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Entrevista de Palabra
al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
el Arzobispo Gerhard Ludwig Müller

Diciembre 2012

Se habla mucho de la “nueva evangelización”, y en torno a ella ha girado el reciente Sínodo de los obispos. ¿Cómo podría cada cristiano participar más activamente en ella?

Al ponernos de nuevo delante de Cristo, alcanzamos una novedad de vida capaz de cambiarnos en lo más íntimo. Se trata de renovar la fe en nuestros corazones, de “despertar la Iglesia en las almas”, como se expresaba Romano Guardini. Solamente si nos renovamos seremos nuevos evangelizadores. De Cristo resucitado nace la Iglesia como sacramento de su presencia y de la unidad con Dios y entre los hombres (cfr. LG 1). De Él procede la fe de la Iglesia: una fe siempre nueva, aunque se nutra en todos los tiempos de los mismos dones. Radicados en Cristo y en la Iglesia, nos apoyamos en la fe de Pedro, en torno al cual encontramos aquella sólida unidad que no proviene de nosotros y que no falta nunca (cfr. UR4). A esta unidad pertenecemos todos. Queremos servir a esta unidad, “para que el mundo crea” (Jn 17, 21).

¿Cuáles son las sugerencias principales formuladas en el Sínodo de los Obispos, que acaba de concluir, en coincidencia con el inicio del Año de la Fe?

La nueva evangelización requiere superar ciertos debates intra-eclesiales en los que, desde hace muchos años, se plantean una y otra vez los mismos temas, y volver a proponer con vivo entusiasmo la fe cristiana en su plenitud y en su perenne novedad. En esta plenitud y esta novedad encuentra consistencia y fuerza la comunión de todos los fieles y, sobre todo, la colegialidad entre los obispos. El Concilio Vaticano II enseña que el Señor, “para que el mismo Episcopado fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión” (LG 18). La nueva evangelización exige alimentarse de esta comunión, y únicamente tendrá eficacia si se funda sobre la unidad de los obispos con el sucesor de Pedro, y entre sí. Esta unidad es la piedra angular sobre la que el Señor edifica su Iglesia.

¿Qué motivos podrían inducir al hombre post-moderno a creer en Jesucristo?

Las visiones “multicolor” del mundo, de cuño epicúreo, que caracterizan a las élites post-modernas, podrían compendiarse estupendamente en un refrán como el siguiente, eficaz y pintoresco: “La vida es demasiado breve como para beber un mal vino”. A la obstinación de semejante nihilismo hay que oponer, proponiéndolo incansablemente, el optimismo de la visión cristiana del mundo y del hombre. Aquel optimismo que San Pablo expresa con entusiasmo en la Carta a los Romanos: “Que la esperanza os tenga alegres; manteneos firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración; compartid las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad” (12, 12-13). Y si es un hecho que es breve la vida del hombre sobre la tierra, con el paso de los días percibe más claramente la brevitas vitae como un reto existencial. Precisamente es esta la cuestión: vale la pena aprovechar el tiempo como un recurso para despertar del sueño de la ideología de la autorrealización y del hombre que se construye solo. “La vida es demasiado breve como para arruinarla con una mala filosofía”.

En efecto, por decirlo aún con palabras del Concilio, “ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?” (GS 10).

El anuncio de Jesucristo, así como la posibilidad de que sea recibido de manera integral, remite directamente al redescubrimiento de la verdad de la persona humana, captada en sus demandas irreprimibles.

Por tanto, la fe todavía tiene algo que decir al mundo contemporáneo...

La fe es una fuente de conocimiento: alcanza verdades que la razón sola no está en condiciones de alcanzar. Si el encuentro con Cristo se produce efectivamente, la inteligencia y la voluntad del hombre se ven invitadas a acoger con entusiasmo y gratitud los contenidos precisos de la Revelación divina. Ésta es don gratuito, y corresponde profundamente, más allá de todo lo previsible, a las expectativas más profundas del corazón de cada hombre. Si, en cambio, se reduce la fe a sentimiento irracional, a algo privado que no tiene absolutamente ninguna relación con la realidad que se ha de conocer y de amar, como si estuviese destinada a contener la agitación de una psicología puesta a dura prueba por las complejidades de la vida contemporánea, se estará limitando a priori la posibilidad de individuar su verdadera naturaleza y su extraordinario alcance veritativo. También el problema, dramático, de la fractura entre el creer y el saber es, por tanto, un gran desafío al que el Año de la Fe pretende hacer frente.

¿Cómo se concreta una “vida de fe”?

La fe se realiza en la Santa Misa, en la vida cotidiana, en las familias. En realidad, no podemos hacer otra cosa más que ofrecer nuestra ayuda para que la libertad de cada persona se abra a la gracia de Dios. Debemos fortalecernos unos a otros. Aquello que dijo el Señor a Pedro: “confirma a tus hermanos”, es la expresión fundamental de la caridad fraterna, que todos podemos ofrecernos como don recíproco. En particular, para los anunciadores del Evangelio –y todo bautizado está llamado a serlo allí donde vive–, es importante encontrarse sobre el terreno de la fe, beber de sus fuentes, de la Sagrada Escritura, de los Padres de la Iglesia, de los documentos del Magisterio, de los grandes teólogos y los escritores espirituales. Donde eso no sucede, todo se queda árido y vacío. En cambio, cuando la fe es aceptada con alegría y determinación, nace la vida.

La Escritura nos propone algunas bellas imágenes: la luz sobre el candelero, la sal que da sabor a todo, el Evangelio como un fermento en el mundo. No se puede anunciar el Evangelio si no se ama a las personas con las que se vive, y si no se ve en cada una de ellas un misterio, imagen y semejanza de Dios. No hay que dejar de repetirse que Cristo ha muerto en la Cruz por todos nosotros. Cuando sabemos que nuestra vocación es ser amigos de Dios, descubrimos a qué esperanza infinita estamos en realidad destinados.

Recientemente ha recaído sobre Usted la responsabilidad de dirigir el trabajo de la Congregación para la Doctrina de la Fe. ¿Cuál es la tarea fundamental de esta Congregación?

El fundamento de la Iglesia es la Palabra revelada de Dios. Nuestra misión esencial, por eso, es despertar en cada uno la compresión de lo que significa ser católico, para lo cual no podemos limitarnos a los aspectos disciplinares; es más, tenemos que mostrar que, cuando están por medio el anuncio y las decisiones pastorales del Papa y de los obispos en comunión con él, no se trata de medidas disciplinares extrínsecas a la persona, sino de enraizamiento en el Evangelio.

Queremos reforzar la conciencia de que no podemos hacer y edificar simplemente lo que nos gusta, o lo que agrada y es bien aceptado por una mentalidad moderna secularizada. Lo que deseamos es custodiar y comunicar el aspecto profético del Evangelio, especialmente donde la mentalidad corriente –caracterizada por la búsqueda del bienestar subjetivo y del interés individual– corre el riesgo de colisionar con el Evangelio. El estridor del contraste entre la Iglesia y el pensamiento dominante no se debe a un error de posicionamiento de la Iglesia, que hubiera de adaptarse a la mentalidad mayoritaria vigente.

La Iglesia se presenta en todo tiempo con un anuncio incómodo, porque considera y contempla el bien del hombre a la luz de Dios. Cuando, por ejemplo, estamos contra la eutanasia, no es porque queramos hacer sufrir a las personas ancianas, sino porque queremos respetar su dignidad hasta las últimas consecuencias. Cuando insistimos sobre el hecho de que el hombre aún no nacido posee ya su propia dignidad y no se le puede quitar la vida, quizá no concordemos con la mentalidad de una Europa que se ha cansado de vivir, pero esto es para nosotros un honor. El Paraíso no está siempre allí adonde corre la gran masa. El siglo XX nos documenta que ya hemos pagado bastante por ese error, y no tenemos dudas sobre el hecho de que el eslogan “conformaos a este mundo” es falso.

Como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es Usted uno de los más importantes colaboradores del Papa. ¿Cómo es su relación con el Santo Padre?

Quien conoce a Joseph Ratzinger –y ahora, a través del Papa Benedicto XVI, lo conocemos muchos–, experimenta enseguida su mansedumbre, humildad, bondad y afabilidad. Al mismo tiempo, sus ojos y sus palabras revelan una inteligencia viva y aguda, y sus escritos nos muestran su poderosa cultura. Es fascinante poder hablar y trabajar con este hombre al que Dios ha llamado a guiar su Iglesia hoy. En este sentido, aunque sea sereno, expresa también una fuerza. Su pensamiento, que nace de una razón humilde y audaz, se impone mediante la fuerza de su profundidad y agudeza, de que sabe ver lejos y mira la realidad con un horizonte amplio.

No es casualidad que haya elegido la expresión Cooperatores veritatis, cooperadores de la verdad, como lema de su misión. Él se entiende al servicio de la verdad. Joseph Ratzinger es un hombre manso que se expresa con ideas fuertes. Hay una fuerza humilde que emerge en su persona y en sus palabras. Es la fuerza de la verdad, que no tiene necesidad de gritar para afirmarse, porque se impone por sí misma. Rezo todos los días para que esta sea también mi fuerza.

 

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