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PRESENTACIÓN DE LA CARTA ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL PAPA FRANCISCO

de

S.E. Mons. Gerhard L. Müller
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe

 

En las meditaciones que el Santo padre ofrece diariamente, con frecuencia se afirma que “todo es gracia”. Esta afirmación, que de frente a la complejidad y contradicciones de la vida, puede parecer a alguien ingenua o abstracta, es en cambio una invitación a reconocer que la dimensión ultima de la realidad es de signo positivo.

Esta verdad es justamente aquello que quiere poner de relieve la carta encíclica Lumen fidei la luz que proviene de la fe, de la revelación de Dios en Jesucristo y en su Espíritu, ilumina la profundidad de la realidad y nos ayuda a reconocer que ella lleva inscripta en sí misma los signos indelebles de la bondadosa iniciativa de Dios. Gracias a la luz que viene de Dios, la fe puede iluminar “todo el trayecto del camino” (n.1), “toda la existencia del hombre” (n.4). Ella “no nos separa de la realidad, sino nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacia sí” (n. 18).

Este es el mensaje central de la carta encíclica, que retoma algunos temas particularmente queridos por Benedicto XVI. “Estas consideraciones sobre la fe – escribe el Papa Francisco – en línea con todo lo que el Magisterio de la Iglesia ha declarado sobre esta virtud teologal,7 pretenden sumarse a lo que el Papa Benedicto XVI ha escrito en las Cartas encíclicas sobre la caridad y la esperanza. Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones.” (n. 7).

El hecho de que el presente texto haya sido escrito, por así decir, con la mano de dos pontífices, es una circunstancia feliz. Quien lo lea, podrá inmediatamente notar, más allá de las diferencias de estilo, sensibilidad y acentos, la sustancial continuidad del mensaje del Papa Francisco con el magisterio de Benedicto XVI.

En el origen de todo se encuentra Dios. La fe en Dios es justamente reconocer este hecho, que dilata la razón y el corazón del hombre, amplía sus horizontes, y lo hace siempre más cercano a los demás, mientras se le abre las puertas de una existencia vivida finalmente a la altura de su dignidad. Debemos reconocerlo: todas las veces que no pensamos, obramos y amamos para que actúe la fe en Dios, no contribuimos a edificar un mundo más humano. Por el contrario, frecuentemente damos uno contra testimonio de Dios y desfiguramos el rostro de la Iglesia.

En la fe viva en Dios, dentro de la cual nos introduce su Hijo Unigénito, Jesucristo, mediante su Espíritu, se encuentra nuestra mayor fuente de reservas. A partir de aquí, se levanta o cae todo tentativo de reforma, y esto, no solamente en la Iglesia, porque a este nivel de cosas está en juego un don que la Iglesia no puede guardarse sólo para sí. La fe y la vida de la gracia que la Iglesia nos ofrece, es de hecho un tesoro de bien y de verdad que toca a cada hombres, porque todos están llamados a vivir en amistad con Dios y a descubrir los horizontes de libertad que se abren a quien se deja tomar de la mano por Él.

La fe en Dios que nos revela a Jesucristo es la verdadera “roca” sobre la cual el hombre está llamado edificar su vida y la del mundo. Se trata de un don que nunca puede ser considerado “como un hecho descontado”, sino que debe ser continuamente “alimentado y robustecido” (n. 6).

Gracias a la fe podemos reconocer que cada día se nos ofrece un “grande Amor”, un amor que “ nos transforma, ilumina el camino y hace crecer en nosotros las alas de la esperanza para poder recorrerlo con alegría” (n. 7). Gracias a la fe, podemos mirar con realismo el futuro y, llenos de confianza, cuidar que nadie nos “robe la esperanza”, como repite continuamente el Papa Francisco. Fe, esperanza y amor, “en una admirable urdimbre”, constituyen el dinamismo de la vida del hombre que se abre a los dones que provienen de Dios (cf. n. 7).

La carta encíclica Lumen fidei afirma estas verdades, dividiendo las temáticas en cuatro partes, que podemos considerar como cuatro cuadros de una única grande “pintura”.

En la primera parte, a partir de la fe de Abraham, que presenta al hombre reconociendo en la voz de Dios “una llamada profunda, inscrita desde siempre en su corazón ” (n. 11), se pasa a la fe del pueblo de Israel. La historia de la fe de Israel, a su vez, es un continuo pasaje de la “tentación de la incredulidad” (n. 13) y la adoración de los ídolos, “obras de las manos del hombre”, a la confesión “de los beneficios de Dios y al cumplimiento progresivo de sus promesas (n. 12). Se llega así a la historia de Jesús, compendio de la salvación, en quien todas las líneas de la historia de Israel se unen y concentran.

Con Jesús podemos decir definitivamente que “hemos conocido y creído al amor que Dios tiene por nosotros” (1Jn 4,16), porque Él es “la manifestación plena de la fiabilidad de Dios” (n.15). Con Él la fe alcanza su plenitud. Ella implica reconocer que Dios no ha permanecido lejos, en su cielo inalcanzable, sino que ha querido que se lo pueda encontrar en Jesucristo, muerto y resucitado, presente en medio de nosotros.

Siguiendo a Jesús, toda la existencia del hombre se transforma gracias a la fe. El “yo”, la personalidad de quien cree, abriéndose al amor originario que le es ofrecido en la fe (cf. n.21), se dilata y “se convierte en existencia eclesial” (n. 22). Abriéndonos a la comunión con los hermanos y las hermanas, la fe no nos reduce a “mera pieza de un grande engranaje” (n. 22), sino que además “cada uno alcanza hasta el fondo su propio ser” (n. 22). “

 El que cree, aceptando el don de la fe, es transformado en una criatura nueva, recibe un nuevo ser” (n. 19), y la fe se convierten en una auténtica “luz” que invita a dejarse transformar siempre de nuevo por la llamada de Dios. “la fe, sin verdad, no salva… se queda en una bella fábula… se reduce a un sentimiento hermoso” (n .24).

En la segunda parte, la encíclica pone la verdad como una cuestione que se coloca “en el centro de la fe” (n. 23). La fe es un evento cognoscitivo relacionado con el conocimiento de la realidad: “sin la verdad, la fe no salva… permanece una hermosa fábula… o se reduce a un bello sentimiento” (n. 24).

La pregunta por la verdad y el compromiso de buscarla no pueden evitarse, del mismo modo que, en la búsqueda de la verdad, no puede excluirse a priori la contribución de las mayores tradiciones religiosas, sobre todo en lo que se refiere a las grandes verdades de la existencia humana.

En este sentido, ¿qué aporte ofrece la fe en Jesucristo? La fe, abriéndonos al amor que viene de Dios, transforma nuestro modo de ver las cosas “en cuanto el mismo amor trae una luz” (n. 26). Aun cuando el hombre moderno no parece creer que la cuestión del amor tenga relación con la verdad, habiendo sido relegado al esfera del sentimiento, “amor y verdad no se pueden separar” (n. 27).

El amor es auténtico cuando nos une a la verdad, mientras la verdad nos atrae a ella con la fuerza del amor. “Este descubrimiento del amor como fuente de conocimiento, que pertenece a la experiencia originaria de cada hombre”, nos es testimoniada justamente “por la concepción bíblica de la fe” (n. 28) y constituye uno de los énfasis más bellos e importantes de esta Encíclica.

El hecho de que la fe atañe al conocimiento y esté vinculada a la verdad, hace que Tomás de Aquino hable de oculata fides, es decir, de la fe como evento que toca el “ver” (cf. n. 30). La fe se relaciona al acto de escuchar, pero no en forma exclusiva, porque ella es también un “camino de la mirada” (n. 30) que busca y reconoce la verdad; un camino en el que “fe y razón se refuerzan mutuamente” (n.32). Por otra parte ya Agustín de Hipona había “descubierto que todas las cosas tienen en sí una transparencia” y pueden “reflejar la bondad de Dios, el Bien” (n. 33). La fe nos ayuda por tanto a alcanzar en profundidad los fundamentos de la realidad.

En ese sentido, se puede comprender el nivel en el cual la luz de la fe puede “iluminar los interrogativos de nuestro tiempo en cuanto a la verdad” (n.34), es decir las grandes preguntas que surgen en el corazón humano frente a la totalidad de la realidad, sea en relación a su belleza que a sus aspectos dramáticos. La verdad a que nos introduce la fe está vinculada con el amor y proviene del amor. No es una verdad que atemoriza, porque no se impone con la violencia sino que busca convencernos en la profundidad de nuestro ser: fortiter ac suaviter al mismo tiempo.

Por esto la encíclica no teme afirmar que “la fe ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta” (n. 34), tanto a los estudios de la ciencia como a la investigación del hombre sinceramente religioso. Es justamente la fe la que nos revela que quien se pone en camino para buscar la verdad y el bien “se acerca a Dios” y es “sostenido por su Él” (n. 35) aunque no lo sepa.

No me detengo a resumir la tercera y cuarta parte de la Encíclica, pero quisiera llamarles la atención, en el breve tiempo que tengo, sobre algunos puntos que creo particularmente relevantes. Antes que nada acerca del lugar genético de la fe. Ella es un evento que toca íntimamente la persona, pero no cierra el “yo” en un aislado y aislante “tú a tú” con Dios. De hecho, la fe “nace de un encuentro que se produce en la historia” (n. 38) y “se transmite… por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama (n. 37).

 La fe ocurre siempre en el interior de una trama de relaciones que nos precede y nos excede, en un “nosotros” que nos invita a salir de la soledad de nuestro “yo” para ponernos en un horizonte, en un ámbito siempre más grande; en un diálogo y en un camino que no terminan jamás. La misma forma dialogada que ha dado lugar a nuestro credo documenta este hecho y este movimiento que nos colocan en el interior del “nosotros” eclesial, del nuevo sujeto al que pertenecemos a través de la fe.

 La Iglesia es el lugar dentro del cual este movimiento de la persona, que nace a partir de la fe vivida, se radica para ser nuevamente lanzado una y otra vez, abriéndonos a Dios y a los demás, y convirtiéndose en una nueva Weltanschauung (Cosmovisión), una peculiar visión del mundo: es de hecho, según la hermosa cita de Romano Guardini, “la portadora histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo” (n. 22).

La Iglesia es el lugar donde nace la fe y se convierte en experiencia que se puede comunicar, es decir testimoniar en modo razonable y por lo tanto confiable: “lo que se comunica en la Iglesia… es la luz nueva que nace del encuentro con el Dios vivo” (n. 40).

La Iglesia hace justamente posible este encuentro con el Dios viviente, permitiendo que la fe sea un testimonio creíble. Vehículo y signo eficaz de este encuentro “son los sacramentos, celebrados en la liturgia de la Iglesia” (n.40). Por eso la Encíclica afirma que “la fe tiene una estructura sacramental” (n. 40).

Desde aquí se comprende bien la naturaleza del movimiento inherente a la fe: a partir de las cosas visibles y materiales ella nos mueve “al misterio [invisible] de lo eterno” (n. 40). En este movimiento, el creyente se sumerge con todo su ser para alcanzar la verdad que reconoce y confiesa (cf. n. 45). Éste no puede ya “pronunciar con verdad las palabras del Credo sin ser por eso mismo transformado” (n. 45), porque la fe exige un continuo cambio del hombre, que le impide cerrarse en una cómoda tranquilidad.

En segundo lugar, señalo con agrado una cita, presente en la tercera parte de la Encíclica, extraída de las Homilías de San León Magno: “si la fe no es una, no es fe” (n. 47). Vivimos de hecho en un “mundo” que, a pesar de sus conexiones y globalizaciones, está fragmentado y seccionado en muchos mundos, que si bien se encuentran en comunicación, se hallan con frecuencia en mutuo conflicto. Por esta razón la unidad de la fe es un bien precioso que el Santo Padre y sus hermanos obispos están llamados a testimoniar, alimentar y garantizar como primicias de una unidad que se ofrece al mundo entero como don.

Se trata de una unidad no monolítica, sino rica y de viva pluriformidad, que a la sombra del misterio del Dios Uno y Trino, se presenta al mismo tiempo como origen y misión de la Iglesia. Ésta ha sido definida por el Concilio Vaticano II como “signo e instrumento” (LG 1) de la unidad que viene de Dios y está destinada a abrazar a todo el género humano.

Es una unidad que con razón se define católica, porque está fundada sobre la verdad a la cual quiere servir y hacer valorar. Tiene de hecho el “poder de asimilar todo lo que encuentra en los diversos ámbitos en que se hace presente, en las culturas que halla, purificándolo todo a fin de que todo encuentre su mejor expresión” (n.48). Porque está fundada sobre la verdad, esta unidad no nos empobrece sino nos enriquece con los dones que nacen de la generosidad del corazón de Dios y del prójimo.

Esta unidad en la que nos introduce Dios, Padre de todos nosotros, nos ayuda también a encontrar la raíz de la verdadera fraternidad (cf. n. 53). Sin verdad y sin Dios, el sueño de una fraternidad universal, generado por la modernidad, no tiene posibilidad de realizarse y está destinado a reeditar la triste experiencia de Babel. De hecho la fraternidad, “sin regencia a una Padre común como fundamento último, no logra subsistir” (n. 54). La historia de los últimos dos siglos, nos ofrece una triste y amplia documentación de ello.

Por último, deseo referirme a un pasaje de la cuarta parte de la Encíclica. Si es verdad que la fe auténtica llena el corazón de alegría y “se ensancha la vida” (n.53) — afirmación que aúna concretamente al Papa Francisco y Benedicto XVI— “la luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimiento del mundo” (n.57) sino que nos abre “a una presencia que le acompaña, con una historia del bien que se une a toda historia de sufrimiento, para abrir en ella un resquicio de luz” (n.57). Sólo la luz que viene de Dios, del Dios encarnado que ha atravesado la muerte y la ha vencido, puede ofrecer una esperanza que inspire confianza frente al mal, ante cada mal que aflige la vida del hombre.

En resumen, la encíclica quiere reafirmar de modo nuevo, que la fe en Jesucristo es un bien para el hombre y “es un bien para todos, un bien común”: “su luz no luce sólo dentro de la Iglesia, ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades para que avancen hacia el futuro con esperanza” (n.51).

Éstas son las breves muestras de la Encíclica, que querrían inducir a la lectura de este rico documento e invitar a gustarlo. El presente texto puede muy bien considerarse un “documento”: en él que se nos ofrecen no sólo palabras, sino que se nos documenta una mirada positiva, a la luz de la fe, sobre una vida que se deja atraer y envolver totalmente en Dios. Es este, por lo demás, el testimonio que agradecemos al Papa Francisco y a Benedicto XVI: dos auténticas luces de fe y de esperanza para el hombre contemporáneo.

 

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