Cultures et foi - Cultures and Faith - Culturas y fe - 3/1996 - Studia
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EL DIÁLOGO FE-CULTURA EN CENTROEUROPA

Discurso inaugural en el encuentro de centros culturales católicos centroeuropeos, celebrado en Munich del 13 al 14 de mayo de 1996.

Mons. Karl LEHMANN
Obispo de Mainz

Esbozo en forma de tesis algunas ideas que pueden servir para abrir la discusión sobre el tema del diálogo fe-cultura en Centroeuropa. No me detengo en puntos particulares, sino que me limito a dar unas pautas generales que abran perspectivas para el diálogo.

1. La relación fe-cultura en Centroeuropa es irreductible a un denominador simple, pues contiene numerosas tensiones y contradicciones que constituyen un escollo para su interpretación. Pero la urgencia de esta interpretación queda acentuada por su misma dificultad.

2. Por cultura entiendo el modo en que el hombre configura la naturaleza a su mundo; y este proceso de dar forma al mundo es al mismo tiempo una autoformación del hombre (le confiere una segunda naturaleza). Con frecuencia se distingue entre cultura subjetiva (la formación y las costumbres) y cultura objetiva (el conjunto de obras y creaciones culturales), aunque se trata de una diferenciación meramente metodológica.

En el ámbito filosófico de habla alemana se distingue entre cultura y civilización. Por civilización se entiende la totalidad de las instituciones que tienen como finalidad aliviar la existencia humana; en cambio, cultura designa más bien los trabajos del hombre que suponen una elevación y una autoexpresión a través del arte, de la religión y de las humanidades; así como las instituciones que sirven a este fin (la escuela, el teatro, las bibliotecas). Pero esta diferencia entre civilización y cultura, además de ser menos neta fuera del ámbito germánico, parece que se va difuminando en la actualidad. En cambio se plantea la cuestión de si sigue siendo significativo el sentido tradicional del término cultura en la civilización técnica de un mundo único, o si la cultura pertenece ya más bien a los fenómenos caducos de la historia.

3. La situación cultural la determina el espíritu del tiempo y de la sociedad. Pero este espíritu muda a menudo la concreción de su rostro. Hoy los cambios se suceden con rapidez. En el ámbito centroeuropeo se podrían caracterizar, en mi opinión, con las claves siguientes:

a) Secularización. Los modos de vida, antes imbuidos de religiosidad, pierden su enraizamiento último en el fundamento trascendente de Dios, así como el hábitat de un contexto eclesial. Es discutible si el proceso supone la extinción de contenidos que eran, en origen, sustancialmente cristianos, o si se trata más bien de una transformación de los mismos, de una evolución o desarrollo de sus virtualidades. Hoy el término de secularización no se refiere tanto a un traspaso al poder del estado de las propiedades (y bienes culturales) de la Iglesia, sino a una transformación de la mentalidad y de la conciencia colectiva, que pasa a comportarse como si Dios no existiera. La tendencia a la secularización está cada vez más presente en la cultura; al menos desde tiempos de la Ilustración, aunque su influjo se inicia con la Edad Moderna. No existen indicios de que sea posible provocar un giro epocal para frenar o corregir de manera decisiva esta dinámica. En este sentido, la dinámica de la secularización parece irreversible. Más adelante consideraremos qué implicaciones tiene esto para la religiosidad en general.

b) Funcionalización. La realidad ya no se comprende desde el mundo en su totalidad o desde el ser en general, sino que se concibe desde los fines u objetivos que corresponden a parcelas sectoriales. Lo que está en primer plano no es tanto el significado propio de la realidad en sí, sino su finalización en aras de un propósito racional. Los distintos ámbitos (como la economía, el deporte, el arte, la religión o la medicina) se independizan y se autoexcluyen según determinaciones precisas. Se reprime vigorosamente —si no llega a eliminarse— la pregunta por la totalidad del mundo. La religión aparece como una parcela sectorial más, que podría servir, por ejemplo, para clarificar algunas situaciones límite del hombre; o bien, como un servicio para satisfacer necesidades religiosas; si es que no se le da un interés social completamente marginal. De este modo, la religión, abandonada a sí misma, pierde su encuentro y su confrontación originaria con el mundo cultural. La misma religión padece de esta funcionalización, y se la considera equivalente e intercambiable con el resto de las manifestaciones culturales.

c) Pluralismo. La libertad religiosa, garantizada constitucionalmente en la democracia moderna, engendra un pluralismo religioso e ideológico para el que todas las religiones o ideologías tienen el mismo valor y están una junto a la otra, cada una con su pretensión individual. Se trata de una pluralidad que no equivale a una multiplicidad cualquiera, porque es fundante e inabrogable. La religión aparece como un asunto predominantemente privado, y se reprime —al menos de hecho— su carácter público. Todo lo cual provoca una situación que se acentúa además por el alto grado de subjetivismo e individualismo de la sociedad. De manera que el enfrentamiento no se da sólo entre visiones de la vida o creencias religiosas irreconciliables; a menudo encontramos también tensiones insolubles a nivel del individuo, que tiende hacia el sincretismo, haciendo un bricolaje con una multiplicidad de fragmentos de diversas religiones y cosmovisiones. Se da así incluso una propensión al politeísmo.

Esta divergencia fundamental, esta antinomia, no se percibe como molesta o inoportuna, sino que se valora como una expresión de libertad. El individualismo vacía la convivencia humana de unas normas comunes mínimas, y se manifiesta especialmente en el ámbito de la cultura, sobre todo en el del arte, en el que desaparecen casi todos los criterios: en la práctica, todas las barreras que podía haber impuesto un respeto a la religión, han sido ya transgredidas en nombre de la libertad del arte.

Estos tres elementos fundamentales —secularización, funcionalización y pluralismo— se refuerzan mutuamente y dan lugar, en su conjunto, a una importante crisis de sentido, tanto a nivel individual como social, que, sin embargo, se quiere más bien minimizar.

4. La crisis de sentido afecta al diálogo fe-cultura y lo hace difícil. La Iglesia y la religión aparecen como partes del sistema social, guiadas por sus propios intereses, a las que se les da trato de asociaciones. La celebración de los grandes aniversarios históricos (como por ejemplo los 450 años de la muerte de Lutero) ofrecen a la religión la oportunidad de un reconocimiento; sin embargo, no hay que olvidar que en estos casos no importa demasiado la dimensión espiritual o religiosa auténtica, por lo que esta vía lleva a archivar la religión como una pieza de museo. Aparece así como uno más de los monstruos históricos que irrumpen como cuerpos extraños en nuestro tiempo. Un diálogo auténtico, que admita —al menos hipotéticamente— el problema de una exigencia de sentido para el mundo actual, es posible sólo raras veces.

Antes dijimos que desaparece en gran medida la pregunta por el mundo en su totalidad; pero hay que añadir que, a pesar de la fragmentación de los ámbitos vitales —que difícilmente permite un sistema global— sí existe una cierta comunión de intereses. La política es, en este sentido, uno de los pocos «paréntesis» que tienen una función englobante del sistema, especialmente por lo que respecta a la opinión pública. No nos referimos a la política de los partidos, sino al criterio que determina en la práctica qué es lo relevante para la configuración de la sociedad, el cual está en estrecha relación con la situación política, con los programas de los partidos y con las luchas políticas. Este enfoque domina también el diálogo con la cultura, de manera que, en el fondo, la política impone su dominio sobre la cultura. Los artistas, por ejemplo, están, por desgracia, muy influidos —y son ellos mismos los que se dejan influir— por la política de partidos (como se revela en los apoyos de escritores y artistas durante las campañas electorales), y la consecuencia es una notable pérdida de independencia en la creación artística.

5. Las condiciones actuales de nuestra civilización dificultan así el diálogo fe-cultura en Centroeuropa. Entre otros elementos hay que añadir una brusca ruptura en la transmisión de la herencia cultural, y, por tanto, también en la transmisión de la tradición religiosa. Desde 1968 se ha ido derruyendo progresivamente, en sucesivos embates, la transmisión viva de la tradición entre generaciones, de manera que hoy podemos hablar de una verdadera fractura en la tradición y de una ruptura en su transmisión. Y dado que los personajes y contenidos bíblicos, así como los temas religiosos, determinan de modo decisivo nuestra herencia cultural, esta ruptura ha debilitado enormemente nuestra posibilidad de tomar conciencia de esta herencia, la posibilidad de comprenderla, de conservarla y de preservarla. En cambio, en su lugar han aparecido otro tipo de bienes culturales, como se aprecia, por ejemplo, en la música.

No hay que pasar por alto que la cultura se asemeja cada vez más a un mero entretenimiento, y que para muchas personas su relación con los bienes culturales obedece a una conducta consumística. Hay una verdadera «industria de la cultura»: los bienes culturales —especialmente los de moderna creación— se producen y se tiran, se usan y se gastan. Su valor intrínseco es escaso. Además, esta tendencia se ve reforzada por una fortísima trivialización de la cultura, que no sólo persigue un mayor acercamiento de la cultura a la vida cotidiana —que en sí sería loable— sino que cae, con frecuencia, en la banalidad. No es sorprendente que esta banalización vaya a la par con un achatamiento de la profundidad del ser humano y de la misma realidad, y que desaparezca en gran medida la relación con la trascendencia.

Hay que recordar también que la relación con la cultura tiene lugar, en grandísima medida, no en el encuentro inmediato con el patrimonio cultural, sino, más bien, a través de los medios de comunicación. El lugar de la cultura lo ocupa, muchas veces, la televisión, convirtiéndose, para muchos, en el único sucedáneo que la suple. Y aunque la investigación científica todavía no proporciona datos seguros sobre el efecto de estos medios, podemos partir de la base de que —a pesar de la existencia de algunas emisiones de gran valor, que son tremendamente estimulantes desde el punto de vista cultural— los medios de comunicación refuerzan el carácter consumístico de la cultura y una cierta banalización. A esto se añade el claro perjuicio que sufre la función educativa de la televisión (que en Alemania tienen, por ejemplo, las cadenas públicas) debido a su interés por aumentar los índices de audiencia. Por parte de las televisiones privadas, en los últimos años ha crecido mucho la comercialización, y una trivialización de los temas y del estilo. Con lo cual se pierde por desgracia la ocasión de aprovechar el enorme potencial del medio televisivo para una promoción intensiva de la riqueza del patrimonio cultural.

Los temas y las materias que la televisión introduce en el debate social actual son determinantes y constituyen un potente factor de la actual cultura de masas; pero la televisión, por su parte, contribuye muy poco a clarificarlos. Sería ésta la función de ciertas cadenas especializadas de televisión, de emisiones especiales de radio o de ciertas publicaciones escritas. A pesar de la progresiva disminución de los hábitos de lectura —que va creando nuevos analfabetos en las nuevas generaciones, sobre todo (aunque no exclusivamente) entre los hijos de los inmigrantes— no obstante, la importancia del libro y del periódico está destinada a perdurar todavía durante mucho tiempo. Pero el desarrollo vertiginoso de todo el campo de las telecomunicaciones pone de manifiesto que la futura sociedad de la información está amenazando ya desde ahora una genuina cultura de la lectura. Ya hace tiempo que la comercialización creciente ha convertido toda la cultura en mercancía. La mercancía está a merced de la demanda, y es intercambiable con las nuevas mercancías que van apareciendo. Cuando las ventas disminuyen, se la desecha, independientemente del valor intrínseco que pueda tener.

En esta situación global el diálogo fe-cultura se enfrenta con dificultades cada vez mayores. Ello es indudable por lo que respecta a su papel en la vida social y en la política cultural. La constante privatización del fenómeno religioso hace que la religión se vuelva en cierto modo invisible, porque queda completamente reducida al ámbito privado. Es verdad que la religión aparece a veces públicamente cuando sirve a una interpretación o instrumentalización política; pero a costa de perder, por este uso funcional, su alma.

Sin embargo, en medio de este proceso por el que la religión es excluida de la esfera pública, aparece simultáneamente otro fenómeno singular. A la religión no se la quita simplemente de en medio. Más bien vuelve a aparecer en la sociedad, pero en una multiplicidad de formas altamente dudosas. Se manifiesta a menudo en formas individualistas y subjetivistas, a las que antes hicimos referencia con el apelativo de un nuevo sincretismo. La religión se convierte en una mescolanza a la carta según las necesidades personales. Con frecuencia esta religiosidad subjetivista carece de contacto con una comunidad y se distancia de su vínculo natural con una ética. Pierde de este modo el necesario apoyo de una comunidad y de una institución que la sustente, y además padece por la disminución del control social —que en una comunidad grande se da de forma natural— perdiendo en transparencia, razonabilidad y fiabilidad. De este modo la religión se enmohece y se acerca a la superstición. Es impresionante la renovación y difusión de cultos satánicos, de antiguos ritos precristianos y también de símbolos cristianos alterados (como las misas negras). La experiencia nos enseña que estos arrebatos religiosos, que surgen casi siempre en círculos alejados de la Iglesia, tienen una vida breve y no dejan secuelas; sin embargo, como en ellos se suelen mezclar temas de sexo, de dinero o de estructuras autoritarias, contribuyen a sepultar aún más la estima de la sociedad por la religión. Esto se aplica en primer lugar al comportamiento de numerosas sectas.

En estas circunstancias el diálogo fe-cultura sufre toda una serie de perjuicios extras. La fe cristiana tiene que insistir mucho más que hasta ahora en una crítica ideológica que desenmascare estas realidades por medio de un serio discernimiento de espíritus. El cristianismo tiene que llevar a cabo una profunda crítica religiosa de estos fuegos fatuos, orlados de una religiosidad dudosa, que dormitan bajo capa de una sociedad pretendidamente liberal y secular. Si no se hace así ni siquiera la fe bíblica escapará a la confusión. La Iglesia tiene que cuidar mucho más su propia herencia cultural, reaccionando con mayor dureza contra la cursilería que se ha introducido, por ejemplo, en el folclore o en las peregrinaciones. Nos hace falta una amplia cultura religiosa de masas, para la cual contamos con bastantes buenos puntos de arranque.

7. Los elementos negativos no acaban con las esperanzas para el diálogo fe-cultura. Al contrario; con este retrofondo, el diálogo puede adquirir una cualidad completamente nueva, aunque bajo determinadas condiciones.

Hoy ya no existen muchas instituciones públicas que cuiden del patrimonio cultural de modo efectivo. La Iglesia tendría que entrar en una relación más estrecha con los centros de cultura, y, en particular, con los que se encargan de conservar la cultura. Lo mismo vale para las ciencias culturales de las universidades, tanto a nivel de la docencia como de la investigación. La fe tiene que salir en ayuda del patrimonio cultural con el apoyo social de la Iglesia, para que se tome conciencia de él y se logre evitar su desaparición. A lo largo de los siglos la Iglesia ha sido un transmisor de cultura potente y eficaz, y esta función perdura hasta el día de hoy. Sería necio escatimar recursos en este tema. Partiendo de una cultura de inspiración cristiana es posible todavía instaurar un diálogo que lleve a muchos alejados a un encuentro con la fe. El diálogo no tiene una función de mera custodia.

La Iglesia ha de promover también el diálogo fe-cultura comisionando obras a los creadores de cultura. No sólo para construir iglesias o para decorar artísticamente los espacios interiores, sino también en el campo de las artes plásticas, de la música, del teatro, e incluso del cine. No hay que excluir prácticamente ningún sector. Si la Iglesia se caracterizaba antiguamente por un amplísimo mecenazgo, hoy no puede renunciar —a pesar de contar con medios más modestos— a seguir comisionando obras de arte. Y tiene que tener también el valor de acercarse a artistas reconocidos que quizás en su obra precedente hayan tratado poco, o apenas, los temas cristianos. El diálogo exige vencer la timidez a hacer nuevas experiencias, afrontando los riesgos tal y como son. Por supuesto, hay que saber distinguir entre una provocación auténtica, verdaderamente inteligible, y el simple escándalo sensacionalista. Pero hay muchos ejemplos de cómo expresar eficazmente la novedad básica del cristianismo por medio de formas insólitas.

En este diálogo la Iglesia tiene que mantenerse alerta para no ignorar ciertos puntos de enganche para la fe que hasta ahora han permanecido latentes o apenas utilizados porque parecen contener elementos atrevidos, provocativos o escandalosos. Me viene por ejemplo a la memoria la brutal fuerza expresiva con que a menudo se visualiza en las Iglesias la violencia de la crucifixión. Pero pienso también en cómo afrontar las auténticas preguntas fundamentales de la existencia humana, como el dolor y el sufrimiento, la pérdida de los seres queridos y la muerte. A este respecto, el arte puede suscitar y profundizar en el espacio eclesial la experiencia de lo humano. Si no seguimos el camino de lo humano en las grandes creaciones artísticas e interrumpimos demasiado pronto el diálogo, corremos el riesgo de truncar dimensiones importantes de la existencia humana y privar también al cristianismo de la fuerza que necesita para penetrar en el mundo y en la cultura.

8. Para este tipo de encuentro, y para un nuevo diálogo, hacen falta algunas estructuras. El cometido del diálogo no se puede dejar simplemente a la improvisación. La Iglesia necesita personas adecuadas, y también —dada una cierta extrañeidad entre fe y cultura— una mediación estable con unos foros públicos en los que llevar a cabo el diálogo. Por ello, en Centroeuropa han ido surgiendo en las décadas pasadas, a pesar de muchas dificultades, una serie de instituciones, que hoy son imprescindibles para el anhelado encuentro fe-cultura.

a) En primer lugar están las academias católicas, que gracias a su libertad representan un puente de especialísima importancia para el diálogo con la cultura moderna, por lo que su trascendencia no se puede sobrevalorar. Éste sería de por sí el tema de toda una ponencia, aunque seguramente saldrá a lo largo del encuentro, dado que estamos reunidos precisamente en una academia que ha realizado este diálogo de forma ejemplar desde hace cuatro siglos.

b) La formación de adultos tiene —en conexión con muchas instituciones, como museos capitulares, archivos, visitas a talleres artísticos, etc.— muchas posibilidades de promover este importante diálogo.

c) Una casa editorial independiente, de inspiración cristiana, tendría una importancia fundamental, de lo cual falta —o se ha perdido— una justa valoración y toma de conciencia por parte de la Iglesia.

d) En muchas diócesis hay a lo largo del año ocasiones para este diálogo que se repiten periódicamente; por ejemplo, el «miércoles de ceniza para los artistas». En las casas de formación de Centroeuropa hay también exposiciones periódicas, con las correspondientes visitas guiadas y simposios.

e) Para la Iglesia es irrenunciable procurarse expertos —profesionales u honorarios— que sean de utilidad en estos ámbitos, así como proveer a su formación, tanto inicial como permanente.

9. Muchos son los aspectos que quedan por tratar. Mi exposición no ha querido ser sino un incentivo para el diálogo. En el actual diálogo fe-cultura hay que saber reconocer con cautela las dificultades existentes, pero es claro que no hay ningún motivo para caer en la resignación. Tal y como corresponde a la naturaleza de la fe y a la naturaleza del arte, el ámbito del diálogo entre ambos ofrece siempre nuevas sorpresas. Por ello es bueno que exista un Consejo Pontificio de la Cultura, que suscite y aliente este diálogo, y que recuerde cómo este intercambio no pertenece sólo al pasado, sino que forma parte —también hoy, y con vistas al futuro— de la misión fundamental de la Iglesia. Una Iglesia falta de cultura, o ajena a ella, se autodestruiría. La fe no puede prescindir nunca de una inculturación que proteja todo lo que es digno de ser conservado, y que lo reproponga de nuevo en toda su frescura, que se atreva a experimentar lo nuevo y a transmitirlo: nova et vetera.

(Français)

Mgr Karl Lehmann relève que la crise du sens qui affecte le dialogue foi-culture en Europe Centrale est due à trois facteurs: une sécularisation qui paraît irréversible, une «fonctionalisation» qui présente la religion comme une approche supplémentaire, un pluralisme qui renvoie la religion dans la sphère privée. S'ajoutent une brusque rupture dans la transmission de l'héritage culturel, une banalisation et une mercantilisation de la culture, et l'apparition de nouvelles formes syncrétistes de religiosité. Aussi l'Eglise doit-elle défendre le patrimoine culturel, développer un discernement critique des succédanées de religiosité, et utiliser les points de rencontre avec la foi, comme l'expression artistique, trop souvent ignorés.

(English)

Bishop Karl Lehmann argues that the dialogue between faith and culture in Central Europe is affected by a crisis of meaning brought on by three factors: an apparently irreversible process of secularization, a sort of functionalization which makes religion appear to be just one among many sectors of existence, and a pluralism which consigns religion to the purely private realm. In addition, an abrupt halt in the transmission of the cultural heritage, a banalization of culture, and the appearance of new syncretistic forms of spirituality are all contributing to the decline of religion. In this context, the Church must come to the aid of cultural heritage, implement a serious discernment of pseudo-religions, and be open to using points of contact with faith, like artistic expression, rarely tapped.


CHRISTIANITY AND CULTURE IN CENTRAL EUROPE
Between Culture and the Christian Heritage

Raimund LÜLSDORFF

Since the second Vatican Council the concept of "Evangelization" has become, as it were, a key word to describe the Church's vocation in the world. At the same time "Evangelization" means proclaiming the message of salvation to people in the sense of penetrating and perfecting the temporal sphere of things through the spirit of the Gospel (AA 2). In recent years the theme of the "evangelization" of the world has certainly been discussed more intensively, and to some extent more critically. People ask to what extent the autonomy of the temporal sphere should be protected from culture, society and politics; in view of the concept of "re-evangelization" which is also in vogue, there seem to be good grounds for doubt about whether there ever was a culture permeated by the Gospel.

The 1975 Apostolic Exhortation Evangelii nuntiandi reminds us that the evangelization of the temporal sphere (which, in this context, can essentially be identified with culture) is for us a permanent commitment.

"What matters is to evangelize man's culture and cultures (not in a purely decorative way as it were by applying a thin veneer, but in a vital way, in depth and right to their very roots).... The split between Gospel and culture is without a doubt the drama of our time, just as it was of other times. Therefore every effort must be made to ensure a full evangelization of culture, or more correctly of cultures. They have to be regenerated by an encounter with the Gospel" (no. 20).

But if one considers the early days of the Church in terms of an "evangelization of culture", one is bound to be brought quickly down to earth. "I saw a beast emerge from the sea; it had seven heads and ten horns, with a coronet on each of its ten horns, and its heads were marked with blasphemous titles.... For forty-two months the beast was allowed to mouth its boasts and blasphemies and do whatever it wanted" (Apoc 13.1,5). With these words the last book of the Bible, the Apocalypse of Saint John, describes nothing other than the greatest and most significant exponent of cultural policy of 1900 years ago: the Roman Empire. Apocalyptic images and expressions depict the most glaring contrast imaginable between Christianity and culture. According to Apoc 19.20, in the end the beast was not evangelized, but "thrown alive into the lake of burning sulphur".

A good 200 years later, quite different tones are to be heard in the Vita Constantini of Eusebius of Caesarea. We read that, at the great festive banquet on the occasion of Constantine's celebration of twenty years' rule on the 25th. July 325,

"no bishop was missing from Caesar's table. What happened there beggars description, for bodyguards and imperial guard kept watch with drawn swords around the outer court of Caesar's palace; but the men of God were able to wander around between them and get right to the heart of the palace. There some of them lay on the same cushion at table as Caesar, while the others reclined on couches on either side. It would have been easy to take this for an image of the Kingdom of Christ..." (Vita Const. III,15 in: BKV² I,105).

The line of convergence or even congruence between Church and State, which began with Constantine, has continued in the Eastern Church's self- understanding. But such tendencies are also not unknown in the Western Church. In competition with Constantinople, but precisely because of that in formally far-reaching agreement, the kingdom of the Franks took on a more and more theocratic character from the Merovingian domination throughout the Carolingian period and the time of Otto. It was no accident that Charlemagne wanted his close acquaintances to call him "King David", or that we speak of the "Holy Roman Empire", with the later addition of "German Nation". This sacral understanding of the State has direct consequences for culture, art and science, in which there is a fusion of what is spiritual and what is worldly. The attempts of the Popes to acquire worldly power and cultural prestige were no different; in political terms, such endeavours reached their peak with Innocent III, from the cultural point of view with the Renaissance Popes.

This fusion of Church and State, which was striven for by both sides, is past history in Germany at the end of the 20th century, barely 200 years after secularization. If we speak of Church and culture in Germany, the word "Kulturkampf" must inevitably be part of our vocabulary. You will understand if I, as a deacon of the Archdiocese of Cologne, make mention of the so-called "Cologne affair", the arrest of Archbishop Clemens August von Droste zu Vischering in 1837. The division between Church and State, between Christian heritage and culture, has gone on continuously since then, though quietly and unobtrusively. In our own day the Karlsruhe judgement on crucifixes has caused a furore: I must say no more on that case, about which so many people have already commented. But it also simply highlights a development which, to some extent, similarly emerges from the realm of sects and ideologies: religion has become a private affair, which the State tolerates as long as it does not challenge its principles. And so, in contrast with former decades and centuries, the encounter with other religious and pseudo-religious movements within our culture is becoming a matter which, more and more, concerns only the Church, and which the State avoids.

This would correspond to the situation of the early Church, were one not faced constantly in western culture with the Christian heritage. Concepts, institutions and even ideals have to a large extent survived; however, their Christian origin has become obscure. We need only look at the commandment to love our neighbour: everybody, at least verbally, approves of it, but its Christian roots in the Good News have faded into oblivion - there is even disagreement about the need for such roots.

Despite these tendencies, nothing is solved by sharp divisions like the one which was precipitated during the persecutions of the early days in the Apocalypse. The Church will betray its task and its original self-understanding if it presents itself almost as a lifebuoy in the sea of life. The Dogmatic Constitution on the Church described it as "a kind of sacrament or sign of intimate union with God, and of the unity of all mankind" (Lumen gentium 1). Through the Church everything in heaven and on earth is to be brought to Christ and in Him find its culmination. Were she to stand aloof from the world, the Church would be acting contrary to her mission. Today we are faced with the great task of reuniting western culture with its original roots, the heritage of Christianity; the only question is just how this can be achieved.

The difficulty arises from the fact that not only does the absolute separation between Church and culture turn out to be unacceptable, but also the theocratic conception of State and culture is clearly incapable of bringing about the Kingdom of God on earth. The tension between Church and world is to be resolved neither in pure opposition nor in identity; it is evidently a constant element in Christian existence. According to the Gospel of John, Jesus does not ask the Father to take his disciples from the world, even though they are not of the world, but simply to protect them from the evil one. That seems to be something which is not limited to a particular time, but valid for ever. In the same way Paul's warning against conforming oneself to the world is obviously not meant just for the Romans. And to this day what is God's belongs to Him, but the same is true of Caesar, of the Chancellor, the President or any other ruler. There is no category which can embrace the "unity in distinction" of culture and Christian heritage.

At the beginning I quoted the Apocalypse from the end of the first century after Christ and the Life of Constantine form the beginning of the fourth. About half way between these two works, towards the end of the second century after Christ, there appeared a Christian apology which has come down to us as the Letter of Diognetus. The verses which are probably most often quoted from this letter also deal with the relationship between Christianity and the world:

"To put it briefly, Christians are to the world exactly what the soul is to the body. The soul is spread through all the parts of the body, as Christians are spread throughout the cities of the world. And while the soul lives in the body, it is not of the body. Christians, likewise, live in the world, but they are not of the world. The soul is invisibly kept in the visible body; with Christians, too, people know that they are in the world, but their religion remains invisible.... While the soul is locked inside the body, it also holds the body together. Christians, too, are held in the world as in a prison, but they hold the world together" (Letter of Diognetus 6,1-4.7).

These verses save my judgement of the key formula for our problem: culture and Christian heritage must mutually pervade and enrich each other. They are capable of this, since they differ like soul and body, but for that very reason are ordered to each other. Thus, on the one hand, Gospel and culture differ in their essence and objective. But, on the other hand, at least according to the Platonic notion of the world which lies at the basis of the Letter of Diognetus, in the end they serve the same end, that of using created means and images to refer to the divine original. In this respect culture depends entirely on enlightenment through the Gospel, if it is not to miss its final goal.

Christianity rightly understood is thus the entelechial principle of culture, which leaves its impression and forms it just as the soul does the body: Christianitas forma culturae. For its part culture provides the Gospel with patterns, forms and styles of expression, in which it can take shape. Already Basil of Caesarea led his young pupils, by choosing judiciously, to make use of the wisdom to be found in pagan culture, literature and music. Just 1500 years after Basil's death, in 1879, Leo XIII, in his Encyclical Aeterni Patris, was similarly encouraging regarding the use of philosophy. This rules out any basic separation between Christianity and culture, just as, of course, the separation of soul and body is nothing less than the death of the person. But the relationship between the Christian message and a culture should not be one of identity; on the level of images - in the realm of anthropology - this would be pure materialism, and on the level of things - in the realm of ideologies - it would be typical fundamentalism.

If we take Christianity seriously in its role as the "Soul" or formal principle of culture, we should concern ourselves not with this soul's uniformity but rather with its unity. In the case of Germany, the motherland of the Reformation, as long as Christianity is split and various Christian churches and communities separately claim the right to represent Christ, culture is like the "dípsychos" of the letter of Saint James. One could even say that, since there are many more than the two great Christian churches in Germany, in this respect society is like a "polýpsychos", thus as something inwardly divided. The implications of ecumenism are not, therefore, restricted to Christians; ecumenism is essentially a service to culture and society. As the Apostolic Exhortation Tertio millennio adveniente indicates, the hint of a step towards the unity of Christians must be enough.

The description of Christianity as the "soul of culture" is in tune with this postulate of Evangelii nuntiandi: "Though independent of cultures, the Gospel and evangelization are not necessarily incompatible with them; rather they are capable of permeating them all without becoming subject to any one of them" (no. 20). Christianity does not need to find a way around culture, but a way into culture: to illuminate it, not to eliminate it. This sort of interpenetration can only be helpful to both principles: culture retains an orientation in its striving after values and ideals, and the Christian heritage becomes richer in forms which finally bring to expression the goodness, truth and beauty which culminate in God. In this way the autonomy of earthly realities is also safeguarded, in the way called for in Gaudium et spes, precisely and only because it is something embraced and supported by God.

In this respect, by my remarks I should like to argue that culture and the Christian heritage in central Europe should be neither kept apart nor considered identical. Anyone who gives up, resigned to being unable to make a Christian impression on culture, is ultimately being disloyal to his or her calling as synergós tou theou in bringing the world together in Christ. Anyone who aims at congruence between culture and Christianity may lose sight of legitimate autonomy of both spheres, and this can have disastrous consequences. In this sense it strikes me that it is worth reflecting on the oft-repeated assertion that the rate of abortion is highest precisely in particularly Catholic countries. I have not been able to check this assertion. But if, like Churchill, I say that one can criticize only the statistics one has falsified oneself, nevertheless I think this state of affairs is quite within the bounds of possibility. Is the danger that Christianity will become an empty shell not really greatest where it formally dominates public life, without necessarily having to concern itself with people's inner convictions? Identifying Christianity and culture too closely prepares fertile ground for a confusion of Christian spirituality with external structures. Of course the Good News must assume some form; but when it ossifies in forms, it degenerates into dead ritual. For example, a society which effectively gives an unmarried mother only the choice between abortion and being ostracized, is hardly an evangelized society, but one which is in need of being evangelized.

(Français)

Selon Raimund Lülsdorff , la religion chrétienne a toujours balancé entre deux extrêmes : celui de la persécution religieuse et celui de l'absorption par le pouvoir temporel. Pourtant, tant la séparation absolue de l'Eglise et de l'Etat, que la fusion théocratique de l'Eglise et de la culture, sont inacceptables. La Lettre à Diognète décrit les chrétiens comme l'âme du monde, et le christianisme comme l'âme de la culture. Selon cette analogie, l'action de l'âme est discrète, mais effective. le christianisme doit être capable d'influencer avec efficacité la culture, sans se lier trop étroitement au pouvoir politique, ni le nier. Il doit imprégner la culture sans se soumettre à elle.

(Español)

Según Raimund Lülsdorff , la religión cristiana ha oscilado siempre entre los extremos de la persecución religiosa y la absorción por parte del poder político temporal. Pero tanto la separación absoluta de Iglesia y estado como la fusión teocrática de Iglesia y cultura son inaceptables. La Carta a Diogneto describe a los cristianos como alma del mundo, y al cristianismo como el alma de la cultura. Según esta analogía, la acción del alma es callada y discreta, pero efectiva. El cristianismo debe ser capaz de incidir eficazmente en la cultura sin renegar del poder político, pero sin ligarse tampoco demasiado estrechamente a él. Debe permear la cultura, pero nunca someterse a ella.


LE MONASTÈRE ET LA VIE MONASTIQUE,
ICÔNES DE LA JÉRUSALEM CÉLESTE

Intervention pour la Conférence Internationale «Monastères - Centres spirituels et culturels de la Russie» organisée par le Russian Institute for Cultural Research et la Russian Academy of Sciences. Moscou, 2-6 Septembre 1996.

Luca PELLEGRINI
Conseil Pontifical de la Culture

Beaucoup parmi nous ont certainement éprouvé cette quiétude des sens et des émotions, que seuls peuvent donner le silence et la paix d'un monastère. Arrivés sur le seuil, une fois ouvert l'imposant portail, nous voici introduits dans le cloître. Après nous être approchés du puits, avoir visité l'église et nous être retirés dans notre cellule, nous goûtons un temps «différent», tout en traversant des espaces à l'ordonnancement logiquement structuré. Le moine nous invite à jouir de cette réalité renouvelée, à contempler cette représentation quotidienne d'un mystère, tandis qu'il nous invite délicatement à réfléchir sur l'image à laquelle renvoie ce petit univers dont les espaces et le temps, précisément, sont icône et recherche.

Monachica vita et quae in ea peragitur contemplatio, res est sacra (Giustiniano, Novellae, 133). Le monachisme se comprend à travers les catégories de «mystère» et de «res sacra». Il est fait pour témoigner de la recherche inassouvie d'une vie renouvelée sous le signe du Christ et transformée par sa présence parmi nous (cfr. A. Silvestrini, Introduzione, in La testimonianza della vita religiosa nelle Chiese orientali, Città del Vaticano 1994, pp. 1-5). C'est la nouvelle communauté des citoyens de la «civitas Dei» que les communautés monastiques entendent réaliser: la cité de Dieu, la Jérusalem de la foi, incarné dans cette petite cité des hommes, qu'est le monastère.

Ici, l'espace se sacralise, pour reproposer cette symphonie secrète liée aux espaces fréquentés par le Sauveur dans «sa» Jérusalem, la Jérusalem historique: le Temple, le Cénacle, le Mont des Oliviers, le Golgota, le Sépulcre. Ainsi, le temps sanctifié dans son déroulement devient sanctifiant, parce que modelé sur le temps saint du Triduum Pascal vécu par Jésus à Jérusalem: entrée dans la ville, prière et souffrance, cène, silence de la mort, descente aux enfers, résurrection à la vie, ascension au ciel. L'espace et le temps du moine, fixés par la Règle qui trouve dans les conseils évangéliques sa source normative, représentent analogiquement l'espace et le temps de la Jérusalem historique de Jésus-Christ, figure et anticipation de la Jérusalem nouvelle, celle du ciel, qui émerge de la résurrection et dans la résurrection nous est promise. Voici donc le moine. Dans sa vie quotidienne, il revit le passé de l'histoire du salut en ce qu'elle a de central. Il en fait mémoire, chaque heure et chaque jour, dans son «ora et labora», anticipant ainsi les temps et les modes de la Jérusalem céleste, dont il est l'icône dans sa propre vie. De fait, à travers une vie terrestre semblable à celle du ciel, le moine tente de réduire la disproportion entre la Jérusalem de la terre et celle du ciel, disproportion effectivement diminuée par la force, la profondeur et l'intensité de la vie monacale, dans sa référence à un modèle, son existence en un espace et des temps bien codifiés, en y incarnant une tension eschatologique et une dimension prophétique. Le moine sait et il est conscient de la vérité des paroles de l'auteur de la lettre aux Hébreux: «... nous n'avons pas ici-bas de cité définitive, mais nous cherchons la cité future» (Hb. 13, 14). C'est une maturation lente et progressive qui, de l'aspect transitoire des choses humaines, porte à la profondeur du sens de la cité de Dieu, à laquelle sont liées une intelligence et une vraie création de formes d'art et de civilisation chrétiennes comprises comme faisant partie du dessein de salut de Dieu.

Certes, le moine est soumis à la stabilité dans son «hortus conclusus», mais c'est l'ensemble de la communauté qui se fait dynamique dans son pèlerinage en esprit: dans le monastère, la communauté reste attachée au lieu qui est, par excellence, celui de la recherche de Dieu, de la véritable et ultime stabilité, celle qui est en Dieu. Il est intéressant de relever une image que les saints Pères ont souvent développé dans un sens marial: la «mater Dei», c'est le nouveau paradis, terrestre et céleste en même temps, coeur nouveau de la création, lieu et mode de la présence divine dans l'univers. La Vierge conserve en son sein l'Arbre de la Vie, dont le fruit est la vie même, «ipsum quoque lignum vitae Christum Deum et hominem Dominum paradisi caelestis» (Rupert de Deutz, In Cant. IV, CC 126, 86). Le monastère exerce pour les moines une fonction maternelle, semblable à celle de la Mère de Dieu vis à vis du Fils de Dieu et des fils dans le Fils: c'est le centre de la vie, il assure protection, bonheur et salut. Petite portion de l'Église, il en assume les fonctions de «mater et magistra», icône de la cité sainte. C'est l'«hortus conclusus», le nouvel Eden, jardin clos par la Trinité, comme le fut Marie (cfr. Cantique des cantiques, 4, 12-13), selon la toute-puissance du Père, la sagesse fortifiante du Fils et l'immense miséricorde de l'Esprit (Thomas de Perseigne, In Cant. VII, PL 206, 458). L'Eden, détruit par le péché, réapparaît dans l'image d'une cité nouvelle, dont le monastère est, à son tour, l'icône la plus proche et la plus sûre.

Jérusalem, donc, signe pour l'homme et pour le croyant, lieu privilégié de la rencontre et de l'union entre Dieu et l'humanité, est aussi signe du mystère, cité qui dépasse la dimension historique et géographique, pour devenir l'aire salvifique et eschatologique que le monachisme a interprété, grâce à une culture et à un art spécifiques, tout en cherchant à la réaliser par analogie dans le concret et le transitoire de l'histoire et des diverses cultures.

«Je vis la cité sainte, écrit saint Jean au chapitre 21 de l'Apocalypse, la Jérusalem nouvelle, descendre du ciel, d'auprès de Dieu, toute prête comme une fiancée parée pour son époux... Voici la demeure de Dieu parmi les hommes!... Et Celui qui siégeait sur le trône dit: "Voici que je fais toutes choses nouvelles"». Voici donc le monastère, icône de la Jérusalem nouvelle, que nous nous apprêtons à découvrir dans cette nouvelle optique de foi et de culture. Et comme la gloire de Dieu illumine la cité nouvelle, il n'y aura plus pour cela de nuit, et rien d'impur n'y entrera (Cfr. Ap. 21, vv. 23, 25 e 27), ainsi le monastère vit et vibre sous la lumière nouvelle, et les moines qui l'habitent avec des temps nouveaux, marqués par des heures nouvelles, celles de la louange et de l'adoration, se tournent vers le coeur de leur foi, le mystère du Christ, pour habiter un nouvel espace sacré et devenir ainsi ces bienheureux «... qui auront part à l'arbre de la vie et pourront entrer par les portes dans la cité» (Ap. 22, 14).

1. La vie monastique entre «déjà et pas encore»

C'est dans la tension, jamais relâchée, entre la mémoire historique du passé, revécue dans la liturgie et la tradition, et la prophétie que cette liturgie incarne, que la communauté monastique, consciente de soi, marche vers son modèle, la Jérusalem nouvelle. Dans l'histoire transitoire du monastère s'incarne tant l'idéal de la communauté primitive de Jérusalem, tant celle de la communauté des saints de la Jérusalem nouvelle, en une harmonie de temps méticuleusement réglés et des structures bien ordonnées.

Depuis les siècles d'or de la spiritualité monastique, on découvre que la règle fondamentale qui oriente l'intelligence et la vie du moine, c'est l'intimité de l'Évangile avec l'histoire de l'Église, c'est l'orientation de la totalité de sa propre existence vers la «historia salutis». L'hagiographie monastique met toujours la vie du moine en relation, d'un côté, avec le tracé historique du salut, décrit dans la Bible, et de l'autre, avec la réalité que devient désormais le Paradis réouvert avec la mort et la résurrection du Christ. Le moine, «vir Dei, homo Dei», devient celui qui, par libre choix, en adoptant une Règle, décide de revenir à une vie apostolique pure, celle de la Jérusalem historique, dans laquelle le «labora» détermine les devoirs, visualise les finalités, et à une vie qui dans l'«ora», la prière et la liturgie, prend comme modèle la dimension de la louange pérenne que les saints et les justes offrent à Dieu dans la Jérusalem céleste.

Cette vie béatifique, communion et union avec Dieu, a besoin, chez le moine, d'espaces et de temps particuliers, ceux inspirés par les images de la Jérusalem céleste, que l'on tire des textes sacrés de la Bible. L'art clunisien est le meilleur réceptacle de cette recherche. Un épisode de la reconstruction de Cluny dans la seconde moitié du XIe siècle révèle l'archétype fondamental de la conception de la nouvelle planimétrie. Saint Pierre, apparu en songe à l'ancien abbé de Baume, Gunzo, retiré à Cluny, l'invite à convaincre l'abbé Hugues de reconstruire l'église, et celle-ci devra reproduire tel quel le modèle du temple de l'Apocalypse, avec les mêmes dimensions et les mêmes détails architectoniques (cfr. La Gerusalemme celeste. Immagini della Gerusalemme celeste dal III al XIV secolo, a cura di M. L. Gatti Perer, Vita e Pensiero, Milano 1983, pp. 97-101). Le monastère, surtout pour l'ordre cistercien, est l'anticipation la plus évidente qui soit de la Jérusalem céleste: lieu de contemplation, d'attente et de désir. Mais il est aussi figure et icône de la cité mystique, habitée par les saints, dans la mesure où les moines y conduisent une vie qui en est inspirée, surtout dans la liturgie et la prière, dans le silence et la communauté, et dans une expérience mystique vraiment centrée sur le mystère de l'«escaton», des temps futurs, où le monastère sera le Paradis réouvert dans la gloire et dans la joie, «porta caeli». Voici encore saint Bernard qui affirme comment les moines sont la partie la plus resplendissante du corps de l'Eglise, qui est tout entier resplendissant, parce qu'ils ont choisi la voie la plus directe et la plus sûre. De fait, le moine fait profession de «vie apostolique»; est animé de l'idéal de la communauté primitive de Jérusalem. La fondation de Clairvaux, en 1115, évoque la fondation des églises aux temps apostoliques, et grâce à l'ordre monastique, l'Eglise rejoint et ritualise, en image et dans son style de vie, le temps des apôtres et des martyrs.

D'autre part, la vie monastique est une «vie angélique» qui annonce la Jérusalem céleste. Saint Bernard transpose sur la vie monastique la mystique du pèlerinage aux Lieux Saints: le moine, pèlerin de la Jérusalem céleste, possède la réalité des biens dont la Jérusalem terrestre n'offre que la figure. Bref, écrira saint Bernard, l'ordre monastique est tout à la fois celui qui a été le premier dans l'Église, bien plus, celui par lequel l'Église a commencé, et celui qui, plus qu'aucun autre sur la terre, est semblable aux ordres angéliques, le plus approchant de la Jérusalem céleste notre mère (cfr. B. Jacqueline, «Saint Bernard et le gouvernement monastique», Les amis des monastères, n. 83 [juillet 1990] pp. 20-21).

Écrivant, entre 1123 et 1127, une lettre à l'évêque Alexandre de Lincoln pour qu'il concède au moine Philippe, en route pour les Lieux Saints, de s'arrêter et se reposer dans le monastère de Clairvaux, Bernard précisait ainsi sa conviction:

«Il est donc devenu, non seulement un spectateur attentif, mais aussi un habitant dévot et un citoyen à tous les effets de Jérusalem. Non point de cette Jérusalem terrestre, proche avec le Mont Sinaï de l'Arabie, qui se trouve en situation de servitude avec ses fils, mais de celle qui est libre, là-haut dans le ciel, et qui est notre mère (Gal. 4, 25-26). Si vous voulez le savoir, c'est précisément Clairvaux. C'est elle, vraiment, qui est Jérusalem, dans la mesure où elle est reliée à celle qui est aux cieux par toute la dévotion de son esprit, par l'imitation de la bienheureuse intimité [avec le Seigneur], par une certaine parenté avec l'Esprit. Celle-là, comme il l'assure, est son repos dans les siècles des siècles: il l'a choisie pour demeure, parce qu'en elle se trouve non point encore la vision, mais certainement l'attente de la paix véritable, celle dont on dit: "la paix de Dieu qui surpasse toute intelligence" (Fil. 4, 7).

[Factus est ergo non curiosus tantum spectator, sed et devotus habitator, et civis conscriptus Jerusalem, non autem terrenae huius, cui Arabiae mons Sina conjuncutus est, quae servit cum filiis suis; sed liberae illius, quae est sursum mater nostra (Gal. IV, 25-26). Et, si vultis scire, Clara-Vallis est. Ipsa est Jerusalem. ei quae in coelis est, tota mentis devotione, et conversationis imitatione, et cognatione quadam spiritus sociata. Haec requies ejus, sicut ipse promittit, in saeculum saeculi: elegit eam in habitationem sibi; quod apud eam sit, etsi nondum visio, certe expectatio verae pacis, illius utique de qua dicitur: Pax Dei, quae exsuperat omnem sensum (Ph. IV, 7)]» (Saint Bernard, Epistulae 64, PL, 182, 169).

Un mouvement qui, dans la spiritualité monastique, se fait vertical et horizontal: un mouvement de Dieu vers les hommes et des hommes vers Dieu, mais aussi une rencontre entre les hommes pour chercher ensemble la porte à laquelle frapper, le Christ de la foi. L'abbaye du Mont-Saint-Michel, dans le Nord de la France, suggère immédiatement le rapport entre le monastère, avec son emplacement spécifique et son architecture, avec la Jérusalem céleste. Dans le texte de l'Apocalypse la cité sainte est placée sur une montagne, elle descend du ciel pour se placer au-dessus de toute autre cité (Ap. 21, 10). En même temps, les croyants s'avancent vers la montagne, Jérusalem: la montée du pèlerin est un autre lieu classique de l'Écriture. Ici encore, l'ordre de Cîteaux nous fournit une multitude d'exemples en ce sens: l'abbaye se présente au visiteur comme réalité différente du paysage qui l'abrite, même si elle s'y est profondément insérée. C'est la Cité Sainte, partie de la Jérusalem nouvelle, au milieu du désordre ou du désert qui l'entoure. L'idéal qui conduit le moine à construire de tels endroits et ensuite à y vivre, est l'idéal du renouvellement, pour rétablir l'idéal d'une forme primitive de vie dégradée par le péché, mais rachetée par le Christ. Dans cette perspective, l'abbaye est considérée comme une réalisation dans la forme et dans le temps, de son modèle le plus visible et le plus proche, la Jérusalem de l'Apocalypse.

Le monachisme assume donc pleinement les thèmes bibliques de la «peregrinatio», de la «civitas Dei», du «mons» et de l'«hortus», en les intégrant dans la dimension spatiale du monastère, avec son architecture et l'emplacement des divers édifices, et dans la dimension temporelle de la vie des moines. Pour ces deux dimensions, le centre, non idéal mais réel, c'est le mystère du Christ, présent ici-bas dans l'Eucharistie et assis là-haut à la droite du Père, dans la Jérusalem céleste.

2. Le monastère et la vie monastique: un espace sacralisé et un temps sanctifié

La vie du moine atteint sa plénitude dans la réalisation complète du mystère de l'histoire sainte, dont le sommet est la mort, la résurrection et l'ascension du Christ dans les cieux, et qui siège maintenant dans la gloire, à la droite du Père. Le moine devient ainsi gardien et témoin vivant et à un titre particulier de l'«historia salutis» et il incarne dans le quotidien des espaces traversés et vécus et dans la division du temps de ses journées, le sommet de cette histoire, ou la «visibilité» de la rédemption, comme s'il voulait l'anticiper dans la réalité de sa propre existence qui ne peut encore la contenir en plénitude, à cause du péché. Ce rapport du monachisme aussi bien oriental qu'occidental avec l'histoire sainte le préserve, en outre, de toute contamination philosophique et ascétique naturelle, pour en faire un phénomène spirituel et culturel unique dans l'histoire de l'humanité (cfr. B. Calati, «Historia salutis: saggio metodologico per una spiritualità monastica», in Sapientia monastica. Saggi di Benedetto Calati, Studia Anselmiana, Roma 1994, pp. 69-101): la vie du moine, dans la sagesse séculaire fixée dans la Règle, inspirée par les saints Pères fondateurs, est vie «en image», icône de l'homme nouveau, dont l'ordonnancement social et hiérarchique reflète celui de la nouvelle Jérusalem. Pour les deux cités, celle, mystique, du ciel et celle, temporelle, de la terre, recréées par le monastère, le centre vital et dynamique est le Christ: «Le trône de Dieu et de l'Agneau sera en son milieu et ses serviteurs l'adoreront» (Ap. 22, 3). Ici, se place l'Eucharistie, en référence directe au sacrifice du Fils de Dieu pour notre salut et notre libération.

La Jérusalem terrestre, en fait, trouve dans la Pâque de l'Agneau, dans le Christ crucifié et ressuscité, une nouvelle signification et de nouveaux points de référence spatio-temporels, de même que dans le monastère, espace et temps sont renouvelés par la présence sacramentelle et mystérique du Christ dans l'Eucharistie. L'église est donc le centre de la vie du monastère: elle contient l'Eucharistie, lieu, but et source de l'adoration, présence vraie et réelle de l'Agneau immolé, du Christ Seigneur. Et comme dans la Jérusalem céleste, autour du livre et de l'Agneau, se trouvent «vingt-quatre vieillards revêtus de blancs manteaux avec des couronnes d'or sur la tête» (Ap. 4 ,4), et les fameux «quatre vivants», ainsi les moines, dans leurs habits spécifiques, se réunissent en prière d'adoration, de jour et de nuit, communautaire et personnelle, chorale et silencieuse, autour de l'Eucharistie et de l'Évangile, dans une riche alternance d'actes liturgiques à l'impressionnante signification, dont la tradition orientale s'est vraiment faite gardienne attentive, soigneuse, et fidèle. L'autel est le centre idéal à partir duquel tout l'espace est engendré. Comme la cité de l'Apocalypse est déterminée par la centralité du Seigneur Dieu tout-puissant et de l'Agneau, ainsi l'église du monastère est tout-entière engendrée par l'autel et tendue vers lui, dont la signification est liée au culte des martyrs et des saints et à la présence du Christ immolé. Dans l'abside, enfin, parfaitement exaltée par la lumière, se résout la tension symbolique suggérée par le «ciborium», pour donner libre-cours à la liturgie céleste.

À ce propos, Jean-Paul II écrit dans sa Lettre Apostolique Orientale Lumen:

«...l'Eucharistie est également ce qui anticipe l'appartenance des hommes et des choses à la Jérusalem céleste. Elle dévoile ainsi pleinement sa nature eschatologique: en tant que signe vivant d'une telle attente, le moine poursuit et porte à sa plénitude dans la liturgie l'invocation de l'Église, l'Épouse qui implore le retour de l'Époux dans un "marana tha" sans cesse répété non seulement par les paroles, mais par l'existence tout entière» (n. 10). Et le Saint-Père de continuer: «Dans l'action sacrée, la corporéité est, elle aussi, appelée à la vision louange, et la beauté, qui est l'un des termes privilégiés en Orient pour exprimer la divine harmonie et le modèle de l'humanité transfigurée (cfr. Clément d'Alexandrie, Le Pédagogue, III, 1, 1: Sch 158, 12), se révèle par tout: dans les formes du sanctuaire, dans les sons, dans les couleurs, dans les lumières, dans les parfums. Le temps prolongé des célébrations, l'invocation répétée, tout exprime une identification progressive de la personne tout entière avec le mystère célébré. Et la prière de l'Église devient ainsi déjà une participation à la liturgie céleste, anticipation de la béatitude finale» (n. 11).

Le monastère, comme la cité mystique, lieu de rencontre et de prière, est bien délimité par ses murailles plus ou moins régulières, par ses portes d'entrée, par l'emplacement topographique de ses édifices. Lieu de la défense, de la sécurité, de l'intégrité intérieure et de l'intimité avec Dieu, c'est l'espace vers lequel s'oriente et s'ordonne tout l'être. Enfin, lieu de la paix, il assure la nourriture du corps et de l'âme, comme une mère pour son fils. Portion de Paradis. Pour saint Bernard, Cluny est dans la «gloire» du Tabor et de la Résurrection.

Pour cela, le monastère n'est pas la simple somme de personnes qui vivent ensemble, en mettant en pratique leurs convictions dans des comportements préétablis, mais bien un tissu de relations entre personnes, dont chacune reçoit une fonction précise, mais pour le bien de la communauté et non de l'individu. Relations vécues en un lieu, le monastère, qui assure la vie, ou protège sous la garantie d'un gouvernement qui devrait être dicté par la charité ou par l'amour. Comme la cité sainte, comme la Sion de la Bible, le monastère n'est pas au-dessus des personnes, mais il est la relation subsistante qui lie les personnes entre elles et, toutes ensemble, à leur milieu qui nourrit et rénove. Le monastère acquiert ainsi des fonctions maternelles, protectrices, fécondes, en lui on naît à une vie nouvelle, on se prépare à celle de la cité céleste, ou encore aux réalités ultimes (cfr. G. Ravasi, «La città si chiamerà jhwh shammah, là è il Signore! Iconografia biblica della Gerusalemme celeste», La Gerusalemme celeste, op. cit., pp. 33-47).

Et si toutes les architectures chrétiennes, d'Orient et d'Occident, révèlent leur forte charge symbolique comme images de la cité mystique, Saint-Georges à Salonique et Santo Stefano Rotondo à Rome en sont les meilleurs représentants. La simplicité ordonnée et limpide de la construction monastique est, sans le moindre intermédiaire et à un degré supérieur, icône de la Jérusalem céleste. Ainsi, toute la vie des moines se déroule autour de l'église. Cependant un autre lieu rappelle la cité mystique, c'est le cloître, carré et ouvert sur les côtés par les arcs du portique, image, lui aussi, du monde nouveau. Le croisement des allées déterminé par un arbre ou par un puits, marque le centre par lequel passe l'axe du monde, qui porte jusqu'au ciel. Plus que l'arbre, bien qu'il soit lui aussi symbole de la vie dans la littérature vétéro-testamentaire, c'est le puits qui s'impose comme présence qualifiée et signe de la vie renouvelée. C'est auprès d'un puits que Jésus rencontre la Samaritaine, renouvelant ainsi le culte à rendre à Dieu, en esprit et vérité, et se désignant lui-même comme la source dont jaillit cette eau qui nous rend capables de la vie éternelle (Cfr. Gv. 4, 1-26).

Les rythmes de la vie monastique, les proportions et l'emplacement des édifices monastiques sont de vrais catéchismes. Ils se lient de la sorte à une expérience spirituelle dans laquelle les temps et les lieux se fondent chaque jour harmonieusement. Selon une perspective typique illustrée à plusieurs reprises par saint Augustin dans ses Sermones («l'Église est édifiée maintenant»), l'acte de «descendre» sur la montagne est un fait qui, pour le moine, devient quotidien. Il s'est produit dans l'Incarnation et continue à se réaliser, tout en se dévoilant peu à peu. Cette réalité se réfère à la construction de l'édifice de l'Église dont le monastère est une pierre de fondation et dont les moines sont les pierres vivantes. Elle se réalise dans l'accès à la foi, le baptême, mais aussi dans la prière et dans la liturgie, nourritures de l'esprit, et donc dans le développement de la vie chrétienne. Temps sanctifié et sanctifiant, symbole du jour éternel non plus illuminé par «la lumière d'une lampe ou du soleil», mais par la foi dans le Christ Seigneur qui est lumière resplendissante pour tous les hommes (Cfr. Ap. 22,5).

3. Le moine, citoyen du ciel, homme de charité et d'accueil, d'amitié et de dialogue.

«Le monastère est le lieu prophétique dans lequel la création devient louange de Dieu et le commandement de la charité vécue de façon concrète devient un idéal de coexistence humaine, et au sein duquel l'être humain cherche Dieu sans barrière ni obstacle, devenant une référence pour tous, les portant dans son coeur et les aidant à chercher Dieu» (Orientale lumen, n. 9).

Le moine est l'homme de l'accueil, et ce dernier est ordonné à la recherche de Dieu de la part de ceux qui frappent et à qui il sera ouvert. Comme le chante Isaïe en son chapitre second, le mont élevé qui se dresse au centre du monde exerce un pouvoir d'attraction capable d'attirer vers lui les courants de peuples venus de toute la terre. Sion est la demeure sainte du Très-Haut. On monte vers la cité sainte, en un pèlerinage terrestre qui est image du pèlerinage céleste, chemin vers le futur et vers le haut, c'est-à-dire vers Dieu lui-même. Jérusalem, dans le texte d'Isaïe comme déjà dans le chapitre 21 de l'Apocalypse, offre à l'humanité entière un destin de justice, de paix internationale, sans armes. Caché parmi les bois, posé sur la montagne, ou encore reposant au fond des vallées, le monastère est icône de Jérusalem, car il est lui aussi lieu de repos, de paix, d'accueil, de silence, de prière, lieu de l'esprit.

La prière: elle forge le caractère et les habitudes du moine. Prière et «peregrinatio» vers le lieu du repos tout au long du temps. Gabriella Lodolo a justement écrit:

«Le monachisme assume pleinement cette problématique biblique, en l'appliquant aux moments spirituels de la conversio, du contemptus mundi, à l'expérience de la conversatio in claustro, où l'écoute, la fidélité à la parole contenue dans l'Écriture, dans les enseignements des pères, dans la Regula, dans la communio même de la familia monastica, conduisent de la crainte à l'amour, jusqu'à la sainte montagne du Sinaï, sommet de l'âme et du monde, Paradisus. Cet itinéraire, symbolisé par l'échelle mystique de Jacob, c'est aussi l'itinéraire de la prière contemplative, qui se développe dans les quatre moments de la lectio, de la meditatio, de la oratio, de la contemplatio» (G. Lodolo, «Il tema simbolico del Paradiso nella tradizione monastica dell'Occidente latino (secoli VI-XII): lo svelamento del simbolo», in AEVUM, fasc. II, anno LII [1978], p. 192. Cfr. aussi les p. 177-194, et la première partie de l'étude, parue dans AEVUM, anno LI [1977], p. 252-288).

Scriptura crescit cum legente, «L'Écriture croît avec celui qui la lit», aimait à répéter saint Grégoire-le-Grand.

La vie monastique est donc une actualisation de la liturgie céleste: célébration pascale en train de se réaliser. Dans la prière s'actualise la charité unitive, cette charité qui nourrit et modèle le dialogue, pour devenir recherche et fondement de l'unité dans la vérité. La vie monastique, parce que, plus qu'aucune autre, elle met en condition de réaliser l'union sponsale avec le Verbe, est le lieu du dialogue, de l'amitié et de la fraternité, du pèlerinage commun vers le Sabbat éternel. Le «dialogue de la conversion», comme l'appelle Jean-Paul II dans sa Lettre Encyclique Ut unum sint, sur l'engagement oecuménique, celui qui «... surtout tend à avoir une dimension verticale qui l'oriente vers celui qui, Rédempteur du monde et Seigneur de l'histoire, est notre réconciliation» (n. 35). Le moine, homme de la réconciliation.

Ainsi l'amitié du moine, «...la spiritualis amicitia, est le signe prophétique, soit in claustro, soit in saeculo, de la charitas, de la communio, de l'humanitas» (G. Lodolo, ibid.). C'est bien la figure du starez russe, le saint moine ancien, figure dans laquelle se fondent harmonieusement une intense vie intérieure dont la mystique profonde demeure presque toujours cachée aux yeux des hommes, et une ardente charité mise au service de ceux qui sont dans le besoin. Il entend l'appel intérieur à cette charité vécue et témoignée en une intense paternité spirituelle. En raison de cet appel, il rayonne la paix et la joie. Comme tous les saints russes, il lutte pour le triomphe du Royaume de Dieu. Pour la spiritualité russe:

«À travers l'ascèse, la prière continuelle, le sacrifice de ceux qui souffrent, la non-résistance au mal, l'humiliation radicale de la raison et l'amour fraternel, l'existence humaine est transfigurée et dans l'Église s'anticipe la réalité mystique et eschatologique de la Jérusalem céleste» (S. Virgulin, «La spiritualità russa», in The Common Christian Roots of the European Nations, Le Monnier, Florence 1982, p. 365).

Dans cette cité, l'humanité nouvelle trouvera le repos dans les promesses de son Seigneur, là justement où la présence de Dieu devient le repos suave recherché par l'âme du moine dans son monastère: «Il sera donc appelé d'ici au Sabbat céleste pour jouir dans l'éternité et goûter combien est doux le Seigneur. [Vocabitur igitur illic iam caelesti Sabbato, fruitione perenni, et gustavit quam suavis sit Dominus]» (Pascase Radbert, Vita S. Adhalardi Abb. Corbeiensis, in Act. SS. Jan., I, 99).

Le belliqueux Frédéric Barberousse lui-même, donnant, quatre siècle après sa construction, le lampadaire qui aurait dû inonder de lumière la précieuse Chapelle Palatine d'Aix-la-Chapelle et la mosaïque aujourd'hui disparue représentant la Majesté du Christ sur un trône entouré des vingt-quatre vieillards, était conscient de la convergence de ces thèmes pour représenter le lieu vers lequel tendait et tend notre pèlerinage terrestre. Cette oeuvre d'art porte une inscription explicite: «La Jérusalem céleste est qualifiée par cette image comme vision de paix, là réside pour nous une sûre espérance de repos. [Coelica Jerusalem signatur imagine tali visio pacis, certa quietis spes ibi nobis]».

Ensemble, Orient et Occident chrétiens, et les innombrables et splendides monastères qui s'y sont propagés et y ont fleuri, sont les gardiens les plus sûrs et les plus courageux de cette indélébile et commune espérance.

(English)

Luca Pellegrini considers monastic communities as an image of the heavenly Jerusalem, the incarnation of the city of God among men. Our lasting dwelling-place is not on earth but in the future. The profound significance of this is not unrelated to monasticism's particularly fruitful and creative intellectual and artistic achievements, its contribution to the construction of a Christian civilization. With their valuable and fruitful witness, the many monasteries dotted throughout East and West are thus the best guardians of a common heritage: a splendid and certain hope.

(Español)

Luca Pellegrini considera las comunidades monásticas como imagen de la Jerusalén celeste que encarnan entre los hombres la ciudad de Dios. El sentido profundo de que nuestra morada estable no es la terrena, sino la futura, no es ajeno a una peculiar fecundidad y creatividad del monacato en el campo intelectual y artístico, por el que colabora a la construcción de la civilización cristiana. De este modo, los múltiples monasterios diseminados por Oriente y Occidente son, con su testimonio valiente y fecundo, los mejores custodios de una herencia común: una esperanza indeleble y espléndida.

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