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LA EUCARISTÍA Y LA MISIÓN

Cardenal Telesphore Placidus Toppo
Arzobispo de Rancho (India)

 

Me siento muy dichoso al encontrarme entre ustedes para compartir estas reflexiones sobre la Eucaristía y la Misión. Es para mí un gran privilegio hablarles de algo que me es muy querido, y estoy muy agradecido a los organizadores por ofrecerme esta ocasión.

Nuestro Dios es el Dios de la Historia, un Dios de relación, un Dios que comunica con la Humanidad. Su acto creador es ya un acto de relación. Mediante este acto de amor compartió su vida con los humanos, y los humanos perpetúan su acto creador al compartir su amor de los unos por los otros.

El pecado es la ausencia de amor en la vida de los hombres. Sin amor no podemos conocer al Dios verdadero ni construir una auténtica comunidad humana.

Las Sagradas Escrituras revelan la degradación de la relación que mantienen los seres humanos con Dios, como en el caso de Adán y Eva que fueron expulsados del Edén, y el de Caín, que al matar a su hermano, dio por vez primera entrada a la muerte en el mundo.

Jesús vino para que nos beneficiásemos una vez más de la experiencia de transformación que nos ofrece este Dios de amor. Como nos los revela el evangelio de san Juan, “Dios amó tanto al mundo que le dio su unigénito Hijo para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la vida eterna” (Juan 3, 16). Todos los actos realizados por Jesús, sus milagros, sus enseñanzas, el conjunto de su vida, proclaman el amor de Dios. Por su muerte y resurrección es como el grano de trigo que, si cae en la tierra y muere, llevará mucho fruto (Juan 12, 24).

Nuestro Santo Padre, el Papa Benedicto XVI, lo describe admirablemente en su primera Encíclica Deus Caritas Est con estas palabras: “Con su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical” (12).

La institución de la Eucaristía, la víspera de su muerte, constituyó la recapitulación simbólica de la vida de Jesús, cuya finalidad estribaba en el don absoluto de sí mismo realizado con su muerte en la cruz.

Él pidió a sus discípulos: “Haced esto en memoria mía” y les encomendó la misión de velar para que aquel último día permaneciese presente en la realidad concreta de su existencia hasta que Él volviera glorioso para transformar todo el universo y dar lugar a los nuevos cielos y tierra en los que puedan reinar la perfecta relación de amor entre Dios y los hombres, y también entre los hombres.

La Iglesia es la comunidad que, sobre las huellas de los primeros discípulos y apóstoles, sigue cumpliendo, a través de los siglos, esta misión en el mundo.

Cuando celebramos la Eucaristía, proclamamos el gran acto redentor de Cristo y nos comprometemos a proseguir su trabajo en el mundo por una vida de amor y de partición. He aquí lo que fuera rasgo distintivo de los primeros cristianos. En el acto de partir el pan reconocen al Señor y, a su vez, ellos son reconocidos como cristianos porque comparten el pan (Hechos 2, 44-47). La Eucaristía era, pues, un acto mediante el cual afirmaban su identidad religiosa, identidad basada en su relación con Dios y con los demás hombres.

Cuando los discípulos de Cristo transponen el amor de Dios que ellos experimentan en Jesús presente en la Eucaristía, en su vida cotidiana y en sus relaciones con los demás, construyen una nueva sociedad, una nueva creación.

El Papa Juan Pablo II expresa la misma idea de una forma eminentemente más teológica en Ecclesia de Eucaristía, donde explica que “la íntima relación entre los elementos invisibles y visibles de la comunión eclesial es constitutiva de la Iglesia como sacramento de salvación” (35).

Permítanme exponérselo de otra forma, compartiendo con ustedes la historia de mi propio pueblo que fue transformado en una nueva creación tras haber comenzado a creer en Cristo resucitado y a reconocer a Jesús como el Salvador del mundo.

Hace 163 años, las tribus del centro y del norte de la India oriental aún no habían oído hablar de Jesús. Pobres y totalmente analfabetos, eran víctimas de la opresión de los ricos propietarios y de los poderosos que los explotaban sin piedad. Cualquier esperanza de justicia era inexistente para esas tribus desfavorecidas. Varias de ellas se refugiaron en los jardines de té Assam o en los bosques de las islas Andaman para poder sobrevivir. Las tribus que permanecieron en las tierras ancestrales estaban amenazadas de desaparición y habían perdido hasta el gusto por la vida.

En ese momento de su historia, Dios oyó sus lamentos y, en 1845, les envió algunos misioneros cristianos a Ranchi, donde estaban concentradas esas tribus. Durante cuatro años los misioneros trabajaron en vano. Pero un buen día, cuatro miembros de una tribu se acercaron a ellos porque habían oído decir que predicaban acerca de un hombre que había sido matado pero que permanecía siempre vivo y deseaban encontrarlo. Llegaron donde estaban los misioneros y dijeron: “Queremos ver a JESÚS”. Y constantemente preguntaban: ¿Dónde está JESÚS? Queremos verlo”. Los misioneros no sabían qué hacer y los miembros de la tribu se enojaron, calificándolos de tramposos y mentirosos. Luego, los misioneros los invitaron a rezar y, un día, los bautizaron.

Unos treinta años más tarde, en 1869, el arzobispo de Calcuta envió los primeros misioneros jesuitas a esas tribus. Cuatro años más tarde, seis familias de esas tribus, con un total de 28 personas, fueron bautizadas en la Iglesia Católica. Pero el verdadero movimiento de gracia comenzó con la llegada de un siervo de Dios, el padre Constant Lievens, S.J, conocido hoy en día como el apóstol de Chota-Nagpur, la patria de las tribus.

Cuando llegó este jesuita había solamente 56 católicos en el territorio. Vivió entre ellos tan sólo siete años pero a su muerte, debida al exceso de trabajo, al agotamiento y a la tuberculosis, la región contaba con 80.000 católicos bautizados y más de 20.000 catecúmenos.

¿Qué había sucedido? ¿En qué se diferenciaban esos misioneros jesuitas de los primeros que habían llegado treinta años antes? La respuesta es sencilla: ¡La Eucaristía! La diferencia estriba en la forma en la que los católicos comprendieron, celebraron y vivieron la Eucaristía. Muchos de los primeros cristianos abrazaron la fe católica precisamente por esta razón.

Las hermanas de Lorette fueron las primeras religiosas en acudir en ayuda de los misioneros en su labor de evangelización. Cuatro jóvenes cristianas procedentes de una familia instruida y estudiantes en el pensionado de las hermanas de Lorette en Ranchi abrazaron la fe católica y, en 1897 fundaron, en Ranchi, la primera congregación religiosa autóctona: las Hijas de Santa Ana. Esta congregación cuenta hoy día con más de mil religiosas distribuidas en 23 diócesis de la India, así como en otras diócesis fuera de dicho país. Las humildes religiosas han desempeñado un importante papel en la labor de evangelización.

La joven Iglesia implantada en tierra tribal ha crecido de tal forma que hoy corresponde al 10% de la población católica de la India, es decir, 18 millones. Pese a su indigencia material, la Iglesia es autosuficiente en muchos aspectos y puede contar con sus religiosas, sacerdotes y obispos propios. Una de las características de dicha Iglesia es que estos católicos tribales llegaron a ser portadores de la fe adondequiera que fueran. Ésta es la razón por la cual el extraordinario crecimiento de esta Iglesia en tierras tribales ha sido reconocido rápidamente como el “Milagro de Chota-Nagpur”.

Muy poca gente sabe que también la beata Madre Teresa forma parte de este milagro. Entre los jesuitas que sirvieron en la misión de Calcuta, de la que Ranchi forma parte, figuran dos albaneses. Cuando estos jesuitas fueron a Albania a visitar a sus allegados, dieron conferencias ante alumnos con el fin de fomentar la vocación misionera y recaudar fondos para su misión.

Entre el público al que se dirigían se encontraba una estudiante de enseñanza secundaria llamada Agnès, la futura Madre Teresa, que entonces tenía 13 o 14 años. Tras escuchar atentamente a uno de los misioneros sobre lo que sucedía en las tribus de Ranchi, decidió ir a la India para convertirse en una hermana de Lorette, puesto que esta orden tenía religiosas trabajando en Calcuta, y también en Ranchi. Ingresó, pues, en la orden de las hermanas de Lorette en Irlanda y, desde allí, se fue a Calcuta.

Un día, en la época en la que yo era un joven obispo, tuve el privilegio de llevar en mi coche a la Madre Teresa. Iba acompañada por tres de sus misioneras de la Caridad. Fueron ellas las que me dijeron que la Madre Teresa había estado trabajando hasta después de medianoche en la reorganización de su comunidad. Ella iba sentada a mi lado, en el asiento delantero, y yo estaba turbado de verme al lado de una persona de tal calibre. Pero, como una verdadera Madre, me dijo que me relajara y que me sentase confortablemente. Tal actitud me dio ánimos para decirle: “Madre, me han dicho que usted trabajó anoche hasta muy tarde. Usted no es muy joven. ¿Dónde encuentra fuerzas para realizar tales trabajos? Me respondió con la velocidad del rayo: “En JÉSUS, presente en la Eucaristía”.

Creo que esto fue y seguirá siendo el secreto del éxito de Madre Teresa y de las misioneras de la Caridad. Ella decía que cada nueva comunidad que inauguraba en cualquier parte del mundo era “un sagrario más”. La Madre Teresa es el auténtico ejemplo de la importancia que ocupa la Eucaristía como alimento y fuente de motivación para la misión de la Iglesia.

Echemos ahora una ojeada a esta Misión.

 

La misión de la Iglesia

La Constitución Pastoral Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo en estos tiempos, del Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes, 1), nos enseña que la existencia y la misión de la Iglesia están estrechamente ligadas al mundo al que Jesús envió a sus discípulos para que continuasen la tarea que le había encomendado su Padre.

Entre las numerosas características del mundo actual en el que la Iglesia tiene que cumplir su misión, me gustaría citar tres: la disparidad socioeconómica, el pluralismo religioso y la diversidad de identidades culturales.

La Iglesia tiene que dialogar, en el contexto de todos estos aspectos de la sociedad humana, con la intención de establecer una comunión entre todos los pueblos. En su mensaje para el Día Mundial de las Misiones 2007, el Papa Benedicto explica que la implicación misionera de la Iglesia, el primer servicio que debe a la humanidad de hoy es “orientar y evangelizar las transformaciones culturales, sociales y éticas para ofrecer la salvación de Cristo al hombre de nuestro tiempo, en las numerosas regiones del mundo en las que es humillado y oprimido por las formas endémicas de pobreza, de violencia y de negación sistemática de los derechos del hombre”.

 

La misión de la Iglesia y la realidad socioeconómica del mundo

Cuando hoy día miramos en torno nuestro, observamos la presencia de un abismo considerable entre ricos y pobres, vemos la impaciencia y la insatisfacción de la humanidad a la búsqueda de una vida mejor y, por encima de todo, de un porvenir estable en que todos encuentren la seguridad, la dicha y la paz. Esta es la dura realidad, pese a los inmensos progresos alcanzados en los campos de la tecnología y las ciencias y la mejora del bienestar con relación al pasado, en el momento en que el ethos científico nos promete un futuro cada día mejor.

Pero entonces, ¿cuál es el verdadero origen de la sed que se observa en numerosas personas en el mundo? ¿Qué significa esa búsqueda incesante de la humanidad hoy en día? ¿Qué es lo que impide a la humanidad construir una nueva sociedad que pueda ver cumplidos todos sus sueños y deseos.

Un análisis de las necesidades del ser humano revela la presencia subyacente de las siguientes tendencias en esta búsqueda y esta lucha:

- Existe una necesidad de realizarse personalmente, un deseo de ver materializarse los valores de justicia, de verdad, de libertad, de amor, de igualdad y de paz en el seno de las sociedades humanas.

- Existe una necesidad fuertemente acusada de construir un orden mundial más justo y una nueva humanidad.

- Existe una gran necesidad de comunión con el prójimo.

Como cristianos que somos, sabemos que Jesús vino a rescatar al mundo y a transformar la humanidad en una nueva sociedad en la que las citadas necesidades sean satisfechas. No hizo como lo hubiese hecho un simple asistente social, sino siendo el signo viviente del amor de Dios. Murió y resucitó de entre los muertos a fin de probar que encarna realmente este signo. Estableció una comunidad, la Iglesia, con el fin de perpetuar este signo en el mundo hasta que éste sea finalmente transformado por el amor de Dios. Nos dejó la Eucaristía como memorial y manifestación constante de este amor en el mundo. He aquí por qué los cristianos celebran la Eucaristía hasta el retorno glorioso de Jesús para establecer definitivamente el Reino de Dios.

 

La misión de la Iglesia y el pluralismo religioso

Uno de los fenómenos más llamativos en el mundo actual es el crecimiento y el retorno, con fuerza, de otras religiones mundiales. Ocupan ahora el proscenio de forma inesperada: el islamismo, el budismo, el hinduismo, el judaísmo, el cristianismo y, de forma aún más marcada, en los 400 millones de grupos pentecostistas bien establecidos.

Resulta evidente para todos que la Iglesia debe cambiar ahora de actitud con respecto a ellas y que un nuevo enfoque es esencial. Si bien en el pasado, hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), la Iglesia tenía una percepción negativa de ellas, el Espíritu Santo la inspira hoy hacia el establecimiento de una relación de diálogo con las mismas. El diálogo entre las religiones forma parte integrante de su misión de evangelización en el mundo moderno.

La Iglesia debe compartir con estas religiones la riqueza de su propia experiencia con Dios en Cristo en vez de adoptar un enfoque doctrinal negativo con respecto a ellas. La experiencia de Cristo en la Eucaristía, que reúne por su amor a todos los pueblos de la Tierra en una única gran familia, constituye un factor muy importante de su misión en el contexto multirreligioso mundial. Es Jesús en la Eucaristía quien nos enseña las verdaderas lecciones de diálogo y de comunión, lecciones que nosotros no integramos siempre con presteza.

 

La misión de la Iglesia y el mundo multicultural

Cristo vino a reunir todas las naciones del mundo en el reino de Dios y la misión de la Iglesia es proseguir esta obra hasta el fin de los tiempos, cuando Cristo vuelva glorioso para dar el toque final a esta obra.

Dios distribuyó sus dones a cada uno y cada una de nosotros. Cada pueblo, cada nación tiene su manera peculiar de expresar el don divino de la vida y de la existencia.

La Iglesia, que camina por las huellas de su Dios y maestro, apunta hacia la eliminación en todo el mundo de cualquier tipo de discriminación entre los pueblos y busca favorecer la comunión entre todos, como se predice en el Libro de las Revelaciones (Rev. 21, 1-7; 22-27).

La experiencia de la Eucaristía permite a la Iglesia ver la presencia de Dios en todas las realidades temporales. La vida de partición a la que la Eucaristía invita al pueblo de Dios abre nuevos horizontes y facilita la edificación de una comunidad humana exenta de rivalidad y discriminación.

 

La relación entre la Eucaristía y la misión de la Iglesia

El Papa Juan Pablo II, en su mensaje para el Día Mundial de las Misiones de 2004, “Eucaristía y Misión”, insiste en el hecho de que “en torno a Cristo eucarístico, la Iglesia crece como pueblo, templo y familia de Dios: una, santa, católica y apostólica. Al mismo tiempo entiende mejor su carácter de sacramento universal de salvación y de realidad visible jerárquicamente estructurada”.

Es lo que aparece claramente en la vida de los primeros cristianos, para quienes la Eucaristía constituía el centro de la existencia en tanto que comunidad. Se encontraban con frecuencia para llevar a cabo esta celebración colectiva. Se reunían en las casas de sus hermanos y hermanas cristianos. Escuchaban las enseñanzas de los Apóstoles, oraban juntos, hablaban de sus problemas, compartían comidas y conmemoraban al Señor que estaba presente entre ellos cuando partían el pan en memoria suya.

El hecho de compartir la Eucaristía los incitaba a tener siempre más solicitud e interés los unos por los otros. Compartían sus bienes y llegaban a ser visiblemente verdaderos discípulos de Jesús. Esa comida convivial y la vida de reparto en común constituían la marca de su identidad religiosa. Ellos entendían el símbolo instituido por Jesucristo como una llamada para erigir una nueva sociedad basada en el doble mandamiento de amor: amor a Dios y amor a su prójimo.

La vida compartiendo era tan esencial a la comunidad eucarística que, para el apóstol Pablo, la celebración sin espíritu de amor y de partición no era una comida digna del Señor (1 Co 11,20).

La Eucaristía perdía mucho de su significado cuando no inspiraba ni favorecía la compasión, la piedad y el amor. Esto se expresa de hermosa forma en los Hechos de los Apóstoles: “Porque entre ellos no había ningún indigente” (Hechos, 4, 34).

Por esta razón los primeros cristianos eran también bien aceptados por un gran número de personas, en particular, los pobres y los marginados. El cristianismo era un movimiento enérgico que apuntaba a liberar la humanidad del egoísmo y la explotación, que son la base de una sociedad injusta. Todos fueron creados iguales en el seno de la comunidad creyente y el símbolo de que esta igualdad era el convite eucarístico. Este ideal no era fácil de alcanzar. Todo esto era elaborado espiritualmente en el seno de la vida diaria corriente, con sus luchas diarias y, en esa época también, en medio de la protesta y la persecución.

Los hombres y las mujeres ordinarias vivían su espiritualidad cristiana e iniciaron el proceso de construcción de una nueva sociedad, de una nueva familia humana tal y como fuera imaginada por Jesucristo.

Los Padres de la primera Iglesia insistieron mucho en esta edificación de la comunidad y en la dimensión social de la Eucaristía. “¿Tú quieres honrar al cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando lo veas desnudo. No le rindas honores aquí, en la iglesia, con tejidos de seda mientras lo dejas padecer frío y falta de vestidos. Porque el que dijo: Este es mi cuerpo, y quien lo realizó diciéndolo fue el que también dijo: Me visteis con hambre y no me disteis de comer. ¿Qué ventaja hay en que la mesa de Cristo esté cargada de copas de oro? Comienza por saciar el hambre del hambriento y con lo que sobre adorna su altar. ¿Tú fabricas un vaso de oro y te niegas a dar un poco de agua fresca? El templo que es 7  cuerpo doliente de tu hermano, es mucho más valioso que éste (la iglesia). El cuerpo de Cristo se transforma para ti en altar. Es más santo que el altar de piedra sobre el que tú celebras el santo sacrificio. Debes ver este altar por todas partes, en la calle y en la plaza pública”. (San Juan Crisóstomo)

La Constitución Apostólica sobre la Liturgia del Concilio Vaticano II inició un cambio en la práctica del culto de la Iglesia, y este cambio ha transformado la celebración de la Eucaristía al insistir sobre tres principales aspectos de la celebración:

- La Eucaristía como acto establecido por la comunidad. La Constitución Apostólica sobre la Liturgia del Concilio (Sacrosanctum Concilium, 1) explicó lo que ha motivado estos cambios. Reveló que estos cambios tienen como finalidad “fomentar todo cuanto pueda contribuir a la unión de todos aquéllos que creen en Cristo y fortalecer todo lo que contribuya a llamar a todos los hombres al seno de la Iglesia”. Esta Constitución (7) nos recuerda que Cristo está presente “cuando la Iglesia reza y canta los salmos, el que prometió “donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos” (Mateo 18,20).

- La misma Constitución sobre la Liturgia mantuvo que los fieles participan activamente en la celebración de la Eucaristía. Dicha Constitución indica que (n.14): “La Santa Madre Iglesia tiene grandes deseos de que todos los fieles concurran a esta plena participación, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas, que es solicitada por la misma naturaleza de la liturgia y es, en virtud de su bautismo, un derecho y un deber para el pueblo cristiano, ‘raza elegida, sacerdocio real, nación santa, pueblo redimido’ (1 P 2, 9; cf. 2, 4-5)”. La misma Constitución (48) recordó al mundo que “también la Iglesia se preocupa por conseguir que los fieles no asistan a este misterio de la fe como espectadores extraños o mudos, sino que, comprendiéndolo bien en sus ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la sagrada acción”

- Los Padres del Concilio Vaticano II enseñaron también que el efecto de participar en la celebración eucarística contribuye a la formación de la comunidad de amor y de partición (Gaudium et Spes, 38). Su Constitución sobre la Liturgia (37) describió la Eucaristía como “la conmemoración de su muerte y de su resurrección; sacramento de piedad, signo de unidad, lazo de caridad, banquete pascual donde se recibe a Cristo y donde el alma está llena de gracia y mediante la cual se concede la garantía de la gloria futura”.

Estos cambios indican hasta qué punto la Eucaristía alimenta y fortalece la misión de la Iglesia.

Celebramos el Congreso Eucarístico bajo el tema: “La Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo”. Como discípulos de Jesús que viven un periodo de la vida de la Iglesia en la que la misión de evangelización experimenta un impulso y ocupa de nuevo un lugar importante, debemos asegurarnos de que nuestra vida eucarística nos dé un sentido renovado de la misión. Celebramos la Eucaristía en un mundo desgarrado por la discriminación, deshumanizado por las estructuras socioeconómicas abusivas, con frecuencia dominado por el egoísmo de la avidez y la avaricia del ser humano que, por desgracia, han podido encontrar a veces su justificación en ciertos principios religiosos.

La Buena Nueva de la que el mundo tiene hoy necesidad es una sociedad que se apoye en la fraternidad y viva compartiendo. Entonces, el Dios verdadero, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que ha hecho de nosotros sus hijos en Jesucristo, va a mostrarse entre nosotros. Nuestra celebración eucarística debería permitirnos concentrar nuestros esfuerzos en alcanzar este ideal. ¿Cómo hemos de lograrlo? ¿Cómo podemos celebrar de manera a orientarnos cada vez más hacia ese fin? Estas son las vías de reflexión que deberíamos abordar juntos como discípulos de Jesús en torno a la Eucaristía, que no es solamente la conmemoración de su muerte y de su resurrección, sino también su presencia viva entre nosotros.

El Papa Juan Pablo II expresa admirablemente esta idea en su Encíclica Dominum et vivificantem: “Mediante la Eucaristía, el Espíritu Santo ‘realiza aquel fortalecimiento del hombre interior’ del que habla la Carta a los Efesios. Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana, aludido por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo ‘revela plenamente el hombre al hombre’, sugiriendo ‘una cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad’. Esta unión tal se expresa y se realiza especialmente mediante la Eucaristía en la que el hombre, participando del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza, enseña a ‘encontrarse… en la entrega… de sí mismo’ en la comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos” (62).

 

La Eucaristía como fuente de la misión

La misión cristiana consiste en propagar el amor de Dios a todos los pueblos, con el fin de que todos se unan en una misma comunidad con Dios nuestro Padre.

Jesús lo expresa con toda claridad: “He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran y tú me los diste y han guardado tu palabra” (Juan 17, 6).

La misión de Jesús tiene como finalidad atraer a todos los pueblos del mundo a compartir la vida de Dios.

Hoy en día, es a través de la Eucaristía cómo Jesús prosigue su misión en el seno del ministerio de la Iglesia. Mediante el Bautismo, las personas se unen a Cristo en su muerte y su resurrección; mediante la Confirmación reciben su Espíritu y mediante la Eucaristía son alimentados continuamente por su vida como Hijo de Dios y por la vida de testigo cristiano. Comparten esta vida con todos aquellos que se ponen en contacto con ellos hasta que todos queden impregnados de la misma vida en Cristo. He aquí lo que proclamamos en cada celebración de la misa: “Proclamamos tu muerte, oh Señor, esperando tu llegada”. La Eucaristía es, consecuentemente, la fuente de la vida y la misión cristianas.

Examinemos ahora la dinámica en la que esta Eucaristía se enmarca:

- La Iglesia cumple su misión amando a los demás como Cristo la amó. Cristo ofreció su vida por la salvación del mundo. He aquí el símbolo de la Eucaristía: “Éste es mi cuerpo entregado por vosotros”. En la Eucaristía, la Iglesia participa de este amor como entrega absoluta de sí mismo y se encuentra así en condiciones de proseguir su misión.

- La Iglesia cumple su misión gracias a la ayuda constante del Espíritu Santo. En la Eucaristía, la Iglesia recibe al Espíritu de Jesús que murió y resucitó de entre los muertos. Las energías apostólicas de la Iglesia provienen de este Espíritu.

- En el seno de una sociedad dominada por los principios de la mundialización en el consumo y de valorización de una cultura de la muerte, la Iglesia debe dedicarse a hacer progresar el amor y la solidaridad en todo el mundo mediante la promoción de una cultura de amor y de partición. La dinámica de una nueva mundialización que unra a todo el género humano y a toda la creación se halla proclamada cada día en la Eucaristía que celebra la entrega total de sí mismo de Cristo, con el fin de que todos puedan sacar provecho de la plenitud de la vida.

- Así se define la nueva evangelización que el Papa Juan Pablo II lanzó a comienzos del nuevo milenio, en el que la Eucaristía es, a la vez, la fuente y el centro. Estoy convencido de que todos compartimos el mismo anhelo de que se desprenda de este Congreso Eucarístico un nuevo espíritu misionero que transforme al mundo.

- Jesús muerto y luego resucitado es el corazón de la Buena Nueva. En nuestra evangelización proclamamos a Cristo; no solamente recobramos los milagros de Cristo sino que proclamamos también la gran bondad de Dios.

- En la Eucaristía reconocemos a Cristo cuando partimos el pan y lo proclamamos como aquél que está vivo y presente en nuestras actividades apostólicas. Sin la Eucaristía no podríamos afirmar verdaderamente que está vivo porque careceríamos de la experiencia de su presencia entre nosotros. La Eucaristía es, pues, necesaria para la autenticidad y eficacia de nuestra misión evangelizadora.

- El objetivo de nuestra misión es la comunión total entre Dios y los hombres, por un lado, y la de los hombres entre ellos, por otro, expresada por una vida de amor y de partición. La celebración diaria de la Eucaristía nos inicia a esta comunión: nos unimos a Dios cuando recibimos el cuerpo del Hijo de Dios; nos unimos entre nosotros cuando recibimos el cuerpo de Cristo bajo la forma de la comunión compartida; nos unimos a toda la creación porque el pan que compartimos en la Eucaristía es el fruto de la tierra, esta tierra que Dios creó como signo de su amor y que nosotros hemos deformado por una utilización culpable. Cuando llegamos a ser el cuerpo de Cristo, es de nuevo posible manifestar el amor de Dios. Al participar en ello nos comprometemos a restablecer la bondad divina a toda la creación.

- Con la muerte y la resurrección de Cristo, Dios ha sellado una nueva alianza con toda la humanidad. Cada vez que celebramos la Eucaristía y participamos de ella, renovamos esta alianza. Cada participante en la Eucaristía se transforma en un promotor de esta alianza entre todos los pueblos con la puesta en práctica de las condiciones de la alianza que no tienen otro apoyo que el mandamiento de amor. El símbolo de este acto litúrgico llega a ser un compromiso real concentrado en la vida.

- La misión evangelizadora de la Iglesia se prolonga con el establecimiento de comunidades liberadas de todo tipo de injusticia, discriminación, opresión y explotación de las comunidades cuya acción es verdaderamente humanizadora.

- La Eucaristía hace muy eficaz nuestra misión evangelizadora en una sociedad multirreligiosa. La comunidad cristiana que participa de la Eucaristía adquiere una apertura incondicional a la presencia de Dios. Así, los cristianos pueden abordar a los creyentes de cualquier religión con una actitud positiva y compartir con ellos su propia experiencia de Dios. El diálogo llega a ser el modo de comunicación con las personas pertenecientes a otras religiones. De ello resultará una comunión con los practicantes de otras confesiones sin que se comprometan las convicciones de cada uno. Quienes han hecho la experiencia de Jesús en la Eucaristía pueden compartir el mismo amor que reciben de Jesús en sus relaciones con los demás, independientemente de la fe de cada cual, al igual que lo hizo Charles de Foucault con los pueblos del desierto de África del Norte.

 

La Eucaristía desarrolla la comunidad de misión

El Papa Pablo VI en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi estableció un lazo entre la Eucaristía y la misión: “Porque la totalidad de la evangelización, aparte de la predicación del mensaje, consiste en implantar la Iglesia, la cual no existe sin este respiro de la vida sacramental culminante en la Eucaristía” (28).

Desde los comienzos de la Iglesia, hemos observado que la Eucaristía ha venido construyendo comunidades de misión, que esta misión se ejerce en forma de proclamación del Evangelio o en forma de martirio, como testimonio de la fe, como hemos podido verlo en China, por ejemplo, y en otros varios países en el transcurso del pasado siglo.

La relación que une la Eucaristía y las comunidades de misión está basada en una característica fundamental de la misma misión cristiana. El misionero cristiano es ante y sobre todo un testigo de Cristo y no un joven escolar que ha aprendido bien sus lecciones sobre Cristo. Un testigo es alguien que ha hecho la experiencia de lo que comunica. La Eucaristía es la fuente de este poderoso testimonio. Es allí donde el cristiano encuentra a Cristo vivo para ser capaz de dar testimonio convincente de lo que ha visto, oído y tocado. Vamos a ver cómo se manifiesta esto realmente en cada celebración eucarística, particularmente, en la parroquia.

 

La comunidad congregada para la celebración

La celebración eucarística dominical da lugar a la reunión de toda la comunidad. Esta ocasión permite a los miembros de la comunidad profundizar en el conocimiento que tienen del Señor y de su prójimo, de encontrarse entre ellos y de tener el oído atento a las necesidades de comunión y solidaridad. No se trata de una simple oportunidad para cumplir su deber de culto. Esto significa que deben ir más allá de su mera presencia anónima en la iglesia. Nadie puede vivir solo su vida de cristiano, aislado de los demás, en un espléndido aislamiento.

Esto demuestra que el fiel que participa en la misa dominical debe ir para darse cuenta de que el Dios al que ha venido a encontrar ya forma parte de su vida, que ha compartido su amor con él y todos los demás fieles, con el fin de éstos sean signos visibles de su amor gracias al amor y a el cuidado que manifiestan los unos para con los otros. El Dios verdadero, el Dios de los cristianos es el Dios presente en medio de su pueblo. En consecuencia, nuestro encuentro con Él expresa nada menos que la necesidad de llevar una vida de amor y de solicitud los unos para con los otros.

Durante una de sus primeras visitas pastorales en calidad de papa, en Bari, en mayo de 2005, Benedicto XVI dijo en su homilía: “El precepto de fiesta no es, pues, un deber impuesto desde fuera, una carga que pesa sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse con el Pan Eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y hermanas en Cristo es, para el cristiano, una necesidad, una alegría; es así como puede encontrar la energía necesaria para el camino que ha de recorrer cada semana”.

 

La comunidad a la escucha de la Palabra

Esta comunidad del amor ve reforzada su fe hasta tal punto que sus miembros son capaces de proclamarla en su vida. La liturgia de la Palabra no sólo instruye a las personas sobre las verdades de la fe, sino que también intensifica su fe de tal manera que están en condiciones de traducirla en amor.

Su fe se sitúa en un contexto de comunidad donde tienen que llegar a ser testigos de esta fe; deben transformarse de forma que puedan ser la levadura en medio de la sociedad en la que viven.

Los Lineamenta preparados para el Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios, celebrado en octubre de 2008, nos dice: “La Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi de Pablo VI conserva toda su actualidad para una pedagogía del anuncio, mientras que la Encíclica Deus Caritas Est, del Santo Padre Benedicto XVI, pone bien en evidencia cómo la caridad está estrechamente ligada al anuncio de la Palabra de Dios. Cuando se recibe la Palabra de Dios, que es amor, resulta imposible anunciar verdaderamente la Palabra sin practicar el amor o ejercer la justicia y la caridad. En esta óptica de la misión evangelizadora de la Palabra de Dios se encuentran mencionados, de forma sintética, algunos objetivos y ciertas tareas a cumplir y considerados como particularmente importantes” (25).

 

La comunidad que aporta el pan y el vino

El pan y el vino que los cristianos traen al altar son el símbolo de su vida cotidiana de interacciones de los unos con los otros. Lejos de ser simples elementos ligados a un rito, representan a la comunidad y su composición de diferentes relaciones.

En los tiempos de la primera Iglesia, estos elementos fueron llevados a la mesa de partición para expresar así la relación de las gentes entre sí.

En nuestros días, creo que aún es necesario valorizar las dimensiones social y comunitaria del pan y del vino que se aportan al altar. Esto puede hacerse de la manera siguiente. En primer lugar, es ideal que los fieles traigan estos presentes al altar como símbolo de su propia vida. Además, sería bueno que acompañasen el pan y el vino con otros presentes para expresar su solicitud por la comunidad. La colecta podría presentar un mayor significado de desarrollo de la comunidad. La comunidad reunida en torno al cuerpo de Cristo debería darse cuenta de que entre ellos hay algunos miembros que no hacen la experiencia del amor de Dios porque muy poca gente traduce este amor compartiendo y amando al prójimo.

Trayendo el pan y el vino proclamamos nuestro propio deseo de contribuir a edificar el cuerpo de Cristo, es decir, la comunidad de hermanos y hermanas en Cristo, en el seno de nuestra parroquia.

 

La comunidad transformada es capaz del don de sí misma en la Consagración

El corazón de la celebración eucarística es la transformación del pan y del vino que se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo. El pan y el vino aportados por la comunidad yason parte integrante del cuerpo de Jesús del que hace el don absoluto. Primero, nos ofreció la entrega de sí mismo en el Calvario; este don debe desarrollarse ahora en la comunidad, que es el cuerpo de Cristo en el mundo actual. La proclamación de la entrega de sí mismo de Cristo en el pan y el vino aportados por la comunidad permite a ésta ser consagrada y ser un signo visible de esta entrega de sí mismo en el mundo actual.

Podemos decir, entonces, que mediante la Consagración, la nueva sociedad basada en la entrega de sí misma y la partición está en vías de ver la luz en el mundo. Así, la Consagración no solamente es el momento de adorar a Jesús que se hace presente en el altar sino, particularmente, el momento en el que la comunidad de cristianos, el cuerpo visible de Jesús hoy en día, llega a ser una comunidad capaz del don de sí misma. La comunidad se une a Cristo en su don de sí mismo, mediante el cual el mundo será transformado y donde una nueva sociedad verá la luz.

 

El nacimiento de una nueva comunidad del Espíritu

En los comienzos de la creación, el Espíritu de Dios flotaba sobre las aguas primordiales y todo el universo vio la luz por poder de ese mismo Espíritu. En la nueva creación, inaugurada con la resurrección de Cristo, el Espíritu de Cristo se extiende sobre la humanidad, permitiéndole así dar origen a un nuevo mundo. El agente de esta nueva creación es la Iglesia, esta comunidad colmada por el Espíritu.

En la Sagrada Comunión, Jesús, el Verbo encarnado que murió y resucitó, y está lleno del Espíritu de Dios, penetra en nuestro corazón y nos colma con su Espíritu para hacer de nosotros sus colaboradores en la construcción de una nueva sociedad basada en el amor y la partición.

 

La comunidad enviada en misión

El fin de la misa no indica la conclusión de un acto de adoración, sino más bien el comienzo de la misión de la Iglesia.

Esto me recuerda las palabras de Juan Pablo II: “[Es cierto que] no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene su raíz y centro en la celebración de la sagrada Eucaristía” (Ecclesia de Eucharistia, 33; cf. Presbyteorum Ordinis, 6). Al final de cada misa, cuando el celebrante despide a la asamblea con las palabras “Ite, Missa est”, todos deben sentirse enviados como ‘misioneros de la Eucaristía’ para difundir por todos los medios el gran don recibido” (Eucaristía y Misión, Mensaje para el Día Mundial de las Misiones, 2004).

Fuimos enviados por el mundo para actuar de manera que los símbolos de adoración eucarística se convirtieran en la realidad de la vida eucarística. Vamos por el mundo después de la celebración eucarística, animados por la Palabra de Dios, guiados de forma profética por el Espíritu del Señor Todopoderoso y comprometidos a laborar por la transformación del mundo. He aquí el significado de la frase: “Proclamamos tu muerte, oh Señor, en espera de tu llegada”. Lo que quiere decir es que vamos a proseguir la obra de Cristo para edificar el Reino de Dios donde el amor divino se traducirá en amor humano, donde la vida divina se manifestará en comunión, donde la creación será transformada en una nueva tierra y un nuevo paraíso en el que vivirán todos los pueblos del mundo como hermanos y hermanas. La Eucaristía nos proporciona la fuerza necesaria. Se trata del objetivo último de todas nuestras celebraciones eucarísticas.

 

La Eucaristía y la misión evangelizadora de la comunidad parroquial

La parroquia es la levadura que transforma al conjunto de la sociedad de un determinado medio. Personas pertenecientes a otras religiones y a otras ideologías viven en ella también y todos deben estar en condiciones de realizar la experiencia del Evangelio gracias a la comunidad cristiana. La Eucaristía desempeña el papel de la levadura en la comunidad cristiana.

Nosotros no forzamos a la gente perteneciente a otras religiones a seguirnos en nuestras celebraciones eucarísticas, pero participamos de la Eucaristía de tal forma que nos sentimos animados por el amor del don absoluto de Cristo, que es el alma del Evangelio, y llevamos este amor a todos nuestros hermanos y hermanas. Así, vivirán la experiencia de la Buena Nueva de Jesucristo a través de nosotros y, en compensación, contribuirán a la transformación de la sociedad. De esta manera, nuestra experiencia eucarística tendrá una dimensión misionera,

Las personas de otras confesiones o de otras ideologías deberían de percibirnos como una comunidad capaz de vivir amando y compartiendo, tal y como sucedía con los primeros cristianos. La Eucaristía desempeña un importante papel en todo esto, y en la medida en que nos anima con el Espíritu de la entrega de sí mismo de Cristo, nos colma con el Espíritu y actúa de forma que nuestras comunidades sean guiadas por el Espíritu.

 

La Eucaristía y la creación de una nueva sociedad

Los intereses egoístas de los individuos se satisfacen en detrimento del bien de la sociedad. El espíritu de competencia, que ha llegado a ser la norma del progreso y del crecimiento, exalta a los poderosos; favorece el aumento del número de gente perteneciente a las clases pobres y oprimidas; sostiene el individualismo y destruye a la comunidad. Presenta el consumo como un valor y crea la pobreza como si fuera el destino permanente de varios hombres y mujeres que viven en nuestra época. Es necesario aportar el valor de la entrega de sí mismo y de la partición como referente en la construcción de una sociedad. Nuestra participación en la Eucaristía debería darnos fuerza para ser los agentes que construyan una sociedad basada en el don de uno mismo y no en el egoísmo. Allí donde se comparte, nadie vive en la necesidad; donde reinan la avaricia y el egoísmo, todos estarán continuamente en la necesidad, puesto que nada llega a satisfacer a las personas egoístas.

 

Conclusión

La Eucaristía tiene el poder de poner en tela de juicio cualquier situación que se oponga al Reino de Dios. Jesús afrontó la muerte y con su resurrección inauguró el nuevo Reino de Dios. La comunidad de los primeros cristianos descubrió su verdadera identidad y la fuerza de ser el testigo del Evangelio en sus reuniones eucarísticas. Fue capaz de resistir a la provocación del más poderoso de los imperios que se oponía al mensaje cristiano.

¿Por qué no aprovechar el Congreso Eucarístico para descubrir el poder de la Eucaristía como fuerza de transformación, no sólo en nuestras propias vidas sino también en el conjunto de la sociedad, y para poner de relieve su potencial para volver nuestra vida cristiana creíble y nuestro testimonio cristiano poderosamente convincente?

Debemos decidir hacer de la Eucaristía el poder necesario para construir nuestras parroquias y nuestras pequeñas comunidades cristianas. Si el trabajo se lleva a cabo de forma sistemática, a la vez por los pastores gracias a su liderazgo, y por los fieles mediante su implicación en las celebraciones dominicales, nuestras comunidades cristianas engendrarán una nueva sociedad en el territorio de sus parroquias. La nueva sociedad de la que tenemos necesidad no es un simple montaje social, industrial y tecnológicamente avanzado; se trata más bien de una sociedad donde la aceptación del otro, el amor que experimentan los unos por los otros y la mutua partición serán la ley y el modo de vida. Tan sólo podrán conseguirlo los cristianos que hagan, semana tras semana, la experiencia del amor incondicional y absoluto de Cristo en la Eucaristía.

¡Ojalá nuestras parroquias, transformadas por la Eucaristía, lleguen a ser la levadura en medio del mundo, abriendo la senda a una nueva sociedad liberada de la opresión, la corrupción, la discriminación, la explotación y la pobreza, y puedan llenarse de los frutos del amor, de la aceptación y la mutua partición!

Antes de terminar, permítanme volver sobre la historia de las tribus en la India. En el correr del tiempo se produjo un cambio de paradigma en la forma de pensar de nuestra gente y fue así como una poderosa fe en Jesucristo continúa liberándolos, transformándolos y reforzándolos mientras viven y reaccionan mutuamente en su vida cotidiana con gente perteneciente a otras religiones, culturas y grupos étnicos, en una India zarandeada por las fuerzas de la mundialización, el consumo, el comunismo, la guerra y el terrorismo.

Deseo repetir las palabras que pronuncié con motivo del Primer Congreso Misionero Asiático, en 2006, durante una reunión sobre la historia de Jesús entre las tribus: “Allí se encontraba un pueblo que era ‘un no pueblo’”. Esas gentes estaban despiadadamente holladas. Su gusto por la vida estaba destrozado, pulverizado en migajas. Pero una vez que hubieron aceptado a Jesús, se levantaron con él en el Bautismo (…). Numerosas veces oí decir a los niños de la Cruzada Eucarística de los aborígenes e indígenas católicos: “Ham krusvir kissi se kam nahin: ¡Nosotros, los niños de la Eucaristía, no somos inferiores a nadie!”. De hecho, ellos constituyen hoy día una fuerza que merece ser tenida en cuenta. (Cf. Cardenal Télesphore P. Toppo, A story of Jesus among the Tribals of Central India, Primer Congreso Misionero Asiático, 2006, en Chiang Mai, Tailandia).

Por otra parte, los sacramentos de la Iglesia, muy en particular la Sagrada Eucaristía, la Palabra de Dios y la experiencia de la comunión en las parroquias, las pequeñas comunidades y los movimientos espirituales de la Iglesia me permiten, como obispo que soy, así como a los sacerdotes, religiosos y laicos a quienes conozco, llevar a la práctica las perspicaces palabras de la Comisión Teológica Internacional.

“Lo que confiere a los cristianos su identidad y los hace diferentes de los demás pueblos es su recuerdo de Jesucristo y la espera de su venida. La memoria y la esperanza de los pueblos peregrinos de Dios a través del tiempo y del espacio les confieren una identidad única y un carácter distintivo, protegiéndolos por todas partes y para siempre de los peligros de la disolución y pérdida de su identidad. Gracias a que comparte la memoria de Jesucristo y la espera su venida, el pueblo de Dios conoce, mediante la fe, verdades y realidades a las que otras personas no tienen acceso y no lo tendrán jamás sobre el sentido de la existencia y la historia humana” (Osservatore Romano, 12-1-85).

  

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