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LA EUCARISTÍA Y LA IGLESIA, MISTERIO DE LA ALIANZA

Cardenal José Mario Bergoglio s.j.
Arzpbispo de Buenos Aires y Primado de Argentina

 

 

“La Eucaristía: don de Dios para la vida del mundo". El tema elegido por el Papa para este 49º Congreso Eucarístico Internacional proviene del Evangelio de Juan, del pasaje en que Jesús nuestro Señor proclama: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo (…). El pan que yo les voy a dar es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51).

La Eucaristía, don de Dios que quiere dar vida a todos, es un tema central de la Exortación Apostólica “Sacramentum Caritatis” del Santo Padre Benedicto XVI. En la primera parte –“Eucaristía, misterio que se ha de creer”, el Papa nos exhorta a la adoración de la Eucaristía como “Don gratuito de la Santísima Trinidad para la vida del mundo” (1). Y, al final, en la tercera parte –“Eucaristía, misterio que se ha de vivir”-, nos exhorta a ofrecernos eucarísticamente a todos, junto con el Señor, ya que “la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo” (2).

La Eucaristía, pues, don y tarea, don de vida que se recibe y don de vida que se da a todos. Esta vida en Jesucristo, “para que nuestros pueblos en Él tengan vida”, es también lo que late en el corazón del Documento de Aparecida, con tono de alabanza agradecida y con fervor misionero, ya que: “La vida es regalo de Dios, don y tarea…” (3). “La Eucaristía es el centro vital del universo, capaz de saciar el hambre de vida y felicidad: “El que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 57). En ese banquete feliz participamos de la vida eterna y, así, nuestra existencia cotidiana se convierte en una Misa prolongada” (4) (como decía San Alberto Hurtado).

En el medio, entre el don y la misión, la Iglesia es el motivo central de esta catequesis de hoy: La Eucaristía y la Iglesia, misterio de la alianza. De manera sencilla, les propongo tres pasos para hacer esta catequesis como una “lectio divina”. El primer paso es una breve meditación sobre la Alianza. El segundo paso deseo que sea una síntesis contemplativa en la que nos quedemos mirando y gustando con los ojos del corazón algunas imágenes de la Virgen, nuestra Señora, “mujer eucarística”. Y el tercer paso consistirá en sacar algunas conclusiones pastorales que nos ayuden en nuestra vida personal y en nuestra vida eclesial.

 

La dimensión eclesial y nupcial de la Eucaristía

“La Eucaristía y la Iglesia, misterio de la alianza”. Con la palabra “alianza” se quiere poner de relieve la dimensión eclesial y nupcial del don de la Eucaristía, don con el cual el Señor quiere llegar a todos los hombres. La Eucaristía es pan vivo entregado para la vida del mundo y sangre de la alianza derramada para el perdón de los pecados de todos los hombres. Teniendo, pues, firme el corazón en la gratuidad del don y en su dinamismo misionero universal (5), nos detenemos en el misterio de Alianza.

 

La Alianza que nada ni nadie puede romper

“¡Quién podrá separarnos del amor de Cristo!” (Rm 8, 35) (6). Lo primero que nos conmueve de la Eucaristía es que se trata de una Alianza “nueva y eterna”, como dijo el Señor en la última cena. Lo expresa muy bien la Liturgia en la Plegaria Eucarística sobre la Reconciliación: “Muchas veces los hombres hemos quebrantado tu alianza, pero tú, en vez de abandonarnos, has sellado de nuevo con la familia humana, por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor, un pacto tan sólido, que ya nada lo podrá romper”. El anhelo de una Alianza que nada ni nadie pueda romper, el Señor lo fue amasando a lo largo de siglos en el corazón de Israel (7), y Jesús colma este deseo y lo perfecciona de manera tal que no deja resquicio para ninguna ruptura. En esta solidez de la Alianza juega un papel central su institución antes de la Pasión. Al adelantar su entrega en la Última Cena, el Señor transforma el momento y el lugar en que las alianzas se rompen (el momento de la traición de Judas) en el kairós –de tiempo y espacio santos– donde esta Alianza nueva se sella para siempre.

 

La anticipación eucarística

Para meditar en este misterio tomemos como guía algunas intuiciones de Juan Pablo II que nos ayudarán a ver la importancia de esta “anticipación” eucarística. Decía Juan Pablo que el deseo más vivo de su Encíclica “La Iglesia vive de la Eucaristía” era suscitar “el asombro eucarístico” (8). Y que el Señor haya instituido la Eucaristía antes de la Pasión era y es motivo principal de asombro. Leemos algunas líneas “con los ojos del alma”, como dice Juan Pablo:

“Del misterio pascual nace la Iglesia. Precisamente por eso la Eucaristía, que es el sacramento por excelencia del misterio pascual, está en el centro de la vida eclesial (…). Después de dos mil años seguimos reproduciendo aquella imagen primigenia de la Iglesia. Y, mientras lo hacemos en la celebración eucarística, los ojos del alma se dirigen al Triduo pascual: a lo que ocurrió la tarde del Jueves Santo, durante la Última Cena y después de ella. La institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde, a partir de la agonía en Getsemaní.

Vemos a Jesús que sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el arroyo Cedrón y llega al Huerto de los Olivos. En aquel huerto quedan aún hoy algunos árboles de olivo muy antiguos. Tal vez fueron testigos de lo que ocurrió a su sombra aquella tarde, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal y «su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra» (Lc 22, 44). La sangre, que poco antes había entregado a la Iglesia como bebida de salvación en el Sacramento eucarístico, comenzó a ser derramada; su efusión se completaría después en el Gólgota, convirtiéndose en instrumento de nuestra redención (9).

Un poco más adelante, Juan Pablo nos revela de dónde surgió el título de esta encíclica: “‘¡Mysterium fidei! – ¡Misterio de la fe!’. Cuando el sacerdote pronuncia o canta estas palabras, los presentes aclaman: ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!’. Con éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, revela también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia” (10). Y pone aquí tres características espaciotemporales que hacen de la Eucaristía el núcleo más íntimo de la vida (como don y tarea) de la Iglesia: “Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el Triduum paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y «concentrado» para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa «contemporaneidad» entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos”(11).

El fundamento y la fuente de la Iglesia está “incluido, anticipado y concentrado” en la Eucaristía, y con este don el Señor “instituyó una misteriosa ‘contemporaneidad’ entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos”. Juan Pablo finaliza este parágrafo asombrándose y asombrándonos con la “capacidad redentora” (en la que entra “toda la historia”, es decir: toda la vida del mundo) de este acontecimiento: “Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud. El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tienen una «capacidad» verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención” (12).

 

Incluido-anticipado-concentrado

La intuición de Juan Pablo II es muy original y la formulación consiste en una síntesis apretada. ¿Cómo sacar provecho sin depotenciarla? Se me ocurre que podemos ir por el lado pedagógico. El Señor muestra una intención pedagógica en el lavatorio de los pies, cuando dice: “Si yo que soy el Señor y Maestro (…) les he dado ejemplo…” (Jn 13, 13-15). Por tanto, podemos preguntarnos qué valor pedagógico contiene esta “inclusión-anticipación y concentración” del Triduo Pascual en el Don Eucarístico. Me animaría a decir que la intención del Señor apunta a disponer y acondicionar el “recipiente” del Don: el corazón de los discípulos en su dimensión personal y eclesial.

Al anticipar su entrega incluyendo a sus amigos en la comunión de la última cena y concentrando todo su amor en el Don Eucarístico, el Señor logra que, cuando se vayan dando cuenta (cada uno a su tiempo) de lo que Él ofreció en la Pasión, caigan también en la cuenta de que ya lo habían recibido, de que ya habían sido hechos partícipes de ese sacrificio redentor. El deseo de Alianza del Señor, su entregarse sin reservas al expirar en la Cruz, se les vuelve manifiesto, no como hecho aislado y terminal, sino inundando la memoria de los que lo contemplan –de María, de Juan y de las santas mujeres, y luego de toda la Iglesia– con todos y cada uno de los gestos de entrega del Señor (que pasó haciendo el bien) y de manera especialísima, llenando la memoria de los creyentes con su entrega eucarística en la última Cena.

De no ser así, el gesto final nos lo hubiera alejado. Hubiera sido un gesto total pero unilateral de Dios, sin que hubiera recipiente capaz de recibirlo. El vino nuevo hubiera roto los odres viejos. Pero no, el gesto de entrega total del Señor en la Cruz cae en el odre nuevo de los corazones que ya lo han recibido y pregustado en la Eucaristía. Una Eucaristía que “concentra” la Pasión dándole una “proporción adecuada” a nuestra capacidad, si puede hablarse así. Por eso toda la Pasión pudo y puede ser contemplada como salvadora, porque los que la contemplan ya están “incluidos”, en comunión con el amor salvador que late en el Señor que la padece.

En esta dirección podemos contemplar el lavatorio de los pies como gesto de purificación en lo pequeño que hace de contrapeso a la efusión de sangre redentora en la Cruz. La tensión entre lo pequeño y lo grande, entre lo cotidiano y lo excepcional concentra el Amor del Señor y lo pone a disposición de nuestra fe, evitando que su comprensión se fugue hacia lo demasiado extraordinario o se diluya en lo muy ordinario. Hay una similitud profunda con esto en la fórmula del sacramento del matrimonio cristiano, en el que los esposos se entregan mutuamente y se prometen fidelidad abrazando –incluyendo, anticipando y concentrando en su sí– todo lo que ocurrirá en la vida: salud y enfermedad, prosperidad y adversidad. A imagen de la Alianza de Cristo que se adelanta en la Eucaristía, los esposos adelantan su amor y lo hacen extensivo a todo, de manera tal que la Alianza sea irrompible.

 

Odres nuevos

Dios es Don. Y para poder darse, el Señor va conformando el recipiente adecuado al don, el recipiente que no se rompa, el odre nuevo. Recipiente que es fruto de una alianza entre gracia y libertad. Desde esta perspectiva del “recipiente” contemplamos también “el misterio de la alianza entre la Eucaristía y la Iglesia”. Fijamos nuestra atención en este punto: en la Eucaristía nos transformamos en lo que comemos, como dice Lumen Gentium citando a San León Magno: 'La participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos' (13). Al comer el Cuerpo de Cristo el Señor, aunque se hace a nuestra medida, no se “reduce”.

El milagro de la Eucaristía consiste en que el recipiente “de barro” se va asimilando al “tesoro”, al revés de lo que sucede en la naturaleza. Al recibir la Eucaristía, somos nosotros los asimilados a Cristo. De esta manera, mediante su darse a comer como Pan de vida, el Señor va haciendo a la Iglesia. La va transformando en su Cuerpo –en un proceso de asimilación misterioso y escondido como el que se da en todo proceso de alimentación–. Y al mismo tiempo, en cuanto que este proceso cuenta con el sí libre de la Iglesia, que asiente en la fe a la Alianza que le ofrece su Esposo, la transforma en su Esposa.

 

Imágenes de María, mujer eucarística

Para contemplar bien este misterio de la Alianza nos tenemos que centrar en María. De nuevo nos ayudamos con la mirada de Juan Pablo II, que nos invita a entrar “En la Escuela de María, mujer eucarística”: “Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia (…) Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él” (14).

A la manera de las muñecas rusas en las que la imagen mayor incluye en sí otras más pequeñas pero esencialmente idénticas, vamos a ir directo a la “más pequeñita”, a nuestra Señora, para ver cómo lo que se da en ella –el misterio de la alianza que hace que el Don de Dios sea aceptado y comunicado para la vida del mundo– se da en la Iglesia universal y en cada alma. Seguimos esa regla de los Padres según la cual, con distintos matices, “lo que se dice universalmente de la Iglesia, se dice de modo especial de María e individualmente de cada alma fiel” (15). En la relación de María con la Eucaristía, contemplamos tres imágenes que nos revelan características de la Alianza que podemos luego aplicar a la Iglesia universal y a nuestra alma en particular.

 

La Alianza como compañía

La primera imagen eucarística de María nos la muestra “incluida” en la Iglesia, a la que sin embargo, misteriosamente, ella incluye en su pequeñez. El Papa hace notar la “participación” de María en las Eucaristías de la primera comunidad: “Estaba junto con los Apóstoles, «concordes en la oración» (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión, en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos «en la fracción del pan» (Hch 2, 42)” (16).

La comunidad de los Apóstoles persevera en la oración con un mismo espíritu “en compañía” de María: “Y cuando llegaron subieron a la estancia superior, donde vivían Pedro, Juan, Santiago y Andrés; Felipe y Tomás; Bartolomé y Mateo; Santiago de Alfeo, Simón el Zelotes y Judas de Santiago. Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch 1, 13-14). El misterio de la Alianza entre Dios y los hombres es misterio de “compañía”, de compartir el pan, de “estar con” los otros, en familia, a la mesa, misterio de projimidad continuado. Esta compañía es propia de la pedagogía del Señor, que va transformando a cada persona como hizo con los discípulos de Emaús, mientras los acompaña por el camino.

 

La Alianza como confianza

La segunda imagen eucarística de María nos la muestra como la Esposa que pone toda su confianza en su Esposo. Juan Pablo II acentúa la “actitud eucarística interior” con que María vive toda su vida (17), actitud que define como de “abandono a la Palabra” (18). María concentra en sí todo “hacer” con respecto a la Palabra. El abandono implica un “dejar hacer”, propio de quien se dispone para recibir plenamente un don –el “hágase en mí según tu Palabra”–.

El abandono implica también un “hacer”, propio de quien se dona sin cálculos ni medida y exhorta a los otros a donarse de igual manera –“hagan todo lo que Él les diga”–. Para la Iglesia y para cada uno de nosotros: “Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella” (19).

La confianza total y la obediencia de la fe hacen que el Corazón de María sea el recipiente perfecto para que la Palabra se encarne y la transforme a su medida plenamente.

 

La Alianza como esperanza

La tercera imagen eucarística de María nos muestra algo muy propio de la alianza que consiste en vivir por anticipado –en esperanza– lo que es promesa. Juan Pablo hace referencia al misterio de la “anticipación”, cuando dice: “Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de «Eucaristía anticipada» se podría decir, una «comunión espiritual» de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la Pasión y se manifestará después, en el período pospascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como «memorial» de la pasión” (20).

Deseo y ofrecimiento son las dos actitudes anticipatorias que convierten también a la Iglesia y a cada alma fiel en “odres nuevos”. Por el deseo y el ofrecimiento nos convertimos como María en recipientes disponibles para que la Palabra se haga carne en nosotros. La presencia humilde y oculta del Señor en María, en la Iglesia y en cada alma, irradia luz y esperanza al mundo. Juan Pablo lo expresa bellamente, hablando de la Visitación: ’Feliz la que ha creído’ (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en «tabernáculo» –el primer «tabernáculo» de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como «irradiando» su luz a través de los ojos y la voz de María (21).

 

María, pues, modelo de la Alianza, entre el Señor y su Esposa la Iglesia, entre Dios y cada hombre

Modelo de una Alianza que es compañía de amor, abandono confiado y fecundo y esperanza plena que irradia alegría. Todas estas virtudes se convierten en canto en el Magnificat del cual Juan Pablo II nos regala una hermosa visión eucarística: “En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la «pobreza» de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se «derriba del trono a los poderosos» y se «enaltece a los humildes» (cf. Lc 1, 52). María canta el «cielo nuevo» y la «tierra nueva» que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su "diseño" programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!” (22).

Juan Pablo nos invitó a entrar en “la escuela de María, mujer eucarística”. Ahora nos muestra cómo en el Magnificat está activo y presente el “fin” o programa de esta escuela. Fin que se anticipa –esta es la alegre buena nueva– en la Eucaristía, vivida como un canto de glorificación y agradecimiento. Así como María “anticipa” el “programa de Dios” para la historia, su plan de salvación, y lo vive como presente profético en el gozo que inunda su visión de fe; así también la Eucaristía anticipa “en su pobreza”, dice Juan Pablo, la creación de la nueva historia. Esto mismo lo ha expresado profundísimamente Benedicto XVI en su Encíclica sobre la Esperanza, cuando hace ver que la esperanza cristiana nos “da” algo sustancial (23) en nuestro presente, nos anticipa la salvación no sólo proporcionando información sobre el futuro sino “performando” nuestra vida presente: Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente.

De este modo, podemos decir ahora: el cristianismo no era solamente una “buena noticia”, una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo “informativo”, sino “performativo”. Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida (24). La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (25). Lo que la Eucaristía realiza –en la pobreza sacramental– María lo canta en el Magnificat y al cantarlo la Iglesia –y cada uno de nosotros en ella– nos volvemos “contemporáneos” con nuestra Señora y vivimos de su espiritualidad, que es vida en el Espíritu: La Eucaristía, como fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, se tiene que traducir en espiritualidad, en vida ‘según el Espíritu’ (cf. Rm 8,4 s.; Ga 5,16. 25)(26).

Termino con una cita de la homilía de Juan Pablo II, con ocasión de los 150 años de la proclamación del dogma de la Inmaculada, en la cual califica a María como “Icono escatológico de la Iglesia”, como la que pronuncia el primer “sí” de la Alianza entre Dios y la humanidad y precede al pueblo de Dios en su camino al cielo y la Iglesia ve en ella “anticipada” su salvación: Ella, la primera redimida por su Hijo, participa en plenitud de su santidad, ya es lo que toda la Iglesia desea y espera ser. Es el icono escatológico de la Iglesia. Por eso la Inmaculada, que es "comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura" (Prefacio), precede siempre al pueblo de Dios en la peregrinación de la fe hacia el reino de los cielos (27).

En la concepción inmaculada de María la Iglesia ve proyectarse, anticipada en su miembro más noble, la gracia salvadora de la Pascua. En el acontecimiento de la Encarnación encuentra indisolublemente unidos al Hijo y a la Madre: ‘Al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer "fiat" de la nueva alianza (28), prefigura su condición de esposa y madre’” (29).

 

Consecuencias pastorales concretas

Consecuencias personales

En el transcurso mismo de esta catequesis, al contemplar el misterio de la Alianza en María, se nos han ido revelando las riquezas de la Eucaristía y de la Iglesia. En nuestra Madre todo se vuelve concreto y “posible”. En su escuela los misterios inefables de Dios toman rostro y tono de voz maternos y se hacen comprensibles para la fe llena de amor que, como pueblo fiel de Dios, profesamos a María. Las conclusiones para la vida espiritual personal, creo que cada uno debe elegirlas de entre aquellas en las que encuentre más gusto, como dice San Ignacio en los Ejercicios Espirituales.

Unir la Eucaristía y la comunión sacramental con María es algo que intuitivamente hacemos, y profundizar en esto a todos nos hace bien. Por ello podemos pedir la gracia de recibir la Comunión como María recibió al Verbo y dejar que se haga carne nuevamente en mí; la gracia de recibir la Eucaristía de manos de la Iglesia poniendo las nuestras como patena (que quiere decir pesebre), sintiendo que es nuestra Señora la que lo recuesta allí y nos lo confía; la gracia de cantar con María el Magnificat en ese momento de silencio que sucede a la comunión; la gracia de anticipar en la Eucaristía todo lo que será nuestro día o semana, con todo lo bueno y positivo, ofrecido junto con el pan, y todo lo que sea sufrimiento y pasión ofrecido junto con el vino; la gracia de creer y poner con amor toda nuestra esperanza en esa primicia y prenda de salvación que tenemos ya en cada Eucaristía, para luego conformar nuestra vida a imagen de lo que recibimos.

Así, cada uno puede ir sacando provecho a lo que hemos meditado.

 

Consecuencias eclesiales

Sin embargo, puede hacernos bien sacar también algunas conclusiones, a la luz de la riqueza que hemos contemplado, que nos ayuden en nuestra vida eclesial. El cariño y la veneración que todos sentimos casi “espontáneamente” por la Virgen y ante la Eucaristía, debemos cultivarlo para con la Iglesia. Deben ser los mismos, ya que como hemos visto, María e Iglesia son “recipientes” transformados íntegramente por aquel que quiso “habitar” en ellas. El efecto de tal encarnación proviene de que estos “odres” se transformen plenamente en la realidad más alta que los asume.

Así como el Verbo al tomar la carne de María la santifica totalmente (incluso lo hace anticipadamente a la Eucaristía, en la Inmaculada Concepción), así también la Iglesia es toda santa y santificante por la Alianza que el Señor quiso hacer con ella. Por eso el cristiano al mirar a la Iglesia, la ve toda santa, limpia y sin arrugas, como a María, Esposa y Madre. El cristiano ve a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, como el recipiente que guarda íntegro el depósito de la fe, como la Esposa fiel que comunica sin mengua ni falta todo lo que Cristo le dejó como encargo.

En los Sacramentos la Iglesia nos comunica la Vida plena que vino a traer el Señor. Aunque sus hijos a veces rompamos nuestra alianza con el Señor a nivel individual, la Iglesia es el lugar donde esa Alianza –que se nos dio para siempre en el Bautismo– permanece intacta y podemos recuperarla con la reconciliación. De esta mirada integral –católica en sentido pleno (“universal concreta”)–, que considera a la Iglesia como recipiente cuya calidad y magnitud se conmensuran desde Aquel que la inhabita y mantiene incólume su Alianza con ella; brotan luego las otras miradas, que pueden intentar mejorar, corregir o expresar explícitamente aspectos parciales, coyunturales, históricos y culturales de la Iglesia. Pero siempre con este espíritu de Alianza que no se rompe, como en un buen matrimonio en el que todo se puede dialogar y mejorar, con tal de que vaya en la dirección vital del amor que mantiene la Alianza.

Confesar a Cristo venido en carne es confesar que toda la realidad humana quedó “salvada” y santificada en Cristo. Por ello el Señor hasta quiso estar muerto tres días y, más aún, descender a los infiernos, al lugar más apartado de Dios al que la existencia humana pueda llegar. La Iglesia como realidad “santificada” plenamente y capaz de recibir y de comunicar –sin errores ni carencias, desde su propia pobreza y aun con sus pecados– toda la santidad de Dios, no es un “complemento” o un “agregado institucional” a Jesucristo, sino participación plena de su Encarnación, de su Vida, de su Pasión, muerte y Resurrección. Sin estos “odres nuevos” que son la Iglesia y María –en una universalidad concreta sin parangón, cuya relación es paradigma de todo lo demás–, la venida del Verbo eterno al mundo y a la carne, su Palabra en nuestros oídos y su Vida en nuestra historia, no podrían ser recibidos adecuadamente.

De ahí que para contemplar el misterio de la alianza entre Dios y la humanidad –alianza que viene del Antiguo Testamento y que se quiere extender a todos los hombres de buena voluntad–, lo primero es situar en el medio este misterio de la Iglesia contemplada como “recipiente todo santificado y santificante”, igual que María, de donde brota el Don de Dios para la vida del mundo, como dice el Papa, citando el Concilio Vaticano II (30).

Contemplemos, pues, a la lglesia-María que tiene su centro en la Eucaristía: la Iglesia-María que vive de la Eucaristía y nos hace vivir gracias a la Eucaristía. Contemplemos a la Iglesia-María que recibe de su Esposo la totalidad del Don del Pan de vida, junto con la misión de distribuirlo a todos, para la vida del mundo.

En ellas la Alianza de Dios con la humanidad se da y es recibida y comunicada sin fisuras ni carencias. La entrega hasta el fin del Esposo hace a la Esposa –María-Iglesia– toda santa, la purifica y la recrea siempre nuevamente en la fe y en la caridad, y las puertas del infierno no prevalecen contra ella. Termino diciendo que este aseguramiento de la santidad de la Iglesia no es una cuestión de privilegio personal o social, sino que está ordenada al servicio.

Me explico. Como la Iglesia siempre defiende su integridad –y como siempre hubo y hay quien se aprovecha mal de la fortaleza de una institución (lo cual es patético por lo reductivo de usar algo tan benéfico como la Vida eterna para goces de vida pasajera)–, al mundo le da la impresión de que la Iglesia siempre defiende su poder. Y esto no es así. Al defender su pureza, su indefectibilidad, su santidad de Esposa, la Iglesia está defendiendo el “lugar” por donde pasa el Don de la Vida de Dios al mundo y el don de la vida del mundo a Dios. Este don –cuya expresión más plena es la Eucaristía– no es un don más entre otros (31), sino del don total de la Vida más íntima de la Trinidad que se derrama para la vida del mundo y la vida del mundo asumida por el Hijo que se ofrece al Padre (32).

Como dice Balthasar: “El acto de donación, por el que el Padre derrama al Hijo a través de todo el espacio y tiempo de la creación, es la apertura definitiva del acto trinitario en que las “Personas” son “relaciones” de Dios, formas, podemos decir, de donación y entrega absoluta y de fluidez amorosa” (33). Es la inconmensurabilidad sin vuelta atrás del don que se nos transmite lo que obliga al Señor a santificar de manera indefectible a la Iglesia, como hizo con su Madre, de manera tal que quede asegurado el que este don pueda recibirse y transmitirse “para la vida del mundo”.

El misterio de la Alianza que hace toda santa a la Iglesia es un misterio de servicio y de Vida. Nunca debe dejar de asombrarnos que esta apertura definitiva de la vida trinitaria misma se entregue y se derrame no sólo para algunos sino para la vida del mundo. Esto es así aunque no todos lo sepan ni todos lo aprovechen. Es fruto de la Libertad incomprensible del Dios Uno y Trino el que su donación sea total y para todos (34). “Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en «sacramento» para la humanidad (35), signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16), para la redención de todos (36).

La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo” (37).

 

(1) Sacramentum Caritatis (SC) 7 y 8.

(2) SC, 88.

(3) Aparecida (Ap) 464. Cfr. también 251.

(4) Ap 354. Cfr. Ap 191: ‘¡Mi Misa es mi vida y mi vida es una Misa prolongada!’ (Hurtado, Alberto, Un fuego que enciende otros fuegos, pp. 69-70).

(5) “La Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión: ‘Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera’. Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a todos. Además, la institución misma de la Eucaristía anticipa lo que es el centro de la misión de Jesús: Él es el enviado del Padre para la redención del mundo (cf. Jn 3,16-17; Rm 8,32). En la última Cena Jesús confía a sus discípulos el Sacramento que actualiza el sacrificio que Él ha hecho de sí mismo en obediencia al Padre para la salvación de todos nosotros. No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana” (SC 84).

(6) La doctrina de Pablo, en el cap. 11 de su Carta a los Romanos, nos muestra que “los dones y la vocación de Dios son irrevocables”; “el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles” (Rm 11, 25-29).

(7)“Y estableceré mi alianza entre nosotros dos, y con tu descendencia después de ti, de generación en generación: una alianza eterna, de ser yo el Dios tuyo y el de tu posteridad (…) de modo que mi alianza esté en vuestra carne como alianza eterna” (Gn 17, 7-13). “Voy a firmar con vosotros una alianza eterna: las amorosas y fieles promesas hechas a David” (Is 55, 3). “Les pactaré alianza eterna –que no revocaré después de ellos– de hacerles bien, y pondré mi temor en sus corazones, de modo que no se aparten de junto a mí; me dedicaré a hacerles bien, y los plantaré en esta tierra firmemente, con todo mi corazón y con toda mi alma” (Jr 32, 40).

(8) Ecclesia de Eucharistia (EdE) 6.

(9) EdE 3.

(10) EdE 5.

(11) EdE 5.

(12) EdE 5.

(13) Lumen Gentium (LG) 26. Cfr. San León Magno, Sermón 63, 7; San Agustín, Sermón 57, 7 y Confesiones, 7, 10: “…tú te convertirás en mí”.

(14) EdE 53.

(15) Cfr. Beato Isaac de Stella, Sermón 51 (PL 194, 1862-1863. 1865). “Por eso en las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María, y lo que se entiende de modo especial de María, virgen y madre, se entiende de modo general de la Iglesia… También se puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma Sabiduría de Dios, que es la Palabra del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia, de modo especial de la Virgen María, e individualmente de cada alma fiel”.

(16) EdE 53.

(17) EdE 53.

(18) EdE 54.

(19) EdE 57.

(20) EdE 56.

(21) EdE 55.

(22) EdE 58.

(23) “La fe es la “sustancia” de lo que se espera; prueba de lo que no se ve. Tomás de Aquino, usando la terminología de la tradición filosófica en la que se hallaba, explica esto de la siguiente manera: la fe es un habitus, es decir, una constante disposición del ánimo, gracias a la cual comienza en nosotros la vida eterna y la razón se siente inclinada a aceptar lo que ella misma no ve. Así pues, el concepto de “sustancia” queda modificado en el sentido de que por la fe, de manera incipiente, podríamos decir “en germen” –por tanto según la “sustancia”– ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera. Y precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta presencia de lo que vendrá genera también certeza: esta “realidad” que ha de venir no es visible aún en el mundo externo (no “aparece”), pero debido a que, como realidad inicial y dinámica, la llevamos dentro de nosotros, nace ya ahora una cierta percepción de la misma” (Spe Salvi (SS) 7).

(24) “Lo que Jesús había traído, habiendo muerto Él mismo en la cruz, era algo totalmente diverso: el encuentro con el Señor de todos los señores, el encuentro con el Dios vivo y, así, el encuentro con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello transforma desde dentro la vida y el mundo” (SS 4).

(25) SS 2.

(26) SC 77. 12

(27) Cfr. LG 58; Redemptoris Mater, 2.

(28) Cfr. Redemptoris Mater 1.

(29) Juan Pablo II, Homilía en el 150º aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, el miércoles, 8 de diciembre de 2004.

(30) “Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1)” (EdE 24).

(31) “La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación” (EdE 11).

(32) “El don de su amor y de su obediencia hasta el extremo de dar la vida (cf. Jn 10, 17-18), es en primer lugar un don a su Padre. Ciertamente es un don en favor nuestro, más aún, de toda la humanidad (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; Jn 10, 15), pero don ante todo al Padre: «sacrificio que el Padre aceptó, correspondiendo a esta donación total de su Hijo que se hizo “obediente hasta la muerte” (Fl 2, 8) con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección»” (EdE 13).

(33) Hans Urs von Balthasar, El misterio de la Eucaristía, en: Puntos centrales de la fe, BAC, Madrid, 1985 pág. 150.

(34) “El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»” (EdE 24).

(35) LG 1.

(36) LG 9.

(37) EdE 22.

 

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