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CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA

HOMILÍA DEL CARDENAL ENNIO ANTONELLI,
PRESIDENTE DEL PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA

Seminario Mayor “San Ildefonso” de la Arquidiócesis de Yucatán
Jueves, 28 de enero de 2010

 

“¿Se trae el candil para ponerlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerlo en el candelero?” Pregunta retórica. Ciertamente se enciende la candela no para esconderla, sino para ponerla en el candelabro. Santo Tomás de Aquino es, sin duda, una gran luz que Dios ha puesto en el candelabro para iluminar a la Iglesia y a la humanidad entera.

Es llamado el doctor Angélico tanto porque ha hablado de los ángeles mejor que todos los demás doctores, enseñando que son creaturas puramente espirituales, cada uno una especie en sí misma, simples, compuestos sólo de esencia y acto de ser, solamente inferiores a Dios que es simplicísimo, acto de ser puro e infinito; como porque por su extraordinaria castidad ha sido semejante a los ángeles, a pesar de haber sido sometido a dura prueba y tentado fuertemente, por voluntad de sus potentes familiares que eran contrarios a su vocación religiosa; como, finalmente, porque ha sido semejante a los ángeles por su prodigiosa inteligencia, a tal punto que el Papa que lo canonizó no quiso examinar los milagros que le habían sido atribuidos y declaró: “tot miracula fecit quot articula scripsit” (ha hecho tantos milagros como artículos de teología ha escrito).

Querría subrayar que el amor casto, capaz de integrar las pulsiones y los deseos sensuales en el don desinteresado de sí a los demás y a Dios, favorece la inteligencia de las verdades más altas. Santo Tomás mismo enseña que la voluntad y la inteligencia, el amor y el conocimiento de la verdad forman un círculo dinámico, ejercitan un influjo recíproco. De una parte, para amar es necesario de alguna manera conocer (“nihil volitum nisi praecognitum”, nada es querido si antes no es conocido); de otra parte para conocer la verdad es necesario desearla, amarla, estar disponible a reconocerla, a aceptarla y a servirla.

Por ejemplo, para tener una conciencia moral recta, es necesario desear la verdad, orar a Dios para tener la gracia de conocer el verdadero bien, reflexionar y aconsejarse y buscar el bien también con la ayuda de los demás, empeñarse de inmediato a hacer el bien que se es capaz de comprender y de realizar, permanecer abiertos en la búsqueda y a un empeño más perfecto.

Es necesario buscar ser coherentes entre la fe y la vida práctica, de otra manera se corre el riesgo de perder también la fe. Se ha dicho con razón: “Si uno no hace aquello que cree, terminará por creer aquello que hace”. ¡Cuántos jóvenes dejan de creer y se alejan de la Iglesia porque no logran ser castos y no tienen la humildad de reconocerse pecadores y de ponerse en camino confiando en la misericordia de Dios! ¡Cuántos hombres y mujeres fracasan en su matrimonio y terminan también por perder la fe en Dios y en Cristo! ¡Cuántos por justificarse a sí mismos, dicen obrar según su conciencia y pretenden establecer por sí mismos y para sí mismos, qué cosa es bueno y qué cosa es malo!

Como Presidente del Pontificio Consejo para la Familia debo constatar que según las investigaciones sociológicas resulta que la crisis de la vida familiar y la crisis de la fe cristiana proceden al mismo paso. Ya lo había intuido el escritor español Miguel de Unamuno quien escribió: “La crisis de la familia es la crisis del cristianismo”. Incluso hoy en día en el rico mundo occidental existe una potente cultura fuertemente hostil a la familia y a la Iglesia, que domina los grandes medios de comunicación y condiciona fuertemente la política. De este modo se pone en marcha un proyecto diabólico delineado ya a partir del iluminismo. El filósofo Voltaire, gran enemigo de Cristo y de la Iglesia, lanzaba ya desde entonces este programa: “Hundan el cristianismo en el lodo”, es decir, destruyan la fe con la corrupción de las costumbres. Desgraciadamente este programa tiene hoy una vastísima difusión y constituye el desafío, quizás más peligroso, para la Iglesia en nuestro tiempo. ¿Cómo enfrentar este desafío? Yo pienso que es necesario encender muchas luces y ponerlas en el candelabro, como dice Jesús en el evangelio que hemos escuchado. ¿Cuáles son estas luces? Estas luces son los cristianos de fe madura, no solo bautizados, no solo practicantes, sino convertidos y en camino de conversión permanente; los cristianos que tienen una relación viva y personal con Cristo en la oración, en la escucha de la Palabra, en la Eucaristía, y reciben de él “algo más” de amor y de verdad, de valor y de alegría, y así manifiestan y llevan a los demás su presencia. Estas luces son las familias cristianas, las pequeñas comunidades, los movimientos eclesiales, que oran juntos, están fuertemente unidos en el amor recíproco, están abiertos (no encerrados como en el egoísta y precario estar bien juntos de algunas parejas o como ciertos grupos religiosos sectarios), abiertos a la vida, a la Iglesia, a la sociedad, misioneros con el ejemplo, con la palabra, con el servicio eclesial y con el empeño civil especialmente a favor de los pobres y de las familias. Es necesario encender estas luces y ponerlas en el candelabro. Privilegiar un cuidado pastoral para “los pocos” para llegar a todos por medio de ellos, precisamente como ha hecho Jesús que ha reservado un cuidado especial a los discípulos para poder más tarde alcanzar a todos a través de su testimonio.

Hoy, sin embargo, este testimonio debe ser de verdad esplendido! Dice Juan Pablo II en la exhortación apostólica Novo millennio ineunte: Los hombres, especialmente hoy, no quieren oír hablar de Jesús, sino que quieren verlo!

Les quiero hacer una confidencia personal. Ver a Jesús ha sido un deseo y una característica constante de mi historia de fe. Mi han dicho algunas señoras que, cuando era niño y me llevaban a la Iglesia y me decían “Jesús está ahí en el tabernáculo”, yo respondía “si está ahí, yo quiero verlo”; “no se puede” respondían las señoras y yo inquieto preguntaba de nuevo “¿por qué no se puede? Yo quiero verlo”.

Cuando más tarde llegué a ser adolescente, me gustaba leer muchas vidas de santos, porque en su amor heroico, en su capacidad de ser felices, incluso en medio a los sufrimientos, en las experiencias místicas y en los milagros encontraba los signos transparentes de la presencia de Jesús, como si lo viese.

Más tarde aún, cuando me hice sacerdote, iba a visitar los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales (focolarinos, neo catecúmenos, comunión y liberación, nomadelfia, hermanas misioneras de la caridad de la madre Teresa de Calcuta, monasterios fervorosos de clausura, etc.), porque era feliz de ver en ellos un reflejo de la presencia de Jesús, un rayo de la belleza de la vida trinitaria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, comunicada a los hombres.

Finalmente como teólogo he preferido estudiar y presentar a la Iglesia como prolongación de Cristo en la historia, como sacramento de salvación, cuerpo comunitario del Señor Resucitado, visibilidad del invisible, santa e infalible en sí misma, no obstante los pecados y los errores que sus miembros continuamente llevan hacia dentro de ella (los pecados y los errores pertenecen a los creyentes y no a la Iglesia; se encuentran en la Iglesia, pero no son de la Iglesia). Decía Pascal: En la Iglesia hay hombres suficientes para quien no quiere creer; pero también hay luces suficientes para quien es disponible a creer.

¡Cómo sería hermoso si los historiadores de la Iglesia estudiasen y escribiesen la historia de la Iglesia en esta perspectiva, un poco como San Lucas Evangelista ha escrito los Hechos de los Apóstoles! Desgraciadamente, en lugar de asumir una perspectiva sacramental (visibilidad de Cristo, visibilidad del Invisible) asumen, generalmente una perspectiva sociológica y política como se hace con cualquier pueblo o cualquier nación, olvidando que la historia de la Iglesia debe ser no sólo investigación e interpretación critica y rigurosa de los hechos, sino también una disciplina auténticamente teológica.

Queridos seminaristas, les deseo de todo corazón que sepan reconocer la presencia de Jesús en su vida, en la Iglesia del pasado y de hoy, y que por ello tengan siempre gran confianza en el Señor, incluso en los fracasos y en las persecuciones. Les deseo que lleguen a ser ustedes mismos signos transparentes y creíbles de Cristo buen pastor y de llevar a todos su amor y su verdad.

La verdad de Cristo es precisamente la verdad del amor y sólo en el amor puede ser conocida, aceptada y transmitida en modo creíble. Verdad y amor caminan juntas, Santo Tomás de Aquino lo ha enseñado con su doctrina y con su vida. Él nos ayude con su intercesión a que también nosotros lo experimentemos.

  

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