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HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA MARTINS
EN LA SANTA MISA DE BEATIFICACIÓN DE LA SIERVA DE DIOS ALBERTINA BERKENBROCK
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Catedral de Tubarão, Brasil
Sábado 20 de octubre de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

1. Con gran alegría y profundo gozo honramos hoy la gloria de la beata Albertina Berkenbrock, y reconocemos que participa de la gloria del cielo, que Cristo prometió a sus servidores fieles.
Se cumple el misterio, se mantiene la promesa, se realiza la eternidad feliz, y a nosotros nos queda la fuerza y la elocuencia de una vida centrada en Cristo y a él reservada y ofrecida en holocausto de suave aroma.

Es la bienaventuranza de los pequeños que conocen los misterios del Reino: a ellos ha sido revelado su gran valor. A ellos, llamados a trabajar en la viña mística desde la primavera de su vida, se les ha concedido gozar de los frutos de la Redención, no sólo cuando el sol está despuntando en el horizonte, sino también cuando la luz de Cristo ha hecho madurar con su poder, desde el amanecer, los frutos de la Pascua eterna.

Queridos hermanos, la beata Albertina consumó, en el breve período de 12 años, su existencia terrena, pero alcanzó los tiempos de una maduración cristiana con una extraordinaria correspondencia a la gracia divina, que conoció en los caminos ordinarios de la educación cristiana y de la vida sacramental y de oración.

2. Albertina nació el 11 de abril de 1919 en São Luís, en el municipio de Imaruí, Estado de Santa Catarina, aquí en Brasil. Fue bautizada el 25 de mayo del mismo año; confirmada seis años más tarde, recibió la primera Comunión el 16 de agosto de 1928.

Sus familiares, personas de profunda fe y sincera devoción, la educaron desde el inicio en las verdades de la fe y en los principios de la moral cristiana, infundiendo en ella un vivo sentido de adhesión a Jesús y a la vida virtuosa.

Los testigos del proceso canónico nos narran con cuánta sencillez y devoción amaba la oración y cómo aprendía con diligencia sus fórmulas y las rezaba con fervor.

La confesión frecuente, la participación asidua en la Eucaristía, la Comunión recibida con fervor, fueron los pasos "ordinarios" de un extraordinario camino de santidad.

De hecho, consideraba que el día de su primer encuentro con el Esposo divino en el sacramento de la Eucaristía había sido el más feliz de su vida. A este Esposo le sería después íntegramente fiel, y se entregaría totalmente a él.

En el ambiente sencillo y cristiano de su familia, Albertina creció ayudando a sus padres y formándose en una vida plena y honesta. En esta vida el fruto de la santidad maduró pronto, inesperado, dulcísimo y precioso.

Y es esto precisamente lo que admiramos en los niños santos: al contrario de la mayor parte de nosotros, maduraron con sencillez la semilla puesta en ellos por el divino Agricultor, ofreciéndole para ello un terreno sin espinas, sin piedras, profundo: el de una infancia inocente. Pero esa semilla germinó rápidamente, y entonces el milagro del fruto maduro se ofreció al sembrador atento... Tal vez la estación podía parecer demasiado precoz; tal vez no era de esperar aún la hora de la cosecha, pero no se podía esperar más, para evitar que algún envidioso se moviera para robar ese fruto.

3. Albertina, como la viuda del evangelio que acabamos de escuchar, no temió dirigirse sin desfallecer al juez justo, pidiendo para sí justicia. Y obtuvo justicia contra sus enemigos gracias a su insistencia.

La beata Albertina pidió para sí el cielo al Señor del cielo, y le fue concedido el cielo sin esperar más, por el mérito de su inocencia.

La viuda quería ser defendida de su adversario, pero el juez de la parábola tardaba... La beata Albertina ofrecía la defensa de su pureza, y pronto llegó el Rey de los mártires.

La viuda del Evangelio oraba en su necesidad... Nuestra pequeña beata oraba en su juventud. Para la primera fue la insistencia en los días de la opresión; para la segunda, la constancia en la flor de la juventud.

Para ambas la misma oración fue el camino y el instrumento de salvación: a la primera para concluir su causa; a la segunda para prepararse a la victoria.

A nosotros se dirige la exhortación de la fe: cuando vino el Hijo del hombre, y para Albertina llegó pronto en esta tierra de Brasil, encontró encendida y viva la llama de su fe, y se volvió consolado llevando consigo el trofeo de su victoria.

Y hoy el Hijo del hombre vuelve a hablarnos, indicándonos con el testimonio de la beata Albertina Brekenbrock que nada vale tanto como la fidelidad a él.

Vuelve a enseñarnos que la pureza del cuerpo indica la fidelidad de nuestra alma a Dios: se debe entregar a él, sin traiciones, sin antagonismos y sin rivales.

Nuestra vida ha de ser intacta en la fidelidad, pura en las intenciones, íntegra en la lucha, pronta en el sacrificio, absoluta en la entrega.

4. No cabe duda de que hoy, como en los tiempos del Evangelio, como en los días de nuestra mártir, también hay lobos rapaces. Tal vez están más hambrientos aún a causa del tiempo cada vez más acelerado, son más torpes en su voluntad insaciable de arrebatar a Cristo lo que es de Dios, andan todavía en torno a nosotros, deseosos sólo de corromper al hombre creado a imagen del Altísimo, desfigurando el rostro de su inocencia y de su pureza.

Esos lobos tienen el nombre de "pecado", el mal que el hombre puede hacer contra Dios y contra su obra, es decir, contra sus criaturas.

El pecado tiene también el rostro de la violencia, del abuso, de la explotación de los últimos, de la marginación, de la injusticia...; tiene el rostro de la rebelión frente a Dios y a su proyecto, el rostro del abandono de las aspiraciones más profundas que nos hacen anhelar la eternidad, vendida por el escaso precio de los placeres efímeros de la tierra.

Nuestra inocencia, nuestra pertenencia a Dios, nuestra santidad, hoy necesita la voz fuerte y tenaz de la beata Albertina, que dijo a su asesino: "Yo no quiero el pecado". No quería perder su bien más precioso; no lo podía cambiar por la riqueza mayor de su vida; no podía traicionar a Aquel que la había llamado a la existencia.

La pequeña Albertina defendió este amor divino al precio de su sangre: no cedió a las amenazas de los impíos.

La beata Albertina nos enseña a nosotros, y de modo especial a los jóvenes, cómo alcanzar la felicidad verdadera. Sí, porque el pecado no da la felicidad. Con su ejemplo radical de vida, lanza un fuerte mensaje a los numerosos muchachos y jóvenes de hoy que, fácilmente, pueden buscar la felicidad en los paraísos artificiales, tan vacíos como perjudiciales, de la droga y de las diversiones, finitos en sí mismos, o incluso fuera de toda regla moral y del respeto de la dignidad de la persona humana. Esos estilos de vida no pueden dar la verdadera alegría: "La verdad es que las cosas finitas pueden dar briznas de alegría, pero sólo lo Infinito puede llenar el corazón" (Benedicto XVI, Discurso durante el encuentro con los jóvenes en Asís, domingo 17 de junio de 2007: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de junio de 2007, p. 7).

5. El poder divino vino en socorro de la fragilidad de sus fuerzas: los milagros de los inicios de la Iglesia, cuando santa Inés fue protegida en su integridad por el ángel del Señor, cuando para salvar su pudor se le evitó la vergüenza de la plaza pública, hoy parecen volverse actuales y presentes en la virgen Albertina, cuando con fuerza sobrehumana, inexplicable en una niña, se enfrentó al violador y resistió a la propuesta de pecado, saliendo vencedora. Entonces el verdugo, cegado por el orgullo herido por su derrota, cortó con una navaja el cuello de la víctima, hasta que el último grito, que brotó juntamente con la sangre, se elevó desde la tierra y tuvo la fuerza de llegar directamente hasta el cielo, para que ante aquel grito el Esposo acudiera inmediatamente: "He aquí que viene el Esposo".

Hermanos, como nos recuerda san Pablo (cf. 1 Co 4, 9), somos un espectáculo para el mundo. La Iglesia ofrece al mundo de hoy el testimonio fiel de la beata Albertina Berkenbrock, para que el mundo aprenda cómo se puede conquistar también hoy el tesoro del reino; estamos llamados a darlo todo, incluido el bien mayor, nuestra propia vida, si fuera necesario.

Este aspecto nos brinda la ocasión para una reflexión. Si hoy podemos venerar a Albertina como beata, debemos pensar en el heroísmo de su fidelidad a la gracia bautismal. De hecho, su santidad va unida al don del bautismo y la plena respuesta que dio con fortaleza intrépida, que tal vez ni siquiera una persona adulta habría podido testimoniar; no fue más que la maduración de la semilla de santidad recibida con el primero de los sacramentos.

Como recuerda el Santo Padre Benedicto XVI, "es importante que en nuestra vida y en la propuesta pastoral tomemos cada vez mayor conciencia de la dimensión bautismal de la santidad. Es don y tarea para todos los bautizados. A esta dimensión hacía referencia mi venerado y amado predecesor en la carta apostólica Novo millennio ineunte cuando escribió: "Preguntar a un catecúmeno, ¿quieres recibir el bautismo?, significa al mismo tiempo preguntarle: ¿quieres ser santo?" (n. 31)" (Discurso a los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y las religiosas en Asís, 17 de junio de 2007: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de junio de 2007, p. 6

A nosotros, que probablemente no se nos concederá el martirio del derramamiento de la sangre, pero sí el de la perseverancia en la fidelidad cristiana, nos queda el ejemplo de la virtud cristiana de la beata Albertina, de su fuerza y su radicalismo; nos queda el ejemplo de su oración, un ejemplo que queremos imitar, una oración que desde hoy queremos y podemos dirigir también a ella, a su intercesión, para que la gracia de Dios no sea estéril en nosotros, para que no perdamos el reino de los cielos, para que la violencia que ese reino sufre cada día brote en nosotros como conquista..., para que la casa del Padre, que nos pertenece como herencia recibida en Cristo, nos vea un día ocupar a todos nuestro lugar en la gloria de los santos, donde eternamente cantaremos la gloria del Señor.

¡Intercede por nosotros, beata Albertina Berkenbrock, para que sean dadas a Cristo la honra y la gloria por los siglos! Amén.

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