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XLVIII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL

Guadalajara, México, 10 - 17 de octubre de 2004

CATEQUESIS DEL CARDENAL CARLOS AMIGO VALLEJO

LA EUCARISTÍA,
EXIGENCIA Y MODELO DEL COMPARTIR

Viernes 15 de octubre de 2004

 

Introducción: Eucaristía y amor fraterno

I. EL AMOR DE CRISTO NOS APREMIA

1. Alcance social de la Eucaristía
2. La cultura de la solidaridad

II. LA EUCARISTÍA: ESCUELA DEL AMOR DE DIOS

1. Escuela de amor fraterno
2. El honor del cuerpo de Cristo

III. COMPARTIR EL PAN DE LA EUCARISTÍA Y EL PAN DE LA CARIDAD

1. Para tener vida
2. La caridad: responsabilidad y criterio
3. Derecho a vivir como cristianos

IV. OBSTÁCULOS Y COARTADAS

1. Las excusas de los invitados
2. Multiplicación del pan
3. El pan de vida

V. EUCARISTÍA Y CARIDAD

1. Una humanidad renovada
2. Eucaristía y caridad

 

INTRODUCCIÓN

Entre los más asentados motivos para la esperanza, está el del arraigado deseo de fraternidad, de unión, de ayuda recíproca. En la Eucaristía se colman esos "anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano. A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres" (EDE 24) [1] .

Nada mejor tiene la Iglesia para celebrar, para adorar y para vivir el misterio de Cristo que la Eucaristía. Centro y culmen de la vida cristiana. Sacrificio y comunión, anuncio de esperanza, alimento para un pueblo nuevo, escuela permanente donde se vive y aprende la más grande de las lecciones del Maestro: amaos unos a otros con el mismo amor de Aquel que se entrega para la salvación de todos. De ese compartir, hasta un amor sin medida, nace un nuevo modelo de vida.

Todo se hace nuevo en Cristo: una nueva humanidad liberada del pecado; un nuevo pueblo: la Iglesia vivificada y asistida por el Espíritu Santo: una nueva ley: la del mandamiento nuevo; un nuevo sacrifico: el que anuncia la muerte y la resurrección del Señor; un hombre nuevo: el redimido por la sangre de Cristo; un nuevo alimento: la Eucaristía; una nueva evangelización que invita con mayor entusiasmo y esperanza a ofrecer la buena nueva de Cristo para todos los pueblos; una nueva civilización: la del amor.

Un camino nuevo, en fin, que debe recorrer la Iglesia para cumplir fielmente los mandatos que se le han encomendado. Alimento del pueblo de Dios, en esa peregrinación por este mundo, es el de la Eucaristía, teniendo en cuenta que "el pan y el vino que presentamos en el altar, nos están remitiendo a esa comida o bebida que debiera estar en la mesa de todo ser humano, porque hay muchos hombres que no pueden disfrutar de tal derecho, bien porque no tienen qué comer o porque les falta con quién compartir, lo que representa una clamorosa injusticia" (TB 54).

No podía ser de otra manera, pues las alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias, sobre todo de los que sufren, han de ser nuestras alegrías y esperanzas, nuestras tristezas y angustias, pues nada de lo auténticamente humano puede estar lejos de nuestro corazón (EIE 104). "Ofrecer de verdad el sacrificio de Cristo implica continuar este mismo sacrificio en una vida de entrega a los demás. Así como Él se ha ofrecido en sacrificio bajo la forma de pan y vino, así debemos darnos nosotros, con fraterno y humilde servicio, a nuestros semejantes, teniendo en cuenta sus necesidades más que sus méritos, y ofreciéndoles el pan, o sea, lo más necesario para una vida digna" (TB 53).

Acercarse al misterio más grande de la fe cristiana, como es la Eucaristía, no sólo no aleja de los hermanos sino que une y compromete más con el amor fraterno. Esperamos un tiempo nuevo al final de todo, "pero la espera no podrá ser nunca una excusa para desentenderse de los hombres en su situación personal concreta y en su vida social, nacional e internacional, en la medida en que ésta —sobre todo ahora— condiciona a aquélla" (SRS 48).

Si quieres de verdad honrar el cuerpo de Cristo, no consintáis que padezca hambre, frío o desnudez. Hay que honrar a Cristo como Cristo quiere ser honrado. Lo que queréis hacer conmigo, a hacerlo con vuestros hermanos (San Juan Crisóstomo, Mt, h, 50,3). Habrá que unir, pues, la fracción del pan a la comunión de bienes, la oración a la colecta en favor de los pobres, la comunión con Cristo a la unidad entre todos.

Si los ojos se abren ante la Eucaristía, como los de los discípulos de Emaús, no se pueden cerrar ante la indigencia del hermano. Si la honra del Sacramento, según palabras de San Ambrosio, es la redención de los cautivos, de los que redimiera Cristo con su sangre (De officiis 2, 28, 137), apremiados por el amor de Cristo, tendremos que avanzar en el camino de la verdad de la fe y en la práctica misericordiosa de la caridad (I); aprender en esa escuela admirable del amor de Dios, que es la Eucaristía (II), para saber compartir el pan de la caridad (III). Que nunca el pan de vida se convierta en lugar de reprobación (IV), sino en fuente de una caridad sin medida (V).

I. EL AMOR DE CRISTO NOS APREMIA

Cristo es nuestra única verdad. Él es la Verdad. El que nos ofrece un auténtico conocimiento de las realidades de este mundo y la esperanza de "un cielo y una tierra nuevos" (Ap 21,1). Mientras vamos caminando en esta espera del mundo futuro, nos encontramos con Cristo en la Eucaristía y con los hermanos que recorren el mismo itinerario de peregrinación por la tierra. El amor de Cristo nos apremia (2Cor 5, 14) y en la celebración de la Eucaristía el peregrino siente la urgencia del amor fraterno y se acrecienta la esperanza. El amor de Cristo "limpia el corazón de las manchas del egoísmo, de la injusticia, del desamor" (Juan Pablo II. A las personas consagradas. Quito 30-1-85) y lo llena de una entrega misericordiosa en favor de los más desvalidos.

1. Alcance social de la Eucaristía

No pocas veces tenemos que celebrar la Eucaristía en un contexto lleno de problemas y contradicciones que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Parece como si no hubiera sitio para los débiles y para los pobres (EDE 20). Pero, si es el cristiano quien vive la Eucaristía, y ha de ser identificado como discípulo de Cristo por la práctica del amor fraterno (Cf. Jn 13, 35), no puede caber la menor duda acerca de la exigencia social de la Eucaristía, pues la caridad está en lo más profundo y esencial del misterio que se celebra, pues Cristo fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación (Rom. 4, 25).

Sentarse con Cristo en una mesa de tanto amor, es urgencia para salir al encuentro de la humanidad entera y colocar en la mesa de todos los hombres, particularmente en la de aquellos en la que falte el alimento de la justicia, de la dignidad, del trabajo o del pan de cada día, un amor en tal forma eficaz que haga resplandecer allí la presencia de Cristo: "El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor" (Lc 4, 18-19).

Quien se acerca a la Eucaristía no puede quedar indiferente ante el clamor de los pobres. Si todavía no ves a Dios en la Eucaristía es que no te has acercado suficientemente a tus hermanos: "quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor" (1Jn 4, 8). Ponte a los pies de los pobres, lávaselos con el agua de los sentimientos de Cristo y encontrarás la luz que necesitas. Con el pensamiento y las palabras de San Vicente de Paúl podemos decir: al servir a los pobres se sirve a Cristo. Al ver a los enfermos, al atender a los pobres os encontraréis a Dios. "Amemos a Dios, pero que sea con el esfuerzo de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente" (A las Hijas de la caridad, Obras... 240). Dios ha querido manifestarse en los pobres, pues su Hijo hizo causa suya nuestra pobreza.

El cuidado de los más desvalidos y pobres es como bálsamo de amor divino que se pone sobre las heridas de la humanidad. También es buena ayuda para que se abran los ojos al misterio de Dios y al del amor de los hermanos. Vivimos en la esperanza de un mundo nuevo, pero ello no debilita sino que estimula el sentido de responsabilidad y los deberes que nos incumben como ciudadanos de este mundo.

Anunciar la muerte del Señor "hasta que venga" (1Co 11, 26), comporta, para los que participan en la Eucaristía, el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo "eucarística". Precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana: "(Ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 20) (EDE 20).

2. La cultura de la solidaridad

La cultura de la solidaridad se ha convertido en un verdadero signo de esperanza, siempre con la inexcusable garantía de que "en cada hombre resplandezca el rostro de Cristo. Por eso, la solidaridad es fruto de la comunión que se funda en el misterio de Dios uno y trino, y en el Hijo de Dios encarnado y muerto por todos. Se expresa en el amor del cristiano que busca el bien de los otros, especialmente de los más necesitados" (EAM 52).

Es menester dejar bien claro que la solidaridad es una actitud personal y permanente que lleva a considerar al hombre como hermano y a ver los bienes de este mundo como un patrimonio común que compartir. Es apertura a la comprensión de los demás y disposición activa para la ayuda. Tiene como base el reconocimiento del principio de que todos los bienes de la creación, así como los que proceden del trabajo del hombre, están destinados al disfrute de todos (SRS 39). Formamos parte de una fraternidad universal en la que todos puedan dar y recibir, sin que un grupo progrese a costa del otro (PP 44).

Los hombres y las mujeres no son simple objeto de ayuda, sino unas personas. "La solidaridad nos ayuda a ver al "otro" —persona, pueblo o nación—, no como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un "semejante" nuestro, una "ayuda" (cf. Gen 2, 18, 20), para hacerlo partícipe como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos" (SRS 39).

La verdadera solidaridad lleva a aceptar al otro, al hermano, en su realidad individual y social concreta, sin poner obstáculo alguno al amor por razón de diferencias personales o condicionamientos sociológicos: raza, cultura, religión, ideas, nación... No es simple ejercicio de una tolerancia ambigua desde la indiferencia o el simple desinterés. Es el respeto a quien tiene derecho a su propia dignidad como hombre. Es condición de respeto a la autonomía y libre disponibilidad de cada uno.

Que mediante el ejercicio de la solidaridad se ayude a vencer los "mecanismos perversos" y las "estructuras de pecado" (SRS 40). Con la verdad y el amor en el proceso de liberación, porque si éstos faltasen, sería la muerte de la libertad y se habría perdido el mejor apoyo para la promoción del hombre. "Porque donde faltan la verdad y el amor, el proceso de liberación lleva a la muerte de una libertad que habría perdido todo apoyo" (SRS 46). La solidaridad se ayuda del bien y de la satisfacción de poder servir y de verse reconocido como persona.

La solidaridad es una virtud cristiana. Existen numerosos puntos de contacto entre ella y la caridad, que es signo distintivo de los discípulos de Cristo (SRS 40). "A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí mima, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuesto al sacrificio, incluso extremo: dar la vida por los hermanos (cf. 1 Jn 3, 16)" (SRS 40).

II. LA EUCARISTÍA: ESCUELA DEL AMOR DE DIOS

Dar la vida y entregarse con generosidad inconmensurable en favor de los demás, es la prueba más evidente y grande del amor. "La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más grande que la muerte" (DM 13). Amor inagotable que sale al encuentro del corazón del hombre.

La Iglesia, quiere acercar la humanidad entera a esa fuente del amor misericordioso de Dios que es la Eucaristía. El sacrificio, la comunión, la presencia y oración es la mejor escuela donde se puede aprender a vivir el gran mandamiento: amarás a Dios y servirás con ese mismo amor a tus hermanos.

1. Escuela de amor

La Eucaristía, celebrada y vivida, se convierte en escuela de amor, pues está evidenciando, en la entrega de Cristo, el valor del hombre ante Dios (DC 6). "La Eucaristía actualiza la diakonía o servicio de Cristo, y es lugar de renovación de la misión de la Iglesia, sobre todo a favor de los más necesitados. Así, la Eucaristía es escuela, fuente de amor y diakonía que necesariamente tiende a realizarse en la vida. Esto supone que en la Eucaristía, y por la Eucaristía, sean promovidos los valores de acogida fraterna, de solidaridad y de comunicación de bienes. Este testimonio de amor es un elemento indispensable de la verdadera evangelización (TB 56).

Haced esto en memoria mía, nos dijo el Señor (Lc 22, 19). La Iglesia, no sólo recuerda las acciones de Jesús, sino que realiza, en este momento y en este lugar, con la actualidad viva e inmediata, lo que sucediera en la historia. Es la perpetuación en el tiempo de la muerte y resurrección de Cristo. No repetición, sino presencia viva y actual.

La Iglesia vive de la Eucaristía: el amor de Cristo reúne a los hijos de Dios, se ofrece por ellos, los alimenta, los envía. Y se ha de conocer que han participado en tan grande sacramento por el amor que ofrecen a sus hermanos de toda raza, pueblo y nación.

"Lo que os dicho en secreto, predicadlo en medio del pueblo" (Mt 10, 27). De la misma forma se podría afirmar: lo que habéis celebrado en la Eucaristía (sacrificio, entrega, amor de Cristo) llevarlo a todas las gentes. Que por el amor que haya entre vosotros se sepa que sois hombres y mujeres de la Eucaristía. Es el "compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo eucarística" (EDE 20).

La celebración de la Eucaristía no recluye a la comunidad cristiana en el ámbito de su propia casa, sino que hace salir a sus miembros al mundo y les coloca en el corazón de la sociedad para sentir las heridas que el pecado, la injusticia y el desamor han causado y, con urgencia de responsabilidad, ayudar a que se realice esa verdadera civilización del amor en la que todo se transforme en Reino de Dios, que lo es de amor, de justicia y de paz.

La Eucaristía exige un amor universal sacrificado y ofrecido. De una comunidad particular que celebra la Eucaristía, a la humanidad entera, para que sienta la comunión y la unidad, la entrega recíproca y el fruto de la redención para todos. En la Eucaristía nadie queda excluido. Todos son invitados a participar del amor que en la Eucaristía se vive y se celebra.

2. El honor del cuerpo de Cristo

No se puede participar en la Eucaristía con el corazón indiferente a lo que sucede en el mundo, el hambre de los pobres, las heridas de los inocentes. "El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser "en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (EDE 24).

Juan Pablo II ha recordado, en varias ocasiones, el conocido texto de San Juan Crisóstomo: «¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: "esto es mi cuerpo", y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: "Tuve hambre y no me disteis de comer", y más adelante: "Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer" [...]. ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo» (PG 58, 508‑509).

La Eucaristía es la más profunda relación de una expresiva celebración de la fraternidad humana. En la Eucaristía se encuentra la más abundante fuente de la reconciliación con el mundo, de la esperanza futura (RH 7.20). Ahora bien, la espera nunca puede ser pretexto para desentenderse de los problemas y aspiraciones de la humanidad (SRS 48).

"Quienes participamos de la Eucaristía estamos llamados a descubrir, mediante este Sacramento, el sentido profundo de nuestra acción en el mundo en favor del desarrollo y de la paz; y a recibir de él las energías para empeñarnos en ello cada vez más generosamente, a ejemplo de Cristo que en este Sacramento da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13). Como la de Cristo y en cuanto unida a ella, nuestra entrega personal no será inútil sino ciertamente fecunda" (SRS 48).

Son muy expresivas las palabras de Juan Pablo II: "Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. [...] Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu" (EDE 17). Unidad perfecta es esta: el mismo corazón y el mismo Espíritu. Lo que disgregara el pecado, lo ha unido el amor de Cristo en la Eucaristía. "Como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo" (EDE 23).

La acción del Espíritu Santo se manifiesta sobre todo en la plegaria eucarística y en la consagración. Cristo nos une con él y a los hermanos entre sí. Primero se ha trasformado el pan en el Cuerpo de Cristo. Después, la comunidad reunida en cuerpo eclesial. Así se dice en la plegaria eucarística (II): "Por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión del Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor (...) Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y sangre de Cristo"

Participar en el cuerpo de Cristo es, al mismo tiempo, comunión con su Espíritu, con el amor de Cristo. Pues "los bienes de este mundo y la obra de nuestras manos —el pan y el vino— sirven para la venida del Reino definitivo, ya que el Señor, mediante su Espíritu, los asume en sí mismo para ofrecerse al Padre y ofrecernos a nosotros con él en la renovación de su único sacrificio, que anticipa el Reino de Dios y anuncia su venida final" (SRS 48).

III. COMPARTIR EL PAN DE LA EUCARISTÍA Y EL PAN DE LA CARIDAD

Quien coma de este pan vivirá para siempre (Jn 6, 51). Comer de este pan de la Eucaristía es exigencia de compartir. En el día final seremos juzgados y reconocidos por cuanto se haya hecho en el amor y servicio a los demás: tuve hambre y me diste de comer... (Mt 25, 35). Si Cristo se ofrece de una manera tan sacrificada en la Eucaristía, el que come de este pan santo ha de entregarse por los demás. "Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre. La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, "misterio de luz". Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: "Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron" (Lc 24, 31) (EDE 6).

La Eucaristía ha de llevar al cristiano a ponerse junto a las esperanzas y angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, particularmente de los pobres. Nada de lo auténticamente humano debe dejar de interesar al cristiano (EIE 104).

Sentarse a la mesa con Cristo es "un privilegio, pero también una interpelación. El pan y el vino que presentamos en el altar, nos están remitiendo a esa comida o bebida que debiera estar en la mesa de todo ser humano, porque hay muchos hombres que no pueden disfrutar de tal derecho, bien porque no tienen qué comer o porque les falta con quién compartir, lo que representa una clamorosa injusticia" (TB 54).

Como ejercicio de la caridad se podría describir el siguiente itinerario: ver las heridas de los hermanos y verlas como puertas abiertas en el costado de Cristo y entrar allí con la caridad. Después, curar las heridas, pues la fe sin obras está muerta y la caridad no se discute, se practica. Habrá que recoger al hombre malherido y poner misericordia en la herida, para que no se infecte por el odio. También habrá que ir en busca de quien causara el mal (pecado, injusticia) para hablarle de Dios; es responsabilidad de denuncia y compromiso. Por último, ver en unos y otros a Cristo, el que curó a todos con sus heridas.

1. Para tener vida

La Eucaristía es de Cristo, y Él la pone en manos de la Iglesia para que la celebre y ofrezca, para que se santifique y salve. Desde los comienzos de la Iglesia, los cristianos "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Hch 2 42). Querían ser fieles al mandato del Señor, que se había entregado para que todos tuvieran vida y vida eterna.

¿Qué hacer para conseguir la vida eterna? (Lc 10, 25): hacerse próximo y samaritano. ¿Cómo sabremos si estamos en el camino de la auténtica vida? Si amamos a los hermanos (1 Jn 5,1). Quien se ha encontrado con Cristo, tiene que hacérselo ver a sus hermanos en obras y palabras: la Eucaristía es inseparable de la caridad. Por eso mismo, a los cristianos no les vale el simple altruismo, tienen que llegar hasta el amor de Dios.

En el altruismo hay reconocimiento de unos valores y una inclinación a participar y ayudar. Pero el camino que resta por andar es mucho más largo y con más altos horizontes. Habrá que dejar bien asentado el fundamento de la justicia. Pues, de lo contrario, las mejores intenciones y proyectos quedarían sin consistencia, se olvidarían los derechos que asisten a las personas, el respeto a su dignidad y condición humana y la valoración de la propia cultura. Derecho a la vida, a la familia, al trabajo, a la participación, a la libertad. El reconocimiento de estos derechos es condición imprescindible para la justicia. Los derechos se reconocen, no se regalan ni se otorgan. La justicia es reconocimiento de unos derechos incuestionables. Pero, incluso, más allá de esos mismos derechos reconocidos, hay unos valores más altos: la dignidad de la persona, sujeto de esos derechos.

La solidaridad es una actitud personal y permanente que lleva a considerar al hombre como hermano y a ver los bienes de este mundo como un patrimonio común que compartir, pero la solidaridad no puede tener otro asiento que no sea el de la justicia. Es apertura a la comprensión de los demás y disposición activa para la ayuda. Supone una participación en el bien común. Tiene como base el reconocimiento del principio de que todos los bienes de la creación, así como los que proceden del trabajo del hombre, están destinados al disfrute de todos (SRS 39).

Pero todavía queda camino por recorrer. Habrá que unir a la justicia y a la solidaridad el amor fraterno y cristiano. Justicia y caridad se hermanan y ayudan. La caridad no quiere, en forma alguna, ocultar la obligación de la justicia, sino, por el contrario, dejar bien claro el reconocimiento del derecho que asiste a la persona.

Para el cristiano resultan inseparables la solidaridad y el amor fraterno. Si está unido a los demás, no es por una simple razón de pertenencia a una comunidad humana que debe cohabitar en el mismo mundo, sino por el imperativo del mandamiento nuevo del amor que ha de distinguir a los discípulos de Cristo. La misericordia de Dios no anula las exigencias de justicia sino que las hace más obligatorias. Pues la justicia se funda en el amor y tiende al amor. La misericordia es la fuente más profunda de la justicia. Dios es el justo y el misericordioso. Lo posible es obligatorio.

Justicia y solidaridad no son nada más que un primer paso, aunque necesario e imprescindible. La caridad cristiana no tiene límites, siempre queda obligada a dar aquel amor fraterno, aquella misericordia, aquella benevolencia que no siempre exige la aplicación estricta de la justicia. El intento de ocultar las palabras caridad, amor fraterno, ayuda a los pobres, beneficencia..., puede provenir de la ignorancia de lo que esas palabras significan y a lo que comprometen. También actitudes y prejuicios antirreligiosos. El testimonio de la caridad, incuestionablemente evangélica, será el mejor camino para superar esas inexistentes incompatibilidades entre evangelización y solidaridad.

Levantar el estandarte de la justicia sin tener el corazón y las manos llenas de misericordia, puede ocultar el convencimiento de que lo justo solamente puede tener asiento en el reconocimiento del hombre como individuo digno de ser querido y respetado. Virtud es la justicia, pero la misericordia la reviste de eficacia y de perseverancia. No se confunden, justicia y misericordia, pero se ayudan y complementan. Tan injusto se puede ser al juzgar sin misericordia, como inmisericorde si se olvida la justicia. La misericordia es la superabundancia de la caridad y de la justicia

2. La caridad, responsabilidad y criterio

La justicia y la caridad se hermanan y ayudan. La caridad no quiere, en forma alguna, ocultar la obligación de la justicia, sino, por el contrario, dejar bien claro el reconocimiento del derecho que asiste a la persona.

Compartir con los demás, no es sólo un gesto solidario, sino también expresión del amor fraterno que, como gracia y favor de Dios, se ha recibido. Es una forma de manifestar la gratitud a Dios, que ha dado los bienes de este mundo y la gracia de tener el corazón abierto al amor de los demás. No hay que temer, en manera alguna, que el amor cristiano disminuya la fuerza incansable y el obligatorio trabajo en favor de la justicia. Más bien, la profundidad de la caridad fraterna es el mejor y más consistente de los apoyos para buscar el reconocimiento de los derechos, la recuperación de la dignidad perdida o arrebatada, la rectitud de intención en el servicio a los pobres y con los pobres.

Inseparables son el amor a Cristo y la caridad fraterna. El que quiera amar a Dios, que sirva a su hermano. Este es el verdadero camino de la reconciliación, no del pobre con el rico o del pudiente con el menesteroso, sino de todos en Cristo. No podemos separar lo que Cristo ha querido que estuviera unido: los pobres y el evangelio. He sido enviado para evangelizar a los pobres, dice el Señor (Lc, 18-21). Cuando se acude sinceramente a Cristo, él lleva de la mano a los pobres. Cuando, en noble deseo, uno se acerca a los pobres y les presta ayuda, la vida toma una nueva motivación y el rostro de Cristo aparece enseguida. Cristo, el evangelio y los pobres, son inseparables.

Esa unión del cristiano con Cristo, no es la de una simple imitación de los pensamientos y de los gestos, sino una identificación completa que, gracias al misterio redentor de Cristo que, por la acción del Espíritu, se hace vida y realidad en el hombre. El ministerio de la caridad no es otro que el de estar junto a los pobres, discernir la justicia de sus reclamaciones y sentir la obligación de ayudar. En los pobres y en los que sufren se reconoce la imagen de Cristo pobre y paciente. Solamente en Cristo se encuentra la verdadera e incondicional razón del amor cristiano. "Los discípulos de Cristo se han ocupado siempre de socorrer al pobre y al oprimido, al enfermo y al ignorante, al cautivo o marginado, porque el evangelio se hace operante mediante la caridad, que es gloria de la Iglesia y signo de su fidelidad al Señor" (VC 82).

Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros (Jn 13, 34). Para nosotros, resultan inseparables la solidaridad y el amor fraterno. Si nos sentimos unidos a los demás, no es por una simple razón de pertenencia a una comunidad humana que debe cohabitar en el mismo mundo, sino por el imperativo del mandamiento nuevo del amor que ha de distinguir a los discípulos de Cristo. La unión con Cristo resulta imposible sin la práctica concreta y efectiva del amor fraterno. Incluso, la proclamación de la fe en Jesucristo, sin la caridad, resultaría engaño y mentira y haría de la religión una vana y vacía experiencia. Pues el que dice que ama a Dios y vuelve la espalda a su hermano, es un mentiroso (1 Jn 4, 20). Por otra parte, el apóstol Santiago nos advierte: la religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo... Si cumplís plenamente el mandamiento de amar al prójimo, obráis bien... Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio (Sant 1, 27-2, 13).

La caridad no es una simple ayuda, sino la expresión del amor de Dios. En esto se manifiesta que hemos conocido a Dios y que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos (1Jn 3, 14). El amor fraterno es la señal luminosa del amor de Dios. Si con Dios se vive, con su amor se ama y se sirve a los demás. En el manantial insondable del amor de Dios se alimenta el amor. )Cómo no vamos a amar a nuestros hermanos habiendo sido nosotros amados de tal manera por Dios que nos ha dado a su propio Hijo? (1Jn 4, 9).

En ese amor se construye el Reino de Dios que "se hace, pues, presente ahora, sobre todo en la celebración del Sacramento de la Eucaristía, que es el Sacrificio del Señor. En esta celebración los frutos de la tierra y del trabajo humano —el pan y el vino— son transformados misteriosa, aunque real y substancialmente, por obra del Espíritu Santo y de las palabras del ministro, en el Cuerpo y Sangre del Señor Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María, por el cual el Reino del Padre se ha hecho presente en medio de nosotros" (SRS 48).

3. Derecho a vivir como cristianos

El amor fraterno es universal, llega a todos los hombres. Si algunos ha de haber más beneficiados en este derecho, serán los más desvalidos. Y pensemos en tantos hermanos angustiados por la falta de trabajo, por la enfermedad, por desgracias familiares de todo tipo, las víctimas del alcohol, de la droga, del juego, los emigrantes, los que no tienen ni casa, ni familia...

Amor universal, no sólo respecto a los destinatarios a los que ha de llegar la caridad, sino a quienes la han de practicar. Nadie está excluido de la obligación de amar a su prójimo. Ninguno puede quedar fuera de la bondad de Jesucristo que premiará lo que con él se hiciera. Los más pobres, no solo son los que han de recibir más ayuda, sino también los que pueden devolver más amor, pues solo con el amor a sus hermanos pueden pagar la bondad que reciben. Al "vivir la Eucaristía", el cristiano adquiere unos "derechos", que son unas posibilidades para quien desea sinceramente vivir el mandamiento nuevo de la caridad, del amor fraterno. Estos derechos de quienes participan en la Eucaristía, pueden ser los siguientes: recibir con gratitud, compartir con generosidad, pedir confiadamente, ofrecerse para servir.

Derecho a recibir con gratitud aquello que se nos ha dado. Pues se trata de un gran favor y beneficio que hemos recibido. Es la posibilidad de poder amar a nuestros hermanos y de manifestar en ellos el amor que tenemos al mismo Cristo. Y si el hermano está necesitado, mayor ha de ser el agradecimiento, pues mejor podemos ver en él el rostro de Cristo y llevarle el remedio.

Derecho a poder compartir con generosidad aquello que se tiene. La fe y el pan. A nadie tenemos que negar la ayuda de la fe que hemos recibido. Es decir: manifestar que somos cristianos y dar a conocer la insondable riqueza del amor de Jesucristo. Pero no puede ser un amor de simples palabras. "Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, )cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad." (1Jn 3, 17-18).

Derecho a pedir confiadamente lo que necesitamos. La gracia de Dios, para poder caminar siempre en fidelidad a su voluntad, y los recursos que se requieren para atender a los necesitados. El pedir nunca debe ser motivo de vergüenza, sino reconocimiento de nuestra pobreza, del sincero deseo de servir a los pobres y, sobre todo, de confianza en la bondadosa generosidad de Dios.

Derecho a ofrecerse para servir. El amor no lo pueden dar las cosas, sino las personas. Si pedimos generosidad en el compartir los bienes, todavía mayor es el desprendimiento personal que se necesita para poder ayudar al hermano que nos necesita.

La Eucaristía alienta el sentido de responsabilidad, pues en la mesa del Señor sólo pueden sentarse con la conciencia tranquila aquellos que están en disposición sincera de seguir el camino de las bienaventuranzas.

IV. OBSTÁCULOS Y COARTADAS

Dadles vosotros de comer (Mt 4, 16) y los apóstoles ofrecerán a la comunidad el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía, pues aceptar la palabra del Señor y comulgar el cuerpo de Cristo es urgencia de vivir conforme al mandamiento nuevo del amor. Mas camino tan santo tiene sus dificultades, que incluso pueden hacer caer y claudicar. Ante la invitación del Señor a recibir el pan de vida, muchos la declinaron, otros huyeron, algunos quisieron matar a quien tanto bien les hacía.

El Tentador le dice a Jesús: haz que estas piedras se conviertan en pan (Mt 4, 3). Ahora, y a nosotros, nos puede llegar esta tentación: haz que este pan de la Eucaristía y de la caridad se convierta en las piedras de la indiferencia o del desprecio.

Ante la exigencia de la caridad, de la misericordia y de la justicia que requiere la Eucaristía, surgen una serie de inconvenientes, de falsas razones, de ambiguas coartadas que pretenden justificar la evasión y la falta de compromiso cristiano con los más necesitados y queriendo olvidar la obligación del compartir.

1. Las excusas de los invitados

Como en la parábola evangélica, los invitados a la fiesta pusieron excusas para declinar la invitación (cf Lc 14, 16-24). (Cuántos artilugios inventan, incluso los profetas, para escaparse de la voz de Dios que les llama a cumplir una misión en el pueblo. Moisés dice que quién es él para liberar al pueblo (Ex 3, 1). Isaías se queja de que es hombre de labios impuros (Is 6, 5). Jeremías arguye que es un muchacho (Jr 1, 6). (Qué difícil es que en un mundo secularizado se pueda percibir un mensaje no verificable con los criterios de una mentalidad positivística, donde los proyectos de existencia no solamente olvidan, sino que niegan la trascendencia! ¿A quién predicar? Tengo el evangelio en la mano, ¿quién está dispuesto a recibirlo? Jonás quiere huir lo más lejos posible de Dios (Jon 1, 3). )¿A quién voy a predicar, si no son más que un montón de huesos secos? (Ez 37). Es la coartada de la secularización de todo.

Ante la magnitud del problema, surge la tentación del descorazonamiento y de la falsa excusa. Si el problema es complejo, la pereza aconseja no complicarse en él. Si es lejano, el egoísmo arguye que no te corresponde. Huida a la comodidad de la contemplación por la contemplación, cuando duele la agresividad y el peso del trabajo de cada día entre los hombres. Huida a la actividad desenfrenada, cuando la conciencia no aguanta la interpelación de la palabra de Dios hacia una entrega más justa y menos caprichosa. Un afán de compromiso sin fe o la evasión de querer vivir una creencia espiritualizada sin inserción en el mundo por el que murió Jesucristo.

Tentación del limitacionismo localista, que olvida los intereses o las desgracias ajenas. Se pretexta la atención de tener que atender a lo inmediato para eludir la responsabilidad de un amor universal. Con no poca frecuencia, esta tentación va unida a la connivencia con el poder, con el miedo a perder la situación privilegiada, al olvido del bien común. Irresponsabilidad ante la obligación de la denuncia profética. Individualismo en muchas maneras y expresiones diversas. En la raíz está el egoísmo, tanto personal como colectivo, que considera el propio beneficio como criterio máximo por encima de cualquier otro principio. Mucho peor sería acudir a la violencia como recurso, fomentando odio y enfrentamientos, aliándose con la injusticia bajo el falso pretexto de luchar por la justicia.

2. Multiplicación del pan

¿Cómo vamos a encontrar pan para tanta gente? ¿Quién les va a dar de comer? Dadles vosotros de comer, dice el Señor (Jn 6, 1-15). Jesús no hace caso del pesimismo de los discípulos. Sentarse en la mesa de la Eucaristía es señal de que hay un compromiso de ponerse también delante de la mesa vacía de los pobres, los excluidos, los marginados. La Eucaristía no es un rito más, sino la comunión con Cristo que se ofrece por todos. El que come de este pan tiene que sentir el fuego del amor de Jesucristo. La Eucaristía no evade de los compromisos de la caridad, sino que los reafirma y refuerza.

Acercarse a la pobreza y ver la situación en la que se encuentran muchas personas provoca, de inmediato, una sensación de incomodidad y de vergüenza. Puede ser que la incomodidad provenga de una especie de sentimiento de fracaso en el ordenamiento social. La vergüenza es el fruto de la indiferencia en la que se ha vivido respecto a los pobres.

Por otro lado, las formas y modalidades de la pobreza son muchas, distintas e insospechadas. Para definir los límites de la pobreza, unas veces se acude a los factores económicos: son pobres los que no rebasan un mínimo nivel de dinero. En otras, se considera pobres a aquellos que, por cualquier limitación, no pueden disfrutar del bien común. Muchos lo pueden ser por exclusión, por haberlos, o haberse situado ellos mismos, lejos de la participación social. Se habla de antiguas y de nuevas pobrezas, de pobreza cultural, ecológica... Es frecuente, además, que junto a un tipo de pobreza se añadan algunas otras. A la falta de medios económicos se une la incultura, la marginación. La drogadicción provoca la delincuencia, el paro, la exclusión social.

Sea como fuere, la pobreza es limitación, carencia, exclusión social. Los datos sobrepasan lo imaginado. Y sobrecogen. Más que por la magnitud de los mismos, por el sufrimiento de las personas que están detrás de esos números. Una autodefensa egoísta, considerando al pobre, al inmigrante, al marginado, como un potencial competidor y enemigo del propio bienestar social. "Sobre todo será necesario abandonar una mentalidad que considera a los pobres — personas y pueblos — como un fardo o como molestos e inoportunos, ávidos de consumir lo que otros han producido. Los pobres exigen el derecho de participar y gozar de los bienes materiales y de hacer fructificar su capacidad de trabajo, creando así un mundo más justo y más próspero para todos. La promoción de los pobres es una gran ocasión para el crecimiento moral, cultural e incluso económico de la humanidad entera" (CA 28).

3. El pan de vida

El anuncio del pan de vida escandalizó a los discípulos (Jn 6, 60). Es duro este lenguaje ¿Quién puede escucharlo? La Eucaristía y la cruz son piedra de tropiezo. ¿Quién puede comprenderlo? ¿Quién puede soportarla? Solamente la aceptación de Cristo y de su palabra dan sentido a misterios tan grandes.

Juan Pablo II ha hablado de una tentación particular para el hombre contemporáneo: la tentación de rechazar a Dios en nombre de la propia dignidad del hombre (A la Conferencia Episcopal de Francia, 1-6-80). Como si Dios fuera un obstáculo para que el hombre pudiera alcanzar su propia y más auténtica realización humana. Esta es la gran tentación y la más absurda coartada: pensar que olvidando a Dios se pueden resolver los problemas de la humanidad. Lo decía Pablo VI: "Ciertamente, el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero, "al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre" (PP 42).

En esta pretendida ausencia de Dios se quiere secularizar radicalmente la existencia, quedarse en lo puro analítico sin trascender en nada, vaciar el mundo de Dios. La Eucaristía es amor y verdad. Y sólo el que ama a su hermano permanecen en la verdad.

Se deforma la imagen de la caridad evangélica. Se intenta ocultar la palabra caridad, amor fraterno, ayuda a los pobres. Se prefieren términos ambiguos y que no identifiquen a quienes se han sentado al banquete de la Eucaristía. En fin: coartadas y disculpas de querer cambiar lo exterior y la apariencia, sin conversión interior del corazón. De opción personal y olvidar la misión de la Iglesia. De la perfección para justificar la intolerancia del que piensa de otra manera o sigue otro estilo de vida. Coartada y disculpa del secularismo, creyendo ganar así en eficacia y llegar mejor a las gentes. Del subjetivismo, para justificar la falta de comunión eclesial y seguir la conciencia individualista como criterio absoluto. De conseguir lo inmediato olvidando la vida eterna. De la nostalgia, para desamar el presente recurriendo al recuerdo de viejos tiempos mejores. Coartada y disculpa de la intrascendencia, para justificar el descuido de la práctica religiosa y sacramental. De la soledad, para olvidar el acompañamiento de Cristo, de la gracia del Espíritu, de la providencia del Padre, de la comunión en la Iglesia, de la fraternidad, de la caridad y el amor de nuestros hermanos.

V. EUCARISTÍA Y CARIDAD

Un testamento nuevo, un sacrificio nuevo, un mandamiento nuevo, un alimento nuevo, un hombre nuevo, una nueva humanidad, una nueva civilización del amor. Y es precisamente en la Eucaristía donde resplandece y continúa en el tiempo esa novedad del misterio pascual y del amor fraterno y universal.

Un nuevo estilo: habéis oído, pues yo digo... ¡Amad a los que os persiguen! (Lc 6, 32). El cristiano debe ser ante el mundo: sal, luz, caridad, justicia, misericordia... ¿Cómo? Rogando a Dios para que se realice la promesa de infundirnos su Espíritu, para que quite de nuestra carne el corazón de piedra y nos lo transforme en uno nuevo, a la medida del suyo, manso y humilde y lleno de amor. Entonces podremos decir: Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mi (Gal 2,20). Le pedimos que cambie nuestro corazón de piedra en corazón de carne. Y Él nos ha dado más: nos ha convertido en Él: el que come Mi carne vive en mi y yo en el (Jn 6,54). Y si conocieron a Cristo al partir el pan (Lc 24, 35), reconocerán esa presencia de Cristo si partes tu pan con el hambriento (Is 58,7).

1. Una humanidad renovada

"Ofrecer de verdad el sacrificio de Cristo implica continuar este mismo sacrificio en una vida de entrega a los demás. Así como Él se ha ofrecido en sacrificio bajo la forma de pan y vino, así debemos darnos nosotros, con fraterno y humilde servicio, a nuestros semejantes, teniendo en cuenta sus necesidades más que sus méritos, y ofreciéndoles el pan, o sea, lo más necesario para una vida digna" (TB 53).

La incorporación a Cristo se renueva y se consolida con la participación en la Eucaristía. Comulgamos el cuerpo de Cristo y Él nos recibe a cada uno de nosotros. "Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en "sacramento" para la humanidad, signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13‑16), para la redención de todos" (EDE 22). "Por tanto, la Eucaristía, celebrada y participada como banquete, nos invita a unir la fracción del pan con la comunicación de bienes (cf. Hech 2,42.44; 4,34), con las colectas a favor de los necesitados (cf. Hech 11,29; 12,25), con el servicio de las mesas (cf. Hech 6,2), con la superación de toda división y discriminación (cf. 1Cor 10,16; 11,18‑22; St 2, 1‑13). De todo esto se desprenden evidentes consecuencias para la evangelización en el mundo y, concretamente, en los países en vías de desarrollo" (EDE 55).

2. Eucaristía y caridad

La Eucaristía es acción de gracias y la caridad reconocimiento: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos (1Jn 4, 11). La Eucaristía es alabanza de las maravillas de Dios; la caridad, hacer vivo el amor de Cristo: amaos unos a otros como yo os he amado (Jn 13,34). La Eucaristía es sacrificio y la caridad amor en la entrega: aunque diera mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad de nada me sirve (1Cor 13). La Eucaristía es presencia escondida. La caridad es patente y sinceridad: el que no ama a su hermano a quien ve, cómo va a amar a Dios, al que no ve (1Jn 4, 20).

La Eucaristía, en fin, es fuente y cima de la vida cristiana. Y la caridad es la señal de que somos reconocidos como discípulos de Cristo: en esto se conoce que sois discípulos míos, en el amor que exista entre vosotros (Jn 13, 35).

* * * * *

Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros (Lc 22, 15). La Eucaristía es el centro, el culmen, la vida, el sacramento de la fe, la esperanza más firme, la prenda de la vida eterna.

Este será el celemín con el que el Señor medirá en el último día (cf. Mt 25, 31-46). Esperamos, por la misericordia de Dios, escuchar en aquel momento, las palabras : Venid benditos, porque tuve hambre y me disteis de comer. Y tendremos que responder: bendito tu, Señor, porque yo era el hambriento y me diste el pan del cielo que es tu Cuerpo. Porque yo era el sediento y me diste a beber la copa de tu sangre. Y los justos irán a la vida eterna.



[1] Siglas empleadas: CA (Centesimus annus), DC (Dominicae cenae), DM (Dives in misericordia), EAM (Ecclesia in America), EDE (Ecclesia de Eucharistia), EIE (Ecclesia in Europa), PP (Populorum progressio), SC (Sacrosanctum Concilium), SRS (Sollicitudo rei socialis), TB (La Eucaristía, luz y vida del nuevo milenio. Texto base del 48 Congreso Eucarístico Internacional), VC (Vita consecrata).

 

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