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CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

ARTÍCULO DE COMENTARIO

 

La Congregación para la Doctrina de la Fe ha respondido a algunas preguntas presentadas el 11 de julio de 2005, por S. E. R. Mons. William S. Skylstad, Presidente de la Conferencia Episcopal Estadounidense, sobre la alimentación e hidratación de los pacientes que se encuentran en la condición comúnmente denominada “estado vegetativo”. El objeto de las preguntas es si la alimentación e hidratación de estos pacientes, sobre todo cuando son suministradas por vía artificial, no constituye una carga excesivamente pesada para ellos, sus familiares y para el sistema sanitario, hasta el punto de poder ser consideradas, también a la luz de la doctrina moral de la Iglesia, un medio extraordinario o desproporcionado, y, por lo tanto, moralmente no obligatorio.

A favor de la posibilidad de renunciar a la alimentación e hidratación de estos pacientes se invoca frecuentemente el Discurso del Papa Pío XII a los participantes en un Congreso de Anestesiología el 24 de noviembre de 1957. Allí el Pontífice confirmaba dos principios éticos generales. Por una parte, la razón natural y la moral cristiana enseñan que, en caso de enfermedad grave, el paciente y los que lo atienden tienen el derecho y el deber de aplicar los cuidados médicos necesarios para conservar la salud y la vida. Por otra parte, ese deber comprende generalmente el uso de medios que, consideradas todas las circunstancias, son ordinarios, o sea, que no constituyen una carga extraordinaria para el paciente o para los demás. Una obligación más rígida sería demasiado gravosa para la mayoría de las personas y haría demasiado difícil la consecución de bienes más importantes. La vida, la salud y todas las actividades temporales están subordinadas los fines espirituales. Naturalmente esto no impide que se haga más de lo que sea estrictamente obligatorio para conservar la vida y la salud, con tal de no faltar a deberes más graves.

Hay que notar, ante todo, que las respuestas dadas por Pío XII se referían al uso e interrupción de las técnicas de reanimación. Pero el caso en cuestión nada tiene que ver con esas técnicas. Los pacientes en “estado vegetativo” respiran espontáneamente, digieren naturalmente los alimentos, realizan otras funciones metabólicas y se encuentran en una situación estable. No pueden, sin embargo, alimentarse por sí mismos. Si no se les suministra artificialmente alimento y liquido mueren, y la causa de la muerte no es una enfermedad o el “estado vegetativo”, sino únicamente inanición y deshidratación. Por otra parte, la suministración artificial de agua y alimento generalmente no impone una carga pesada ni al paciente ni a sus familiares. No conlleva gastos excesivos, está al alcance de cualquier sistema sanitario de tipo medio, no requiere de por sí hospitalización y es proporcionada a su finalidad: impedir que el paciente muera por inanición y deshidratación. No es ni tiene la intención ser una terapia resolutiva, sino un cuidado ordinario para conservar la vida.

Lo que, por el contrario, puede constituir una carga notable es el hecho de tener un pariente en “estado vegetativo”, si ese estado se prolonga en el tiempo. Es una carga semejante a la de atender a un tetrapléjico, a un enfermo mental grave, a un paciente con Alzheimer avanzado, etc. Son personas que necesitan asistencia continua por espacio de meses e incluso años. Pero el principio formulado por Pío XII no puede ser interpretado, por razones obvias, como si fuera lícito abandonar a su propia suerte a los pacientes cuya atención ordinaria imponga una carga considerable para la familia, dejándolos morir. Este no es el sentido en el que Pío XII hablaba de medios extraordinarios.

Todo hace pensar que a los pacientes en “estado vegetativo” se les debe aplicar la primera parte del principio formulado por Pío XII: en caso de enfermedad grave, hay derecho y deber de aplicar los cuidados médicos necesarios para conservar la salud y la vida. El desarrollo del Magisterio de la Iglesia, que ha seguido de cerca los progresos de la medicina y los interrogantes que estos suscitan, lo confirma plenamente.

La Declaración sobre la eutanasia, publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 5 de mayo de 1980, explica la distinción entre medios proporcionados y desproporcionados, y entre tratamientos terapéuticos y cuidados normales que se deben prestar al enfermo: «Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo los cuidados normales debidos al enfermo en casos similares» (parte IV). Menos aún se pueden interrumpir los cuidados ordinarios para los pacientes que no se encuentran ante la muerte inminente, como lo es generalmente el caso de los que entran en “estado vegetativo”, para quienes la causa de la muerte sería precisamente la interrupción de los cuidados ordinarios.

El 27 de junio de 1981 el Pontificio Consejo Cor Unum publicó un documento titulado Algunas cuestiones de ética relativas a los enfermos graves y a los moribundos, en que se afirma, entre otras cosas: «Pero permanece la obligación estricta de procurar a toda costa la aplicación de los medios llamados “mínimos”, los que están destinados normalmente y en las condiciones habituales a mantener la vida (alimentación, transfusión de sangre, inyecciones, etc.). Interrumpir su administración constituirá prácticamente querer poner fin a la vida del paciente» (n. 2.4.4).

En un discurso dirigido a los participantes de un Curso internacional de actualización sobre las preleucemias humanas, del 15 de noviembre de 1985, el Papa Juan Pablo II, haciendo referencia a la Declaración sobre la eutanasia, afirmó claramente que, en virtud del principio de la proporcionalidad de los cuidados médicos, no nos podemos eximir «del esfuerzo médico necesario para sostener la vida ni de la atención con medios normales de mantenimiento vital», entre los cuales está ciertamente la suministración de alimento y líquidos, y advierte que no son lícitas las omisiones que tienen la finalidad «de acortar la vida para mitigar el sufrimiento al paciente o a los familiares».

En 1995 el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Asistentes Sanitarios publicó la Carta de los agentes sanitarios. En el n. 120 se afirma explícitamente: «La alimentación y la hidratación, aun artificialmente administradas, son parte de los cuidados normales que siempre se le han de proporcionar al enfermo cuando no resultan gravosos para él: su indebida suspensión significa una verdadera y propia eutanasia».

El Discurso de Juan Pablo II a un grupo de Obispos de los Estados Unidos de América en visita ad limina, del 2 de octubre de 1998, es explícito al respecto: la alimentación y la hidratación son consideradas como cuidados médicos normales y medios ordinarios para la conservación de la vida. Es inaceptable interrumpirlos o no administrarlos si la muerte del paciente es la consecuencia de esa decisión. Estaríamos ante una eutanasia por omisión (cf. n.4).

En el Discurso del 20 de marzo de 2004, dirigido a los participantes en un congreso internacional sobre “tratamientos de mantenimiento vital y estado vegetativo. Progresos científicos y dilemas éticos”, Juan Pablo II confirmó en términos muy claros lo que ya se había dicho en los documentos antes citados, y ofreció también la interpretación de los mismos apropiada a las circunstancias. El pontífice subrayó los siguientes puntos:

1) «Para indicar la condición de aquellos cuyo “estado vegetativo” se prolonga más de un año, se ha acuñado la expresión estado vegetativo permanente. En realidad, a esta definición no corresponde un diagnóstico diverso, sino sólo un juicio de previsión convencional, que se refiere al hecho de que, desde el punto de vista estadístico, cuanto más se prolonga en el tiempo la condición de estado vegetativo, tanto más improbable es la recuperación del paciente» (n. 2)[1].

2) Frente a quienes ponen en duda la misma “cualidad humana” de los pacientes en “estado vegetativo permanente”, es necesario reafirmar «que el valor intrínseco y la dignidad personal de todo ser humano no cambian, cualesquiera que sean las circunstancias concretas de su vida. Un hombre, aunque esté gravemente enfermo o impedido en el ejercicio de sus funciones superiores, es y será siempre un hombre; jamás se convertirá en un “vegetal” o en un “animal”» (n. 3).

3) «El enfermo en estado vegetativo, en espera de su recuperación o de su fin natural, tiene derecho a una asistencia sanitaria básica (alimentación, hidratación, higiene, calefacción, etc.), y a la prevención de las complicaciones que se derivan del hecho de estar en cama. Tiene derecho también a una intervención específica de rehabilitación y a la monitorización de los signos clínicos de su eventual recuperación. En particular, quisiera poner de relieve que la administración de agua y alimento, aunque se lleve a cabo por vías artificiales, constituye siempre un medio natural de conservación de la vida, no un acto médico. Por tanto, su uso se debe considerar, en principio, ordinario y proporcionado, y como tal moralmente obligatorio, en la medida y mientras se demuestre alcanzar su finalidad propia, que en este caso consiste en proporcionar alimento al paciente y alivio a sus sufrimientos» (n. 4).

4) Los documentos precedentes son asumidos e interpretados en ese sentido: «la obligación de proporcionar “los cuidados normales debidos al enfermo en esos casos” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la eutanasia, parte IV), incluye también el empleo de la alimentación y la hidratación (cf. Pontificio Consejo Cor unum, Algunas cuestiones de ética relativas a los enfermos graves y a los moribundos, n. 2.4.4; Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud, Carta de los agentes sanitarios, n. 120). La valoración de las probabilidades, fundada en las escasas esperanzas de recuperación cuando el estado vegetativo se prolonga más de un año, no puede justificar éticamente el abandono o la interrupción de los cuidados mínimos al paciente, incluidas la alimentación y la hidratación. En efecto, el único resultado posible de su suspensión es la muerte por hambre y sed. En este sentido, si se efectúa consciente y deliberadamente, termina siendo una verdadera eutanasia por omisión» (n. 4).

Por lo tanto, las Respuestas que la Congregación para la Doctrina de la Fe da ahora, están en línea con los documentos de la Santa Sede apenas citados y, en particular, con el Discurso de Juan Pablo II del 20 de marzo de 2004. Los contenidos fundamentales son dos. Se afirma, en primer lugar, que la suministración de agua y alimento, incluso por vía artificial, es, en principio, un medio ordinario y proporcionado para la conservación de la vida para los pacientes en “estado vegetativo”. «Por lo tanto es obligatorio en la medida y mientras se demuestre que cumple su propia finalidad, que consiste en procurar la hidratación y la nutrición del paciente». En segundo, lugar se precisa que ese medio ordinario de mantenimiento vital se debe asegurar incluso a los que caen en “estado vegetativo permanente”, porque se trata de personas, con su dignidad humana fundamental.

Al afirmar que suministrar alimento y agua es, en principio, moralmente obligatoria, la Congregación para la Doctrina de la Fe no excluye que, en alguna región muy aislada o extremamente pobre, la alimentación e hidratación artificiales puede que no sean físicamente posibles, entonces ad impossibilia nemo tenetur, aunque permanece la obligación de ofrecer los cuidados mínimos disponibles y de buscar, si es posible, los medios necesarios para un adecuado mantenimiento vital. Tampoco se excluye que, debido a complicaciones sobrevenidas, el paciente no pueda asimilar alimentos y líquidos, resultando totalmente inútil suministrárselos. Finalmente, no se descarta la posibilidad de que, en algún caso raro, la alimentación e hidratación artificiales puedan implicar para el paciente una carga excesiva o una notable molestia física vinculada, por ejemplo, a complicaciones en el uso del instrumental empleado.

Estos casos excepcionales nada quitan, sin embargo, al criterio ético general, según el cual la suministración de agua y alimento, incluso cuando hay que hacerlo por vías artificiales, representa siempre un medio natural de conservación de la vida y no un tratamiento terapéutico. Por lo tanto, hay que considerarlo ordinario y proporcionado, incluso cuando el “estado vegetativo” se prolongue.


[1] La terminología que se refiere a las diferentes fases y formas del “estado vegetativo” es objeto de controversia, pero para el juicio moral eso es irrelevante.

 

 

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