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COMITÉ PONTIFICIO PARA LOS CONGRESOS EUCARÍSTICOS INTERNACIONALES

SANTA MISA DE APERTURA DEL I CONGRESO
EUCARÍSTICO INTERNACIONAL UNIVERSITARIO 

HOMILÍA DEL CARD. JOZEF TOMKO 

Murcia (España)
Miércoles 9 de noviembre de 2005

 

Señores cardenales y distinguidas autoridades;
venerables hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
hermanos y hermanas en el Señor: 

Con el gozo de la presencia de Cristo en medio de nosotros, por medio de la Palabra y de la Eucaristía, y de sentirnos Iglesia, en comunión con el Santo Padre Benedicto XVI, inauguramos en esta solemne celebración eucarística el primer Congreso eucarístico internacional universitario.
Somos conscientes de que se trata de un momento culminante y de un acontecimiento singular en la larga historia del culto eucarístico. Por primera vez la Iglesia quiere llevar la Eucaristía de una manera tan singular al mundo universitario, allí donde se forja el futuro de la sociedad, porque no puede haber un futuro digno del hombre sin la presencia de Cristo y del misterio de su Pascua.
Sí, es un momento culminante. Hace pocas semanas que el Papa ha dado por concluido el Año eucarístico, aunque la Eucaristía es siempre corazón de la Iglesia, centro de la fe y de la vida del pueblo de Dios.

Acaba de celebrarse en Roma la XI Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, dedicada por entero a reflexionar sobre la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. Y hoy la ciudad de Murcia se convierte, en cierto modo, en centro de continuación del Año de la Eucaristía, en una "statio orbis", por la singular celebración en estos días de nuestro primer Congreso eucarístico internacional universitario. Su lema es elocuente:  "La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y fuente de la misión evangelizadora de la Iglesia".

Es también emotivo el deseo de que el Congreso sea también un homenaje filial y un recuerdo agradecido a Juan Pablo II, que nos dejó como herencia y testamento la encíclica Ecclesia de Eucharistia y su hermosa carta apostólica que evoca el grito de los discípulos de Emaús:  "Mane nobiscum, Domine":  "Quédate con nosotros, Señor, porque anochece" (Lc 24, 29).

La Eucaristía, es decir Cristo vivo, resucitado, en el memorial de su misterio pascual, se hace presente en medio de nosotros como corazón que pulsa y vivifica, como fuente de vida para una Iglesia que quiere ser auténticamente evangelizadora, anunciadora y constructora de un mundo nuevo, del reino de Dios en la tierra.

Este Congreso, el primero en absoluto que lleva el título de universitario, expresa el anhelo de hacer de la Eucaristía el centro mismo de la universidad católica, lugar de vida, de pensamiento y de reflexión, de investigación y de promoción de los valores humanos, de diálogo entre la fe y la cultura, de formación de laicos cristianos comprometidos. Y representa el deseo de hacer de Cristo y de su mensaje de verdad y de vida el eje vital de la sociedad, el Maestro de los jóvenes, el Salvador del mundo y el renovador de los ideales más nobles de la sociedad.

Todo desde ese misterio, la Eucaristía, que recapitula y hace presente su vida y su palabra, su sacrificio redentor, su presencia gloriosa y su promesa de cielos nuevos y de tierra nueva.
Por eso, mi saludo va de un modo especial a las autoridades de la Universidad católica San Antonio de Murcia, que han tenido la audacia de poner a Cristo en el centro de la reflexión, de la celebración y de la vida de la Iglesia en estos días, que van a ser para todos jornadas de luz, de gozo y de gracia. Saludo a sus profesores y alumnos, y a todo el pueblo santo de Dios de esta bella región murciana, tan cordialmente eucarística y mariana.

Hemos escuchado la palabra del Señor en esa solemne proclamación del misterio de la Eucaristía. Jesús, tras haber multiplicado los panes y los peces, y haber ofrecido una hermosa catequesis sobre su persona divina, Pan bajado del cielo para la vida del mundo, proyecta hacia el futuro esa presencia que él quiere perpetuar para siempre, en todo lugar, para  todas  las generaciones, para nosotros aquí presentes. Escuchemos las palabras de esta revelación y promesa:  "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el  que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6, 51).

Jesús nos introduce en el misterio de la Eucaristía. Nos habla de sí mismo, Pan bajado del cielo y don del Padre celestial. Pero anuncia un pan que todavía tiene que dar. Sólo se desvelará el secreto de esas palabras cuando tome el pan en sus manos en la última Cena; y, tras haber pronunciado la bendición, lo dé a sus discípulos diciendo:  "Tomad y comed:  esto es mi cuerpo, entregado por vosotros" (Lc 22, 19).

Juan, que no narra en la última Cena la institución de la Eucaristía, como hacen los sinópticos y nos recuerda Pablo, ha anticipado la revelación de este misterio, que ya forma parte de la experiencia de la vida de la Iglesia cuando él escribe el evangelio. Jesús habla del Pan vivo bajado del cielo, que es su carne, entregada por la vida del mundo. Y con la revelación del sentido último de este pan se nos ofrece en la palabra del Maestro divino una estupenda catequesis acerca de la necesidad de comer su carne y beber su sangre. Palabras realistas que no admiten tergiversaciones ni otras interpretaciones que pongan en duda el realismo del don:  "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6, 54). Realismo del don, riqueza de misterios, comunión e intimidad se acumulan en el pan de vida:  "El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él" (Jn 6, 56).

Esta es la magnífica prerrogativa del cristiano: poder vivir y morar en Cristo. No somos discípulos de un Maestro lejano que se perdió en el tiempo y nos dejó sólo sus memorias para que lo pudiéramos recordar e imitar. Somos discípulos y creyentes, a la vez, de Cristo, el Señor y el Maestro, el viviente. Él hace coincidir su hoy con nuestro hoy, su presencia celestial con nuestra presencia terrena, a través de su presencia en la Iglesia, con su palabra, los sacramentos, y de un modo especialísimo con la Eucaristía.

El cristiano tiene acceso directo a Cristo, puede convivir con el Señor, morar en él. Esta es la gracia de la Eucaristía ofrecida a todos; al pequeño que hace su primera Comunión y al místico que se siente vivido internamente por Cristo. Por eso la comunión eucarística es un intercambio de vida. Nos acercamos a comulgar y el Señor nos ofrece su carne para que su vida sea nuestra vida; nos acercamos a recibir el Pan de la vida y le hacemos entrega a Cristo de nuestra propia existencia, para que nuestra vida sea la suya.

Él nos da su carne para que vivamos la vida que él ha recibido del Padre; nosotros le ofrecemos nuestra persona para que él viva en nosotros esa misma existencia terrena, que no tendría sentido si no estuviera impregnada de su vivir. Cristo nos da su Cuerpo para que seamos su presencia en este mundo. Él es Eucaristía para la Iglesia, para que la Iglesia sea Eucaristía para el mundo:  pan partido, servicio de amor, presencia humanizadora y divinizadora a la vez, palabra de Evangelio y amor que traduce en obras el designio salvador y misericordioso del Padre.

Tenemos en la Eucaristía el sacramento de la persona de Cristo para encontrarnos con Cristo hoy. Y es él, mediante el don de la Eucaristía, el que nos pide nuestra vida para que él pueda vivir en nosotros y nosotros seamos como un "suplemento de su humanidad" aquí en la tierra. Y su promesa va más allá del hoy para abrirnos una perspectiva de eternidad:  "Y yo lo resucitaré en último día" (Jn 6, 54).

Hemos proclamado también en la liturgia de la Palabra un texto central de la revelación cristiana. Es el testimonio de Pablo acerca de la institución de la Eucaristía.

Se trata de una narración que constituye como un nuevo anuncio del misterio eucarístico a los Corintios, una necesaria re-evangelización de la Eucaristía en toda su pureza, como él la ha recibido del Señor. Pablo vuelve a anunciar ese misterio. Lo hace, por una parte, para corregir los abusos de los fieles de Corinto, que celebran, sí, el rito eucarístico, pero no han comprendido a fondo la hondura de su misterio, sus consecuencias y sus exigencias de vida.

Lo hace recordando las palabras esenciales de una "tradición apostólica", como las de una fórmula litúrgica que se aprende de memoria para transmitir con toda su pureza. Es la narración de la institución que se encuentra en el centro mismo de cada celebración eucarística.
Pero cada palabra nos introduce en un abismo de misterios. Vamos a recordarlos. Ante todo, el contexto de la institución:  "la noche en que iba a ser entregado" (1 Co 11, 23). Es el momento supremo, la hora de Jesús, que se entrega libremente a la pasión, obediente al Padre por amor, ofreciéndose como víctima de amor por nosotros.

Y a continuación transmite las palabras de Jesús, llenas de sentido:  el pan que es su cuerpo; la copa del vino que contiene la sangre de la nueva alianza. Sin atenuaciones, sin reduccionismos simbólicos, con el realismo de la identificación y del ofrecimiento:  "Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros", "este cáliz es la nueva alianza en mi sangre" (1 Co 11, 24-25).

Hay en esta fórmula dos notas que son propias de Pablo en las narraciones de la institución. Primero, el mandato explícito de repetirlo como su memorial:  "Haced esto como memoria mía" (1 Co 11, 24. 25). La Eucaristía es el recuerdo-memorial que Jesús nos deja de sí, de su persona y de su pasión, y del triunfo de su gloria. Para siempre, para cada comunidad cristiana.

Pero, además, Pablo añade una explicación de lo que significa hacer memoria:  "Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 26). Palabras densas de significado que indican en la Eucaristía el memorial, es decir, el misterio que realiza y actualiza el don de muerte del Señor, "hasta que vuelva".

La Eucaristía es presencia y promesa. Jesús con la Eucaristía llena el vacío que nos ha dejado cuando con su Ascensión ha desaparecido de nuestra vista; pero nos ofrece su presencia verdadera, aunque sacramental, hasta que podamos verlo cara a cara en la presencia definitiva en su última venida.

Sí, Cristo es el tesoro más grande de la Iglesia; la Eucaristía es su bien supremo, porque no hay Iglesia sin Eucaristía. Todos los sacerdotes, los obispos y el Papa mismo, están al servicio de la Eucaristía y de todo lo que ella significa en la Iglesia:  la comunión en la misma fe, en el mismo amor, en la misma vida, en el mismo testimonio.

Por eso, cuando decimos:  "La Iglesia hace la Eucaristía" afirmamos que Cristo, por el ministerio de los sacerdotes, con la participación de los fieles, celebra, hace la Eucaristía. Y cuando afirmamos:  "La Eucaristía hace la Iglesia", pensamos en Cristo Eucaristía que hace de la comunidad eclesial su Cuerpo. Y une a todos los fieles, y hace comunión entre todas las asambleas que celebran su memorial; y nos conduce a la realización de una unidad de fe y de amor que tiene su modelo en la celebración de la Eucaristía.

La Eucaristía sigue siendo la opción fundamental de nuestra fe. Ante el misterio del Pan de vida, el sacerdote tiene que renovar su adoración, el cristiano confesar que es un misterio que trasciende su inteligencia.

Pero también es viático para el camino. Si para los hebreos en el desierto fue necesario el maná como alimento en el itinerario de la vida, es mucho más necesario para nosotros el pan cotidiano de la Eucaristía; para que no desfallezcamos en nuestra peregrinación, para que no volvamos hacia atrás nuestra mirada, para que no nos quedemos en la mitad de nuestro viaje, rendidos por las luchas y los cansancios. Es un alimento que juntos tomamos en el banquete sacrificial de la misa para caminar juntos por los senderos de la vida. Y para ser apóstoles, como los discípulos de Emaús, de esa nueva evangelización que tanto necesita la sociedad de hoy, especialmente los jóvenes, para que tengan razones para creer y para esperar, pero sobre todo fuerzas para amar y construir un mundo nuevo.

Desde la Eucaristía Jesús nos alienta y nos alimenta, nos enseña y nos anima, nos envía como mensajeros y constructores de una civilización del amor. Con la seriedad y el compromiso que exige un mundo como el nuestro.

Y siempre con la mirada en esa meta última de la que la Eucaristía es prenda y anticipación, como nos recuerda el Vaticano II, al decirnos que en la Eucaristía tenemos una especie de barrunto del banquete celestial y de la pascua del universo, con elementos naturales que, transformados en el cuerpo y en la sangre gloriosos de Cristo, son una anticipación y promesa del convite de la gloria (cf. Gaudium et spes, 38).

Cada celebración de la Eucaristía es presencia de Cristo, memorial de su sacrificio, banquete de comunión que nos hace un solo cuerpo y un solo Espíritu.

Cada día, con verdadero "estupor eucarístico", tras la consagración del pan y del vino, el pueblo santo de Dios aclama:  "Anunciamos tu muerte; proclamamos tu resurrección; ¡ven Señor, Jesús!".
 
He aquí la Eucaristía que alienta nuestra esperanza y se propone como corazón pulsante de una vida cristiana íntegra y de una evangelización generosa de nuestro mundo. La Iglesia, que vive de la Eucaristía, está llamada a renovar el mundo y dar palabras de aliento a todos los pobres, los oprimidos, los que buscan la justicia, los que promueven la paz, las familias.

Lo hace en comunión con la santa Madre de Dios, María, la mujer eucarística por excelencia. Ella con su "fiat" y con su "Magníficat" nos enseña a ser generosos servidores del Señor y profetas esperanzados de las promesas de vida del Dios misericordioso y fiel, cuyo amor se hace presente de generación en generación.

Que este Congreso eucarístico internacional universitario sea la primicia de una renovación eclesial y social que en la Eucaristía encuentra siempre su fuente y su culmen. Así sea.

 

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