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CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

ARTÍCULO DE COMENTARIO
a las
Respuestas a algunas preguntas
acerca de ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia

 

Las diversas cuestiones a las que la Congregación para la Doctrina de la Fe quiere contestar con el presente “Responsa”, se encuadran en la visión general de la Iglesia tal como emerge de los documentos de carácter dogmático y ecuménico del Concilio Vaticano II: el Concilio «de la Iglesia sobre la Iglesia» que, según las palabras de Pablo VI, ha señalado para ella una «nueva época», pues tuvo el mérito de haber «mejor trazado y descubierto el rostro genuino de la Esposa de Cristo»[1]. No faltan, además, menciones de los principales documentos de los Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, y de la Congregación para la Doctrina de la Fe, todos inspirados en una inteligencia cada vez más profunda de la Iglesia, que a menudo han tenido la finalidad de echar luz sobre la notable producción teológica post-conciliar, no siempre inmune de desviaciones e inexactitudes.

La misma finalidad se refleja en el presente documento, con el que la Congregación quiere recordar el sentido auténtico de algunas intervenciones del Magisterio en materia de eclesiología, para que la sana investigación teológica no sea contaminada por errores o ambigüedades. A este respecto, se debe tener presente el género literario de los “Responsa ad quaestiones” que, por su propia naturaleza, no aducen argumentos para comprobar la doctrina que exponen, sino que se limitan a recordar el Magisterio anterior y, por tanto, tienen sólo la intención de pronunciar una palabra cierta y segura sobre la materia que tratan.

La primera cuestión es si el Concilio Vaticano II ha cambiado la doctrina sobre la Iglesia.

La pregunta se refiere al sentido de aquel “nuevo rostro” de la Iglesia que, según las citadas palabras de Pablo VI, ha querido ofrecer el Vaticano II.

La respuesta, basada en la enseñanza de Juan XXIII y Pablo VI, es muy explícita:  el Vaticano II no tuvo la intención de cambiar, y de hecho no cambió la doctrina anterior sobre la Iglesia, sino que más bien la profundizó y expuso de manera más orgánica. En este sentido se retoman las palabras de Pablo VI en su discurso de promulgación de la Constitución dogmática conciliar Lumen gentium, con las cuales afirma que la doctrina tradicional no ha sido en absoluto cambiada, sino que, «ahora se ha expresado lo que simplemente se vivía; se ha esclarecido lo que estaba incierto; ahora consigue una serena formulación lo que se meditaba, discutía y en parte era controvertido»[2]

Del mismo modo, hay continuidad entre la doctrina expuesta por el Concilio y la  presentada en las siguientes intervenciones magisteriales, que han retomado y profundizado la misma doctrina, y la han desarrollado ulteriormente. En este sentido, por ejemplo, la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe Dominus Iesus, ha retomado sólo los textos conciliares y los documentos post-conciliares, sin añadir o quitar nada.

A pesar de estos claros testimonios, en el período post-conciliar la doctrina del Vaticano II ha sido objeto, y sigue siéndolo, de interpretaciones desviadas y sin continuidad con la doctrina católica tradicional sobre la naturaleza de la Iglesia: si, por una parte, se vio en ella una “revolución copernicana”, por otra parte, se concentró la atención sobre algunos aspectos considerados casi contrapuestos. En realidad el Concilio Vaticano II tuvo la clara intención de unir y subordinar la reflexión sobre la Iglesia a la reflexión sobre Dios, proponiendo una eclesiología en sentido específicamente teo-lógico. Sin embargo, la recepción del Concilio ha descuidado con frecuencia esta característica para favorecer afirmaciones eclesiológicas individuales y concentrarse en algunas palabras de fácil recuerdo, favoreciendo lecturas unilaterales y parciales de la misma doctrina conciliar.

Por lo que atañe a la eclesiología de la Lumen gentium, han quedado en la conciencia eclesial algunas palabras claves: la idea de pueblo de Dios, la colegialidad de los obispos como revalorización de su ministerio  junto al primado del Papa, la toma de conciencia del significado de las Iglesias particulares dentro de la Iglesia universal, la apertura ecuménica del concepto de Iglesia y a las otras religiones; en fin, la cuestión del estatuto específico de la Iglesia católica, que se expresa en la fórmula según la cual la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de que habla el Credo, subsistit in Ecclesia catholica.

Algunas de estas afirmaciones, especialmente la que se refiere al estatuto específico de la Iglesia católica con sus reflejos en campo ecuménico, constituyen las principales temáticas afrontadas por este documento en las sucesivas cuestiones.

La segunda cuestión afronta el modo en el que hay que entender la afirmación según la cual la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica.

Cuándo G. Philips escribió que la expresión “subsistit in” habría hecho correr ríos de tinta[3], probablemente no había previsto que la discusión continuaría por tanto tiempo y con tanta intensidad, al punto de empujar a la Congregación para la Doctrina de la Fe a publicar el presente documento.

Tanta insistencia, fundada por lo demás en los citados textos conciliares y del Magisterio siguiente, refleja la preocupación de salvaguardar la unidad y la unicidad de la Iglesia, que sufrirían menoscabo si se admitiera que pueden darse muchas subsistencias de la Iglesia fundada por Cristo. En efecto, como se dice en la Declaración Mysterium Ecclesiae, si así fuera se llegaría a imaginar «la Iglesia de Cristo como la suma —diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo— de las Iglesias y Comunidades eclesiales» o a «pensar que la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y que, por lo tanto, deba ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias y Comunidades»[4]. La única Iglesia de Cristo ya no existiría como “una” en la historia, o existiría sólo de modo ideal, o sea in fieri en una convergencia o reunificación futura de las muchas Iglesias hermanas, auspiciada y promovida por el diálogo.

Aún más explícita es la Notificación de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre un escrito de Leonardo Boff, según el cual la única Iglesia de Cristo «podría también subsistir en otras iglesias cristianas»; al contrario, —puntualiza la Notificación— «el Concilio había escogido la palabra “subsistit” precisamente para aclarar que existe una sola “subsistencia” de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su estructura visible existen sólo “elementa Ecclesiae”, los cuales —siendo elementos de la misma Iglesia— tienden y conducen a la Iglesia católica»[5].

La tercera cuestión se refiere a la razón por la cual se usó la expresión “subsistit in” y no el verbo “est”.

Ha sido precisamente este cambio de terminología en la descripción de la relación entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia católica lo que ha dado lugar a las más variadas ilaciones, sobre todo en campo ecuménico. En realidad los Padres conciliares tuvieron la simple intención de reconocer la presencia de elementos eclesiales propios de la Iglesia de Cristo en las Comunidades cristianas no católicas en cuanto tales. En consecuencia, la identificación de la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica no se puede entender como si fuera de la Iglesia católica hubiera un “vacío eclesial”. Al mismo tiempo, esa identificación significa que, si se considera el contexto en que se sitúa la expresión subsistit in, es decir la referencia a la única Iglesia de Cristo «constituida y ordenada en este mundo como sociedad…  gobernada por el sucesor de Pedro y los obispos en comunión con él», el paso de est a subsistit in no reviste un sentido teológico particular de discontinuidad con la doctrina católica anterior.

En efecto, ya que la Iglesia como la quiso Cristo, de hecho, sigue existiendo (subsistit in) en la Iglesia católica, la continuidad de subsistencia comporta una sustancial identidad de esencia entre Iglesia de Cristo e Iglesia católica. El Concilio quiso enseñar que la Iglesia de Jesucristo, como sujeto concreto en este mundo, se puede encontrar en la Iglesia católica. Esto puede ocurrir una sola vez y, por ello, la concepción de que el “subsistit” tendría que multiplicarse no correspondo con lo que se quiso decir. Con la palabra “subsistit” el Concilio quiso expresar la singularidad y no multiplicabilidad de la Iglesia de Cristo: la Iglesia existe como sujeto único en la realidad histórica.

Por consiguiente, la sustitución de “est” con “subsistit in”, contra  tantas interpretaciones infundadas, no significa que la Iglesia católica renuncie a su convicción de ser la única verdadera Iglesia de Cristo. Indica más bien una mayor apertura a las exigencias del ecumenismo: Se trata de reconocer el carácter y la dimensión realmente eclesiales de las Comunidades cristianas que no están en plena comunión la Iglesia católica, a causa de los “plura elementa sanctificationis et veritatis” presentes en ellas. En consecuencia, aunque la Iglesia sea solamente una y “subsista” en un único sujeto histórico, también fuera de este sujeto visible existen verdaderas realidades eclesiales. 

La cuarta cuestión se refiere a la razón por la cual el Concilio Vaticano II atribuyó el nombre de “Iglesias” a las Iglesias orientales que no están en plena  comunión con la Iglesia católica.

A pesar de la afirmación explícita de que la Iglesia de Cristo “subsiste” en la Iglesia católica, reconocer que también fuera de su organismo visible se encuentran «muchos elementos de santificación y verdad»[6], comporta admitir el carácter eclesial, aunque sea peculiar, de las Iglesias o Comunidades eclesiales no católicas. También ellas, en efecto, «no están desprovistas de sentido y de valor» en cuanto que «el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación»[7].

El texto toma especialmente en consideración la realidad de las Iglesias orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica. Haciendo, pues, referencia a varios textos conciliares, les reconoce el título de “Iglesias particulares o locales” y “son llamadas Iglesias hermanas de las Iglesias particulares católicas”, porque permanecen unidas a la Iglesia católica a través de la Sucesión Apostólica y de la Eucaristía válidamente consagrada.  Por esto, «en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios»[8]. Es más, la Declaración Dominus Iesus las llama expresamente «verdaderas Iglesias particulares»[9] .

Aún reconociendo explícitamente su “ser Iglesia particular”, dotadas incluso de valor salvífico, el documento no deja de subrayar la falta (defectus) que acusan, justamente en cuanto son Iglesia particular. En efecto, a causa de su visión eucarística de la Iglesia, que acentúa la realidad de la Iglesia particular reunida en el nombre de Cristo en la celebración de la Eucaristía y bajo la guía del obispo, ellas consideran las Iglesias particulares completas en su particularidad[10]. Por consiguiente, debido a la igualdad fundamental entre todas las Iglesias particulares y entre todos los obispos que las presiden, cada una de ellas tiene la misma autonomía interior. Tal visión tiene evidentes repercusiones sobre la doctrina del primado, que según la fe católica es un “principio constitutivo interno” para la existencia misma de una Iglesia particular[11]. Naturalmente será siempre necesario subrayar que el Primado del Sucesor de Pedro, Obispo de Roma, no debe entenderse como algo extraño o en rivalidad con los obispos de las Iglesias particulares. El primado ha de ejercitarse como servicio a la unidad de la fe y la comunión, dentro de los límites que proceden de la ley de Dios y de la inviolable constitución divina de la Iglesia contenida en la Revelación[12]

La quinta cuestión se refiere a la razón por la cual no se les reconoce el título de Iglesias a las Comunidades eclesiales nacidas de la Reforma.

Al respecto hay decir que «la herida es todavía más profunda en las comunidades eclesiales que no han conservado la sucesión apostólica y la Eucaristía válida»[13]; pues «no son Iglesia en sentido propio»[14], sino “Comunidades eclesiales”, como certifica la enseñanza conciliar y post-conciliar[15].

A pesar de que estas claras afirmaciones hayan creado malestar en las Comunidades interesadas e incluso en campo católico, no se ve, por otro lado, cómo se les puede atribuir el título de “Iglesia” a tales Comunidades, puesto que no aceptan el concepto teológico de Iglesia en sentido católico y carecen de elementos que la Iglesia católica considera esenciales.

De todos modos, hay que recordar que, en cuanto tales, dichas Comunidades poseen realmente muchos elementos de santificación y verdad, por lo que, sin duda, tienen un carácter eclesial y un consiguiente valor salvífico.

Retomando sustancialmente la enseñanza conciliar y el Magisterio post-conciliar, el nuevo documento, promulgado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, constituye un recuerdo claro de la doctrina católica sobre la Iglesia. Además de descartar visiones inaceptables, todavía difusas en el mismo ámbito católico, también ofrece indicaciones importantes para la continuación del diálogo ecuménico. Dicho diálogo es una de las prioridades de la Iglesia católica, según lo ha confirmado Benedicto XVI en su primer mensaje a la Iglesia (20 de abril de 2005) y en muchas otras ocasiones, como en su viaje apostólico a Turquía (28 de noviembre – 1 de Diciembre de 2006). Pero para que el diálogo pueda ser verdaderamente constructivo, además de la apertura a los interlocutores, es necesaria la fidelidad a la identidad de la fe católica. Sólo así se podrá llegar a la unidad de todos los cristianos en «un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 16), y sanear de esta forma la herida que aún impide a la Iglesia católica la realización plena de su universalidad en la historia.

El ecumenismo católico puede presentarse a primera vista paradójico. Con la expresión “subsistit in”, el Concilio Vaticano II quiso armonizar dos afirmaciones doctrinales: por un lado, que la Iglesia de Cristo, a pesar de las divisiones entre los cristianos, sigue existiendo plenamente sólo en la Iglesia católica, y, por el otro, la existencia de numerosos elementos de santificación y verdad fuera de su entramado, o sea, en las Iglesias y Comunidades eclesiales que todavía no están en plena comunión con la Iglesia católica. Al respecto, el mismo Decreto del Concilio Vaticano II sobre el ecumenismo, Unitatis redintegratio, introdujo el término plenitudo (unitatis/catholicitatis) precisamente para ayudar a comprender mejor esta situación en cierto modo paradójico. Aunque la Iglesia católica tenga la plenitud de los medios de salvación, «sin embargo, las divisiones de los cristianos impiden que la Iglesia lleve a efecto su propia plenitud de catolicidad en aquellos hijos que, estando verdaderamente incorporados a ella por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión»[16]. Se trata, pues, de la plenitud de la Iglesia católica, que es ya actual, pero que tiene que crecer en los hermanos que no están en plena comunión con ella y en sus propios hijos, que son pecadores, hasta que el pueblo de Dios «arribe gozoso a la total plenitud de la gloria eterna en la Jerusalén celestial»[17]. El progreso en la plenitud está arraigado en el dinamismo de la unión con Cristo: «La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos»[18].        


[1] Pablo VI, Discurso de clausura de la III sesión del Concilio Vaticano II, (21 de noviembre de 1964), n. 12: AAS 56 [1964] 1012.

[2] Ibidem, n. 7: AAS 56 [1964] 1010.

[3] Cf. G. Philips, L’Eglise et son mystère au IIème Concile du Vatican. Histoire, texte et commentaire de la Constitution Lumen Gentium, Tome I, Desclée, Paris 1966, p. 119.

[4] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Mysterium Ecclesiae, n. 1: AAS 65 [1973] 398.

[5] Congregación para la Doctrina de la Fe, Notificación sobre el volumen «Iglesia: Carisma y poder», del P. Leonardo Boff, O.F.M.: AAS 77 [1985] 758-759.

[6] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, 8.

[7] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 3.

[8] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 15.

[9] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, n. 17: AAS 92 [2000] 758.

[10] Cf. Comitato misto Cattolico-Ortodosso in Francia, Il primato romano nella comunione delle Chiese, Conclusioni: en “Enchiridion oecumenicum” [1991], vol. 4, n. 956.

[11] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, n. 17: AAS 85 [1993-II] 849.

[12] Congregación para la Doctrina de la Fe, Considerazioni su II primato del Successore di Pietro nel mistero della Chiesa, n. 7 e n.10, in: II primato del Successore di Pietro nel mistero della Chiesa, Documenti e Studi, Librería Editrice Vaticana, 2002,16 e 18.

[13] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, n. 17: AAS 85 [1993-II] 849.

[14] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, n. 17: AAS 92 [2000-II] 758.

[15] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, n. 4; Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millenium ineunte, n. 48: AAS 93 [2001] 301-302.

[16] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, n. 4.

[17] Ibidem, n. 3.

[18] Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, n. 14: AAS 98 [2006] 228-229.

 

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