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XLVIII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL

LA FE EN LA EUCARISTÍA:
LUCES Y SOMBRAS EN ASIA

Presentación de las delegaciones

Discurso de S.E. Mons. Carmelo Morelos, d.d  
arzobispo de Zamboanga (Filipinas)

Auditorio de la Expo, Guadalajara (México)
Lunes 11 de octubre de 2004

 

Jesús vino a Galilea proclamando el evangelio de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 14). Tal fue la proclamación del Señor Jesús. Fue una confirmación que Dios está con nosotros. “Porque el reino de Dios ya está entre vosotros” (Lc 17,20). Jesús no sólo predicó acerca del Reino, Él es la personificación del Reino. “Que el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rom 14,17). Ésta permanente presencia de Dios en Jesús es el tema central en la historia de la salvación.  Es por eso que celebramos el XLVIII Congreso Eucarístico Internacional, retomando las palabras de Juan Pablo II en la preparación del año Jubilar: “Ya que la Eucaristía es el sacrificio de Cristo hecho presente entre nosotros, ¿cómo puede su presencia real no ser el centroÂ… ?” (NMI 11)

“¡Dad gracias a Yahveh, porque es bueno, porque es eterno su amor!” (Salmo 136). El salmista, reconociendo que desde el principio Dios nos ha llenado con sus regalos, rompe en llanto en una letanía de alabanza. Cuánto más debe la Iglesia regocijarse de recibir no sólo otro regalo, aunque precioso entre muchos otros, sino el regalo por excelencia, pues es el regalo de Sí mismo, de su persona, de su sagrada humanidad, así como el regalo de su trabajo salvador (Ecc de Euch 11). Este sacrificio es tan decisivo para la salvación de la raza humana que Jesucristo lo ofreció y regresó al Padre, sólo después de habernos dejado un medio de compartir en Él, como si hubiéramos estado ahí presentes. (Ecc de Euch 11).

La misión de Cristo fue el traernos la reconciliación entre Dios y la humanidad, originada por la entrada del pecado. Él logró esto por su sagrada encarnación y el misterio pascual. Por su encarnación, Dios ha hecho tangible su presencia. Esta historicidad de Cristo es una fuente de tensión desde el principio “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”  (1 Cor 1,23-24). El medio para superar esta historicidad, de modo que  los actos de salvación puedan continuar siendo relevantes para la humanidad, fue la institución de los sacramentos, a través de los cuales la gracia es continuamente ofrecida para nosotros. En la Sagrada Eucaristía, el Sacramento de sacramentos, no es solamente la gracia lo que recibimos, sino la fuente misma de la gracia.

“En la última cena, en la noche que iba a ser traicionado, nuestro Salvador instituyó la Eucaristía, sacrificio de su cuerpo y de su sangre. Esto lo hizo para perpetuar el sacrificio de la cruz a través de los años, hasta que Él viniera otra vez, y así encargó a su amada esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección; un sacramento de amor, un signo de unidad, una obligación de caridad, “un banquete pascual en el cual Cristo es recibido, la mente es llena de gracia y una promesa de gloria futura nos es dada.”  (Ecc de Euch 47).

El contexto asiático

El continente asiático es el más extenso, pero en términos de territorio y población. Aquí está el origen de las cinco grandes religiones mundiales, incluyendo el cristianismo. Es un complejo de culturas, y culturas dentro de culturas, un retrato de lo mejor y lo peor de la realidad humana. Nuestra realidad cristiana es una muy pequeña minoría de cerca de 2-3 %  de las masas que retoñan en Asia. Asia no es sólo una morada para nuestra fe, sino que compartimos esta morada con aproximadamente el 85% de todo el mundo no-cristiano (FABC v. 1,7). Esta realidad gráfica inmediatamente nos encara como Iglesia nuestra gran tarea por delante. El mandato de Cristo “Haced esto en memoria mía” está unido a su recordatorio que este memorial es “por ustedes y por todos.” Asia, más que cualquier otro continente, siente fuertemente la urgencia en la tarea de la proclamación y presencia. 

La realidad de la Iglesia asiática resuena de los tiempos de Diogneto quien en el primer siglo escribió: “Los Cristianos son indistinguibles de otros hombres por nacionalidad, lengua o costumbres. Ellos no habitan ciudades separadas de las suyas, o hablan un dialecto extraño, o siguen algún estilo de vida extravagante.  Sus enseñanzas no están basadas sobre ensueños inspirados por la curiosidad del hombre. A diferencia de algunas otras personas, ellos no defienden una doctrina puramente humana. En cuanto a vestido, alimento, la manera de vida en general, ellos siguen la costumbre de cualquier ciudad donde están viviendo, sean griegos o extranjeros. Y aún así hay algo extraordinario en sus vidas. Viven en sus propios países como si estuvieran solo de pasoÂ… Cualquier país puede ser su patria,  pues para ellos su patria, donde sea que ésta esté, es un país extranjero” (Nn. 5-6; Funk, 397-401). “Ciertamente, la visión cristiana lleva a la espera de los “cielos nuevos” y una “tierra nueva” pero esto aumenta, en vez de disminuir nuestro sentido de responsabilidad para el mundo de hoy. (Rev 21,1).

La realidad de una sombra nos confirma la presencia de la luz. Una sombra no es una negación de esperanza, sino una prueba de esperanza. Procuraré examinar los principales desafíos que nosotros enfrentamos en mi parte del mundo. Las sombras no son un presagio de un futuro fracasado o de un inminente fracaso, sino un signo seguro de la fuerza y relevancia de la Eucaristía, luz del mundo. Las sombras son oportunidades para expresar nuestra profunda fe en Nuestro Eucarístico Señor, Luz y Vida del Nuevo milenio.  “Si, la Eucaristía es la luz de las almas y de las sociedades, así como el sol es la vida del cuerpo y de la tierra.  Sin el sol, la tierra sería estéril; es el sol el que la hace fértil, hermosa y ricaÂ…  en realidad, el sol obedece a un Sol supremo: la divina Palabra, Jesucristo, quien ilumina a cada uno venido a este mundo, y quien por la Eucaristía, Sacramento de Vida, actúa en la persona en las mismas profundidades de las almasÂ… ” (Eymard, La Presence Reelle, Vol. I).

Una fe de minoría

De las más de seis mil millones de habitantes (6.091.315.000) del mundo en la vuelta del milenio, sólo el 33.2% son cristianas, con mil millones católicos (1.085.622.000), comprendiendo así un miserable 17.8% de la población mundial. De la población de Asia, representando un 57.5% de los habitantes del mundo, sólo 101.210.000 son católicos (2.89%).  Abrumadas por gentes de otra fe, las iglesias locales de Asia son llamadas a proclamar a Jesucristo en una forma dialogal (DP 70e).  Encontrándose a sí misma en el medio de otras grandes religiones, la Iglesia Católica no rechaza nada de lo que es verdad en estas religiones, así, al mismo tiempo proclama y es obligada a proclamar sin falta a Cristo, quien es el Camino, la Verdad y la Vida. (NA 2).

Nuestra postura dialogal enfrenta el nuevo desafío del aumento de fundamentalismo y  no tolerancia de fe en algunas regiones de Asia.  La Iglesia recuerda una iglesia de mártires, continuamente regada por la sangre y los sacrificios de miles que sufren a causa de su fe cristiana.  “El riesgo de ser herido en el acto de amor, buscar entender en clima de malos entendidos; éstas no son de ningún modo cargas ligeras de llevar. El diálogo exige una profunda espiritualidad, la cual permite al hombre como hizo Jesucristo, sostenerse sobre su fe en el amor de Dios, aún cuando todo parece deshacerse. El diálogo, finalmente, exige un total despojo de sí mismo, semejante a Cristo, para que guiados por el Espíritu podamos ser más efectivamente instrumentos en la construcción del Reino de Dios”. (FABC 84, 3.3d)

“¿Cómo podemos nosotros hoy ver y contemplar a Cristo, la luz de todos los pueblos que ha sido manifestado (Texto Básico, 48° CEI 8)? Para la mayoría de la gente de Asia, el rostro de Cristo puede ser contemplado únicamente en el testimonio de vida de la comunidad cristiana. El Cristo que nosotros les presentamos, es el Cristo que ellos ven. Nuestra fe Cristiana debe ser fundada sólidamente en que nosotros somos llamados a ser testigos, así como mártires. La palabra “mártir” viene de la palabra griega que significa “testigo”. Cuando celebramos la Eucaristía (etimológicamente, regalo bueno), afirmamos nuestra voluntad de ser testigos de Cristo, de agradecer a Dios por esta gran oportunidad de ser eucaristías también. “No se requiere un cristiano, y ciertamente, no un gran cristiano, para agradecer y alabar a Dios una vez que la crisis ha pasado, sino que se requiere un real cristiano que alabe y agradezca a Dios durante la crisis, cuando se está llevando la cruz” (El Emmanuel, Corpus Christi 2004 p.38). Es de la Eucaristía que sacamos nuestra fortaleza.

Cada vez más la llamada a ser testigos de la fe está siendo expresada por el aumento de comunidades eclesiales de base en las iglesias de Asia. Programas para profundizar la fe a través de la catequesis, la obtención de poder en la ley, fundación de sociedades misioneras de Asia, crecimiento en vocaciones sacerdotales y religiosas y el incremento en el número de conversiones a la fe son signos indiscutibles de vitalidad de una comunidad centrada en la Eucaristía. La llamada a la renovación es igualmente atendida por movimientos espirituales y movimientos laicos, los cuales han apoyado esta iglesia de mártires.

Un mundo globalizado

Asia es la economía de más rápido crecimiento en el mundo. En términos de tecnología y exportaciones, hemos sido consecuentemente un desafío para los gigantes económicos tradicionales. Este proceso de desarrollo está marcado por el elitismode expertosinsensibles a las necesidades del pobre, cautelosos y desconfiados del movimiento de la gente y sus derechos, de participar en el proceso de desarrollo.

Al mismo tiempo, debido a los “Feroces sistemas económicos que no toman en cuenta al ser humano”  (XLVIII CEI, 2), hemos sentido la gran carga de migración económica, globalización y el siempre creciente espacio entre el rico y el pobre. Cada vez más, el mundo se está convirtiendo en una economía sola, pero una economía la cual quita lo poco que tiene al pobre y aumenta el valor acumulado del rico.

Lo que hemos descrito arriba en amplios términos, es la globalización. Es la integración económica cada vez más evidente del mundo entero, en una manera que se niega a reconocer que nuestro planeta tiene límites físicos. Este proceso, que opera en gran parte sin control político, está destruyendo las estructuras políticas de las naciones-estado. De las cien economías más grandes en el mundo actual, más de la mitad no son naciones, sino corporaciones.   (Boletín Ecc LXXVII, No. 87, p. 795).

Un sistema económico libre de control político, no puede evitar promover salvajes desigualdades que desgarran la tela social. En la mayoría de las ciudades de Asia, uno no podría dejar de ver el contraste entre los rascacielos que parecen elevarse por todas partes, enormes parques industriales y casas opulentas en un mar de miseria y barrios bajos. El enorme mercado asiático se ha convertido en una estación de vertido para los artículos defectuosos del Primer Mundo, al mismo tiempo que los suministramos con una fuente ilimitada de productos baratos de tiendas de sudor y trabajo infantil. No es  solamente limitado a bienes materiales. Ahora, más que nunca, la economía forzó la migración que separó familias, drenó recursos humanos del Tercer Mundo y ha comenzado lo que muchos llaman la “esclavitud moderna”. Sólo de mi país, aproximadamente el diez por ciento (10%) o más de siete (7) millones de personas tienen que dejar el país y trabajar en el extranjero, a veces en condiciones espantosas y peligrosas, y peor, cuando la práctica de la fe está prohibida. ¿Sorprende entonces que la violencia haya alcanzado señales altas en todas partes?

En la Eucaristía, celebramos los regalos de Dios, hechos por las manos de los hombres. “Bendito seas, Señor, Dios de todo lo creado; en tu bondad, nosotros tenemos este pan y este vino que ofrecer, fruto de la tierra, fruto de la vid y del trabajo del hombre…”  El trabajo humano tiene un papel integral en la historia de la salvación. En la oración de la fiesta de San José el Trabajador, la Iglesia afirma que “en cada época Tú llamas al hombre y a la mujer a desarrollar y usar sus dones para el bien de los demás”.  Aquellos que creen en Dios, dan por hecho que tomando por sí misma la actividad humana, tanto  individual como colectivaÂ… están de acuerdo con la voluntad de Dios.

“Vos Señor, hicisteis todo para su deleite, disteis al hombre alimento para todos sus díasÂ… como grano una vez disperso sobre la ladera, fue en esta fracción del pan hecha una, que desde todas las tierras vuestra Iglesia sea congregada” (Didaché).

La Eucaristía nos empuja cada vez más de cerca a atestiguar a Asia, el ejemplo de la primera comunidad, que tenía todo en común y dividido entre todos de acuerdo a las necesidades de cada uno, de modo que ninguno entre ellos estuviera en necesidad. (Hec 2,42-47; 4,32-35)

El desequilibrio en la distribución de la riqueza de la tierra y las oportunidades de auto desarrollo han creado olas sobre olas de migración. Así, ha comenzado a surgir una fuente de innumerables problemas, tanto para la gente de los países de recepción como para aquellos que quedan en casa. Pero al mismo tiempo, la migración ha traído la fe en lugares que la han perdido o que nunca han escuchado el Evangelio.

De donde sea que los inmigrantes cristianos han venido, la fe los ha acompañado. En muchas partes del mundo, nuestros inmigrantes se han hecho evangelizadores. Por esta razón, la Iglesia de Asia toma sobre sí misma seriamente el apostolado por los trabajadores inmigrantes. “Este recorrer de la Iglesia junto con el trabajo inmigrante es un signo de solidaridad entre la Iglesia universalÂ… y un nuevo signo de unidad (FABC 84, 2.10-2.11). En lugares donde la Iglesia ha perdido vigor, las comunidades de inmigrantes traen esperanza en términos de número de miembros y trabajo apostólico.

La globalización dio a Asia una perspectiva más universal. Ya no es factible concentrarse en nosotros solos. Ha habido muchas áreas en nuestro continente donde las ideas de odio o antipatía hacia los extraños han conducido a una discriminación contra cualquier persona o cosa extranjera. Esto ha sido una fuente de profundas heridas causadas por la explotación de otros pueblos y sus recursos. Hoy más que nunca, las sociedades encontrarán cada vez más difícil el vivir en aislamiento y prevenir un libre cambio de ideas entre sus ciudadanos. 

Una vez más, la Eucaristía se vuelve un punto central para la unidad global. En este sacramento, las barreras no existen. En Cristo, “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28). La base de nuestra unidad no puede ser la de la avaricia y auto-agrandamiento. Tenemos la triste experiencia de que cuando nuestras relaciones están sobre el mero nivel del utilitarismo, todos sufrimos las consecuencias de un ambiente en ruinas, de explotación humana y de pérdida de valores espirituales y morales.

Una sociedad secularizada

Nuestro mundo hoy no está en peligro tanto, de perder a Dios, sino de sustituirlo.  Las sociedades asiáticas tradicionalmente religiosas, han mantenido la fe a través de incontables generaciones. Pero los continuos efectos de la urbanización (más del 45% de los asiáticos son habitantes de ciudad) y la pérdida de la tradición, han dado lugar a la sociedad secularizada. La gente ha olvidado el tiempo cuando podían ser felices sin dinero y sin la tecnología actual. Las familias se han roto y los valores son sacrificados sobre el gran altar del desarrollo económico. El dinero ha reemplazado a Dios, aún en áreas previamente católicas. El incremento de nuevas religiones, que sobre todo vienen del Oeste, han dejado a los católicos entre los cientos de miles. La secularización de la sociedad construye cada vez barreras más altas y fosos más profundos y amplios para separar la religión de la vida.

El desarrollo económico y la educación tienen que ver por lo general con la aceptación de la falsa libertad. En las sociedades asiáticas de hoy, la gente se mueve de la tradición a la opción. Con tantas opciones en la vida, conseguimos menos inspiración de nuestras culturas locales cuando afrontamos la asombrosa serie de oportunidades (FABC-OHD, Pattaya, Ago-Sept-2000, 5.2). Pero la mala información o la falta de información, conduce a opciones incorrectas.  La santidad de la familia y lo sagrado de la vida son usualmente las primeras cosas por ir. Los más altos rangos de divorcios, aborto y anticoncepción, están en áreas que han experimentado una oleada en el  crecimiento económico, particularmente en los países del Este de Asia, Sur Asia y Sureste de Asia.

Cuando nos juntamos a celebrar la Eucaristía, reconocemos que la creación está llena de sentido y objetivo. La Creación nos pertenece a todos nosotros durante un tiempo y así todos somos dotados con derechos inherentes y responsabilidades de unos con otros. El statio orbis que estamos haciendo ahora, en este Congreso Eucarístico, hace salir a nuestros ojos una vez más a la divina presencia de Dios. Él está aquí y afecta nuestras vidas, y firma nuestra historia humana. Pero esta realidad puede tener poco efecto o no tenerlo, hasta que los cristianos pongan completamente su fe en la Eucaristía. Es sólo verdadero y auténtico discípulo, quien puede atraer a la gente a mirar una y otra vez la faz de Cristo, y así reconocer sus propias reflexiones.

Una Iglesia de los pobres

A más de tres décadas desde el comienzo de la Conferencia de Obispos de Asia (FABC) han surgido diversos modelos de la Iglesia. El modelo inicial y dominante fue la Iglesia de los Pobres. La Iglesia de Asia se mira a sí misma como pobre en muchas maneras. Primero, es pobre en términos de números. Ha permanecido una muy pequeña minoría en números, así como marginados y pobres. Muchas veces, su voz puede venir como un susurro, tan frágil y suave, que muy pocos oyen su llamado. Segundo, debemos admitir como Iglesia que tenemos muchos fracasos, ya sea históricos, como actuales. No es necesario decir que en la mayoría de los casos, el cristianismo ha sido implantado muy convincentemente a través del uso de la fuerza y consentimiento con colonizadores. La falta de formación apropiada y la falta de fidelidad a los líderes de la Iglesia y los trabajadores, ha causado mucho daño. Tercero, en muchas partes de Asia, el cristianismo es visto como una religión extranjera, aún cuando su origen y primera historia fue asiática.

Sin embargo, como la pobreza de la Eucaristía es su riqueza, así también la misma pobreza de la Iglesia es su fortaleza. ¿No escogió Dios a aquéllos que son pobres en el mundo para hacerlos ricos en fe y herederos del reino que Él prometió a aquellos que lo aman? (Jam 2,5). La celebración de la Eucaristía es muy simple y pobre. Consiste en ofrecer ordinariamente pan y vino. Esta simplicidad y forma ordinaria puntualiza valores muy importantes en nuestro mundo de hoy.

La Iglesia asiática que reconoce su debilidad encuentra su fuerza en la presencia del Señor. No tiene nada de que jactarse. Ella experimentó, y continuará experimentado las palabras del San Pablo “Pues cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2-Cor 12,10). Despojados de lo imprescindible, somos capaces de encontrar el verdadero  tesoro-Cristo mismo en la Eucaristía. No otra provisión es necesaria para nuestro viaje como peregrinos, porque con Él, tenemos todo.

La Iglesia asiática, en su pobreza, es capaz de identificarse con Jesús, pobre y humilde.  Las distracciones de la riqueza material, la tentación del confort se hacen cada vez más intensas. En su pobreza, en número y calidad, la Iglesia asiática presta atención al llamado de Pedro: “Queridos, os exhorto a que, como extranjeros y forasteros, os abstengáis de las apetencias carnales que combaten contra el alma” (1 Pedro 2,11).  La Eucaristía está bajo lo imprescindible. Contemplando el rostro de Cristo, en la adoración eucarística, los cristianos asiáticos son capaces de identificarse con su maestro, quien sufriendo y muriendo conquistó los poderes de la muerte misma.

Finalmente, en su pobreza, la Iglesia asiática es capaz de reconocer fácilmente lo que Juan Pablo II propone: que la celebración y adoración del Misterio Eucarístico es una fuente de confort y desafío para el creyente (Ecc de Euch 19; 25). A veces, la experiencia de la adoración eucarística nos consuela y profundiza nuestra comunión con Él, como la experiencia del discípulo amado de descansar su cabeza sobre el pecho de Cristo. Otras veces esto evoca la experiencia de tensión, ya que en la celebración de la plenitud de la vida de la iglesia, nos damos cuenta de la distancia entre nuestras vidas y la vida del reino.

Nuestra Señora de Guadalupe y Juan Diego

¿Cómo puedo, encontrándome a mí mismo en la tierra de México, donde la Virgen de Guadalupe reina, no hablar de ella y su amado hijo Juan Diego? En el suceso de Guadalupe, Dios eligió dar la milagrosa imagen de su Madre a un modesto y humilde viudo. Las Iglesias de Asia desean identificarse con Juan Diego en su pobreza y en la simplicidad de su fe. Como él, también nosotros deseamos escuchar el llamado de María, Estrella de la Evangelización. Sabemos cómo a los siete años seguidos a las apariciones de la Santísima Madre en el cerro del Tepeyac (1532-1538), ocho millones de Indios recibieron el bautismo. Nosotros le rezamos para que nos conceda fecundidad a las iglesias de Asia,  en nuestros esfuerzos apostólicos.

Cuando María recibió el mensaje del ángel, de que iba a ser Madre del verdadero Dios, su humildad la obligó a responder: “¿Cómo será esto puesto que no conozco varón?” (Lc 1,34).Así, a la Virgen que él amaba y confiaba, Juan Diego protestó a su llamada; y María contestó: “Escucha, el más pequeño de mis hijos. Debes tratar de entender que yo tengo muchos mensajeros y sirvientes a quienes puedo encargar la entrega de mi mensaje y lograr hacer mi voluntad, pero es totalmente necesario que tú mismo emprendas este ruego y que a través de tu mediación y asistencia sea cumplida mi voluntad”.

La Iglesia asiática, en su pobreza, no podía fallar en reconocer que ésta es su misión para el mundo actual. No es que sea la mejor, sino que precisamente por ser la última, tendrá que encargarse del honor y la carga de continuar viva la fe de Cristo, quien nunca abandona a su multitud. En nuestra grave situación y dificultad, regresaremos a ella y rezaremos, llamándola como hizo Juan Diego Xocayata, nuestra hija, la más pequeña, nuestra señora, nuestra niña, de modo que podremos oír el susurro de la Virgen de Guadalupe, “Xocoyte, mi hijo favorito”; el más pequeño de sus hijos.

 

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