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MEMORIA Y SACRIFICIO

Cardenal Philippe Barbarin
Arzobispo de Lyon y Primado des Gaules, Francia

 

«Que el Espíritu Santo haga de nosotros
una ofrenda eterna »
(Plegaria eucarística III)

 

Al comenzar la celebración de la Eucaristía, aún antes de hacer el signo de la cruz, el sacerdote se inclina para venerar el altar. Este gesto, tan simple y significativo, nos lanza inmediatamente en el abismo : nadie puede estar a la altura del acontecimiento que va a ser celebrado. Pues este altar, sobre el cual vengo de depositar un beso, es a la vez la mesa del jueves santo, la cruz de viernes santo, y la tumba de donde el Señor Resucitado salió victorioso, libre y vencedor, en la mañana de Pascua. En cada misa, en efecto, somos contemporáneos del misterio pascual de Jesús en su conjunto. Todo sacerdote, me imagino, cuando realiza este gesto, se siente, como yo, sobrepasado por la aventura en la cual él se lanza con la comunidad reunida.

Eucaristía y misterio pascual.

¿Cómo hacer para vivir, para traducir en toda la acción litúrgica (la oración, la predicación, los cantos, la animación, los diversos gestos simbólicos), la alegría de la cena pascual, el drama del Gólgota y el misterio de la mañana de Resurrección, todo a la vez ? Estamos verdaderamente al lado de Jesús, como aquellos que lo rodeaban, en la tarde del jueves santo. Es un maravilloso momento de amistad y de dulzura. Después de haber lavado los pies de sus discípulos, el Señor les explica : « Les he dado un ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes. » (Jn 13, 15). Sí, la humildad es la reina de todas las virtudes, y aquellos que participan en la misa comprenden, contemplando el ejemplo dado por el Servidor, que su vocación es de servir, cualquiera sea su estado de vida. Ellos sienten también que la admósfera de la Iglesia es la de una familia.

Pero la Eucaristía nos hace también contemporáneos del viernes santo. Es la hora del sacrificio supremo, donde el Señor derramó su sangre sobre la cruz, por el perdón de nuestros pecados. Los Apóstoles no tuvieron el corage de seguirlo, a pesar de sus promesas de fidelidad. Y aún si nosotros no valemos mas que ellos, al recordar las lágrimas de amargura que se deslizaron sobre el rostro de Pedro después de su negación, pedimos la gracia de permanecer fieles a Cristo, hasta en las horas de tinieblas. En fin, la celebración de la Eucaristía es sobretodo el misterio de la mañana de Pascua. De tanto odio y de injusticia, el amor de Dios triunfa, y el cuerpo de Jesús, vivo y resucitado, se mantiene delante de nosotros. Él lleva todavía las marcas de sus llagas ; las puertas del Reino se abren, y el Espíritu Santo nos es dado como una fuerza y una fuente de perdón. Aún si él regresó a su Padre, Jesús nos asegura que su presencia no nos fallará nunca más : « Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo » (Mt 28, 20).

Memoria y presencia.

De los Judíos, hemos heredado la noción de memorial. Esta palabra, en la Biblia, no evoca solamente un recuerdo del pasado, como estos monumentos que vemos en nuestras ciudades o como el « día del recuerdo », instituído por una nación para que las nuevas generaciones no pierdan la memoria de los acontecimientos importantes de su historia. Para los Judíos, el memorial (zikkaron) es un acto de fe en la presencia activa, actuante de Dios que nos salva hoy día tanto como en el pasado. Se lee en el Talmud : « De generación en generación, cada uno de nosotros tiene el deber de considerarse como si él mismo hubiera salido de Egipto. No son solamente a nuestros Padres que el Santo, bendito sea él, ha liberado, pero a nosotros también, él nos liberó » (Mishnah Pesahim 10, 5). El « memorial » de la Biblia se hace un camino en el Nuevo Testamento y encuentra su cumbre cuando Jesús utiliza esta palabra en la institución de la Eucaristía : « Hagan esto en memoria mía » (1 Co 11, 24). El acontecimiento del misterio pascual se realizó en Jerusalén, en un momento dado de la historia del pueblo judío y del imperio romano, pero él trasciende también la historia. Él atraviesa los continentes y los siglos, y viene, como un acto eterno, a « tocar » cada lugar donde la Eucaristía es celebrada, en « memorial » de la Pascua del Señor.

Así, aún si el misterio pascual de Jesús se desarrolló hace dos mil años, los cristianos creen que a cada misa, ellos están como los Apóstoles reunidos alrededor del Señor para la Última Cena. Ellos están como María, al pie de la cruz, con algunas mujeres fieles y el discípulo que Jesús amaba; ellos están como los testigos de las apariciones de Jesús resucitado. Ellos creen, pero algunos también están invadidos de dudas, y Jesús toma el tiempo de fortalecer su fe atestiguando la verdad de su Resurrección dirigiéndose a ellos, de la misma manera que lo hizo con sus discípulos, mostrando sus llagas o pidiéndoles algo de comer.

Es con razón que se enseña a los niños a decir en su corazón, en el momento de la elevación, las palabras mismas de santo Tomás pronunciando al fin su acto de fe delante del Señor, ocho días después de Pascua : « Mi Señor y mi Dios » (Jn 20, 28). Parece que en ciertos países, se dice estas palabras en alta voz. Tal vez al poner atención a la división del capítulo 20 del Evangelio según san Juan, en dos partes, femenino y masculino, se podría enseñar a las niñas a decir en su corazón el « Rabboní » (v. 16) de María Magdalena, y a los niños, las palabras de santo Tomás.

¿Quién celebra estos misterios?

Recordémonos la enseñanza del Señor, en su discurso de adios : « Ustedes no me escogieron a mí. Soy yo quien los escogí a ustedes » (Jn 15, 16). De hecho, esta frase tiene un alcance considerable. Ella toca al conjunto de nuestra vocación de discípulos de Cristo, y puede ser entendida de manera precisa, a propósito de cada sacramento :

- El matrimonio. Pues, aún si se trata de una decisión esencial en la vida de un hombre y de una mujer, no son ellos los que se van a unir, como por un contrato; es Dios quien va unirlos, sellando su unión en su Alianza nueva y eterna

- El sacramento del perdón. Aún si los cristianos tienen la costumbre de decir : « Yo voy a confesarme », no somos nosotros los que ganamos la victoria contra nuestros pecados al confesarlos; es el Señor quien les perdona, y nos devuelve la santidad de nuestro bautismo. Mientras que el hombre hace tres o cuatro pasos – que le cuestan, ciertamente – para ir al encuentro de Dios, el Señor hace diez mil para bajar en nuestras tinieblas, a fin de sanarnos y de salvarnos.

- La confirmación. A menudo, se escucha a los jóvenes decir : « Yo quiero confirmar los compromisos que mis padres tomaron en mi bautismo. » ¡Que sean benditos por el hermoso testimonio que dan, comprometiéndose de tal manera! Pero allí no está lo esencial. Jesús explica a los Apóstoles, antes de Pentecostés, que es Dios quien va a confirmarlos : « ... sino que van a recibir una fuerza, la del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos … » (cf., Ac 1, 8).

- Se ve cómo aquello se aplica al sacramento de la Eucaristía. Aquel que dice : « Yo voy a la misa », expresa una decisión libre y seria. Él da el testimonio de su pertenencia a la Iglesia y de su fidelidad. Pero la verdad de este sacramento, es que Dios nos invita a su casa para enseñarnos por su Palabra ; y a su mesa, para alimentarnos. La Eucaristía es a la vez el pan para el camino, y una invitación al festín del Reino. Así, cuando los sacerdotes y los fieles se sienten sobrepasados por la celebración de la Eucaristía, ¡que no pierdan confianza! El verdadero celebrante, es Jesús él mismo. Parafraseando a san Pablo que escribe : « y ahora no vivo yo, sino que Cristo vive en mí » (Ga 2, 20), los sacerdotes podrían decir : « No soy yo, es Cristo quien celebra esta Eucarisitía. »

Ciertamente, celebramos la misa cada día, conocemos el misal y los ritos que tratamos de respetar lo mejor posible. Pero, al mismo tiempo, nosotros no nos acostumbraremos jamás! La celebración de la Eucaristía es una aventura que nos sobrepasará siempre, una verdad que no comprenderemos jamás. Ella es también un lugar donde estoy seguro de no equivocarme, pues es Cristo él mismo que nos invita a vivir con Él y en Él el sacrificio que él ofrece a su Padre.

¿Qué es un sacrificio?

Numerosas son las expresiones que son utilizadas para hablar de la Eucaristía. Algunas recuerdan la comida del jueves santo (la santa Cena, la synaxe), otras evocan el día de Pascua (el banquete del Reino, el sacramento de la presencia real), otras todavía nos ponen al pie de la Cruz (el Santo Sacrificio). En el curso de diferentes épocas, los Padres de la Iglesia y los teólogos, las diversas familias espirituales han puesto en valor lo uno o lo otro de estos tres momentos esenciales, pero lo importante es que un cierto equilibrio sea guardado entre ellos, y que la Resurrección sea siempre manifestado como primordial, pues es el corazón de nuestra fe. Se debe también profundizar cada aspecto de este tríptico, y, en esta catequesis, hacerse la pregunta : « Pero ¿qué es un sacrificio? » A menudo se ha presentado y a veces encerrado esta palabra del lado del sufrimiento y de la privación. Sin embargo el sacrificio no excluye la alegría; ella evoca una actitud interior de ofrenda que se vive tanto en los momentos de luz como en las horas de tinieblas. En la Biblia y en la liturgia, se encuentra todo a la vez las expresiones como « el sacrificio del corazón roto y molido » o « el sacrificio de alabanza », « la ofrenda de nuestros labios », que indican que alabanza y sacrificio no pertenecen necesariamente a dos universos extranjeros.

La característica del sacrificio, en realidad, es el amor. Se trata de una ofrenda que se hace a alguien, porque lo amamos. A Dios en primero, se ofrecía en el Templo los sacrificios y los holocaustos en signo de adoración. Ciertamente, a veces, los profetas se pusieron en cólera contra estas prácticas formalistas y demostrativas, vacías de su pureza original : « Yo odio, y aborrezco sus fiestas… No me gustan sus ofrendas ni las víctimas consumidas por el fuego; ni me llaman la atención sus sacrificios... Quiero que la justicia sea tan corriente como el agua, y que la honradez crezca como un torrente inagotable » (Am 5, 21-24). La lógica de este amor es comprensible ; ella se parece a una obligación interna que nos empuja a buscar cómo expresar nuestra confianza y nuestro agradecimiento a Aquel a quien debemos todo. Aquí, obligación, es verdad, no tiene que ver con una coacción.

En francés, como en muchas lenguas, las palabras de deber y de obligación (Yo estoy obligado) han guardado este impulso interior de gratitud. Nosotros no dudamos de sacrificar tiempo o dinero para llevar alegría, a « hacer el sacrificio » de una actividad que nos agrada para prestar un servicio a alguien de quien decimos, según la bonita expresión del lenguaje corriente : « Yo le debo mucho. » Es como una deuda de amor y de agradecimiento. Todo ello, aún si nos cuesta mucho, nos parece poco en relación a lo que hemos recibido, y contribuye a aumentar nuestra alegría. Esta ofrenda de amor es a veces vivida en la alegría, pero ella no es detenida por el sufrimiento. Permítanme de tomar un ejemplo conmovedor, del cual he sido testigo en mi vida sacerdotal.

Una mamá había organizado un hermoso aniversario por los cinco años de su hijo. Ella había consagrado en ello, se puede decir, sacrificado, mucho tiempo, de atención y de dinero. Numerosos niños habían sido invitados. Jugaron, cantaron y danzaron; la fiesta fue maravillosa y todo el mundo comprendía sin pena el amor maternal en el origen de una tal fiesta. Una vida dada, una vida ofrecida por la dicha de un niño conduce evidentemente a todas estas atenciones y delicadezas. Pero he aquí que seis meses más tarde, el niño fue atacado por una leucemia. Y se vió a la misma mamá tomar vacaciones de su trabajo, renunciar a todas sus actividades habituales, sus amistades y sus distracciones, desgastarse corriendo de médicos en consultación para batallar como una leona cerca de su hijo. Ella suprimía y sacrificaba todo, entre otras cosas, una buena parte de su sueño, para acompañar al niño en su combate, estar incesantemente a su lado y tratar de ganar la victoria contra la enfermedad. ¿Era un sacrificio? Ella ni lo pensaba, y era todavía la evidencia de su amor maternal que la conducía a estar allí, presente hasta el desgaste. Humanamente, era una locura, o al menos una actitud excesiva, pero no era cuestión de impedírselo, ni menos de razonarla.

Está claro que es en la misma actitud interior de amor que ella ha vivido la dulzura y la alegría de esta fiesta de aniversario, y este combate último que ella no ha ganado, desgraciadamente. Viéndola en estas horas dramáticas en las que un sacerdote no sabe nunca cómo acompañar, pero donde debe permanecer presente, yo pensaba en el versículo con el que comienza solemnemente el relato del misterio pascual : « Antes de la Fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de salir de este mundo para ir al Padre, así como había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el extremo », hasta el extremo, hasta la locura (Jn 13, 1).

Presencia, sacrificio, comunión.

Siguiendo el orden cronológico de los acontecimientos en los relatos evangélicos, encontramos tres palabras maestras que resumen el misterio de la Eucaristía y toda nuestra fe cristiana. El jueves santo nos muestra que la Iglesia es una familia donde recibimos y aprendemos la comunión. El viernes santo volteamos nuestra mirada hacia Jesús crucificado ; su sacrificio es la salvación del mundo. Y el domingo de Pascua nos manifiesta la presencia de Jesús. La muerte no tuvo la última palabra; ella no la guardó cautivo. Dios lo resucitó de entre los muertos. En la liturgia, sin embargo, vivimos esos momentos de otra manera. Se puede decir que el orden teológico y litúrgico está al inverso del cronológico. Expliquémonos.

El centro y la columna de nuestra fe, es la Resurrección. Sin ella, dice san Pablo, vacío es nuestro mensaje, vacía es nuestra fe (cf., 1 Co 15, 14). Todo el camino de nuestra vida cristiana se funda en ella, pues la presencia de Jesús resucitado, la certeza de su asistencia indefectible a su Iglesia es para nosotros un consuelo capital, el fundamento de esta « seguridad » (parrèsia) que impresiona a los Apóstoles, a lo largo del libro de los Hechos. Si tengo la gracia de la fe, es decir la convicción interior que la misericordia de Dios triunfará siempre en la vida de sus hijos como en la de Jesús, el Hijo muy amado, estoy listo a sacrificar todo para lanzarme en la aventura de la evangelización. Ser un sembrador de alegría en este mundo, anunciar a los hombres que están salvados, que les basta ahora de abrir de par en par las puertas de su vida a Cristo, como lo pedía el papa Juan Pablo II, es una vocación magnífica, aunque él deba costarnos. Cada uno de nosotros está listo a perder todo para caminar sobre esta ruta.

La victoria de Cristo nos da el coraje de seguirlo en su sacrificio. « Señor, dice el discípulo, puesto que yo sé que tu Padre no te ha abandonado al poder de la muerte, entonces yo también, estoy listo a ir hasta el extremo del amor ». Un joven que reflexiona al compromiso de toda su vida adivina, confusamente, lo que va a costarle, pues el amor es un fuego devorador, una exigencia sin fin. Y la vida se encarga enseguida de hacernos descubrir la experiencia. La comunión, es el fruto, el resultado.

Cuando Jesús murió sobre la Cruz, aquellos que lo había condenado creían haber triunfado; pensaban que este « asunto » llegaba a su término. Pero, es lo contrario lo que sucedió. Justo antes de morir, Jesús ha visto abrirse las puertas del Reino. Al fin, la comunión se hacía posible entre Dios y los hombres, aún para el último de los criminales. Jesús, Él, « el corazón puro », veía que el buen ladrón iba a ser también un hijo muy amado : « En verdad, te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso » (Lc 23, 43). La comunión, es a la vez el resultado de la obra redentora de Cristo (al fin, los hijos reencuentran el amor de su Padre) y todo el trabajo que nos queda a hacer en el fondo de nosotros mismos, para obtener la paz interior, y alrededor de nosotros, para realizarla en el mundo, como los « artesanos de paz ».

La lógica de la celebración eucarística.

¿Han notado ustedes que después de la liturgia de la Palabra, el desarrollo de la plegaria eucarística está organizada según esta lógica? Cuando escuchamos con fe el relato de la institución, sabemos que Jesús resucitado está allí, en medio de nosotros, y, después de la consagración, aclamamos su presencia en la anamnesis. La Eucaristía es primeramente el sacramento de la presencia real, de la victoira escatológica. Enseguida, viene el tiempo del sacrificio. Antes, se llamaba ofertorio la presentación de las ofrendas. Ahora, después de la reforma litúrgica, el ofertorio, es el momento que sigue a la consagración. La presencia de Cristo no tiene nada de rígido; él está allí, ofrecido a su Padre y entregado por nosotros. Él presenta a Dios su vida, y las nuestras, todas en la suya. Y en la plegaria eucarística, suplicamos a Dios de « mirar el sacrificio » de la Iglesia reconociendo allí el de su Hijo. Nos ofrecemos también para ser integrados, llevados en el movimiento eucarístico de Cristo : « Que el Espíritu Santo haga de nosotros una ofrenda eterna para su gloria. »

Nadie debería participar a la misa sin entrar interiormente en el impulso de « esta ofrenda viva y santa », para vivir « el sacrificio puro y santo, el sacrificio perfecto ». Conducidos por Jesús al encuentro del Padre, oramos con confianza, retomando las palabras del Padre Nuestro. Y henos aquí invitados a tomar lugar en la mesa de la comunión, para comer el Pan vivo bajado del cielo. Formamos un solo cuerpo, nosotros que comemos un mismo pan.

Resumamos entonces el conjunto de este movimiento en una fórmula clara : presencia, sacrificio, comunión. Puesto que Cristo resucitado permanece presente en medio de nosotros, avanzamos con seguridad. Nos unimos a su sacrificio, para que el mundo sea salvado. Y la comunión, es el resultado de este sacrificio que no nos dejará nunca en reposo. Todos los hijos de Dios deben poder reencontrar la unidad interior, estar en paz con ellos mismos, y en su familia gozar de una vida social armoniosa y de una situación política apacible. Tal es la lógica de la comunión y de nuestra interminable misión de « artesanos de paz » en este mundo.

Una luz por la vida de todos los discípulos de Cristo.

En el momento en que yo explico ésto, cada uno de ustedes sabe que tal es la orientación general de su vida, la verdad última de su existencia. Regresemos sobre las palabras por las cuales Jesús presenta su sacrificio : « Ésto es mi cuerpo entregado por ustedes. Esta es la copa de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna. » Participar activamente en la misa, quiere decir retornar al Señor las palabras que venimos de escuchar : « Sí, Señor, puesto que tu vida está enteramente ofrecida por nosotros, sepas que nosotros también, estamos entregados por ti y por los otros, en el sacrificio de la alianza nueva y eterna. »

Entrar en el movimiento de la misa, es vivir, cada uno por nosotros y todos juntos, la actitud interior del sacrificio de Jesús. Ahora bien, estas palabras, que resumen la vida de Jesús, corresponden a lo esencial de lo que vive cada uno de los miembros de la asamblea. Comencemos por el sacerdote. Cuando él pronuncia el relato de la Institución, él habla en nombre de Cristo, pero él dice bien lo esencial de su vida de él, también. Este sacerdote está allí, delante de ustedes, y su vida está enteramente dada para servirles. El compromiso al celibato pedido por la Iglesia latina da mas fuerza y verdad a la palabra : « Esto es mi cuerpo entregado por vosotros.» Como Tú, Señor, este sacerdote es una vida dada, una palabra viva por sus hermanos. Es hermoso de recorrer enseguida toda la asamblea y de ver que estas palabras expresan también el corazón de lo que vive cada uno de los grupos que la componen. Para unos, todo es alegría; para los otros, estas palabras indican un combate o despiertan un sufrimiento. Pero para todos, la Eucaristía corresponde a la grande aventura del amor en su vida.

Miremos esta mujer encinta que repite a su hijo las palabras del Señor : « Ésto es mi cuerpo entregado por tí. » Y pensemos al niño quien, efectivamente, en el seno de su madre, toma todo del cual tienen necesidad para formar su cuerpo, fortificar su vida y progresar hacia el día de su nacimiento. Volvamos enseguida nuestra mirada hacia los esposos que viven la misa lado a lado. Con qué intensidad, sin duda, ellos escuchan esta frase que recuerda su matrimonio, este sacramento por el cual Dios los ha entregado el uno al otro. En la ofrenda de Cristo, ellos comprenden más, a lo largo de los años, hasta qué punto « amar, es dar todo ». La Eucaristía les ayuda a poner su vida sobre estos fundamentos.

Yo quiero ahora pensar en los jóvenes que no han hecho aún una elección de vida. Ellos saben, gracias a estas palabras de Cristo, que el día del don de sus cuerpos debe corresponder a aquel del don de toda su vida, a un esposo o a una esposa si se destinan al matrimonio o al Señor si son llamados al sacerdocio o a la vida consagrada. Sabemos que para ellos es una maravilla o un combate. Medimos la fuerza que necesitan, en el contexto actual, para ser fieles a este llamado de Cristo a la castidad, y le aseguramos con nuestra oración para que se preparen con amor, desde la adolescencia, a la ofrenda de toda su vida. Los jóvenes de la nueva generación esperan un testimonio claro y estimulante de los cristianos de su edad.

No hay que olvidar a aquellos para quienes estas palabras de ofrenda y de amor son un sufrimiento : las personas que quisieran casarse y no han tenido aún la gracia, aquellos que dudan de su cuerpo y no saben a quién podría ser dado, porque está herido por un handicap o por una otra razón. Los viudos y las viudas, así como todos aquellos que han sido abandonados, sufren mucho también. Durante años, ellos han vivido la misa con un cónyugue ¡que no está ya allí! Y no saben mucho ahora a quién su cuerpo está dado. Para todos, en la alegría o en la pena, el memorial de la Pasión del Señor es un sacrificio de amor, una ofrenda de nuestras vidas.

Hasta el extremo

A la hora del sacrificio supremo, « Cristo Jesús ha testimoniado delante de Poncio Pilatos con una bella afirmación », dice san Pablo (1 Tim 6, 13), que no podemos olvidar a todos aquellos de nuestros hermanos cristianos, en numerosos países, que viven todavía hoy este extremo del amor.

Yo quisiera, para terminar, hablar de nuestros hermanos cristianos de Algeria, y particularmente de los monjes del monasterio cisterciense de Tibhirine, asesinados en la primavera de 1996. Su presencia era una ofrenda, simple, discreta y comprendida por todos. Y su sacrificio ha conmovido al mundo entero. Presentar el cristianismo sin la cruz o hablar de sacrificio eucarístico sin decir hasta dónde puede conducirnos sería una mentira.

El año pasado, monseñor Henri Teissier, arzobispo de la Algeria, vino a predicar el retiro de los sacerdotes de la diócesis de Lyon. Él nos dió una charla sobre « la Eucaristía y el martirio », hablando de las diesinueve víctimas que la Iglesia de Algeria ha conocido durante los años sombríos de la gran violencia islamista. Ciertamente, él hablaba de los otros, las religiosas, hermanos sacerdotes o monjes asesinados. Pero comprendíamos bien escuchándolo que él también sabe, desde más de quince años, que su vida está cotidianamente en peligro. Es en ese clima espiritual que él celebra la Eucaristía cada día.

Los mártires cristianos de Algeria han dado su vida a causa de una fidelidad evangélica a un pueblo al cual Dios les ha enviado a servir y a amar. El Prior de Tibhirine, el padre Christian de Chergé, había escrito : « Si me llegara un día ser víctima del terrorismo, me gustaría que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia se recuerden que mi vida estaba dada a Dios y a este país (la Algérie). » Nos imaginamos que él debía a menudo pensar a los Algerianos, cuando pronunciaba las palabras de la consagración : « Esto es mi cuerpo entregado por ustedes ». Todos ellos habían aprendido el árabe; el hermano Luc, monje y médico, el mas anciano de la comunidad de Tibhirine, curaba gratuitamente a los enfermos de la región. Cuando la admósfera se hizo peligrosa, ellos escogieron de quedarse. Es lo que había explicado monseñor Pierre Claverie, el obispo de Oran, poco antes de ser asesinado en el otoño de este mismo año 1996: « Para que el amor triunfe sobre el odio, habría que amar hasta dar su propia vida en un combate diario del cual Jesús él mismo no salió indemne. » Después de su asesinato, ninguna religiosa, ningún sacerdote, ningún laico no ha dejado su puesto en la diócesis de Oran. Y aquello estaba bien conforme con lo que él había escrito un día : « Nosotros hemos anudado aquí lazos con los algerianos que nada podrá destruir, ni la misma muerte. Somos en ello los discípulos de Jesús, y es todo. »

Cuando se ama a un pueblo, continuamos de servirlo aún si va mal ; he ahí la verdad del amor: ello implica siempre esta dimensión de ofrenda y de sacrificio. Esta actitud de los discípulos, veinte siglos mas tarde, nos ayuda a comprender la Eucaristía del Señor. Jesús atraía a la muchedumbre, cuando curaba a los enfermos y multiplicaba los panes; el pueblo estaba suspendido a sus labios, cuando enseñaba cada día en el Templo (cf., Lc 19, 48). Pero nada ha detenido el movimiento de su amor, ni la adversidad ni la negación ni los complots y los celos que terminaron conduciéndolo a la muerte ignominiosa de la Cruz. El buen pastor permanece cuando los lobos o los malhechores entran en el redil. Él da su vida por sus ovejas. La fuerza de su amor ha derribado todos los obstáculos.

En su contemplación, san Pablo resume el conjunto de la vida de Cristo con estas palabras : Cristo Jesús « no se presentó con sí y no, sino que su persona fue un puro sí; » (2 Co 1, 20). Agobiados por la muerte tan injusta de este Inocente sobre la Cruz, los discípulos fueron conmovidos aún más por la Resurrección. Ahí está la respuesta que Dios da al pecado de los hombres ; él abre las puertas del Reino a su Hijo muy amado, y nos promete que también somos esperados en esta morada a donde Jesús se fue para « prepararnos un lugar » (Jn 14, 2). Y, en cada Eucaristía, habitados por esta esperanza, « anunciamos la muerte del Señor hasta que él venga ».

Conclusión

« Como el Padre me ha amado, yo también les he amado », dice el Señor en su discurso después de la Cena (Jn 15, 9) que leemos como su testamento espiritual. Esta frase, podemos ponerla en paralelo con aquella que Jesús pronuncia delante de los Apóstoles, en la aparición, la tarde de Pascua : « Como el Padre me ha enviado, yo también, les envío » (Jn 20, 21). Los verbos « amar » y « enviar » son intercambiables en estas dos frases y en todo el pensamiento cristiano. La verdad, es que cuando Dios nos ama, él nos asocia a la gran aventura de la salvación del mundo. Nuestra misión, es de amar. Allí está lo que aprendemos de la vida del Señor, y muy especialmente del sacrificio de su Eucaristía.

 

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