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CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA 

INTERVENCIÓN DEL CARDENAL ANTONELLI,
 PRESIDENTE DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA,
CON MOTIVO DEL X ANIVERSARIO DE LA ORDENACIÓN EPISCOPAL
DE MONS. DINO ANTONI,
ARZOBISPO DE GORIZIA

EL OBISPO AL SERVICIO DE LA COMUNION ECLESIAL 2009

Catedral de Gorizia
Viernes 18 de septiembre de 2009

 

 

1) Vivir el misterio de comunión de la Iglesia

La Iglesia es un misterio de comunión vertical con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y horizontal entre los discípulos de Jesús. Por eso se trata de tres testigos.

- “Lo que hemos visto y oído, se los anunciamos también a ustedes, para que vivan en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.” (1Jn 1,1-3)

- Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". (LG 4)

- (El Hijo de Dios) A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes, los constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su Espíritu. (…) Nos concedió participar en su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo” (LG 7).

Animados del Espíritu Santo los discípulos de Jesús participaron en la vida filial y en la misión salvadora de Cristo como sus hermanos y como hijos de Dios Padre y constituyeron la Iglesia familia de Dios.

La comunión es iniciativa y don de las personas divinas; viene principalmente de lo alto como autocomunicación de Dios. Pero secundariamente es también obra de los creyentes en la medida en que acogen la gracia divina y cooperan con ella.

La Iglesia, siendo misterio de comunión fruto de la iniciativa divina acogida en la cooperación humana, “es indefectiblemente santa a los ojos de la fe” (LG 39) y, específicamente hablando, no es  pecadora, “por que no tiene otra vida que aquella de la gracia” (Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, 1968). Todavía ella siempre esta “necesitada de purificación” (LG 8), por que abarca dentro de sí hombres pecadores (y de alguna manera todos son pecadores) que la dañan y la oscurecen con sus pecados. Los pecados no son acciones eclesiales, sino antieclesiales; no son de la Iglesia, pero están en la Iglesia. La misma Iglesia es santa y santificadora, reza por los pecadores, hace penitencia, pide perdón a Dios y a los hombres. No es la comunidad de los perfectos, sino es “la santa Iglesia de los pecadores”, conciente de sus propias culpas y por eso misericordiosa con los demás, dispuesta a perdonar e interceder ante Dios.

Dios se comunica en la historia y mediante la historia. Por ello la comunión eclesial es “una realidad compleja” de tipo sacramental, o sea espiritual y social, trascendente e histórica, celestial y terrena, invisible y visible. (cfr. LG 8). Según el Nuevo Testamento la presencia dinámica y unificadora de Cristo Salvador se extiende a todo el universo, pero solo la Iglesia es su cuerpo (cfr. Col 1,15-20), eso es su expresión explícita y reconocible, el sacramento de la comunión con Dios y entre los hombres en Cristo, la visibilidad de lo invisible.

Aquello que se ve, la comunidad de personas, con la misma profesión de fe, con la misma Sagrada Escritura, con los mismos sacramentos, con el Magisterio conforme al Papa y los Obispos, con la fraternidad ordenada según la disciplina canónica, con las relaciones y las actividades humanas coherentes con el Evangelio, con la santidad a menudo incluso heroica de muchos creyentes, constituye el signo público y la mediación histórica de la gracia y de la unidad en Cristo, casi su transparencia.

La Iglesia en la medida en que es una (en el tiempo y en el espacio) y santa acoge y manifiesta la presencia dinámica y salvadora de Cristo. De tal presencia la Eucaristía es la realización y expresión más grande, pero también la más escondida y difícil de creer; por el contrario el amor recíproco y la unidad vivida entre los creyentes son las manifestaciones más reconocibles y creíbles, junto con el heroísmo de los santos y la misericordiosa potencia de los milagros.

Al respecto he aquí tres citas de los escritos de Juan, el evangelista de la comunión. “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros.  En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros». (Jn 13.34-35).  Es como si Jesús dijera: Voy a amar a través de ustedes y todos  verán mi presencia entre ustedes." “No ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí.  Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. (Jn 17, 20-21). Vivir la unidad en el amor recíproco es participar y manifestar en el mundo en modo creíble la vida de la Trinidad divina.

“Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros. La señal de que permanecemos en él y él permanece en nosotros, es que nos ha comunicado su Espíritu.” (1Jn 4,11-13). El amor recíproco crea unidad en el respeto de la diferencia y constituye un reflejo en la tierra de la Trinidad divina. En este sentido es más perfecto y más bello incluso que el amor de caridad hacia los pobres, los que sufren y los enemigos, que también es necesario e importantísimo según el Evangelio. Además incluso el célebre texto sobre el juicio universal se refiere en primer lugar al amor a los discípulos de Jesús en situación de necesidad y solo extensivamente se puede referir (en cuanto que Cristo es la cabeza de todo el género humano) a todos los hombres necesitados de ayuda. Y el Rey les responderá: "Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo".(Mt 25,40). Los “pequeños” en el Evangelio de Mateo son siempre los discípulos de Jesús (cfr. Mt 5,19; 10,42; 11,11; 18,6.10.14) sobre todo aquí, donde también se les llama hermanos (cfr. Mt 12, 50, 23.8, 28.10).

La unidad en el amor recíproco es el don y mandamiento nuevo de Jesús, el signo distintivo de los discípulos de Jesús y de la comunidad eclesial. Se trata de amar “como yo los he amado”, o sea dando la vida por los demás (cfr. Jn 15,12-13). Desear y hacer el bien los unos a los otros incluso con sacrificio, muriendo a sí mismos, al interés propio, placer y utilidad inmediata. Salir de sí mismos para dedicarse a los demás y servirlos con prontitud y alegría; crear un vacío en su interior para escucharlos, acogerlos y valorarlos; ser libres en relación de las propias costumbres, tradiciones culturales (cfr. 1Cor 9, 19-23), aspiraciones, ideas, proyectos, para construir la comunión según la verdad del Evangelio. No se pretende la unanimidad. En las cosas de este mundo son inevitables, más aún normales, la diversidad de opinión, las divergencias, los malos entendidos, los errores, las incoherencias. Pero la oración y la caridad deben mantener siempre abierto el diálogo y dirigir las crisis mismas al fortalecimiento de la comunión.

El amor recíproco es participación en la vida trinitaria, lleva a vivir los unos con los otros realísticamente, en la imagen y por la gracia de la Trinidad divina. Es la ascesis y la mística de comunión. Es la espiritualidad, es decir la vida según el Espíritu, que la anima y sostiene.

En síntesis: La Iglesia es comunión con las personas divinas para vivir y manifestar dentro la comunión entre las personas humanas en lo concreto de la historia, poniendo en circulación bienes espirituales, culturales, materiales, sea en la continuidad de la actitud filial hacia Dios y fraternal hacia Cristo y hacia los demás sea en los tiempos dedicados explícitamente a la oración.

La espiritualidad de la comunión es particularmente actual en la sociedad de hoy en día: disgregada, competitiva, conflictiva, pobre de relaciones auténticamente humanas, entristecida por el anonimato de las masas y de tantas soledades individuales.

 

2) Vivir la Iglesia como fraternidad ordenada

La Iglesia no es una monarquía, ni una oligarquía, ni una democracia; es una fraternidad ordenada.

Los cristianos tienen igual dignidad, en cuanto que todos son animados por el Espíritu Santo y son hechos hermanos de Jesús e hijos del Padre, todos son llamados a la santidad (LG 40), todos son consagrados para la misión profética, real y sacerdotal y por ello corresponsables de la vida de la Iglesia y de la evangelización del mundo.

Pero tienen carismas y tareas diversas. Dos carismas, el de los pastores y el de los cónyuges, que son particularmente necesarios para la vida de la Iglesia, vienen conferidos con dos sacramentos, orden sacerdotal y  matrimonio. Pero, considerando la dimensión sacramental global, usual de la Iglesia mas allá de su forma sociológica, debemos reconocer que los carismas auténticos, por pequeños o grandes que sean, ordinarios o extraordinarios, vienen todos de lo alto, del Espíritu Santo (cfr. LG 4) y, una vez llevado a cabo cuidadoso discernimiento, deben ser acogidos y valorados para enriquecer la comunión eclesial. Los fieles deben dejarse guiar por el Obispo; pero también el Obispo debe escucharlos y consultarlos en la medida de lo necesario para discernir la voluntad del Señor y valorizar los dones de Dios.

El carisma del Obispo es esencial e institucional; pero es sin embargo uno entre los demás. El Obispo en efecto es simultáneamente dentro de la Iglesia y al frente de la Iglesia, hijo y padre de ella, según la célebre frase de San Agustín “Para ustedes soy Obispo, con ustedes soy cristiano” (Sermón 340,1) comentada autorizadamente por Juan Pablo II (PG 10). Más aún es necesario no olvidar que a veces otros carismas, como aquellos de los grandes santos, hombres y mujeres, resultan muy fructuosos y marcan más profundamente la historia de la Iglesia. No en vano Juan Pablo II en París en junio de 1980 dijo: “Las mujeres guían la Iglesia en sentido carismático y tal vez mas aún que los hombres”.  El perfil mariano de la Iglesia es coesencial y complementario del jerárquico. María es la primera y más perfecta realización de la Iglesia “en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo”. (LG 63)

Revivir María, su fe, humildad y obediencia. El Obispo debe escuchar con los otros la Palabra para poderla predicar con autoridad: debe recibir el perdón frecuentando regularmente el sacramento de la penitencia para poder conceder a los otros el perdón del Señor; debe alimentarse cotidianamente de la Eucaristía para poder santificar a los demás: debe obedecer primero para poder gobernar; debe con María acoger y generar en sí mismo la presencia del Señor Jesús mediante la fe (cfr. Lc 8,21) para poderla llevar y manifestar a los otros como María en la visita a Elizabeth.

El Obispo esta llamado a ejercitar su ministerio con estilo mariano: recogimiento, sencillez, gratuidad, prontitud a compartir las alegrías y los sufrimientos de los demás. Será padre, pero permaneciendo hermano, como María es Madre y Hermana. Promoverá la valoración de los varios carismas, también aquellos de las mujeres coordinándolos en vista de la comunión. Estará en medio de los demás como siervo de los siervos del Señor, evitando toda forma de autoritarismo, protagonismo, personalismo, autoafirmación, muriendo más bien a sí mismo para resurgir en la unidad de la Iglesia.

En su ministerio tendrá presente que el Espíritu Santo es el autor de la unidad y de la distinción y libremente otorga dones diversos “para la utilidad común” (1Cor 12,7). “Dios ha creado el cuerpo (eclesial) en modo que “sus varios miembros cuidasen unos de los otros” (1Cor 12,24-25). Ningún miembro puede considerarse autosuficiente: El ojo no puede decir a la mano: «No te necesito», ni la cabeza, a los pies: «No tengo necesidad de ustedes».Más aún, los miembros del cuerpo que consideramos más débiles también son necesarios” (1Cor 12,21-22). Los carismas auténticos son todos valiosos y vienen integrados y valorados en una pastoral de comunión. El Obispo tiene la tarea de discernir su autenticidad y de regular su ejercicio, pero no puede disponer de ellos a su placer ni mucho menos sofocarlos. (cfr. 1Ts 5,19). La actitud de obediencia al Espíritu Santo lo llevará a acogerlos “con gratitud y consolación” (LG 12)

Hoy el discurso se aplica en particular a las nuevas comunidades y movimientos eclesiales. Los papas han reconocido y presentado repetidamente a toda la Iglesia como dones preciosos de Dios para nuestro tiempo, corrientes auténticas y exigentes de vida cristiana, energías fecundas de evangelización y crecimiento humano. No obstante a menudo encuentran dificultad para insertarse en la diócesis y en las parroquias, un poco tal vez por su rigidez y, a veces, tendencial autosuficiencia, pero mas aun por una acogida insuficiente.

 

3) Servir con Cristo la Iglesia misterio de comunión.

La Iglesia no es una democracia ni el Obispo  es un delegado de la comunidad. La Iglesia es un misterio de comunión por iniciativa de las personas divinas y también el Obispo recibe su misión de lo alto, del Padre por medio de Cristo en el Espíritu (cfr. PG7). «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo».(Mt 28, 18-20) “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes (…)Reciban al Espíritu Santo.  Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan». (Jn 20,21.23).

Con el sacramento de la Ordenación el Obispo es unido y configurado a Cristo pastor y esposo de la Iglesia; es constituido imagen viva de él, no para sustituir su ausencia, sino para manifestar su presencia y facilitar el encuentro directo con él: “Les aseguro que el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió».(Jn 13,20).

El Señor Jesús le otorga el triple ministerio de enseñar, santificar y gobernar: tres funciones complementarias e inmanentes entre ellas (cfr. PG 9). Más bien es Cristo mismo que por medio del Obispo enseña, santifica y gobierna, continuando a realizar en modo visible su misión de maestro, sacerdote y pastor. (cfr. PG 6. Visión sacramental de la Iglesia).

Ya que Cristo lleva a cabo su misión como servicio y don total de sí mismo, también los pastores que lo representan deben llevarla a cabo como servicio y don total de sí mismos (cfr. Mc 10 42,45; Jn 13,1-17; Col 1,24-26) en modo que Cristo mismo pueda continuar a manifestarse como siervo a través de ellos.

Dentro de los muchos pastores hay un solo Pastor. También la Iglesia es una en muchas iglesias. La Iglesia universal no es una suma o la federación de las iglesias particulares y éstas no son solo sus partes. El único misterio presente en cada tiempo y lugar y en la eternidad, el único sujeto histórico y meta histórico se encarna, se realiza y se manifiesta en muchos contextos culturales y sociales tomando forma concreta en comunidades cristianas individuales, un poco como el único Cristo con el único sacrificio pascual se hace presente en muchas celebraciones eucarísticas y el único Evangelio revela gradualmente su virtualidad, a medida que es pensado y vivido según las categorías y las formas de las varias tradiciones culturales. Esta visión sacramental exalta la dignidad e importancia de la Iglesia. Exalta el valor de la espiritualidad diocesana en sus dimensiones de encarnación, visibilidad empírica e historicidad.

La relación de la única Iglesia universal con las muchas iglesias particulares es de tipo sacramental. Igualmente de tipo sacramental es la relación entre el único Pastor y los muchos pastores. “Cristo es solamente él que apacienta el rebaño, pero lo hace haciéndose persona en los pastores individuales” y “todos los pastores se identifican con la persona de uno solo, son una sola cosa” (San Agustín, Discursos 46,29-30)

El episcopado es uno, indivisible y universal como la Iglesia (cfr. San Cipriano, Cartas 66,8,3;PG 8) y actúa en las formas de la colegialidad afectiva y efectiva. La autoridad del Colegio de Obispos no resulta de la suma de los poderes de los obispos diocesanos  individualmente considerados, pero es una realidad previa y originaria a la que participan también los Obispos sin diócesis (cfr. PG 8). No existe un colegio episcopal si no es con el Papa, el cual, aún solo, posee y puede ejercitar la autoridad sobre todo la Iglesia en el nombre de Cristo. Episcopado y primado de Pedro son inseparables y se sostienen recíprocamente en una dinámica de comunión.

Cada Obispo, en comunión con el Papa, debe por su parte vivir intensamente la solicitud por la Iglesia universal y por todas las iglesias particulares y manifestarla concretamente en varios modos según sus posibilidades (cfr. PG 8), compartiendo la ardiente pasión del apóstol San Pablo: “Está mi preocupación cotidiana: el cuidado de todas las Iglesias.” (2Cor 11,28). Debe cultivar su Iglesia particular no como una isla, sino como expresión vital de la Iglesia universal, de modo de acoger y donar los bienes espirituales en una continua circulación de caridad y contribuir a manifestar la unidad dinámica entre todas las Iglesias particulares.

El ser constituido imagen viva de Cristo pastor y esposo de la Iglesia mediante la ordenación implica para el Obispo una motivación posterior respecto a la consagración bautismal para aspirar a la santidad, una nueva llamada específica.

El Obispo esta llamado a hacerse uno con Cristo en la caridad pastoral y esponsal (cfr. Santo Tomás de Aquino, In Ev.Jo. X,3)en modo de poder decir con San Pablo “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20). Practicando los consejos evangélicos y las beatitudes debe salir fuera de sí mismo, no encerrarse en nada propio, exclusivo, circunscrito, abrirse a un amor más grande y en el unificar todos sus pensamientos y afectos, deseos y actividad, alegrías y sufrimientos (cfr. PG 18-21). Así podrá acoger en sí la “caridad pastoral” universal de Cristo y podrá dejarla pasar a través de sí en modo reconocible (cfr.PG 13). Entonces el único Pastor podrá concretamente amar con el corazón del Obispo, mirar con sus ojos, hablar con su boca, trabajar con sus manos. Entonces la unidad sacramental con Cristo será existencial y transparente; adquirirá mayor credibilidad, fecundidad y eficacia para hacer crecer la comunión en la Iglesia, vertical y horizontal, con Dios y entre los hombres.

Para que el Obispo pueda hacerse uno con Cristo en la caridad pastoral, es necesario que él este enamorado de Cristo y se ejercite a vivir junto a él como amigo y confidente. Jesús escogió a sus apóstoles para que “que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Estar con Jesús implica todo un estilo de vida. No debe limitarse a algunos momentos de oración explícita, sino que debe extenderse a todas las relaciones y actividades de la vivencia cotidiana y el ministerio pastoral. San Pablo diría: actuar con él, padecer con él, ser crucificado con él. Es importante recordarse frecuentemente de la presencia del Señor aquí y ahora y concentrarse en el momento presente para valorarlo en la mejor manera posible. La espiritualidad del momento presente, adecuada a todos los cristianos, viene delineada en modo sugestivo por Teilhard de Chardin con estas palabras: “Dios no esta lejos de nosotros, fuera de la esfera tangible; pero nos espera en cada instante en la acción, en el trabajo del momento. De cualquier manera, es sobre la punta de mi pluma, de mi pico, de mi pincel, de mi aguja – de mi corazón, de mi pensamiento. Es llevando hasta la última perfección el trato, el golpe, (el toque), el punto al que me estoy dedicando, que entenderé la Meta última a la cual dirigir mi voluntad profunda”. (P. Teilhard de Chardin, El ambiente divino). En síntesis se podría decir “Ver a Dio en todo y todo en Dios”.Aquello es indicado especialmente para el servicio pastoral. Se necesita no hacer costumbre las acciones del ministerio, sino sentirlas con estupor y gratitud como eventos de gracia siempre nuevos a través de nuestra pobre mediación humana.

 

4) Una pastoral de comunión (cf. NMI 43-47; PG 22)

La comunión con las personas divinas y entre nosotros será perfecta solo en la eternidad, cuando Dios será “todo en todos” (1Cor 15,28). El Obispo debe estar siempre comprometido con su conversión personal, también con la frecuencia regular al Sacramento de la penitencia (cfr. PG13), y al mismo tiempo debe guiar la comunidad cristiana en un camino de reforma incesante, con humilde realismo y con esperanza audaz, por que esta cimentada en la gracia.

Para hacer crecer la comunión, es necesario dar mayor importancia a la cualidad de las relaciones que a las actividades y organizaciones; se necesita unir la mansedumbre a la fidelidad y a la firmeza, privilegiar la propuesta positiva de la verdad y el bien, a la condena del error y el mal, saber estar entre los carismas del pueblo de Dios no como un patrón, sino como un servidor, disponible a escuchar y a dejarse enriquecer sin renunciar al discernimiento necesario y al enseñamiento competente, cuidar la comunicación y la circulación de las experiencias eclesiales de mayor relieve.

El Obispo tiene una responsabilidad especial por la unidad del presbiterio diocesano, que se le ha confiado (cfr. PG47). Le corresponde a él no solamente promover las reuniones programadas e institucionales, sino también alentar las espontáneas. Le corresponde a él favorecer la fraternidad y la colaboración entre los sacerdotes en varias formas, recordando que el Señor ha enviado a sus primeros discípulos de dos en dos (cfr. Mc 6,7; Lc 10,1) y que los apóstoles preferían andar juntos a evangelizar (cf. Hch 8,14; 13,2; 15,22), por el amor y la ayuda recíproca y por una mayor credibilidad (cf. Qo 4,9-10; Dt 19,15).

El Obispo tendrá cuidado que cada parroquia crezca como una verdadera comunidad, como “la expresión mas inmediata y visible” de la comunión eclesial (Juan Pablo II, CfL 26), y no venga percibida como una estación de servicios religiosos y caritativos o como una descentralización burocrática de la institución eclesiástica. Se necesita estimular el desarrollo de una red de comunicación entre las familias con iniciativas oportunas de amistad y convivencia, formación y espiritualidad, solidaridad y ayuda recíproca. Se puede pensar, por ejemplo, en la preparación de los novios al matrimonio en pequeños grupos guiados por una pareja de esposos, el involucramiento sistemático de los padres en el itinerario de iniciación cristiana y de catequesis de los hijos, en los días para las familias, voluntariados familiares, encuentros con los vecinos, pequeñas comunidades de vecinos, grupos y asociaciones. Tales redes de relaciones pueden convertirse en un sostén precioso contra el anonimato, la amenidad y la soledad derivadas de una sociedad de masa competitiva y conflictiva; se puede valorar a las familias cristianas como sujetos de comunión y de evangelización; se puede edificar la parroquia como “comunidad de comunidades” según el deseo de Juan Pablo II (Ecclesia in America 41).

El Obispo finalmente esta llamado a enseñar que el misterio de comunión es dinámico y esencialmente misionero. Como el cuerpo eucarístico del Señor viene ofrecido por todo el mundo, así su cuerpo eclesial debe ofrecerse como un don, intercesión, signo público e instrumento de salvación para todo el mundo. El Obispo debe comprometerse constantemente para promover la conversión de los sacerdotes, de las comunidades de los fieles a la misión permanente, a la solicitud por todos los hombres y por todo lo humano, sacudiendo toda la timidez y la pereza del corazón, sin cansarse de recordar que hacer comunión con Cristo, muerto y resucitado, significa compartir su apasionado amor salvífico universal – “ Porque el amor de Cristo nos apremia, al considerar que si uno solo murió por todos, entonces todos han muerto” (2Cor 5,14)

La evangelización viene por la fascinación y la atracción de la comunión (cfr. Jn 17,21) unidos al anuncio (cfr. Rm 10,14-17). Son importantes las “minorías creativas”, por que la calidad cuenta mas que los números. Nos encontramos en una sociedad secularizada, en un eclipse epocal de Dios; pero es necesario no tener miedo de la noche, hasta que en medio de la oscuridad ardan los fuegos que iluminan y calientan. Recordar siempre que el mundo se salva por el camino de la cruz y por ello el Señor no ha prometido a su Iglesia éxitos fáciles, sino persecuciones.

Por otro lado la relación con el mundo debe incluir también la atención a todo aquello que hay de verdadero, bello y bueno para valorarlo (cfr. Fil 4,8), escudriñando con simpatía los signos de los tiempos, sin obviamente convertirse en subalternos de la mentalidad y cultura secularizada (cfr. Rm 12,2).

Se necesita también saber ver los sufrimientos y las injusticias del mundo y hacerse cargo con amor preferencial de los enfermos, oprimidos, pobres, a ejemplo de Jesús (cfr. Lc 4,18). El Obispo debe hacerse defensor de los pobres y débiles, buscando movilizar las energías y los recursos de la Iglesia y de la Sociedad (cfr. PG 20); debe educar al respeto de los derechos fundamentales del hombre y de la dignidad de cada persona. Comunión, evangelización, solidaridad y promoción humana son entre los muchos aspectos de la caridad y se compenetran recíprocamente.

Finalmente el Obispo debe estimular en su diócesis la cooperación misionera entre las Iglesias. Cada Iglesia particular debe testimoniar concretamente su responsabilidad por el mundo entero y  para ayudar a asegurar que la Iglesia no sea vista solo como una institución y organización, sino como una grande familia de hijos de Dios y hermanos de Jesús, radicada en muchos pueblos y culturas extendida por toda la tierra.

 

+ Ennio Card. Antonelli
Presidente del Consejo Pontificio para la Familia

 

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