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Homilía del Card. Müller en el Santuario de san Juan de Ávila,
presbítero y doctor de la Iglesia

Montilla, 29 de septiembre de 2014

 

En la perícopa evangélica que acaba de ser proclamada, hemos escuchado que Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra» (cf. Mt 5,13) y «Vosotros sois la luz del mundo» (cf. Mt 5, 14). Estas realidades son obra de la gracia de Dios y se apoyan en una confianza radical, depositada en Dios Padre. Él es nuestro Creador, Él es nuestro guía providente que nos acompaña en el proceso dinámico de la santidad, iniciada por Jesucristo desde su Encarnación, y que de manera sublime se realiza en el sacrificio de la Cruz, tal como enseña san Juan de Ávila.

[1. La Economía de la salvación en san Juan de Ávila]

Dios, al crear al ser humano, lo constituyó a imagen y semejanza suya por medio del soplo del Espíritu de vida. En efecto, la visión del hombre que tiene el Maestro de Ávila se apoya en la actividad de Dios sobre su criatura: «Este Espíritu Santo es ánima de nuestra ánima. Sopló Dios nuestro Señor en el primer hombre […] resuello de vida, y luego la tuvo, y aquello fue figura de la vida espiritual»[1]. De este modo, la creación de Dios se concentra en la humanidad, por lo que la vida que recibe es un don, acción del mismo Espíritu Santo. Y en ese conjugarse las dos vidas, la natural y la del Espíritu, se da un doble lenguaje en el ser humano: el de la humildad, en comparación con la fuerza y la grandeza de Dios[2], y el de la admirable generosidad del Señor, que constituye a su criatura piedra angular de todo lo creado.

Ahora bien, la realidad del pecado ha inscrito en la naturaleza una necesidad intrínseca de salvación, una necesidad de redención, que sólo Dios podía procurar. La importancia de la vida natural y la espiritual radica, por tanto, en que van intrínsecamente unidas, como afirma el Concilio Vaticano II: «corpore et anima unum»[3]. Esta unidad antropológica, siendo absoluto don de Dios, tiene su correspondencia con el buen uso de la libertad y de la voluntad por parte del ser humano, refiriéndolas siempre a Dios. El pecado, precisamente, fue un engaño del demonio, un mal consejo acogido que supuso la muerte del ánima y un pésimo olor, como ya afirmara el Maestro[4].

La miseria debida al pecado original se concreta, entre otros muchos aspectos, en que el entendimiento y la voluntad quedan debilitados y la acción redentora del Hijo de Dios y del Espíritu Santo son, precisamente, el remedio divino para restablecer el conocimiento y la bondad en el hombre. En efecto, la compasión de Dios es el origen de la redención, cuyos primeros beneficios radican en lo espiritual, en el alma del creyente, lo cual es un fiel reflejo de la Trinidad[5].

En este sentido, es en la Encarnación redentora del Hijo donde se comprende de un modo sublime el misterio del Amor de Dios. Así lo dice el Santo Doctor: «Gran cosa es que el hombre sea hecho hijo de Dios, mayor cosa es que el Hijo de Dios sea hijo de una virgen. […] Sábete estimar, hombre, pues Jesucristo es tuyo»[6]. En consecuencia, para san Juan de Ávila, el amor fraterno es fruto de esta participación en la Encarnación del Salvador: «Ama, pues, al Señor Dios tuyo y serás libre de cualquier sujeción»[7]. De esta manera, cobra su verdadero y pleno sentido la libertad humana.

[2. El ministerio sacerdotal en san Juan de Ávila]

Querría destacar ahora la figura sacerdotal del Patrono del Clero español, cuya identidad hallaba su fundamento en Cristo encarnado y crucificado. Su ideal de santidad tenía como motivo la identificación con la Persona de nuestro Salvador. Él era un predicador incansable de los misterios de la fe cristiana, dando a conocer sin fatiga la hermosura de la revelación de Dios obrada en Jesucristo. Precisamente, Cristo Jesús, ocultando su belleza en la Cruz, es como ha hermoseado a las almas[8].

A pesar de las deshonras y de las luchas, el sacerdote Juan de Ávila siempre tuvo por amigo y fuente de esperanza al Sumo y Eterno Sacerdote. Esto se puede palpar de manera muy tangible en el episodio sumamente elocuente de su encarcelamiento en Sevilla, por orden de la Inquisición. En el año mil quinientos treinta y uno, comenzó un proceso informativo contra la persona de este Santo, teniendo como consecuencia su entrada en prisión al año siguiente. Fue absuelto el cinco de julio de mil quinientos treinta y tres, inocente de todos sus cargos. Debemos de considerar el impacto que supuso para este joven sacerdote, lleno de amor a Dios y a Iglesia, el hecho de verse acusado por ella, sin perder en absoluto su fe en Dios.

Se atribuye concretamente a esta época la redacción de una carta dirigida a unos devotos, que sienten de cerca la aflicción de su Maestro. Él les indica que su consuelo debe ser sobrenatural: «Dios quiere abrir vuestros ojos para considerar cuántas mercedes nos hace en lo que el mundo piensa que son disfavores y cuán honrados somos en ser deshonrados por buscar la honra de Dios»[9]. Su respuesta ante la injusticia fue el silencio manso y la oración insistente dirigida a Dios: «Usad mucho el callar con la boca y hablad mucho en la oración, especialmente pensando en la Pasión de Jesucristo nuestro Señor»[10]. Su unión con Cristo no excluyó sino que afianzó su comunión espiritual y pastoral con la Iglesia de su tiempo.

[3. El sentido de la figura jurídica de la Incardinación]

Actualmente, podemos ver en los anhelos y desvelos de nuestro Santo, una oportunidad para profundizar en el sentido que tiene la figura jurídica de la incardinación. Por un lado, canalizar de modo orgánico y pastoralmente eficaz los carismas que Dios, por medio de Jesucristo, ofrece a su Iglesia en la persona de sus pastores. Por otro lado, actualizar el carácter esponsal del ministerio pastoral, representando a Cristo esposo en la iglesia particular, actualizando así la solicitud del Buen Pastor, que conoce las inquietudes y desvelos de sus ovejas[11].

Juan de Ávila armonizó su predicación con la comunión jerárquica. Su apostolado se volvió más fecundo aún, cuando renuncia a sus planes misioneros en favor de las necesidades de las diócesis españolas, concretamente de Andalucía, de la cual es aclamado Apóstol. Asimismo, la celebración de los sacramentos unida a la ejemplaridad de su vida, procuró para la Iglesia universal la guía y el apoyo de Santos que la sostuvieron en aquellos años no exentos de dificultad. En este sentido afirmó: «Luz del mundo y sal de la tierra nos llama Cristo […] porque el sacerdote es un espejo y una luz en la cual se han de mirar los del pueblo»[12].

[4. La urgencia de una nueva evangelización]

La tarea evangelizadora no sólo urge a los ministros ordenados en la Iglesia, sino que incluye y atañe a todo bautizado. Todos estamos llamados a anunciar, con alegría, al Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Y este anuncio nos hace siempre nuevos porque Cristo es el «Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8), su riqueza y su hermosura son inagotables[13]. Y esta misión nos exige a todos, pastores y fieles, una entrega generosa y total, siendo conscientes en todo momento que la iniciativa es de Dios, que es Él el que nos sostiene para conservar la alegría. Pero en todo esto hemos de tener en cuenta aquello que nos dice el Papa Francisco: (Dios) «Nos pide todo, pero al mismo nos ofrece todo»[14].

María, Estrella de la Nueva Evangelización, es el consuelo para los cristianos, el ejemplo para los creyentes y el espejo para todos los hombres por su fe y obediencia a la Palabra de Dios. El Maestro san Juan de Ávila nos invita a que crezcamos y alimentemos nuestra devoción hacia la Madre de Dios, teniendo la certeza de que «oye y recibe de muy buena gana»[15]nuestras oraciones y súplicas ofreciéndolas a Dios por Jesucristo. Roguémosle, pues, incesantemente a Nuestra Señora que interceda por los sacerdotes, de modo que se sientan estimulados a vivir con mayor entrega pastoral el hecho de desposarse con la Iglesia diocesana en comunión jerárquica con su Obispo y el presbiterio, de manera que renueven con la predicación y los sacramentos la Obra de la Redención.

 

Notas

[1] San Juan de Ávila, Sermón [32] del Espíritu Santo (martes de Pentecostés), BAC maior 72, 388.

[2] «Cuán de verdad es Dios nuestra gloria y el que levanta nuestra pesada cabeza (cf. Sal 3,4), y la salud de su pueblo […] y todo nuestro bien. Y cuán abismo de miserias es el hombre y cuán pocas cosas le derriban y cuán presto se muda, como una flaca ceniza delante de un gran viento»» (San juan de Ávila, Carta [2] a un predicador religioso, BAC maior 74, 15).

[3] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 3.14.

[4] «Todo el bien de una criatura que a Dios quiere agradar, está en perder su libertad, y su querer propio, y voluntad. Fue Eva sin licencia a pasearse por el huerto […] engañóla el demonio, comió como el demonio le aconsejó, y murió el ánima, porque el pecado es pestilencia del ánima» (San Juan de Ávila, Sermón [32] del Espíritu Santo (martes de Pentecostés), BAC maior 72, 389).

[5] De este modo, san Juan de Ávila ofrece una visión económica del misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo: «Y pues el ánima del hombre es semejante a Dios en la naturaleza, y en la bondad y el conocimiento que tiene de Dios, el ser del ánima no se perdió; aunque el hombre muere, el ánima no se muere, siempre será; y como el Padre sea fundamento de las Personas divinas, atribúyese a Él el ser; y como aquel ser no se perdió, no vino el Padre. Perdióse el conocimiento del hombre, y vino el Hijo de Dios; perdióse la bondad del hombre y vino el Espíritu Santo» (San Juan de Ávila, Sermón 32 del Espíritu Santo (martes de Pentecostés), BAC maior 72, 391).

[6] San Juan de Ávila, Sermón [18] en Jueves de la Ascensión, BAC maior 72, 240.

[7] San Juan de Ávila, Sermón [23] in dominica XVII post Pentecosten, § 7, BAC maior 72, 281.

[8] San Juan de Ávila, Audi Filia (1), § 21-22, BAC maior 64, 521-522.

[9] San Juan de Ávila, Carta [58], BAC maior 74, 268.

[10] San Juan de Ávila, Carta [58], BAC maior 74, 271.

[11] Cf. Jn 14, 16; San Juan Pablo II, Pastores Dabo vobis, 22.

[12] San Juan de Ávila, Plática 1. A sacerdotes, § 8, BAC maior 64, 791.

[13] Cf. Francisco, Evangelii gaudium, 11.

[14] Francisco, Evangelii gaudium, 12.

[15] Cf. San Juan de Avila, Audi filia (I), § 20.

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