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Discurso de Su Santidad a los participantes en el coloquio internacional «El desafío del secularismo y el futuro de la fe, en el umbral del tercer milenio», organizado por el Consejo Pontificio de la Cultura y la Pontificia Universidad Urbaniana (2 de diciembre de 1996).

JUAN PABLO II

DIOS NO ES EL RIVAL DEL HOMBRE, SINO EL GARANTE DE SU LIBERTAD Y LA FUENTE DE SU FELICIDAD

Señores cardenales; ilustres profesores; amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra acogeros al término del Congreso internacional dedicado al tema: «El desafío del secularismo y el futuro de la fe, en el umbral del tercer milenio». Saludo cordialmente a cada uno de vosotros, en particular a los señores cardenales Paul Poupard, Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura y Jozef Tomko, Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos y Gran Canciller de la Pontificia Universidad Urbaniana, que han organizado el congreso. Asimismo, saludo a los colaboradores, a los expertos y a todos los participantes en los trabajos de este congreso.

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente he centrado la atención en el hecho de que la época actual, además de muchas luces, también presenta algunas sombras, especialmente «la indiferencia religiosa» y «la atmósfera de secularismo y relativismo ético» (n. 36), y he pedido «que se estimen y profundicen los signos de esperanza presentes en este último tramo de siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos» (n. 46). Doy gracias de corazón a la Pontificia Universidad Urbaniana, que cuenta con la colaboración activa del «Instituto Superior para el estudio de la increencia, de la religión y de las culturas», por haber respondido, junto con el Consejo Pontificio de la Cultura, a mi invitación.

Necesidad creciente de la experiencia religiosa

2. Con valentía y lucidez habéis examinado durante estos días los principales desafíos presentes en nuestro tiempo. Teólogos, biblistas, filósofos, historiadores, sociólogos, artistas y hombres de cultura han dialogado con los pastores acerca de la visión religiosa y secularista del mundo, constatando el callejón sin salida en que muchos se encuentran hoy y reflexionando sobre el futuro de la fe en Cristo en el umbral del tercer milenio.

En la cultura, o mejor, en las culturas de este final del siglo XX, a la vez trágico y fascinante, se manifiestan fenómenos contrastantes, susceptibles de diversas interpretaciones, pero todos relacionados con el hombre. Hoy, más que nunca, constatamos que la cultura es del hombre, la hace el hombre y está destinada al hombre.

Hace treinta años, la Constitución conciliar Gaudium et spes lo había subrayado, y los tres decenios ya transcurridos lo han confirmado con el peso de la historia. Frente al llamado eclipse de lo sagrado, se ha manifestado una necesidad creciente de la experiencia religiosa. Muchos fenómenos lo testimonian en todos los lugares del mundo, donde tengo la alegría de encontrarme con innumerables jóvenes que miran al futuro con confiada esperanza. La secularización, que parecía un progreso de la civilización, se presenta hoy como el peligroso declive que conduce al secularismo, a la mutilación de la parte inalienable del hombre que afecta a su identidad profunda: la dimensión religiosa. La Iglesia afronta el desafío de comprender a esta nueva generación, que el escepticismo de la generación anterior impulsa a una búsqueda creciente del Absoluto.

3. A este respecto, se han realizado numerosos sondeos en diversos países y sus resultados parecen contradictorios: junto a una persistente afirmación de la fe en Dios se constata una preocupante ausencia de práctica religiosa unida a la indiferencia y a la ignorancia de las verdades de la fe. Quizá se debería hablar, más bien, de un debilitamiento de las convicciones que en muchos ya no tienen la fuerza necesaria para inspirar el comportamiento. De ahí brota una verdadera desertización espiritual de la existencia, que priva a la persona de sus razones de ser y de vida, y lo deja sin guía y sin esperanza.

La nostalgia del Absoluto

Las creencias permanecen, pero ya no se perciben como valores capaces de influir en la vida personal y social. Ya se trate de elecciones diarias o de orientaciones de la existencia, de ética o de estética, la referencia habitual, pública, en particular la difundida por los medios de comunicación social, ya no está inspirada en la visión cristiana del hombre y del mundo. Como suele decirse, la religión se ha privatizado, la sociedad se ha secularizado y la cultura se ha vuelto laica.

La cultura cristiana, privada de sus sólidos cimientos internos y, al mismo tiempo, de sus posibilidades expresivas externas, decae, mientras que la necesidad del Absoluto, que conserva toda su fuerza, busca nuevos puntos firmes. Nuestras sociedades, más que de terrenos listos para la siembra, se van cubriendo de espacios áridos, que esperan la llegada del agua regeneradora de una fe recuperada.

¿Quién no ve ahora la urgencia de un diálogo renovado entre fe y cultura, hecho de escucha y al mismo tiempo de propuestas, sobre todo de testimonio evangélico, que sepa liberar las verdades ocultas, las fuerzas latentes en el corazón de las culturas? Así, del aparente desierto de Dios presente en tantos países invadidos por el secularismo nacerá una nueva generación de creyentes, puesto que la nostalgia del Absoluto está enraizada en las profundidades del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios.

Dios es la fuente de nuestra felicidad

4. De este congreso surge con claridad un dato: el desafío del secularismo en el umbral del tercer milenio es un desafío antropológico. El futuro de la fe depende en gran medida de la capacidad de la Iglesia de responder a ese desafío, proponiendo el gran mensaje del Evangelio de modo adecuado para llegar al corazón mismo de la cultura de nuestro tiempo, en todas sus diferentes manifestaciones.

El hombre quiere realizarse plenamente. Se ha equivocado al creer que podía llegar a realizarse plenamente rechazando a Dios. Una visión secularista del mundo lo ha mutilado, encerrándolo en su inmanencia. «Sin el misterio —decía con razón Gabriel Marcel— la vida resulta irrespirable». La cultura secularista ha alterado las relaciones sociales. La pretensión de organizar la sociedad con una racionalidad puramente tecnológica, la primacía del hedonismo individualista y la marginación de la dimensión religiosa de la cultura, han minado los cimientos mismos de la civilización.

El gran desafío que afronta la Iglesia consiste en encontrar puntos de apoyo en esta nueva situación cultural, y en presentar el Evangelio como una buena nueva para las culturas, para el hombre artífice de cultura. Dios no es el rival del hombre, sino el garante de su libertad y la fuente de su felicidad. Dios hace crecer al hombre, dándole la alegría de la fe, la fuerza de la esperanza y el fervor del amor.

Difundir por el mundo la civilización del amor

5. Queridos hermanos y hermanas, os invito a todos a convertiros en heraldos de este anuncio lleno de gozo, sobre todo permaneciendo junto a los jóvenes. Llevadles a Cristo, dadles el Evangelio en toda su lozanía de buena noticia, siempre nueva y siempre joven. Los dos mil años que han transcurrido desde la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María son un destello en el oscuro cielo del tiempo. Os exhorto a trabajar, con la audacia del pensamiento y de la inteligencia, por difundir, en el umbral del nuevo milenio, la civilización del amor, que florecerá en un terreno regado por la fe: una tierra que hay que hacer fructificar sabiamente, hombres a los que es preciso amar sin exclusión, y Dios a quien se ha de adorar con corazón sincero. Al hombre que busca el Absoluto, y a su inteligencia que busca el Infinito, este nuevo humanismo para el próximo milenio le dará la respuesta a sus aspiraciones más profundas. El secularismo las ha ocultado, pero permanecen, y Cristo las colma plenamente. Éste es el futuro de la fe. Éste es el futuro del hombre.

A cada uno de vosotros imparto mi bendición afectuosa.

(Traducción de L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, 15-XII-1995, p. 10, revisada; original en lengua italiana.)

(Français)

Le Pape Jean-Paul II souligne, devant les participants du Colloque International «Le défi du sécularisme et le futur de la foi, au seuil du troisième millénaire», la nécessité de proposer l'Evangile en des termes aptes à toucher le coeur même de la culture actuelle. Face à l'écroulement des convictions religieuses, au désert spirituel et à l'éclipse du sacré hérités du sécularisme, se manifeste le besoin croissant d'expérience religieuse et de points de référence pour guider la recherche de l'Absolu. Les Chrétiens ont besoin de se convertir en hérauts de l'Evangile; c'est par notre témoignage que nous ferons paraître les valeurs cachées au coeur des cultures pour l'avènement d'une nouvelle génération de croyants.

(English)

Pope John Paul II spoke to those who had taken part in the congress on "The Challenge of Secularism and the Future of Faith on the Threshold of the Third Millennium" about the necessity of putting forward the great message of the Gospel in a way which can get to the heart of our culture today. The legacy of secularism has been a weakening of religious convictions and a spiritual wilderness; but, despite the so-called eclipse of the sacred, there is a growing need for spiritual experience, and for reliable guidance in the search for the absolute. We Christians need to become heralds of the Gospel, presenting it as good news for cultures; our witness could release hidden truths, the latent strength within cultures. In that way, where God seems to be absent, there could be a whole new generation of believers.


THE DIALOGUE BETWEEN FAITH AND CULTURE

Keynote Address at the University of Santo Tomás in Manila, on January 14, 1996, in a Colloquium of the Federation or Asian Bishops' Conferences.

Paul Cardinal POUPARD

Coming to Manila brings back happy memories of my earlier visit here in the mid-seventies. This fascinating megalopolis, bustling with life and activity, with its teeming millions, played host to Pope John Paul II last January when he was greeted by a record breaking, veritable sea of humanity! Warmth and welcome, ritual and religiosity, music and melody, song and dance, are woven into the very fabric of Filipino culture and hospitality.

It is no mere coincidence that this Colloquium on the "Dialogue between Faith and Culture" is being held at the University of Santo Tomas, thanks to the gracious generosity of the Rector and the Faculty. This University, the oldest in Asia, founded in the year 1611, and so efficiently managed by the Dominican Order, has been not only a bastion of Christian orthodoxy and doctrine, but also through the diversity of its faculties and disciplines, a meeting point at the confluence of faith and culture. On its spacious parade grounds, last January the Holy Father addressed the Faculty, Staff and Students on the role of the university. On that occasion the Pope stated:

"A university, therefore, should not only impart knowledge according to the proper principles and methods of each area of study and with due freedom of scientific investigation, it should also educate men and women who will be true leaders in the scientific, technical, economic and cultural and social fields. It should thus be a community with a mission to train leaders in the all-important field of life itself; leaders who have made a personal synthesis between faith and culture, who are willing and able to assume tasks in the service of the community and of society in general, bearing witness to their faith, both in private and in public" (Speeches of His Holiness Pope John Paul II, Word and Life Publications, Makati, Metro Manila, 1995, p. 22).

1. Faith and Culture Need to Dialogue

These words of the Holy Father provide us with a point of departure for this our Colloquium. The exchange, the dialogue, the symbiosis between faith and culture is what concerns us this morning. It is precisely a synthesis of this kind that is both necessary and fruitful. My task is to inaugurate this Colloquium, to set the ball rolling, as it were. Or, if I may be permitted to change the imagery, to paint a broad enough vista, and offer a sufficiently wide overall view so as to provide a large enough frame work for the galaxy of experts to follow, to have sufficient space and creativity to fill in the landscape with relevant and specific details.

"The question about the relationship between faith and culture is in one sense as old as Christianity itself. It arose in a particularly acute form in the first century when the early Church was faced with difficult questions about the admission of Gentiles into the Christian community ...It continued to exercise the early Church towards the end of the second century as the Church made her pilgrim way from a largely Jewish matrix into a Hellenistic culture. This same question haunts the Church to-day as she makes her painful way from being a predominantly European reality to being a world Church" (Dermot Lane, Faith and Culture: The Challenge of Inculturation, Religion and Culture in Dialogue, a Challenge for the Next Millennium, The Columba Press, Dublin 1993, p. 11).

Who can deny that this dialogue and synthesis are necessary? "The synthesis between culture and faith is not only a demand of culture but also of faith, because a faith that does not become culture is not fully accepted, not entirely thought out, not faithfully lived" (John Paul II, Post-Synodal Apostolic Exhortation, Ecclesia in Africa, 1995, n. 78). Like a tree that cannot bear fruit unless it takes root in the soil where it has been planted, so too faith needs to be implanted and contextualised in the culture where it takes root so that it can bring forth fruit. But in order to do this, faith needs to dialogue with the world wherein it is contextualized. Faith, as a matter of fact, must both initiate and promote this dialogue. Dialogue demands the difficult discipline of listening: and not just listening with the ear, but rather listening with the heart. Listening with the heart calls for compassion, criticism, challenge, and confrontation. This listening, that is at the core of the dialogue between faith and culture, is reciprocal. It is precisely in the reciprocity of this listening that both faith and culture are enriched. When this listening is absent, dialogue remains sterile and barren. Then, we do not have so much a dialogue as a monologue of the deaf where everyone is speaking and no one is listening!

2. The Role of Faith vis-a-vis Culture

Having stated the need for an ongoing dialogue between faith and culture, what, we may ask, is the role that faith plays in this dialogue? Faith, to my mind, has a triple role vis-a-vis culture. Its first task is to acknowledge and admit as well as to accept and appreciate the values that are embodied in culture. There is something good in the worst of us, just as there is something bad in the best of us, for we have the strengths of our weaknesses and the weaknesses of our strengths. Every culture has a deposit of values. Every culture has its own treasury of traditions. Every culture has riches and values that need to be cherished and cradled for growth. Such values could be for example the recognition of a Supreme Being, reverence for life, respect for the environment. Faith needs to acknowledge and admit the good that is in every culture, for all good, like truth, has but one Source, God Himself. But faith also needs to accept and appreciate the good that is embedded in culture. In fact, no faith is ever born in a void or in a vacuum. It is always conceived in the womb of culture; there it is born and there too it is nourished and grows. Paul Tillich perceptively remarks:

"The form of religion is culture. This is especially obvious in the language used by religion. Every language, including that of the Bible, is the result of innumerable acts of cultural creativity...There is no sacred language which has fallen from a supernatural heaven and been put between the covers of a book..." (Theology of Culture, Oxford University Press, 1959, p. 47).

Is this not what the mystery of the Incarnation teaches us? For Christ was not born in a void. He took flesh in the womb of Mary; His life was interwoven into the prevailing social and cultural fabric of His time. As the Word of God He spoke in human words, a specific language with a particular accent and a definite cultural heritage. Pope John Paul II has rightly observed: "For the incarnation of the Son of God, precisely because it was complete and concrete, was also an incarnation in a particular culture" (Speech to the University of Coimbra quoted in "Faith and Inculturation" of the International Theological Commission; cfr. Origins [1989] vol. 18, n. 47, p. 800). This is not to identify the Word of God in any exclusive way with any specific or particular culture. While cultures are necessary as a vehicle or a medium to express God's revelation that is at the core of faith, revelation always transcends cultures. If we may go back to our analogy of the incarnation, even though Jesus was born into the Jewish culture of His time, as the Word of God He surely transcends that culture. Jesus was of Jewish descent but He embraces the whole of humankind. And so too must it be with faith: it ought to be local in the manner it expresses itself in a given cultural context but universal in its theological content. One needs to bear in mind...

"...the cultural framework in which evangelization in Asia is to be carried out. The religious traditions of very ancient cultures remain powerful forces in the East...The church esteems these spiritual traditions as "living expressions of the soul of vast groups of people...While the Church rejects nothing of what is true and holy in the great religions (Nostra Aetate 2), she can only hope that one day this preparation for the Gospel will come to maturity in ways which are fully Christian and fully Asian" (Speeches of His Holiness Pope John Paul II, Word and Life Publications, Makati, Metro Manila, Philippines, 1995, p. 87).

Besides accepting and appreciating what is good in culture, the role of faith is to criticise and construct culture. Faith judges culture for its forms and formulations are made by culture even as its religious substance makes culture possible. "In fact there is a risk of passing uncritically from a form of alienation from culture to an overestimation of culture. Since culture is a human creation and is therefore marked by sin, it too needs to be "healed, ennobled and perfected"" (Pope John Paul II, Redemptoris Missio [1990], n. 54). Faith needs to challenge and confront culture. Today, there is a growing emphasis on personal choice and moral freedom so much so that our modern culture frowns on any value or doctrine that checks, controls or corrects the abuse of personal choice and freedom. "The gradual transformation by which sin becomes immorality, immorality becomes deviance, deviance becomes choice, and all choice becomes legitimate, is a profound redrawing of the landscape...The change has been revolutionary" (Jonathan Sacks, The Persistence of Faith, Weidenfeld and Nicolson, London, 1991, p. 50). To act thus is surely not liberty but licence, not freedom but a fraud. Unfortunately, liberty today has several masks and masquerades and if one is not discerning one can mistake the wood for the trees. It is precisely untruths like these that have to be challenged, exposed and condemned, for an untruth that is repeated often, with the passage of time, comes to be regarded as the truth! "The morally admirable person, as Rabbi Sacks remarks, is no longer the one committed to values or to service; but the person whose motto is "I did it my way!" Personal autonomy comes to mean that one is not answerable to anyone" (Donal Murray, "To Serve the People Faithfully", in The Furrow, Maynooth, Ireland, vol. 46, n. 11 [1995], p. 609). Like the salt of which the Gospel speaks that preserves from corruption, faith needs to preserve culture from self-destruction. Like light that dispels the darkness, faith needs to dispel the darkness that can, and at times does enshroud culture.

3. The Challenge of Faith and some Disvalues in Modern Culture

a. Individualism

Faith has the prophetic duty of combating individualism, consumerism and secularism that are so characteristic of modern culture. We live in an instant age -- instant coffee, instant copying, instant communication. The pace at which modern culture at times rushes and races leaves us breathless! It often leaves us clinging not just to our hats but to our heads as well! There was a time when our own little village was the world. No one knew what went beyond the confines of his or her tiny village. Today, the whole wide world itself has fast become a little village. It is sadly strange, but tragically true, that even though technically our wide world is fast shrinking into a little village, given the instant telecasting and transmission of events via the mass media, jet travel and the marvels of computer communication, we are at the same time becoming self-centred and individualistic. We boast of having conquered outer space. But the inner space deep within us, remains to a large extent unexplored. We live like so many islands afloat in the ocean of life beaten and battered by wave after wave of trends of thought and conduct that have left us indifferent and immune to the suffering and struggles of others. Our togetherness at times is at best mere juxtaposed isolation! "Each one for himself and the devil takes the hindmost" seems to be the order of the day. It is such selfish and self-centred disvalues that are at times embedded in culture that have to be challenged, criticised, confronted and condemned.

b. Consumerism

There is next the menace of consumerism that has become part and parcel of modern culture. Like a raging forest fire, it devours all in its wake, and us as well, so that far from being the masters of what we possess, we are in turn reduced to being its slaves. Instead of possessing, we are possessed by the things we own. The craving to have and want, even what we do not need, like a cancerous growth eats into us. While the affluent waste, the poor in want have to scrape and scrounge through waste bins at times looking for left over scraps of food. How can we ever lull our conscience to sleep every night, if we know for sure, that millions of our brothers and sisters go to bed hungry while millions of others die of starvation? Is it not unjust that 80% of the world's wealth and resources should be owned and hoarded by 20% of its population? The wealthy oppress the weak. If only we could learn a lesson from Nature. Look at a tree. The deep roots nourish the broad trunk which in turn breaks forth into branches that yield flowers and fruits. The strong and the sturdy form the base that support and bear the weight of the weak and the feeble. Alas the structure of our society seems so topsy-turvy. The weak and the feeble are pushed to the base and are expected to bear the burden of the strong and the sturdy! A structure that is so lop-sided is bound to collapse. No wonder there is so much unrest in society, so much revolt and rebellion as the weak and the feeble crushed beneath find the burden unbearable. A society that is so lopsidedly structured is bound to prove oppressive...Strength is given us not to exploit but to be expended in service. We have divided the world into classes and categories: some belong to the first, others to the second and still others to a third world. Possibly, there might be categories and grades lower than these! And what is the prime criterion for this discrimination and classification? Mere material affluence and well-being. Are human beings higher or lower in the social stratum mainly because they pertain to different economic levels? Is the stature of a person to be gauged by the size of his or her pocket? Are mere material affluence and wealth the principal criterion in our comprehension and appreciation of people and nations?

c. Secularism

A third disvalue that seems to take grip of modern culture is secularism. We have given such importance to the world as to have forgotten its Maker. We notice the cycle of seasons and the order in the universe and this cosmic harmony does not seem to inspire us to turn in wonder to the Creator. The challenge to faith today stems not so much from antagonism and opposition as from religious indifference. Indifference is far worse than opposition. When we oppose someone or something, we at least acknowledge the presence of the other whom we oppose. When we are indifferent, however, we just ignore and deny altogether the reality and existence of the other. The whole of creation sings of the glory of God. "Great is your name, Lord, its majesty fills the earth!" (Psalm 8, v. 1).

4. The Marriage Between Faith and Culture

A critique of modern culture does not mean its condemnation but rather its appreciation and correction as and where necessary. We must be wary lest we throw out the baby with the bath water! One has only to read the first chapters of the Book of Genesis to listen to the leit-motif that repeatedly reminds us that God saw all that He had made and found it to be good. Both faith and culture need to dialogue and the goal of this dialogue must be the promotion of integral human and social development. In other words, the goal of this dialogue ought to be the promotion of values that will enrich both the individual as well as society itself. The marriage between faith and culture must be geared to and generate well being. Without knocking the wind off the sails of the speakers who are to follow, I would like to single out three areas of of human and social life, particularly, though not exclusively, relevant to the Asian context, where the marriage of faith and culture can promote this integral human and social development that is the theme of this Colloquium. These areas express some of the concerns that emerged at the conclusion of the Sixth FABC General Assembly that was held here in January 1995. These three areas are: 1. The Promotion of Life and the Human Family; 2. The Promotion of Ecology and the Environment; 3. The Promotion of a Culture of Peace.

a. The Promotion of Human Life and Family

At the aforementioned FABC Assembly held here last January, the Asian Bishops with a serious measure of pastoral concern stated:

"The Asian Family is now under siege, anti-life and anti-family attitudes and values, policies and practices are being brought to bear, with tremendous pressure on the Asian family. Materialistic and consumeristic ways of living are destroying truly human values in the family. Euthanasia and abortion, sterilization and contraception, sex determination and genetic manipulation are being promoted. Together we must follow the divine law as taught by the Church to protect and promote the family as the sanctuary of life."

The virus of death has gradually begun to infect Asia, the birth place and the cradle of some of the world's greatest religions. No credo or tenet of any faith would even so much as hint at destroying life. Human life comes from God and to Him it must return. He is its sole origin and end. We are not the owners of life but merely its trustees. Life has been bequeathed to us by God. Over thirty years back, the Second Vatican Council in an exhortation that was as prophetic as it is relevant even today, devoting an entire chapter to culture in the second part of its Pastoral Constitution on The Church in the Modern World, had stated:

"Whatever is opposed to life itself, such as any type of murder, genocide, abortion, euthanasia, or wilful self-destruction, whatever violates the integrity of the human person, such as mutilation, torments inflicted on body or mind, attempts to coerce the will itself; whatever insults human dignity, such as subhuman living conditions, arbitrary imprisonment, deportation, slavery, prostitution, the selling of women and children; as well as disgraceful working conditions where people are treated as mere instruments of gain rather than as free and responsible persons; all these things and others like them are infamies indeed. They poison human society, and they do more harm to those who practise them than to those who suffer from the injury. Moreover, they are a supreme dishonour to the Creator" (Gaudium et Spes, n. 27.)

What a beautiful world will be ours when faith and culture join hands and promote this vision of respect and reverence for life. The promotion of life is indeed the promotion of the family since the family is the very sanctuary of life.

b. The Promotion of the Environment and Ecology

The second area where faith and culture need to harness their energies and pull in the same direction is the promotion of environment and ecology. The book of Genesis states that having created the earth He has entrusted it to man and woman. They were to till and subdue it. Creation must not be viewed as an act once and for all posited by God so that now God is enjoying an unending holiday. That view of creation is far too static. A dynamic view of creation sees creation as an on-going process through which God continues to sustain the universe fashioned by Him, a fact that is necessary because of the very contingency of all that is created, and He sustains it through you and me. It is in this sense that we are co-creators with God working together with Him to bring to fulfilment what He has begun.

"God, in effect, does not produce; He labours, and His creative act is love. It is the same for man: production debases him to the level of an object, while in labour he is the creating subject, free and responsible, knowing and in solidarity with others" (Paul Cardinal Poupard, The Church and Culture, Central Bureau, CCVA, 1994, 3835 Westminster Place, St. Louis, MO 63108, p. 37).

This is indeed an awesome responsibility! And collaborating with God in the on-going process of creation demands that we use creation and not abuse it; that we promote the environment and not pollute it; that we preserve ecology and not destroy it. "The earth must be seen and preserved as the essential life-base for all, not a merchandise for corporate business or conquest. The earth is our Mother" (S. Arokiaswamy, Asia: The Struggle for Life in the Midst of Destruction, FABC Papers No. 70, p. 26). Promoting environment and ecology, therefore, is promoting the earth and every form of life.

c. The Promotion of a Culture of Peace

The promotion of a culture of peace is what must engage the attention of both faith and culture. To cite just one instance, one has only to watch television to see for oneself the relentless projection of crime, murder, rape, robbery, war and violence on the screen. Human life seems so dispensable as "trigger-happy heroes" fire indiscriminately. And these programmes are broadcast day after day for hours together, invading and intruding into the privacy of the home and family, and threatening to hurl us down from the very brink of morality on which we are precariously perched. Who can deny or doubt the devastating impact particularly on youth of what they see on the television screen? It is so easy to translate what is seen on the screen to the street. And yet television can be such a powerful medium if used positively for the promotion of all that is good, true and beautiful; for forging bonds of understanding and love; for breaking down barriers that divide and keep us apart; for fostering values that will make our world a better and happier place to inhabit and help us live in peace and harmony with all? We need to conscientize viewers to watch these programmes with discernment and discretion and to lodge their protests with agencies that peddle trash or triviality. Addressing the Plenary Assembly of the then Pontifical Council for Dialogue with Non-Believers, on the search for happiness, Pope John Paul II observed:

"...Happiness is equated with individualism in the affluent societies marked by secularism and religious indifference...For many people, happiness is no longer connected with the fulfilment of a moral duty, nor with the search for a personal relationship with God...The living and true God, whom Jesus revealed to us, is not a solitary God. Among the divine Persons everything is made a gift, sharing, communication, in an eternal expression of love. All God's happiness and joy are the happiness and joy of mutual giving" (Quoted in Paul Cardinal Poupard, What will give us Happiness?, Veritas, Dublin, 1992, pp. 127-128).

It cannot be otherwise for the Christian. Sharing the faith must also be a sharing of joy, the joy of having found meaning and beauty in a personal relationship with God, the joy of giving and receiving, the joy that springs from sharing, the joy of living according to God's Law, which is Love. "I love and am beloved, and I am happy" remarked Samuel Taylor Coleridge, the English Romantic poet. Happiness, it has been said, is the art of making bouquets with the roses within one's reach. And God is surely among those roses for He is everywhere! Or if I may quote the Filipino playwright, Paul Dumol: "Tranquillity at home and peace with God are part of the Filipino's idea of happiness..."

5. Conclusion

During the course of this Colloquium, several topics and themes will be dealt with by a galaxy of experts. The speakers will dwell on the impact that various religions have on culture and the social implications of the link between faith and culture. Faith and culture need each other: the former to find a vehicle to express its content; the latter to find the substance for its very existence. It is my sincere hope and prayer that the painstaking efforts of so many who in different ways have contributed to this Colloquium may bear fruit in that the participants, and through them many others, through this happy marriage between faith and culture, may open themselves to the fullness of life and love that is ultimately rooted in God Himself. I would like to end with what I stated in the Foreword of my book, The Church and Culture:

"Nobody can live without love. And love is like a magnet hidden in the heart of various cultures inviting them to go beyond their finiteness by opening themselves up to Him who is their source and end and who alone can give them the fullness they call for" (loc. cit., p. xi.)

That is precisely the experience that Jesus came to share when He said: "I have come that they may have life and have it to the full" (John 10:10).

(Français)

Le Cardinal Paul Poupard appelle à une authentique écoute entre foi et culture, à un dialogue respectueux qui allie stimulation, critique voire confrontation. Si la Foi doit reconnaître et accepter les valeurs de chaque culture, elle doit aussi opérer un discernement constructif. L'individualisme, le consumérisme et le sécularisme requièrent une riposte sérieuse. La promotion de la vie et de la famille, de l'écologie et de l'environnement, de la culture de la paix, sont trois secteurs importants permettant une alliance entre la foi et la culture, qui ouvre des perspectives de vie et d'amour en Dieu.

(Español)

El Cardenal Paul Poupard apela a una escucha auténtica entre la fe y la cultura, en un diálogo que una la compasión y la crítica, y asuma con decisión los desafíos. La fe ha de reconocer y aceptar los valores de cada cultura, pero tiene también un papel crítico, ejercido de forma constructiva; en este sentido, tiene que hacer una crítica seria de los antivalores del individualismo, del consumismo y del secularismo. Es importante la promoción de la vida y de la familia; de la ecología y del medio ambiente; y de una cultura de la paz. En estas tres áreas se precisa una alianza entre la fe y la cultura, que abra nuevas perspectivas de vida y amor, enraizadas en el mismo Dios.


LA INTELIGENCIA Y LA CULTURA

Conferencia pronunciada en el Paraninfo de la Universidad de Sevilla, como acto central de la Semana de Santo Tomás de Aquino, el 25 de enero de 1996.

Paul Cardenal POUPARD

Quisiera comenzar haciendo referencia al libro del Papa Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la Esperanza. El capítulo cuarto se titula: «¿Hay de verdad un Dios en el Cielo?» La pregunta es muy interesante, sobre todo si se observa cómo se la plantea al Papa el periodista que edita el libro, Vittorio Messori. Le dice literalmente: «Santidad, situándonos en una perspectiva sólo humana —si eso es posible, al menos momentáneamente—, ¿puede el hombre, y cómo, llegar a la convicción de que Dios verdaderamente existe?» (Plaza y Janés, Barcelona 1994, p. 49). La actualidad de la pregunta es innegable, y es muy interesante la respuesta que da el Papa. El Santo Padre sostiene con un gran énfasis que «la respuesta a la pregunta An Deus sit? no es sólo una cuestión que afecte al intelecto; es, al mismo tiempo, una cuestión que abarca toda la existencia humana [...], más aún, es una cuestión del corazón humano (las raisons du coeur de Blas Pascal)» (p. 52).

Ahora bien, sin quitarle al tema, en lo más mínimo, su carácter existencial, el Papa afirma también que el pensamiento humano, la especulación humana, está en condiciones de decir algo válido sobre Dios, tal y como recuerda la Constitución conciliar Dei Verbum sobre la Divina Revelación en su número tres. A fin de cuentas, ya el Libro de la Sabiduría y la Carta a los Romanos indican este camino. Y por ello, el mismo Santo Tomás, no abandona la vía de los filósofos, sino que inicia la Summa Theologiae con la pregunta: An Deus sit?, ¿existe Dios? (cfr. I, q. 2, a. 3).

Para el Papa, el intento filosófico de Santo Tomás de llegar a Dios, es válido y hasta provechoso, y lo defiende con las siguientes palabras:

«Pienso que es injusto considerar que la postura de Santo Tomás se agote en el solo ámbito racional. Hay que dar la razón, es verdad, a Étienne Gilson cuando dice con Tomás que el intelecto es la creación más maravillosa de Dios; pero eso no significa en absoluto ceder a un racionalismo unilateral. Tomás es el esclarecedor de toda la riqueza y complejidad de todo ser creado, y especialmente del ser humano. No es justo que su pensamiento se haya arrinconado en este período posconciliar; él realmente, no ha dejado de ser el maestro del universalismo filosófico y teológico. En este contexto deben ser leídas sus quinque viae, es decir, las cinco vías que llevan a responder a la pregunta An Deus sit?».

Como se ve, la respuesta del Papa a la pregunta de Messori es rica y matizada. Pone de manifiesto el carácter vital de la cuestión, y al mismo tiempo mantiene el valor que la tradición siempre le ha reconocido al intelecto humano, reconociéndole la capacidad de llegar hasta Dios, de llegar hasta el Dios verdadero, incluso si nos situamos, como dice Messori, «en una perspectiva sólo humana». La respuesta del Papa es, pues, muy equilibrada. Por ello, se experimenta una cierta sorpresa cuando se lee la pregunta que da inicio al capítulo siguiente. Messori, con la incisividad propia del periodista, «vuelve a la carga» diciéndole al Papa:

«Permítame una pequeña pausa. No discuto, es obvio, sobre la validez filosófica, teorética, de todo lo que acaba de exponer; pero ¿esta manera de argumentar tiene todavía un significado concreto para el hombre de hoy? ¿Tiene sentido que se pregunte sobre Dios, Su existencia, Su esencia?» (p. 53; el nuevo capítulo al que da inicio esta pregunta se titula: «"Pruebas", pero ¿todavía son válidas?»).

Estas preguntas, situadas en su contexto, me parece que introducen maravillosamente nuestro tema. Lo que en ellas se pone en cuestión es el alcance de la inteligencia humana. Se pone en cuestión, de modo radical, la capacidad de la inteligencia humana de llegar a Dios. Y para ello se apela al «hombre de hoy», un hombre que quizás no ve siquiera el sentido de plantearse una pregunta que trasciende su existencia concreta para elevarse hasta el conocimiento del Creador.

1. La espiritualidad de la inteligencia en los clásicos y la crisis de lo racional.

Debo decir que a mí esta puesta en duda de la capacidad de la inteligencia humana me ha impresionado siempre, y de modo profundo. Para los clásicos, estaba fuera de toda duda la dignidad de la inteligencia, esta facultad maravillosa del hombre, cuyo carácter espiritual parecía a todos casi evidente. Con el cristianismo, se va aún más lejos, y se descubre la inteligencia como imagen creada del Verbo eterno del Padre. Los grandes teólogos de la Edad Media exaltan la inteligencia, y al contemplar hoy retrospectivamente sus obras nos da la impresión de que caen en un intelectualismo excesivo. Sin embargo, tiene toda la razón el Papa cuando dice que no ceden a un «racionalismo unilateral», porque este aprecio del intelecto no significa el más mínimo desprecio por el resto de las dimensiones que configuran la totalidad de la persona humana. En la inteligencia, simplemente, se ve algo sublime, algo que es espiritual de modo indudable, algo cuya espiritualidad se puede intuir casi, y experimentar incluso, en la maravilla de nuestra vida intelectiva.

Hay que precisar, que este carácter espiritual de la inteligencia, en el que la Escolástica pone tanto énfasis, no es reduccionista. La espiritualidad no viene reducida a la inteligencia, aunque es la inteligencia el primer paso, el primer peldaño, para llegar a descubrir el nivel espiritual del hombre, así como el mejor aval para concebirlo de modo correcto. En la inteligencia, el hombre medieval «toca» casi con la mano el nivel espiritual; ello le llena de gozo, y en consecuencia le hace exaltar sobremanera las excelencias de la inteligencia. Pero al mismo tiempo, es siempre bien consciente de que la inteligencia es una mera facultad del alma, una simple «potencia operativa». Es más, la inteligencia no es ni siquiera la única facultad espiritual del alma; está también la voluntad, unida a la inteligencia en intimísima relación. Pero una vez admitido que en el hombre hay una facultad de orden espiritual, lo que queda elevado al nivel espiritual es todo el hombre, en su alma y en su cuerpo, porque una potencia operativa espiritual sólo puede inherir en un alma espiritual, y el alma es forma del cuerpo en unidad de sustancia. De este modo, la exaltación medieval de la inteligencia, no es en el fondo más que una exaltación de la espiritualidad del hombre.

Es delicioso comprobar cómo se refleja esta concepción del hombre en los escritos de los místicos españoles del Siglo de Oro, como Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Santa Teresa habla con toda naturalidad de las «potencias del alma», refiriéndose a la inteligencia y a la voluntad, y cuenta cómo Dios «toca» estas potencias cuando viene a su encuentro en la experiencia mística. Permitidme que os cite, por el encanto especial que tienen, las palabras con que Santa Teresa describe en el Libro de la Vida lo que ella llama «oración de unión»:

«Paréceme este modo de oración unión muy conocida de toda el alma con Dios, sino que parece quiere Su Majestad dar licencia a las potencias para que entiendan y gocen de lo mucho que obra allí.

«Acaece algunas y muy muchas veces, estando unida la voluntad [...], vese claro y entiéndese que está la voluntad atada y gozando; digo que "se ve claro", y en mucha quietud está sola la voluntad, y está por otra parte el entendimiento y memoria tan libres, que pueden tratar en negocios y entender en obras de caridad.

«[...] La memoria queda libre, y junto con la imaginación deve ser; y ella, como se ve sola, es para alabar a Dios la guerra que da y cómo procura desasosegarlo todo. A mí cansada me tiene y aborrecida la tengo, y muchas veces suplico a el Señor, si tanto me ha de estorbar, me la quite en estos tiempos» (cap. 17, n. 3-5: Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink [ed.], Obras completas, 8ª ed., BAC, Madrid 1986, pp. 96-98).

Creo que apenas habrá quien no se sienta como «ganado» por estas palabras tan simpáticas de la Santa de Ávila. La concepción del hombre que en ellas se trasluce no peca de reduccionista, porque el hombre no queda reducido a sus «potencias»; antes bien, el alma es todo un castillo interior delicadísimo, con infinidad de estancias o moradas, en las cuales la luz amorosa de la presencia divina sabe arrancar un sinfín de dulcísimos destellos. Es todo un mundo interior el que subyace a lo que experimentamos en el ejercicio cotidiano de nuestra facultad intelectiva; y este mundo, aunque invisible a los sentidos, e incluso a nuestra vida interior cotidiana, es completamente real. Cito de nuevo a la Santa de Ávila, y esta vez tomando las palabras de su obra cumbre, las Moradas del castillo interior. Dice así en su primer capítulo:

«Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí [...] se me ofreció lo que ahora diré para comenzar con algún fundamento, que es considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, ansí como en el cielo hay muchas moradas. Que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice El tiene sus deleites.

«[...] No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no entendamos a nosotros mesmos ni sepamos quién somos. ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre, ni su madre, ni de qué tierra?

«Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos, y ansí, a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos almas; mas qué bienes puede haver en esta alma u quién está dentro en esta alma u el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos, y ansí se tiene en tan poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura; todo se nos va en la grosería del engaste u cerca de este castillo, que son estos cuerpos» (cap. 1, nº 1-2: loc. cit., pp. 472-473).

Vale la pena remontarse a esta concepción cristiana de la persona humana, antes de considerar el cambio de perspectiva que se produce en la Edad Moderna. En la Edad Media, los términos rationale y spirituale son prácticamente equivalentes, porque lo racional es espiritual y viceversa. Así, no hay ningún problema en llamar rationale lumen a la iluminación del Espíritu. En cambio, hoy en día, no sólo se aprecian grandes diferencias de significado, sino que el término «racional» se ha cargado de connotaciones negativas. Lo «racional», lo «conceptual» y «abstracto» dan la impresión de referirse a un conocimiento viciado, a un conocimiento que no llega a la realidad de las cosas porque trata de aferrarla con conceptos abstractos, inadecuados para la riqueza de lo real. Lo conceptual parece puramente teorético, como una malla que al tratar de aprehender lo real lo deforma irremisiblemente. Frente a lo racional tendría la primacía el conocimiento experiencial, concreto, sensible; el conocimiento por connaturalidad que se manifiesta en los sentimientos íntimos; el conocimiento místico o suprarracional al que se llega por el amor humano o por la experiencia religiosa. De estos niveles de conocimiento, lo racional quedaría irremisiblemente excluido. La situación podríamos resumirla diciendo que en nuestro modo de pensar corriente la razón está siempre bajo sospecha, como un acusado en el banquillo al que se le exige que dé pruebas de su inocencia.

2. El conocimiento científico y la búsqueda sapiente de sentido.

La consecuencia de todo esto, a poco que reflexionemos, es bien curiosa. Vivimos en una cultura altamente sofisticada, en la que todo está estudiado, pesado, medido. El conocimiento científico que hemos logrado de la realidad se refleja en un avance tecnológico poderosísimo, que pone en nuestras manos posibilidades infinitas de control de nuestro entorno. En la sociedad moderna, no hay actividad humana que se realice sin una complejísima labor de planificación previa, que revele y sopese los pros y los contras de todas y cada una de las maniobras previstas. Hemos llegado a tener compañías de seguros ¡hasta para morirnos! Y bien, en esta sociedad en que la razón ocupa un puesto tan primordial, yo diría incluso que central, parece que el hombre se sintiera impotente para dar, con su entendimiento, con ese entendimiento que tanto hace trabajar a diario, un pequeño salto metafísico, una ligera elevación que le permita el acceso a los niveles más profundos de la realidad.

Existe un párrafo de la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, que, con toda delicadeza, invita precisamente a los hombres de nuestro tiempo a prestar atención a los niveles profundos de la realidad, niveles que se revelan especialmente cuando se toma en consideración la constitución de la persona humana. Son estas las palabras del Concilio:

«No se equivoca el hombre cuando se reconoce superior a las cosas corporales y se considera algo más que una partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad, es superior al universo entero; a estas profundidades retorna cuando se vuelve a su corazón, donde le espera Dios, que escruta los corazones [cf. 1 Re 16,7; Jer 17,10], y donde él solo decide su propio destino ante los ojos de Dios. Así, pues, al reconocer en sí mismo un alma espiritual e inmortal no es víctima de un falaz espejismo, procedente sólo de condiciones físicas y sociales, sino que, al contrario, toca la verdad profunda de la realidad» (nº 14).

En el fondo, somos bien conscientes de que la realidad tiene niveles profundos. Por ejemplo, confiamos mucho, y con razón, en el poder de la ciencia. Algunas de sus conquistas más sobresalientes pertenecen al patrimonio de nuestra cultura moderna, y ello nos llena de legítimo orgullo. Es más, algunos desarrollos de la ciencia, de naturaleza especialmente teórica, y por ello más admirables, nos han permitido liberarnos para siempre de viejos tópicos, propios de la natural ingenuidad humana, y conocer más de cerca la colosal complejidad de las cosas, en la cual, a pesar de todo, nuestro entendimiento es capaz de hacer alguna luz, conociendo con certeza algo válido y demostrable sobre nuestro mundo, desde sus remotos orígenes, hasta la más pequeña partícula subatómica. Sin embargo, al mismo tiempo, se constata que a esta relación con el mundo que la ciencia promueve, le falta algo, porque no acierta a conectarse con la más intrínseca realidad de las cosas. De hecho, estamos cayendo en la cuenta de que la moderna cosmovisión científica «es más una fuente de desintegración y de dudas que de integración y sentido». Así lo constababa hace poco más de un año el Presidente de la República Checa, Vaclav Havel, en un artículo aparecido en un periódico español: «Pese a que en la actualidad sabemos inconmensurablemente más sobre el universo que nuestros antecesores, parece cada vez más claro que ellos sabían algo que a nosotros se nos escapa» («El doloroso parto de una nueva era», Diario El Mundo, Madrid, 23-IX-1994).

De manera que, en este final de siglo, el progreso de la ciencia, por un lado, nos hace mirar con optimismo las virtualidades de la inteligencia humana; pero, por otra parte, se va haciendo cada vez más evidente que necesitamos cultivar urgentemente una sabiduría superior, que vaya más allá de la ciencia, que humanice nuestra vida, y que responda a la plenitud de las exigencias de nuestra naturaleza espiritual. La Constitución Gaudium et spes, ya citada, expresaba esta tensión paradójica propia de nuestro tiempo en su número quince, que, por su interés, reproduzco en su integridad:

«Tiene razón el hombre, partícipe de la luz de la mente divina, al creerse, por su inteligencia, superior al universo de las cosas. Con el ejercicio infatigable, siglo tras siglo, de su propio ingenio, ha progresado grandemente en las ciencias empíricas y en las artes técnicas y liberales, y en la era actual ha obtenido éxitos extraordinarios, sobre todo en la investigación y dominio del mundo material. Siempre, sin embargo, supo buscar y encontrar una verdad más profunda, ya que su inteligencia no se limita exclusivamente a lo fenoménico, sino que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible, a pesar de que, como consecuencia del pecado, se encuentre parcialmente débil y a oscuras.

«Hay que añadir que la naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona, y se debe perfeccionar, por la sabiduría, que atrae suavemente a la mente humana hacia la búsqueda y el amor de la verdad y del bien. Guiado por ella, el hombre por medio de las cosas visibles es llevado a las invisibles.

«Nuestra época, mucho más que los siglos pasados, tiene necesidad de esa sabiduría para humanizar todos los descubrimientos que el hombre va haciendo. Está en peligro el destino futuro del mundo si no se logra preparar hombres dotados de mayor sabiduría. Y nótese a este propósito que muchas naciones, más pobres, ciertamente, que otras en recursos económicos, pero más ricas en esta sabiduría, pueden ofrecer a las demás un servicio incalculable.

«Finalmente, por un don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y gustar el misterio del plan divino».

3. Hacia la superación de los irracionalismos.

El Concilio parte de las potencialidades humanas de la razón, y termina aludiendo a su capacidad de ser elevada por el Espíritu Santo para comprender los mismos misterios divinos. Ahora bien, ¿cómo asume el hombre de hoy estos desafíos que tiene planteados en cuanto persona inteligente? ¿Cómo se plantea la cuestión del sentido de su vida? ¿Qué es lo que se considera hoy como «nivel profundo» de la realidad, y de qué modo se intenta hoy vivir a ese nivel?

Un análisis pormenorizado de estas importantes cuestiones desbordaría por completo el marco de mi intervención. Pero querría resaltar al menos un aspecto que sin duda está presente; a saber, una especie de «vagabundeo espiritual». El hombre de hoy con frecuencia está embarcado en una búsqueda de experiencias dadoras de sentido, pero en su travesía carece de «puntos de anclaje», de espacios en que sea seguro para él «echar el ancla» y ganar en estabilidad, porque desconfía de los puntos de apoyo que le han llegado por medio de la tradición. Se siente impulsado por una verdadera hambre de lo divino y de lo recóndito, pero ésta le lleva con frecuencia a un sentimentalismo fideísta, e, incluso, a lo que se ha dado en llamar «religiosidad salvaje». Aunque saciado suficientemente en sus necesidades materiales —gracias a una calidad de vida siempre creciente— siente sin embargo una sed de algo más que no sabe cómo apagar, y que, llegado a un cierto punto, le hace sentirse como una olla a presión que puede saltar en cualquier momento.

No quiero detenerme en describir los diversos modos en que se produce esta búsqueda del hombre de hoy. Cualquiera de Vds. podría hacer, desde su punto de vista, y desde su experiencia personal, una ilustración de este fenómeno, que nos enriquecería a todos con nuevos datos y con una visión más completa y matizada del problema. Por mi parte, lo único que quiero decir, es esto: ante este fenómeno de insatisfacción y de búsqueda de algo más, ¿no es hora de que empecemos a pensar con la cabeza?

Me explico. Creo que uno de los problemas más serios del momento actual es un cierto irracionalismo, que nos puede bloquear a la hora de buscar las soluciones que nuestra cultura necesita en este momento de crisis. No quiero pedir con esto la vuelta a un racionalismo desfasado; pero sí a un uso serio de la razón. La razón, con la cual nacemos equipados al nacer, es una facultad maravillosa, perfectamente adaptada a la solución de los problemas humanos, con tal de que la sepamos usar como se debe, y tributarle el respeto que se merece. No ganamos nada con humillarla. Ciertamente, es necesario un sano realismo a la hora de aceptar los límites humanos de nuestra capacidad de comprensión de las cosas, en especial de aquéllas que más nos desbordan, y de las cuales nuestro conocimiento humano será siempre confuso, aunque no por ello falso: un conocimiento puede ser confuso, en el sentido de poco preciso, sin dejar por ello de ser verdadero. Sin embargo, esta humildad ante los límites de nuestras capacidades, no debería impedir en nosotros la actitud de un sano realismo ante el mundo, un sentirnos capaces de afrontar la realidad tal y como es, sin complejos pesimistas, y sin sueños idealistas. ¿Qué sentido tiene, me pregunto, en este momento de la historia, seguir insistiendo en la endeblez de nuestro pensamiento? Y no sólo porque no sea productivo, sino porque, ante todo, no es verdad que nuestro pensamiento sea un pensamiento débil. La inteligencia humana es capaz de mucho. Soy consciente de hallarme ante un auditorio plural; pero me atrevo a proponer, con todo respeto, la siguiente afirmación: la inteligencia humana es capaz, incluso, de atisbar, como causa suprema de la creación, como fundamento último de su ser y de su armonía, la majestad infinita de Dios.

Pero no es éste el punto último al que quería llegar. La capacidad de la inteligencia humana de llegar a Dios —que para los católicos es un dogma de fe, dogma definido en el Concilio Vaticano Primero (Dei Filius, cap. 2: Denzinger, nº 3004 y 3026) y reafirmado en el Concilio Vaticano Segundo (Dei verbum, nº 6: Denzinger, nº 4206)— es, si queréis, sólo un caso particular de las posibilidades del intelecto humano. Lo verdaderamente importante —y creo que en esto sí que podemos alcanzar todos un consenso a pesar de la pluralidad de opiniones— es que reconozcamos, sin reduccionismos, que la razón humana es mucho más potente de lo que una cultura ambiente superficial parece inclinarnos a pensar. En este momento histórico, es importante advertir que no es legítimo deslegitimizar a cada paso cualquier intento razonable de elevarse por encima de la chata consideración empírica de las cosas. Bien está que exijamos rigor; pero, ¿no es verdad que nos hemos deleitado demasiado —incluso a nivel de las élites intelectuales de nuestro siglo— en exaltar un espíritu de sospecha, de desmitologización, de relativismo, que llevado a sus últimas consecuencias, es absurdo en sí mismo? Después del largo período que hemos pasado de deconstructivismo, de disolución, de escepticismo, ¿no habrá llegado ya la hora de empezar a construir, de empezar a edificar, de empezar a poner cimientos sólidos? ¿O preferimos seguir profundizando y enfangándonos cada vez más en la pura negatividad? Ante nosotros se abren dos opciones: abrazar con toda la mente, con todo el corazón, con todas nuestras fuerzas, un espíritu constructivo, o seguir abrazados a ese cadáver que es el espíritu deconstructivo, ese espíritu que nos hace hijos espirituales de Mefistófeles, quien, en la obra cumbre de la lengua alemana, el Fausto de Goethe, se define a sí mismo como espíritu de contradicción: «Ich bin der Geist, der stets verneint!» (Johann Wolfgang Goethe, Faust. Erster Teil. Insel, Frankfurt am Main 1974, p. 64); es decir: «Soy el espíritu que siempre dice que no». ¿Es éste el espíritu que queremos seguir?

4. Los niveles profundos de la realidad y la felicidad del hombre.

Quisiera recapitular en este punto el tema central que he querido desarrollar a lo largo de esta ponencia. En efecto, mi objetivo puede parecer modesto, pero no ha sido más que éste: tratar de mostrar que en la realidad que nos circunda y en la que estamos inmersos, existen niveles profundos, y que nuestra inteligencia es capaz de captarlos. Vivimos en un mundo en que los medios de comunicación de masas, y especialmente los audiovisuales, tienen un influjo cada vez más preponderante. A la hora de valorar este influjo, hoy se tiende a no dramatizar, constatando simplemente que los medios de comunicación se limitan a transmitir y a reforzar los valores y la mentalidad que ya existen en una sociedad determinada. De todos modos, hay que reconocer que, de hecho, nuestra cultura se caracteriza por una enorme superficialidad, e, incluso, por la pérdida progresiva de una sana racionalidad. Y con esto no me refiero a la pérdida de la moral, a la degeneración del tejido ético de nuestra sociedad, que es también manifiesta; es ya a nivel noético, a nivel de los valores cognoscitivos, que se observa una preocupante regresión.

Se suele decir, y es verdad, que «una imagen vale por mil palabras». Ahora bien, ¿no es verdad que en el mundo que nos hemos fabricado vivimos inmersos en un mar de imágenes banales? ¿No es verdad que la sociedad en su conjunto anda cada vez más a la caza de experiencias de todo género, y en cambio se olvida de cultivar sus dimensiones más elevadas? ¿No es verdad —y de esto sois bien conscientes todos los que formáis parte del rico mundo universitario— que el nivel cultural de la sociedad experimenta un descenso lento, pero constante? Ante esta realidad, dramática para la cultura, yo me atrevería a decir: es cierto que una imagen vale más que mil palabras; pero hay veces que un concepto, un término bien acuñado, vale más que mil imágenes, porque capta lo esencial; y en nuestro mundo de hoy, estamos llegando a perder los conceptos, lo cual es muy peligroso.

Hace unos años, el Consejo Pontificio para el Diálogo con los No Creyentes que yo presidía promovió un estudio sobre el tema «felicidad y fe cristiana», que se trató en la Asamblea Plenaria del Consejo en el año 1991. Uno de los resultados principales a los que llegamos fue precisamente éste. Constatamos que hoy, cada vez más, el mundo de la imagen tiende a «bloquear» las mentes, impidiendo de hecho una verdadera búsqueda de la felicidad que arranque de las necesidades más profundas y auténticas del hombre:

«Hoy, cada vez más, el campo de batalla de los valores está localizado en el mundo de las imágenes, más bien que en el de las ideas. [...] En esta perspectiva, el conflicto de imágenes de la felicidad es de una importancia vital para la transmisión de la misma fe. Si el dato puramente banal ocupa la mente humana, y lo hace usando imágenes atrayentes, resulta difícil que se verifique aquella "escucha" de la que proviene la fe. [...] El verdadero peligro de este momento histórico es que la gente, al quedar prisionera de semejante superficialidad, no se dé cuenta de las necesidades fundamentales del corazón humano» (Cardenal Paul Poupard, Felicidad y fe cristiana. Herder, Barcelona 1992, p. 65.)

Citando este párrafo puede parecer que me he salido del tema, desplazándome del terreno cognoscitivo al volitivo, del tema de la verdad al tema del bien y de la felicidad. Pero no hay oposición. ¿Puede haber interrelación más íntima de la que hay entre inteligencia y voluntad, entre la búsqueda del espíritu y el deseo del alma? El ser humano desea saber, y no puede querer sino conociendo. Es éste el carácter existencial del conocimiento al que hacía referencia el Papa al hablar del conocimiento de Dios. El conocimiento del hombre afecta a su misma existencia. Por ello es especialmente grave el que en este momento histórico el hombre se halle bloqueado en su conocimiento a nivel de la imaginación, porque, de este modo, corre el riesgo de no percibir siquiera dónde está la felicidad que puede saciarle de veras. Envuelto en el ritmo frenético de la vida moderna, y en los placeres superficiales que constantemente se le ofrecen o se le insinúan, el hombre corre el riesgo de pasarse la vida entera distraído, sin plantearse siquiera los interrogantes que son más decisivos para la existencia.

De todos modos, esta presentación que he hecho pecaría de simplista si no fuera completada con otro dato. Es verdad que en nuestro mundo sufrimos una especie de «embotamiento» intelectual, así como un hedonismo fácil que tiende a excluir los planteamientos profundos, metafísicos o religiosos. No obstante, es un hecho cada vez más patente el rebrotar de los sentimientos religiosos, esa «hambre de lo divino y de lo sagrado» a la que antes aludía. El tema de Dios y de la religión interesan cada vez más. Se intenta recuperar la piedad popular y las manifestaciones religiosas propias de cada tierra. Se hace cada vez más frecuente el estudio de las llamadas ciencias ocultas, el recurso a la magia o al espiritismo, al horóscopo o al tarot, a la sabiduría del Oriente o de sectas herméticas.

¿Qué nos indica todo esto? A mi juicio, dos cosas. Una positiva, y otra negativa. La positiva es ésta: una vez más, se verifica aquello del inquietum cor de San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, lib. 1,1: CCL 27,1). La secularización de la modernidad no sólo no ha logrado erradicar la idea y la vivencia de Dios, sino que, en pocos años, se demuestra que el hombre tiene una necesidad constitutiva de saciar de algún modo sus deseos de algo más, de vivir de algún modo en una relación religiosa con un Dios que le sobrepasa. Es decir, considero como positivo el hecho de que a pesar de un enorme proceso de secularización que hemos sufrido, la idea de Dios siga todavía viva, lo cual demuestra la enorme vitalidad de la religión.

Hasta aquí lo positivo. Y lo negativo: el modo de saciar esta manifiesta hambre de lo divino. Como hemos perdido casi del todo la confianza en el poder de la razón para ayudarnos a salir del atolladero, corremos el serio riesgo de salir, como se dice, «por peteneras». Es decir, de dejarnos llevar por sentimientos exacerbados, o por un subjetivismo atroz que olvide por completo la sabiduría que nos ha legado la tradición. Es éste, a mi juicio, el punto delicado, y donde hace falta, más que nunca, una lucidez a toda prueba, unida a un espíritu abierto que se atreva a explorar nuevos caminos. Sólo cultivando la inteligencia de este modo, lograremos salir de la crisis cultural en que nos encontramos.

5. La banalización de la religión en la cultura actual.

Una última observación, relativa a la religión. Aunque he tratado de ceñirme al terreno estrictamente intelectual, es indudable que el tema de la religión está íntimamente relacionado. Y ahora me pregunto: en esta sociedad que corre el riesgo de caer por el precipicio de la superficialidad y de la banalidad, ¿qué papel juega la religión? ¿qué lugar ocupa? Por un lado, es evidente que la religión ha sufrido, hoy como siempre, pero quizás hoy más que en muchas épocas, una acerada crítica desde diversas instancias. La voz de la religión muchas veces resulta molesta, incómoda, y se ha intentado acallarla, cuando no combatirla desde un ateísmo militante. Sin embargo, en el momento actual, yo creo que este estado de cosas ha cambiado ya, y está cambiando radicalmente. Yo diría en este sentido que la cultura actual simplemente se limita a absorber la religión como un elemento más, integrándola, banalizándola, y yuxtaponiéndola al resto de los elementos culturales.

A la religión cada vez se la ataca menos de forma directa. Es más, se la respeta. Al elemento religioso se le concede incluso un cierto espacio en los medios de comunicación. De este modo, se logran dos cosas. Por un lado, se satisface así a aquella minoría de creyentes que cree de verdad, ofreciéndole lo que le gusta. Por otra parte, a la gran mayoría, esa gran mayoría de la gente más o menos indiferente, que ni cree ni deja de creer, que cree en parte, pero se comporta como si no creyese, o que no cree, pero que se comporta como si creyese en parte, se le ofrece, como un elemento más de su vida superficial, algún elemento religioso, más o menos interesante, más o menos curioso, más o menos esotérico, para que, al menos durante algunos momentos de la jornada, pueda sentir la emoción de plantearse un poco una serie de cuestiones que animen su existencia, la cual, sin embargo, sigue su curso superficial.

Perdóneseme lo que voy a decir, pero creo que la imagen es ilustrativa: la religión es hoy como un boxeador al que la secularización lo ha dejado «sonado». La religión sigue estando ahí, pero ya no se la combate, porque no hace falta. A uno que está «sonado» no hace falta golpearle. ¿Qué quiero decir con esto? Que necesitamos, urgentemente, salir de ese estado en que nuestra inteligencia funciona sólo a mitad de rendimiento, que necesitamos hacer un poco de luz, empezar a pensar, empezar a poner un cierto orden en nuestros esquemas de pensamiento, en nuestras ideas, y en nuestra misma sociedad. Necesitamos, en suma despertar. Y en el fondo ¡no se trata de algo tan difícil!

(Français)

Le Cardinal Poupard aborde à l'Université de Séville le thème de l'intelligence et de la culture. L'homme moderne met en question la validité d'une argumentation purement philosophique et théorique. Après l'exaltation de l'intelligence par les classiques, l'époque moderne regarda la raison avec soupçon. Notre culture est pour une part hautement sophistiquée et la raison y occupe donc une place importante; mais d'un autre côté il lui est dénié la possibilité de pratiquer un saut métaphysique permettant d'atteindre les niveaux les plus profonds de l'être. Seul le retour à une saine raison permettra de sortir de notre impasse noétique.

(English)

Cardinal Paul Poupard spoke at the University of Seville on the theme of "The Intellectual Dimension of Culture". People today typically ask whether purely philosophical or theoretical arguments have any meaning. Classical thinkers exalted the spiritual character of the intellect, but since the Middle Ages reason has been under suspicion. Curiously, on the one hand we live in a highly sophisticated culture, where reason is central; and yet, reason is seen as incapable of making a tiny metaphysical switch to the deeper levels of reality. In view of the insistence on the "weakness" of our thought, or the temptation of a clever search for meaning which falls into various forms of irrationalism, only the recovery of a sound rationality will bring us out of our current intellectual impasse.


Conclusión

Queridos amigos: os he hablado con toda franqueza de cómo veo un problema que, a pesar de ser simple, tiene una importancia inquietante. Mis palabras están cargadas, lo sé, de la incisividad que busca el que quiere provocar una respuesta en su auditorio. He querido situarme en un plano en el que el diálogo fuera posible, incluso con el no creyente, aunque, como es natural, en mi discurso se trasluce también mi fe cristiana. Pero el mensaje que he querido transmitir creo que es válido para todos, y se podría resumir en las famosas palabras de Blas Pascal: «travaillons donc à bien penser»: esforcémonos en pensar con corrección... y se empezarán a arreglar más cosas de las que pensamos. «Travaillons donc à bien penser», porque, por arduo que pueda parecer, tenemos el derecho y la obligación de poner los cimientos de una nueva cultura de la verdad. «Travaillons donc à bien penser», y no nos cansemos nunca de dar gracias por el don de nuestra inteligencia espiritual; que resuene siempre en nosotros aquella exhortación de San Agustín: «Intellectum valde ama» (Epist. 120, 3, 13: PL 33, 459); «ama mucho la inteligencia»; ámala mucho.

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