

— es importante en particular realizar una distinción más clara entre santidad de la Iglesia en cuanto sacramento universal de salvación, y sus miembros que, en parte, caen todavía en el pecado (cf. n. 29).

3. Conclusión

Las divergencias que, a la luz de este documento, permanecen todavía entre la Iglesia Católica y la Comunión anglicana se refieren principalmente a ciertos aspectos de la eclesiología y de la doctrina sacramental.

La visión de la Iglesia como sacramento de la salvación y la dimensión propiamente sacramental de la justificación y de la santificación del hombre quedan demasiado vagas y débiles para que se permita afirmar que la ARCIC-II ha llegado a un acuerdo sustancial.

 

Naturaleza de las Observaciones y finalidad del presente documento

La publicación, el año pasado, de Salvation and the Church («La salvación y la Iglesia»)[1], el (primer) documento de la segunda Comisión Internacional Anglicano-Católica (ARCIC-II), estaba acompañada de una nota preliminar que explicaba su estatuto. Entre otras cosas, se precisaba: «No se trata de una declaración en la que esté implicada la autoridad de la Iglesia Católica y de la Comunión anglicana, las cuales, a su debido tiempo, examinarán el documento para tomar una posición al respecto». Por su parte, los autores declaraban que «la Comisión se habría alegrado de recibir observaciones y consideraciones hechas en espíritu constructivo y fraternal».

En esta perspectiva se sitúa la publicación de hoy, con la autoridad de un texto aprobado por el Santo Padre, de las Observaciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe al mencionado documento de la ARCIC-II. El presente comentario a esas Observaciones tiene como fin ayudar a la comprensión del documento y de las mismas Observaciones, y, por tanto, alentar a los miembros de la Comisión, especialmente los católicos, a proseguir el diálogo iniciado en 1982.

Un aspecto muy destacado en el documento

En la introducción, los autores esbozan una especie de tipología de las respectivas posiciones, y creen poder identificar, en las diferentes explicaciones de la relación entre la gracia divina y la respuesta humana, una importante razón de la desunión. Dejando a un lado las inevitables simplificaciones de este esbozo, es posible concentrarse inmediatamente sobre un aspecto muy destacado en el documento: la transformación del hombre interior realizada por la presencia del Espíritu Santo.

La salvación es, en efecto, según el documento, un «don de gracia» (n. 9), el «don y la prenda del Espíritu Santo para todo creyente» (n. 10), que obra en él su «presencia estable y su acción» (n. 12). Hablando con propiedad, en esta «inhabitación del Espíritu Santo» (n. 9) consiste la presencia del Dios que justifica, mediante la donación de una justicia, «que es suya y se hace nuestra» (n. 15), y que realiza en nosotros la «liberación del mal», la «remisión del pecado», el «rescate de la esclavitud», la «remoción de la condena» (n. 13). No se trata de un título o de una imputación puramente exterior, sino de un don que, haciendo al hombre partícipe de la naturaleza divina, lo transforma interiormente (cf. LG 40).

Buscando expresar las diferentes acepciones del verbo dikaíoun, el documento habla de una «declaración divina de absolución» (n. 18), pero antes había subrayado que «la gracia de Dios realiza lo que declara: su Palabra creadora concede lo que imputa. Declarándonos justos, Dios nos hace de este modo justos» (n. 15). Aquí se encuentra adjunta también la siguiente precisión: «La justificación, por parte de Dios nuestro Salvador, no es sólo una declaración emitida por El a través de una sentencia en favor de los pecadores, sino que viene también concedida como un don que les hace justos» (n. 17). En una perspectiva jurídica, la justificación representa el «veredicto de absolución» de los pecadores, pero, a nivel ontológico, es necesario decir que «la declaración de perdón y de reconciliación por parte de Dios no deja a los creyentes arrepentidos sin transformación, sino que establece con ellos una relación íntima y personal» (n.18).

A este propósito, señalamos de paso la ambigüedad de la referencia a la expresión luterana «simul iustus et peccator» (n. 21), que, por lo demás, no pertenece a las tradiciones anglicanas. Si se quiere mantener esta fórmula, entonces es necesario precisar qué se entiende exactamente: no la permanencia en el bautizado de dos estados (el de gracia y el de pecado mortal) contradictorios entre sí, sino la eventual presencia, en el justo que posee la gracia santificante, de ese «pecado que no lleva a la muerte» (1 Jn 5,17).

El problema de la fe

Respecto al bautismo, «sacramento irrepetible de la justificación e incorporación en Cristo» (n. 16), el documento subraya, y no sin razón, la importancia de la fe. «Sacramentum fidei»: esta expresión de san Agustín, a la que aquí se remite (n. 12), ha sido recogida, como es sabido, por el Concilio de Trento (DS 1529). Efectivamente, el bautismo es un sacramento de la fe, como lo atestiguan la Escritura y los Padres. Sin embargo, el documento, desde el principio, acentúa fuertemente la dimensión subjetiva de la fe (fides qua), interpretada, sobre todo, como «una respuesta verdaderamente humana, personal» (n. 9), y como «esfuerzo por parte de nuestra voluntad» (n. 10), pero sólo menciona de pasada el «asentimiento a la verdad del Evangelio» (n. 10). Si bien de este modo la fides fiducialis se encuentra, en cierta medida, completada por el aspecto de assensus intellectus, sin embargo, permanece un desequilibrio en la relación entre fides qua y fides quae, sobre lo cual la Congregación para la Doctrina de la Fe llama la atención en sus Observaciones.

Que la fe sea necesaria para la justificación, es una verdad que no se pone en discusión, pero es necesario que se comprenda en su sentido exacto. Según el Concilio de Trento, «nosotros somos justificados por la fe, porque la fe es el comienzo de la salvación del hombre, el fundamento y la raíz de toda justificación; «sin ella es imposible agradar a Dios» (Heb 11,6) y llegar a compartir la suerte de sus hijos» (DS 1532).

Sólo bajo esta luz, la afirmación: «a través de la fe, esto (la salvación, el don de la gracia) se hace propio» (n. 9), adquiere todo su peso. Si la justificación es, ante todo, el don objetivo de Dios que los sacramentos comunican como principales instrumentos, la fe no deja de tener realmente un papel decisivo, aunque subordinado. Sólo ella puede — de hecho — reconocer este don en su realidad y preparar el espíritu para acogerlo; sólo ella asegura esa íntima participación en los sacramentos que hace que su acción sea eficaz en el alma del creyente. Al mismo tiempo, la fe, por sí sola, es incapaz de justificar al pecador. Además, para aclarar mejor este punto, habría sido útil tratar también la cuestión de la fe en el caso del bautismo de los niños.

Para explicar plenamente la incapacidad de la sola fides para justificar al hombre, se debería haber elaborado mejor la distinción entre seguridad y certidumbre o certeza respecto a la salvación. La auténtica «seguridad de salvación» (n. 10; cf. n. 11) que el hombre posee está fundada sobre la certeza de fe de que Dios quiere «usar misericordia con todos los hombres» (Rom 11,32), y les ha ofrecido, en los sacramentos, los medios de la salvación. No puede significar una certeza personal de la propia salvación, ni del propio estado actual de gracia, en cuanto que la fragilidad y el pecado del hombre siempre pueden ser un obstáculo al amor de Dios.

Dimensión sacramental de la santificación

No parece fundado el temor, expresado en el documento (cf. n. 14), de que en la visión católica de la santificación se ponga en peligro la absoluta gratuidad de la salvación, en cuanto que se es muy consciente de que la comunicación, totalmente libre, de la gracia desciende de lo alto (cf. Jn 3,7).

Sin embargo, se debe subrayar que el documento no ha tenido suficientemente en cuenta la dimensión sacramental de la santificación, reservando sólo breves referencias a los sacramentos posbautismales, que son las modalidades privilegiadas de la comunicación de la gracia. Además de la Eucaristía, a la que se alude sólo de pasada y sin mucho rigor doctrinal (cf. n. 16 y 27), habría sido particularmente necesario subrayar el significado y la necesidad del sacramento de la penitencia, del que —según la doctrina católica— el «arrepentimiento» (n. 21) no es más que un aspecto, aunque fundamental, no reducible, por lo demás, a las «disciplinas penitenciales» (n. 22).

Sobre todo, merecía ser precisada ulteriormente la afirmación del documento: «Es a través del arrepentimiento cotidiano y de la fe como recuperamos nuestra libertad del pecado» (n.21). Es verdad que el arrepentimiento (y la fe, que es su presupuesto) constituye el núcleo de la conversión del pecado y que el dolor perfecto reconcilia con Dios. Sin embargo, el Concilio de Trento hace al respecto la siguiente especificación decisiva en este contexto: «Aun cuando alguna vez esta contrición sea perfecta por la caridad y reconcilie al hombre con Dios antes de la recepción efectiva del sacramento, sin embargo, esta reconciliación no puede atribuirse sin más a la contrición sin el deseo del sacramento (votum sacramenti) que está incluido en ella» (DS 1677). En efecto, el hombre es liberado del «pecado que lleva a la muerte» (1 Jn 5,16) a través del contacto sacramental con el Redentor o, al menos, a través del deseo de ser limpiado por una gracia sacramental que nadie puede darse a sí mismo.

Libertad y mérito

No sin motivo, el documento intenta afrontar la cuestión de las buenas obras a partir de una reflexión sobre la libertad; pero el planteamiento adoptado es insuficiente bajo muchos aspectos. Se subraya con razón el excelente don de la libertad rescatada: «Restableciéndonos en su semejanza, Dios da la libertad a la humanidad caída». Pero la precisión que viene a continuación no puede dejar de suscitar perplejidad: «Ésta no es la libertad natural de elegir entre diversas alternativas, sino la libertad de hacer su voluntad» (n. 19). Semejante oposición entre dos tipos de libertad podría, en efecto, remitir a una concepción de la libertad humana que no tiene en cuenta plenamente la consistencia propia de la criatura. Según la doctrina católica, la privación de la justicia original, que siguió al pecado de Adán, hace al hombre incapaz de tender, con las fuerzas que le quedan, al fin sobrenatural para el que ha sido creado. Sin embargo — añade en esta perspectiva el Concilio de Trento, — el pecado no corrompe totalmente la naturaleza humana; la hiere sin quitarle la capacidad original de agradar a Dios (cf. DS 1555, 1551, etc.). La perplejidad que deja el documento sobre este punto queda reforzada por la idea equívoca mencionada antes, según la cual deberíamos apropiarnos de nuevo cada día de nuestra libertad respecto al pecado (n. 21).

Estas premisas permiten tratar ahora el problema del mérito. Con el fin de excluir, justamente, el sentido inaceptable de un «a causa de las obras» que haría suponer la posibilidad de que el hombre accediera con las propias fuerzas a la salvación, el documento remite a la expresión paulina «en orden a las buenas obras» (Ef 2,10; cf. también 2 Cor 9,8). El capítulo principal dedicado a este tema (n. l9ss) se esfuerza por armonizar las enseñanzas de san Pablo (Gal 2,16) y de Santiago (Sant 2,17ss) respecto a las obras. Pero su colocación más exacta en los respectivos contextos habría contribuido a captar mejor el punto señalado a este propósito por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Santiago afirma que somos justificados a través de las obras y no solamente a través de la fe (Sant 2,24), mientras que san Pablo subraya fuertemente que las obras anteriores a la fe no son meritorias, sin que, por otra parte, tenga miedo de invitar al creyente a que «se adorne con buenas obras» (1 Tim 2,10). Esto significa que el hombre no puede merecer la justificación fundamental, es decir, que no puede pasar por sus propios méritos del estado de pecado al estado de gracia, pero que está llamado y se le capacita para «fructificar en toda obra buena» (Col 1,10): no produciéndola «por sí mismo» (Jn 15,4), sino «permaneciendo en el amor» de Cristo (Jn 15,9s), amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5).

En este sentido, decir que los cristianos «no pueden convertir a Dios en su deudor» (n. 24), significa limitarse a una afirmación demasiado extrínseca respecto al misterio de la cooperación íntima con la gracia, tal como la Iglesia contempla de modo eminente en la cooperación de María a la obra de la salvación. Tal cooperación no es la condición de que nosotros seamos agradables a los ojos de Dios, o de su perdón; es más bien una gracia que Cristo confiere libremente y con absoluta liberalidad. Es el fruto de la «fe que actúa por la caridad» (Gal 5,6).

El papel de la Iglesia en la salvación

La Comisión presenta una concepción más bien vaga de la de Iglesia, que parece estar en el origen de todas las dificultades señaladas. Ciertamente, no podemos menos que alegrarnos por el hecho de que, para describirla, se tomen explícitamente las nociones de «signo» (n. 26), de «instrumentó» y de «sacramento» (n. 29), que precisamente ha propuesto el Concilio Vaticano II (LG 1, 9, 48). Por medio de la expresión «mayordomía» (stewardship) (n. 27), también se subraya su dimensión estructural. La Iglesia, efectivamente, no es sólo una comunión espiritual, sino que constitutivamente también es un «organismo visible», una «sociedad constituida de órganos jerárquicos», a través, de la cual Cristo «comunica la verdad y la gracia a todos» (LG 8).

Este aspecto, que la Comisión deberá aún profundizar — haciendo referencia en particular a las Observaciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el Informe final de la ARCIC-I[2], - sólo adquiere, sin embargo, su significado auténtico porque la Iglesia es también y ante todo un misterio de fe: «Ecclesiae sanctae mysterium» (LG 5). Este punto es verdaderamente decisivo, y sólo él permite salir de los callejones sin salida de una eclesiología ante todo funcional, dejada a disposición de los hombres.

Sólo este punto permite además entender verdaderamente el fundamento de la relación intrínseca de la Iglesia con la salvación. Tal relación no está ausente en el documento, especialmente cuando se menciona al Espíritu Santo (n. 28) o se valora la Eucaristía (n. 27). Sin embargo, también aquí serían necesarias algunas clarificaciones.

Por ejemplo, se dice que la Eucaristía «celebra» la «obra de expiación que Cristo llevó a cabo de una vez por todas, realizada y experimentada en la vida de la Iglesia» (n. 27). La expresión, ¿significa verdaderamente un reconocimiento del «valor propiciatorio» del sacrificio eucarístico?[3] Y el término «realiza», ¿implica, por lo tanto, una auténtica actualización de este sacrificio a través de la mediación de un ministerio ordenado[4], que, como tal, difiere esencialmente del sacerdocio común de los fieles (cf. LG 10)? Se ponderará fácilmente el alcance de estas preguntas, ya que, en el caso de que no se acepte plenamente esta doctrina, el papel de la Iglesia en la promoción de la salvación corre el riesgo de agotarse en el testimonio de una verdad que la Iglesia no es capaz de hacer presente eficazmente, sino que se expone a ser reducida a una «experiencia» subjetiva que no lleva en sí misma la garantía de su fuerza redentora.

En cuanto al contenido doctrinal, la Congregación advierte, finalmente, un cierto equívoco sobre la naturaleza de la Ecclesia mater, relacionado con la acentuación de la idea, en sí misma no errónea, de que la Iglesia está «continuamente necesitada de penitencia» (n. 29), «de renovación y de purificación» (n. 30). Es verdad que el Concilio, aun insistiendo en la naturaleza específica de la Iglesia, ha querido corregir lo que se ha podido llamar un cierto «monofisismo» eclesial, poniendo discretamente en guardia contra una excesiva asimilación de la Iglesia a Cristo. Ella es la Esposa inmaculada que el Cordero sin mancha ha purificado (LG 6), pero también está constituida por hombres, y por ello «es llamada por Cristo a esta perenne reforma, que ella, en cuanto institución terrena y humana, necesita permanentemente» (UR 6).

Ese aspecto totalmente humano de la Iglesia es real, pero no debe considerarse aisladamente. En su más íntima esencia, la Iglesia es «santa e inmaculada» (Ef 5,27), y precisamente por esta razón es realmente el «sacramento universal de la salvación» (LG 48; cf. n. 52), y sus miembros son «santos» (1 Cor 1,2; 2 Cor 1,1). En cuanto peregrina, el hecho de que «encierre en su propio seno a pecadores» (LG 8) y, por tanto, sea «imperfecta» (LG 48), no le impide estar, «ya aquí en la tierra, adornada de verdadera santidad» (LG 48) y ser «necesaria para la salvación» (LG 14). De hecho desarrolla su misión salvífica no sólo «a través de la proclamación del Evangelio de la salvación mediante su palabra y sus gestos» (n. 31), sino en cuanto misterio que permanece en la historia de la humanidad, también mediante la comunicación a los hombres de la vida divina y la difusión de la luz que esta vida divina irradia en el mundo entero (cf. GS 40).

¿Acuerdo sustancial?

El análisis precedente ha mostrado cuántos elementos satisfactorios contiene, en una materia tradicionalmente controvertida, el documento de la ARCIC-II. No podemos sino alegrarnos con los miembros de la Comisión por haber intentado poner de relieve el «equilibrio y la coherencia de los elementos constitutivos» de la doctrina cristiana de la salvación (n. 32). Las críticas que se han formulado no niegan de ningún modo el hecho de que ellos hayan alcanzado parcialmente el objetivo. Pero no se puede afirmar que se haya llegado a un acuerdo pleno y sustancial sobre los aspectos esenciales de esta doctrina, sobre todo por las deficiencias acerca del papel de la Iglesia en la salvación. Más que la premura por querer alcanzar la unidad sobre un punto tan importante, habría sido preferible lo que se ha podido llamar, bajo la guía de san Ireneo, la «paciencia del madurar».

Ya en sus Observaciones al Informe final del ARCIC-I, la Congregación para la Doctrina de la Fe había puesto en guardia respecto a la ambigüedad de textos comunes que dejan la «posibilidad de una doble interpretación»[5]. La misma observación se puede hacer hoy a Salvation and the Church (Salvación e Iglesia). El lenguaje adoptado es fuertemente simbólico, como lo muestra, por ejemplo, la imagen de la mayordomía para designar la responsabilidad en la Iglesia. Gracias a sus cualidades expresivas, el documento ha logrado no sólo fortalecer en los lectores la búsqueda viva de la unidad en la fe, sino también situarla, felizmente, dentro del horizonte hermenéutico del lenguaje bíblico, siguiendo las huellas del Vaticano II y de algunas encíclicas recientes del papa Juan Pablo II.

Sin embargo, reconocemos que la naturaleza simbólica del lenguaje hace difícil, si no imposible, un acuerdo verdaderamente unívoco, allí donde —como en este caso— se trata de cuestiones que son decisivas desde el punto de vista dogmático y figuran entre los artículos de fe históricamente más controvertidos. Utilizando formulaciones doctrinales más rigurosas, si bien no necesariamente escolásticas, se habría evitado mejor la duda que surge al preguntarse si en el diálogo se busca siempre un riguroso cotejo entre las respectivas posiciones o si basta, en algún momento, un consenso casi solamente verbal, fruto de compromisos recíprocos.

Sin negar nada a un método qué ha producido frutos incuestionables, nos preguntamos también si no sería oportuno perfeccionar su procedimiento de manera que permita perfilar con más precisión el contenido doctrinal de las fórmulas empleadas para expresar una fe común. ¿No convendría, a este propósito, indicar también, eventualmente en un protocolo aparte, los elementos sobre los que permanecen las divergencias?

De igual manera sería deseable que se concediera un poco más de espacio a la Tradición, particularmente a la patrística, al Magisterio de la Iglesia Católica, así como a los documentos oficiales de la Comunión anglicana, por ejemplo, a los «Treinta y nueve artículos de Religión»[6].

Estas cuestiones y las consideraciones que han suscitado las Observaciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe no tienen otro fin que el de animar a los miembros de la ARCIC-II a progresar en el camino emprendido desde 1982, cuando, al establecer esta segunda Comisión el Papa Juan Pablo II y el Primado anglicano Dr. Robert Runcie, le confirieron la misión específica de «examinar, especialmente a la luz de nuestros juicios respectivos sobre el Informe final (ARCIC-I), las principales diferencias doctrinales que todavía nos separan, con el objetivo de llegar a una solución futura[7]».

 

 


Notas

[1] Traducción italiana en: II Regno-Documenti XXXII/572, 9 (1987) 297-302.

[2] Observaciones sobre el Informe final de la ARCIC: AAS 74 (1982) 1063-1074.

[3] Observaciones sobre el Informe final de la ARCIC, § B, I, 1: «El valor propiciatorio que el dogma católico atribuye a la Eucaristía, y que la ARCIC no menciona, es precisamente el de este ofrecimiento sacramental» (AAS 74 [1982] 1066).

[4] Cf. Observaciones sobre el Informe final de la ARCIC, § B, II, 1: «A través de él (el sacerdote) la Iglesia ofrece sacramentalmente el sacrificio de Cristo» (AAS 74 [1982] 1068); § B, I, 1: «(La) presencia real del sacrificio de Cristo (es) realizada por las palabras sacramentales, es decir, por el ministerio del sacerdote, que dice in persona Christi las palabras del Señor» (AAS 74 [1982] 1066).

[5] Cf. Observaciones sobre el Informe final de la ARCIC, § A, 2,III: «Ciertas formulas del Informe no son suficientemente explícitas, y, por ello, se pueden prestar a una interpretación ambigua, en la que ambas partes puedan encontrar sin cambios la expresión de su propia posición. Esta posibilidad de lecturas opuestas, y en última instancia incompatibles, de fórmulas que son aparentemente satisfactorias para ambas partes, hace surgir preguntas sobre el consenso real de las dos Comuniones, tanto entre los Pastores como entre los fieles. En efecto, si la fórmula que ha recibido la aprobación de los expertos puede ser interpretada diferentemente, ¿cómo puede servir de base para la reconciliación al nivel de la vida y la práctica eclesiales?» (AAS 74 [1982] 1064s).

[6] Cf. la indicación respecto a las Observaciones sobre el Informe final de la ARCIC, § A, 2, III: «Hubiera sido útil — para evaluar el significado exacto de ciertos puntos de acuerdo — que la ARCIC hubiera indicado su posición respecto a los documentos que han contribuido significativamente a la formulación de la identidad anglicana (Los Treinta y nueve Artículos de la Religión, el Libro de la Oración Común, Ordinal) en aquellos casos en los que las afirmaciones del Informe final parecen incompatibles con esos documentos. El no haber tomado posición sobre estos textos provoca la incertidumbre sobre el significado exacto de los acuerdos alcanzados» (AAS 74 [1982] 1065).

[7] Declaración Común, § 3: AAS 74 (1982) 925.

 

 

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