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Homilía de Gerhard L. Card. Müller
en la Catedral de Córdoba (28.9.2014)

XXVI domingo del tiempo ordinario.

Ciclo A (Ez 18,25-28 – Fil 2,1-11 – Mt 21,28-32)

 

En nuestra sociedad es muy difícil encontrar gente madura que asuma con valentía la responsabilidad por sus propios actos. Es cierto que a menudo asistimos a grandes manifestaciones de “culpa colectiva”: estos días pasados, por ejemplo, ante la Cumbre mundial contra el cambio climático, ha sido muy fácil oír voces contra las grandes multinacionales petrolíferas o contra algunos gobiernos de los países más desarrollados, por su falta de voluntad en la asunción de medidas contra el calentamiento global. También hemos podido ver como ciertos famosos, ante miles de manifestantes reunidos en las principales ciudades del planeta, han asumido el papel de “conciencia ética mundial” para así, aprovechando su tirón mediático, alertar sobre la gravedad del problema. Sin embargo, paralelamente y sin mucha coherencia, estas mismas gentes adoptan muchas veces un estilo de vida basado en el derroche energético, en la insostenibilidad alimentaria o en la “cultura del descarte” (EvG 53). De hecho, son muy pocos los que asumen con madurez su porción de responsabilidad personal en el problema antes denunciado. Por desgracia, son muy pocos los que pueden presentar una vida consecuente con estos planteamientos.

Este no es un fenómeno solamente de hoy. En la primera lectura hemos podido observar como los hebreos exiliados en Babilonia, antes que admitir su propia culpa y reconocer su responsabilidad por el desastre vivido, también acusaban a otros. Algunos atribuían sus desgracias a las generaciones pasadas (la culpa es de los padres, que comieron uvas agrias, por lo que los hijos tienen la dentera: Ez 18,3) o incluso al Señor (no es recto el camino del Señor: Ez 18,25).

El profeta Ezequiel, de manera incisiva, detecta el problema de fondo y se hace paladín de la responsabilidad individual (Ez 18,25-28). Él sabe que no vivimos solos y que la propia convivencia nos condiciona a todos: nos influyen las personas con las que convivimos, las estructuras a las que pertenecemos o la misma sociedad. La herencia familiar, cultural o social tiene también un gran peso… y, sin embargo, ¡cada uno continua siendo responsable de sus propios actos! La salvación personal, tal como denuncia proféticamente Ezequiel, no depende de la actuación de nuestros antepasados (Ez 18,2-4), ni de la familia (18,5-8), ni tan siquiera de la propia vida pasada (18,21-23). Lo que cuenta es cómo cada persona toma hoy y aquí las riendas de su propio destino.

Aunque algunos nieguen ideológicamente la posibilidad de realizar un acto libre, cualquier persona sabe que en determinadas ocasiones, en determinados momentos de la vida, es capaz de realizar un acto libre que incluso sorprende a propios y extraños. Por una parte, es cierto que hay situaciones que provocan en nosotros la sensación de formar parte de un juego que nos supera y que otros guían, como si fuésemos marionetas en el “gran teatro del mundo” de Calderón de la Barca. Aún así, también sabemos que es posible tomar decisiones con un grado importante de libertad: se puede hablar o callar, permanecer pasivos o actuar, escoger la ignorancia o tomar conciencia del problema. Incluso aquellos acontecimientos sobrevenidos como una enfermedad o una desgracia personal, nos dejan un margen decisivo de libertad: ante ellos, podemos reaccionar con coraje o con desesperación, podemos perder la fe o purificarla.

La libertad es el gran don que Dios nos hace, pues somos sus hijos, creados a su imagen y semejanza (Gen 1,26-27). Sin embargo, no “nacemos libres”, sino que, con su Gracia, “nos hacemos libres”. Es un don que nos compromete y que reclama de nosotros, continuamente, una respuesta: ¡quizás por ello muchos prefieren la comodidad y fingen no haberlo recibido! Por otra parte, es un don continuamente amenazado por aquellos que entienden el poder en modo autoritario y no como un servicio. Al final, la libertad es siempre una conquista personal: empezando por el centro de la persona, su conciencia, la vida es una llamada a hacer la voluntad de Dios, “con un corazón nuevo y un espíritu nuevo” (Ez 36,26).

Jesús buscaba despertar las conciencias en aquellos que le escuchaban. También a nosotros. En este sentido, la parábola que acabamos de escuchar podría tener como mensaje que aquello que cuenta no son los discursos, las promesas o las ideas bellas, sino las obras que nacen de una voluntad libre y decidida: “obras son amores y no buenas razones”, dice el famoso refrán español.

Sin embargo, esta lectura es incompleta. Jesús, en su enseñanza, va más al fondo de las causas de nuestra cerrazón a la oferta de vida que Dios nos hace. A modo de provocación, sentencia su discurso con una frase muy dura: en verdad os digo, los publicanos y prostitutas os precederán en el Reino de Dios (Mt 21,31). Evidentemente, no está formulando una verdad general o principio, como si todos los pecadores acabaran entrando en el reino sin necesidad de conversión y los fariseos quedasen todos excluidos.

Jesús, sirviéndose del ejemplo del Bautista, observa que a menudo ha encontrado hombres justos y practicantes, buscadores oficiales de Dios que, en cambio, en el momento de la decisión, han optado por rechazarlo: recordemos a los fariseos, a los sacerdotes del templo o al joven rico. En cambio, también ha encontrado grandes pecadores que, conscientes de su fragilidad, lo han acogido con gran gozo y se han decidido a seguirlo por el resto de sus vidas: pensemos en el publicano, en Mateo, en Zaqueo, en la adúltera, en la samaritana o en el buen ladrón.

¿Qué hay detrás de estas grandes opciones de vida? ¿Porqué algunos acogen a Cristo y otros se echan atrás? El gran obstáculo de la sequela Christi, quizás el peor puesto que desactiva una respuesta libre y gozosa ante el don de Dios… es la convicción de “ser justos”, de estar demasiado seguros de nosotros mismos. Creyéndonos justos y complacidos por nuestras obras, no necesitamos de la misericordia de Dios, ni un cambio importante en nuestras pobres vidas. Es como aquél que cuando reza, no pide la “conversión”, sino la “conservación” de aquello que configura su vida y la hace cómoda y fácil.

Podemos hablar mucho de Dios y, en el fondo, hacerlo sin fe. Podemos “deconstruir” el Evangelio y la Tradición y rehacerlos a gusto del mundo actual, “facilitando” sus exigencias y “acomodándolos” a un hombre postmoderno frágil, superficial e inmaduro. Pero si así fuera, si nos privasen de la ocasión de confrontar nuestras vidas con la Palabra divina, perderíamos también la ocasión de gozar de la auténtica felicidad que trae Cristo, quien no viene a evitarnos las cruces de la vida, sino a hacer nuestro yugo más llevadero (Mt 11,30) y a animarnos a hacer siempre la voluntad de Dios (Mc 14,36). Su compañía la encontramos en un camino que conduce a la Pascua y no en un cristianismo de “rebajas” y sin exigencias. Sólo Cristo y su amor son los únicos que pueden hacer más llevadera la Cruz de la enfermedad, de la pérdida del trabajo, de la soledad y viudedad, de la infidelidad o del fracaso matrimonial.

Hermanos y hermanas: pidamos hoy la gracia de desear aquello que descubrimos en nuestro corazón. No obstante nuestras miserias y pecados, pidamos con humildad el don de una vida libre, responsable y plena, sabiendo agradecer cada día los dones que Dios nos hace en ella. Así sea.

 

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