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CONGRESO MUNDIAL UNIVERSITARIO
“JUAN PABLO II MAGNO”
MURCIA (ESPAÑA) 17 DE ABRIL DE 2010
____________________________________

CARDENAL ENNIO ANTONELLI
PRESIDENTE DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA

“El Papa misionero y la misión de la Iglesia y la Familia”


1. Amplísimo Magisterio y servicio pastoral

El pontificado de Juan Pablo II ha sido muy largo e intenso y ha dejado una fuerte huella en muchos ámbitos de la vida de las personas, de la Iglesia y de la sociedad. Con merecimiento a este hombre extraordinario se le ha reconocido con varios títulos, entre ellos el de “Papa de la Familia”.

Sus enseñanzas con respecto a la familia han sido riquísimas. Las catequesis sobre el fundamento antropológico del matrimonio, del amor humano en el plan divino y de la familia "Hombre y mujer los creó" (1979-1984); la exhortación apostólica “Familiaris Consortio” (1981), magna carta de la pastoral de la familia, la “Carta de los derechos de la familia” (1984); la carta apostólica Mulieris dignitatem sobre la dignidad y vocación de la mujer (1988); la carta a las familias “Gratissimam sane” (1994), que fue seguida más tarde por la carta a los niños y después por la carta a las mujeres. Son numerosísimos los mensajes, los discursos y las homilías.

El creó dos importantes instituciones. Un dicasterio de la Santa Sede, el Consejo Pontificio para la Familia, y un centro académico internacional de estudios especializados en matrimonio y familia, el Instituto Juan Pablo II para la Familia. La fecha oficial del nacimiento de ambas instituciones es la misma, el 13 de mayo de 1981, día en que sufrió el atentado en la Plaza de San Pedro, casi para sugerir que el acta de institución fue firmada no sólo con tinta, sino también con la sangre del Papa.

Su pontificado estuvo marcado por muchas e importantes iniciativas para la familia. Entre ellas recordamos el año de la familia (1994) promovido por la ONU y hecho propio por la Iglesia; los encuentros mundiales de las familias en Roma (1994), en Río de Janeiro (1997), de nuevo en Roma en el año del gran Jubileo (2000) y en Manila (2003).

Un acontecimiento sumamente significativo fue la primera beatificación simultánea de una pareja de esposos: María Corsini y Luigi Beltrame Quattrocchi (29 de octubre de 2001), con la cual se realizaba el gran deseo del Papa de que en nuestro tiempo se privilegiara especialmente el reconocimiento de la santidad conyugal (Tertium Millennium Adveniente, 37).

Para esta conferencia me ha sido propuesto el tema “Juan Pablo II y la familia”, tema vastísimo que me veo en la necesidad de delimitar, eligiendo un planteamiento preciso y sin embargo fundamental, la de la evangelización. Juan Pablo II, el Papa de la nueva evangelización, ha querido promover a la familia como sujeto en misión dentro de la Iglesia y en la sociedad.

 

2. Impulso misionero

La novedad más llamativa del pontificado de Juan Pablo II son sus numerosísimos viajes o peregrinaciones. Viajes apostólicos al servicio del Evangelio; peregrinaciones a las iglesias particulares, como santuarios vivos de la presencia de Dios. Bromeando Él explicaba que la motivación de estos viajes era que no le bastaba con ser Pedro, que quería ser también Pablo, el apóstol de las naciones (cfr. ...).

El Papa tiene una visión realista del mundo contemporáneo, con su grandeza y con sus miserias. “Nuestro tiempo es dramático y al mismo tiempo fascinante” (Redemptoris Missio 38), lleno de desafíos amenazantes y de prometedoras esperanzas.

Se da cuenta de que “si se mira superficialmente a nuestro mundo, impresionan no pocos hechos negativos que pueden llevar al pesimismo.” (RMi 86). Debido a la expansión demográfica en Asia y en África constataba que "el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado". (RMi 3). En los países donde el cristianismo es antiguo, especialmente en Europa, se cierne una especie de eclipse de Dios; la descristianización, el ateísmo, el materialismo que constituyen “el desafío más radical al cristianismo y a la Iglesia que la historia jamás haya conocido” (Discurso a los Obispos europeos, octubre de 1985); desembocan en el nihilismo, en la negación no sólo de Dios, sino también del hombre y de su dignidad y humanidad (Fides et Ratio, 90). Tenía muy presente las dinámicas del degrado ético: el individualismo, el subjetivismo, el permisivismo, el egoísmo que tiende a la búsqueda del propio provecho, al poder y al placer; una visión solamente lúdica de la sexualidad, una rampante crisis de la familia (divorcio, convivencias irregulares, aborto, contracepción, disminución de la natalidad, carencia educativa). Adviertía que incluso el año internacional que la ONU había dedicado a la familia (1994) corría el riesgo de convertirse en un año contra la familia a causa de la Conferencia del Cairo.

Sin embargo, las pesadas sombras que pesan sobre el mundo contemporáneo no impiden al Papa advertir numerosos signos de esperanza, nuevas oportunidades para la evangelización; e incluso exaltan su valentía apostólica fundamentada en la fe. “Nuestra época, con la humanidad en movimiento y búsqueda, exige un nuevo impulso en la actividad misionera de la Iglesia. Los horizontes y las posibilidades de la misión se ensanchan, y nosotros los cristianos estamos llamados a la valentía apostólica, basada en la confianza en el Espíritu ¡El es el protagonista de la misión!” (RMi 30). Entre los aspectos positivos de la situación actual que Él señala en varios documentos, podemos recordar: la comunicación a nivel planetario; el acercamiento entre los pueblos; la superación de los racismos y de los nacionalismos; la sed de libertad, de justicia, solidaridad y paz; una mayor consciencia con respecto a los derechos humanos y una mayor valoración de la mujer en la sociedad (cfr. RMi 86); las relaciones más equitativas al interior de las familias; las asociaciones familiares; la creciente responsabilidad de las familias en la misión eclesial y en el empeño civil; el gran desarrollo de los movimientos eclesiales; la apertura de África y de Asia al cristianismo; y, el llamado “retorno a lo sagrado” dentro de las sociedades secularizadas, visto como un signo de la búsqueda permanente de Dios. El Papa incluso osa afirmar: “Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo.” (RMi 86).

Más allá de los signos de los tiempos, su impulso misionero se fundamenta en la promesa y en la presencia de Cristo: “la misión de los discípulos es colaboración con la de Cristo: « Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28, 20) La misión, por consiguiente, no se basa en las capacidades humanas, sino en el poder del Resucitado.” (RMi 23). Es Cristo mismo quien evangeliza a través de sus ministros. De aquí brota el grito inolvidable que hizo en la homilía del inicio de su pontificado: “¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! … ¡Sólo Él tiene palabras de vida! ¡Sí! ¡de vida eterna!”. De aquí surge la firme confianza que anima su encíclica programática Redemptor hominis (04.03.1979).

En este documento se resaltan, con lenguaje sugestivo, la fuerza y la dinámica interior de la misión, como la experimenta la Iglesia y el mismo Papa. “La única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón para nosotros es ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo.” (RH, 7). De frente a Cristo “revelación del amor y de la misericordia” de Dios (RH 9) y de frente al hombre que en Cristo reencuentra “la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad” (RH 10), se queda sobrecogido por un estupor conmovente. “De este estupor brota la misión de la Iglesia en el mundo” (RH 10).

Jesucristo es el único liberador y salvador de todos los hombres y de todo lo humano. De Él, crucificado y resucitado, presente en la historia, surge un inagotable dinamismo de gracia y de vida para las personas, los pueblos, las culturas y todas las realidades terrenas. La Iglesia está puesta entre Cristo y el hombre como entre dos polos (cfr. RH 10; 13), como sobre dos caminos, llamados respectivamente “vía principal” (RH 13) y “vía fundamental” (RH 14), que, sin embargo, son en definitiva un sólo camino “porque el hombre —todo hombre sin excepción alguna— ha sido redimido por Cristo, porque con el hombre —cada hombre sin excepción alguna— se ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello” (RH 14). “En este camino que conduce de Cristo al hombre, en este camino por el que Cristo se une a todo hombre, la Iglesia no puede ser detenida por nadie” (RH 13).

Y en este camino de Cristo al hombre, ni siquiera Juan Pablo II podía ser detenido. Los viajes apostólicos fueron desde el inicio una elección consciente y convencida. “Desde el comienzo de mi pontificado he tomado la decisión de viajar hasta los últimos confines de la tierra para poner de manifiesto la solicitud misionera” (RMi 1). Su intención, en gran parte realizada, era visitar todas las naciones de la tierra, todas las diócesis italianas, todas las parroquias de Roma, para honrar su triple responsabilidad de pastor universal, de primado de Italia y de Obispo de Roma.

En una perspectiva más amplia consideraba como una tarea, que la Providencia le había confiado, el introducir a la Iglesia en el III Milenio, con la plegaria, con iniciativas pastorales, con el sufrimiento. Subrayaba que no bastaba el trabajo, que era necesario el sufrimiento; que el Papa “debía” sufrir (cfr. Angelus 29.5.1994, n. 4).

Según el planteamiento de Juan Pablo II, la evangelización es fundamentalmente siempre la misma, pero asume acentuaciones diversas. Se llama actividad pastoral, cuando se desarrolla en el ámbito de comunidades cristianas vivas y sólidas; nueva evangelización, cuando se da en ambientes de tradición cristiana que se han descristianizado; primera evangelización, o actividad misionera en sentido específico y ejemplar, cuando está destinada a poblaciones que todavía ignoran a Cristo (cfr. RMi, 33). En todas sus modalidades, especialmente en la tercera, la misión es urgente para la Iglesia y para cada cristiano (cfr. RMi 86). La inmensidad del campo de trabajo no es motivo para frenar el empeño, sino más bien para solicitarlo: "La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está todavía muy lejos de ser realizada completamente. Al término del II Milenio de su venida una mirada de conjunto a la humanidad demuestra que tal misión está todavía en los inicios y que debemos comprometernos con todas nuestras fuerzas en su servicio. Es el Espíritu Santo quien impulsa a anunciar las grandes obras de Dios... ¡Ay de mi si no predicase el Evangelio! (1Cor 9, 16)" (RMi 1). "El mandato misionero nos introduce en el III milenio invitándonos al mismo entusiasmo que fue propio de los cristianos de la primera hora: podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu... Nuestro paso, al inicio de este nuevo siglo, debe hacerse más expedito para recorrer los caminos del mundo” (Novo Millennio Ineunte 58).

En esta valiente dinámica misionera Juan Pablo II asigna a la familia un papel de primerísimo plano. Y lo hace con un lenguaje extraordinariamente incisivo. “Entre los numerosos caminos de la misión la familia es el primero y el más importante” (Gratissimam sane, 02.02.1994, n. 2). “La futura evangelización depende en gran parte de la iglesia doméstica” (Discurso al Episcopado Latinoamericano, Puebla 28.01.1979). “Cada familia lleva una luz y cada familia es una luz! Es una luz, un faro, que debe iluminar el camino de la Iglesia y del mundo en el futuro … En la Iglesia y en la sociedad esta es la hora de la familia. Ella está llamada a desempeñar un protagonismo notable en la obra de la nueva evangelización” (Discurso en el Encuentro de las Familias, 08.10.1994, n. 6). “(La pastoral de las familias) elección prioritaria y piedra miliar de la nueva evangelización” (Ivi, n. 2). “Iglesia santa de Dios, tú no puedes realizar tu misión, no puedes cumplir tu misión en el mundo, sino a través de la familia y de su misión” (Discurso a las familias neocatecumenales, 30.12.1988).

 

3. La Iglesia: misterio, comunión y misión

El Sínodo extraordinario convocado por Juan Pablo II a los veinte años de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II sintetiza la visión de la Iglesia, con tres conceptos íntimamente vinculados entre ellos: Misterio, comunión y misión (cfr. Documento Exeunte coetu secundo, 07.12.1985). Esta triple sucesión del ritmo vital de la Iglesia aparece frecuentemente en las enseñanzas de Juan Pablo II, quien se atiene constantemente al Concilio y promueve que se actúe fielmente.

El Concilio Vaticano II había descrito a la Iglesia como “Un pueblo (del que se deriva su unidad) reunido en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen Gentium 4). Y Juan Pablo II le hace eco: “La comunión es fruto y manifestación de aquel amor que, rotando del corazón del eterno Padre, se vierte en nosotros a través del Espíritu que Jesús nos dona (cfr Rm 5,5), para hacer de todos nosotros un solo corazón y una sola alma. Realizando esta comunión de amor la Iglesia se manifiesta como sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (NMI 42). Según el Concilio, la Iglesia es primariamente obra de Dios Padre mediante Cristo en el Espíritu y sólo secundariamente es obra de los creyentes, en cuanto y en la medida en la cual cooperan con la gracia divina. Jesucristo “A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes, los constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su Espíritu.” (LG 7). Juan Pablo II reitera: “Cristo vive en ella; es su esposo; lleva a cabo su crecimiento; realiza su misión a través de ella” (RMI 9). “La Iglesia no tiene otro camino fuera de aquel que le dona su esposo y Señor” (RH 18; cfr. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 1968). No todo aquello que se encuentra en la Iglesia es Iglesia, sino sólo la gracia ofrecida, acogida, vivida y manifestada en las variadas relaciones, actividades, instituciones y obras. Precisamente porque la Iglesia no tiene otro camino que el de la gracia, el Concilio había afirmado que ella es “indefectiblemente santa” (LG 39), a pesar de estar también continuamente “necesitada de purificación”, en cuanto deformada y ensombrecida por los pecados de sus miembros, que son todos más o menos pecadores. Los pecados de los creyentes están en la Iglesia, pero no son de la Iglesia; son antieclesiales y la ofenden como ofenden a Dios; por este motivo la reconciliación con Dios debe pasar a través de la reconciliación con la Iglesia. Con el célebre teólogo Yves Congar, uno de los protagonistas del Concilio, se podría decir “Santa Iglesia de los pecadores”. Por tanto, no asociación para pecar, sino santa y santificadora. Ella se hace cargo de los pecados de sus miembros: ora por ellos, hace penitencia, pide perdón a Dios y a los hombres. Este es el sentido de la petición de perdón por los pecados históricos de los cristianos, que hizo el Papa Juan Pablo II durante el gran Jubileo: “La Iglesia, a pesar de ser santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre como propios, ante Dios y ante los hombres, a sus hijos pecadores” (TMA 33).

Una visión puramente sociológica de la Iglesia sería del todo inadecuada. Juan Pablo II retoma la perspectiva sacramental del Concilio, según la cual la Iglesia es una sola realidad espiritual y social, invisible y visible (cfr. LG 8), “enviada por Cristo a revelar la caridad de Dios a todos los hombres y a todas los pueblos” (Ad Gentes 10). “La Iglesia está en Cristo – él dice – como un sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, y de ello Él es la fuente: ¡Él mismo! Él el redentor” (RH 7). Y todavía: “Dios ha constituido a Cristo como único mediador y a la Iglesia como sacramento universal de salvación", cuya cooperación es, por voluntad de Dios, necesaria para la salvación de todos (cfr. RMi 9). La Iglesia coopera con Cristo Salvador, transmite su amor y manifiesta su presencia de muchas maneras: con la Palabra creída y anunciada, con la Eucaristía y los sacramentos, con la vida santa de los creyentes, con la oración, el servicio y el sacrificio, con la comunión fraterna, con el ministerio de los pastores y la variedad de los carismas, con la renovación coherente con el Evangelio de las actividades terrenas.

Desde el planteamiento de la Iglesia sacramento se comprende que “La misión corresponde a todos los cristianos, a todas las diócesis y parroquias, a todas las instituciones y asociaciones eclesiales” (RMi 32); que “todo fiel está llamado a la santidad y a la misión”, que “el verdadero misionero es el santo” (RMi 90); que “se es misionero ante todo por lo que se es, en cuanto Iglesia que vive profundamente la unidad en el amor, antes de serlo por lo que se dice o se hace” (RMi 23), porque “la comunión es misionera y la misión es para la comunión” (Christifideles laici, 32).

“Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el Milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo” (NMI 43). Esta es la consigna de Juan Pablo II al inicio del nuevo Milenio: promover una espiritualidad de comunión, más conciente, más intensa y concreta. El Papa indica algunos de sus elementos y características: compartir los gozos y los sufrimientos, cuidar a los necesitados, comunicar y construir una amistad verdadera y profunda, reconocer los valores de los demás. Y advierte que sin la espiritualidad de comunión los instrumentos exteriores de la comunión resultarían “apariencias sin alma”, “disfraces de comunión” (cfr. NMI 43). Se trata de hacer que cada comunidad cristiana, comenzando desde las parroquias, sea cada vez más familia, con un clima de amistad fraterna, de perdón, de servicio recíproco, de valoración de los carismas bajo la guía de los pastores. Entonces la evangelización del mundo tendrá lugar por irradiación, más que por iniciativas específicas según la palabra de Jesús “que todos sean una sola cosa … para que el mundo crea” (Jn 17, 21).

Por ello la Iglesia debe ser cada vez más familia; pero por su parte también la familia cristiana debe ser cada vez más Iglesia en miniatura” (FC 49).

 

4. La familia cristiana “Iglesia en miniatura” (FC 49)

En la visión teológica profunda de Juan Pablo II, la familia, como la Iglesia, encuentra su fuente y su modelo en la Trinidad divina. “Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Un solo Dios, tres Personas: un misterio insondable. En este misterio encuentra su fuente la Iglesia, y encuentra su fuente la familia, iglesia doméstica” (Discurso al I Encuentro Mundial, Roma 8.10.1994, n. 1). “El Nosotros divino constituye el modelo eterno del nosotros humano; de aquel nosotros que está formado ante todo por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios” (Gratissimam sane, 2.2.1994, n. 6). “En la Trinidad se puede vislumbrar el modelo originario de la familia humana. Como he escrito en la Carta a las Familias, el Nosotros divino constituye el modelo eterno de aquel específico nosotros humano, constituido por el hombre y la mujer que se donan recíprocamente en una comunión indisoluble y abierta a la vida” (Ángelus 29.05.1994, n. 2). “La imagen divina se realiza no solamente en el individuo, sino también en aquella comunión singular de las personas que está formada por un hombre y una mujer, unidos a tal punto en el amor que se hacen una sola carne. En efecto, está escrito: a imagen de Dios los creó; hombre y mujer los creó (Gen 1, 27)” (Mensaje para la Jornada de la paz 1994, n. 1).

Toda comunión de las personas fundamentada en el amor es de alguna manera un reflejo de Dios Amor, Uno y Trino. Pero la familia lo es de un modo totalmente peculiar. El hombre y la mujer poseen ambos la auténtica humanidad y la misma dignidad. Al mismo tiempo la diferencia de los dos sexos los caracteriza profundamente en todo su ser, cuerpo y alma, y los vuelve el uno hacia el otro en vista de la interacción, de la colaboración, del don recíproco y de la comunión. Cada uno de ellos, y gracias al otro, se desarrolla a sí mismo y llega a ser plenamente sí mismo. Sobre todo cada uno da al otro el poder de procrear y de llegar a ser respectivamente padre y madre. La unión física de los cuerpos expresa el don recíproco personal y total, la comunión de vida de los dos sujetos que son inseparablemente espirituales y corpóreos. La sexualidad es una potente energía que ha de ser integrada en la dinámica del amor. A pesar de ser lícito y hasta necesario buscar en los demás la propia utilidad, es, sin embargo, un grave desorden moral reducir la relación con los demás a la sola dimensión utilitaria. Se respeta la dignidad de las personas en la medida en que son consideradas un gran bien en sí mismas y se busca sinceramente su bien. La lógica del amor, de la gratuidad, del don, es la única que está a la altura de su dignidad. Integrada en tal lógica, la sexualidad contribuye grandemente a construir vínculos interpersonales permanentes y expresa la comunión integral de vida.

Con la creación del hombre y de la mujer y con su comunión íntima resuena en la historia como un eco de la misteriosa vida íntima de Dios mismo. "Se constituye un sacramento primordial, entendido como signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad. Este es el misterio de la Verdad y del Amor, el misterio de la vida divina, de la cual el hombre participa” (Catequesis 20.02.1980, n. 3). Además el vínculo conyugal del hombre con la mujer está llamado a ser participación y expresión de la relación de alianza de Dios con su pueblo. “La palabra central de la revelación, «Dios ama a su pueblo», es pronunciada también a través de las palabras vivas y concretas con las que el hombre y la mujer se declaran su amor conyugal. Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la alianza que une a Dios con su pueblo” (FC 12).

Finalmente, Jesucristo eleva el matrimonio a sacramento de la nueva y eterna alianza (FC 19) como la “representación real … de su misma relación con la Iglesia” (FC 13). Él, esposo de la Iglesia, comunica a los cónyuges su Espíritu, su amor por la Iglesia, madurado hasta el sacrificio supremo de la cruz (cfr. FC 19), de modo que su amor recíproco sea alimentado por su mismo amor esponsal, sea elevado a caridad conyugal y llegue a una nueva plenitud, anticipo de las bodas eternas del amor y del gozo, cuando será todo en todos” (1Cor 15, 28). En el matrimonio cristiano el sacramento de la nueva alianza lleva a cumplimiento el sacramento primordial de la creación; perfecciona la participación y la manifestación de la comunión trinitaria.

Para Juan Pablo II la "familia pequeña iglesia (o iglesia doméstica)" no es un modo de decir, una metáfora, para sugerir una vaga semejanza. Se trata más bien de una actuación de la Iglesia, específica y real. "(Los cónyuges) no sólo «reciben» el amor de Cristo, llegando a ser comunidad salvada, sino que están llamados también a «transmitir» a los hermanos el mismo amor de Cristo, haciéndose así comunidad «salvadora»" (FC 49). Comunidad salvada y salvadora como la Iglesia; sacramento particular de la comunión con Dios y entre los hombres dentro del sacramento general que es la Iglesia; comunidad de vida y amor, que evangeliza con aquello que es, más que con aquello que hace, precisamente como la Iglesia. "La familia está llamada a tomar parte viva y responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y original, es decir, poniendo a servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar, en cuanto comunidad íntima de vida y de amor" (FC 50). "La familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa. Todo cometido particular de la familia es la expresión y la actuación concreta de tal misión fundamental" (FC 17). El ser en Cristo "comunidad de vida y de amor" (FC 17) se refleja en los diversos aspectos de la misión de la familia: ayuda recíproca entre las personas, procreación responsable, educación de los hijos, contribución a la cohesión y al desarrollo de la sociedad, compromiso civil, empeño en el apostolado y participación en las actividades eclesiales, servicio caritativo.

 

5. La familia sujeto social

La primera fecundidad de los cónyuges consiste en construir entre ellos la comunión de vida y de amor, en la cual se hace presente y visible de algún modo la Trinidad divina. Pero tal comunión por su naturaleza está abierta a una ulterior fecundidad, a la procreación de nuevas personas humanas. Los hijos que nacerán de ellos será el modo como se concreta en sentido literal, pleno y permanente su ser "una sola carne. “Los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre” (FC 14). Precisamente porque son la unidad de los padres hecha persona, los hijos sufren terriblemente a causa del eventual conflicto entre ellos y más todavía por la separación y el divorcio. Ellos constituyen el fruto del amor de un solo hombre y de una sola mujer y este amor exigen con todas las fibras de su ser (cfr. Ángelus 03.07.1994, n. 2).

La fecundidad de los esposos se extiende a la procreación, al cuidado y a la educación de los hijos. La fecundidad de los esposos, se extiende incluso más allá de los hijos ya que junto con ellos incrementa la sociedad y la Iglesia. "En efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos encuentran en ella la primera escuela de aquellas virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la sociedad misma” (FC 42). La familia genera las personas; produce los bienes relacionales primarios que plasman la identidad personal, como el ser padre o madre, el ser hijo o hija, el ser hermano o hermana; alimenta las virtudes indispensables para la cohesión y el desarrollo de la sociedad, como la gratuidad, la reciprocidad, la confianza, la solidaridad, la responsabilidad, la capacidad de sacrificio, la laboriosidad, la cooperación, la sobriedad, la propensión al ahorro, el respeto del medio ambiente. Quien ha hecho la experiencia de relaciones virtuosas en su familia pone más atención en el bien común de la sociedad; está más preparado para percibir el trabajo en cuanto dotado de sentido humano y religioso y a realizarlo con más gusto y gratificación. "La familia constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad... La familia posee y comunica todavía hoy energías formidables capaces de sacar al hombre del anonimato, de mantenerlo consciente de su dignidad personal, de enriquecerlo con profunda humanidad y de inserirlo activamente con su unicidad e irrepetibilidad en el tejido de la sociedad” (FC 43).

Además de la misión procreativa y educativa, "las familias tanto solas como asociadas, pueden y deben dedicarse a muchas obras de servicio social, especialmente en favor de los pobres, y de todas aquellas personas y situaciones, a las que no logra llegar la organización de previsión y asistencia de las autoridades públicas” (FC 44). Además las familias deben movilizarse cultural y políticamente a través de sus asociaciones para construir una sociedad más atenta a sus derechos y deberes: "Las familias – exhorta Juan Pablo II - deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la conciencia de ser «protagonistas» de la llamada «política familiar» y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia” (FC 44). Esta invitación de hace treinta años no ha caído en el vacío; está teniendo una respuesta cada vez más vigorosa en las asociaciones familiares y en su compromiso civil coherente con la doctrina de la Iglesia. Se trata de un empeño multiforme: animación cultural en las escuelas, en las parroquias, en las diócesis, en los medios de comunicación social (prensa, radio, televisión, Internet); organización de eventos de gran resonancia en la opinión pública; proyectos y experiencias piloto de ciudad amiga de las familias; presión en los responsables de las instituciones civiles en los distintos niveles para lograr una administración y una política favorables a las familias; seguimiento de las actividades parlamentarias; promoción de encuentros de estudio y de proposición; reivindicaciones de carácter jurídico, cultural y económico. Sin embargo, es necesario que las asociaciones familiares existentes se fortalezcan ulteriormente con la adhesión masiva de nuevas familias. Para lograrlo se necesita que las familias sean estimuladas por la pastoral de la Iglesia tanto a nivel parroquial como diocesano y nacional. Así mismo es necesario que estén mejor coordinadas entre ellas tanto a nivel nacional como internacional para ser más eficaces.

Las familias cristianas también deberían estar en la primera fila en el compromiso civil, con una “dedicación generosa y desinteresada en los problemas sociales” (FC 47). “La familia cristiana, como «pequeña iglesia» está llamada, a semejanza de la «gran Iglesia», a ser signo de unidad para el mundo y a ejercer de ese modo su función profética, dando testimonio del Reino y de la paz de Cristo, hacia el cual el mundo entero está en camino” (FC 48).

 

6. La familia cristiana sujeto de evangelización

La Iglesia, luz del mundo, ciudad puesta en lo alto del monte, luz en el candelero, sal de la tierra (cfr. Mt 5, 13-14), cuerpo de Cristo (1Cor 12, 27) y su expresión visible en la historia, sacramento de salvación, ofrece su cooperación al Señor Jesús para la salvación de todos los hombres y de todo lo humano con su misma vida de comunión, con la oración, el sacrificio y el testimonio, con el anuncio del Evangelio y la animación cristiana de las realidades terrenas. Aún cuando las comunidades cristianas fuesen pocas y pequeñas, la misión tendría siempre un dinamismo universal, acercando Cristo a todos los hombres. Y, podría disponer hacia la salvación, de modo eficaz, de diversos modos y en diferentes medidas, a aquellas personas que en la tierra no llegan a una plena adhesión a Cristo y permanecen fuera de los confines visibles de la Iglesia. En una visión sacramental, la única apropiada, no es esencial el número sociológicamente cuantificable de los cristianos, sino el vivir intensamente la unión con Cristo, el compartir su amor salvífico con todos los hombres, el sentirse enviados por Él a la misión para procurar el bien temporal y eterno de todos, según las propias posibilidades. Por lo demás la experiencia pastoral confirma que el camino mejor para llegar a los tibios y a los alejados es el testimonio y el compromiso activo de cristianos ejemplares. De aquí la exigencia de una formación diferenciada según la disponibilidad y acogida de las personas, de modo que en las parroquias se puedan tener núcleos de cristianos con una sólida espiritualidad y con responsabilidad apostólica que sean un punto de referencia válido para todos. Si se quiere iluminar y calentar, la primera cosa que se ha de hacer es encender el fuego.

Específicamente en el caso de la pastoral familiar, el objetivo prioritario que se debe perseguir, según Juan Pablo II, es la formación de familias con una intensa espiritualidad que sean sujeto de evangelización. “Los desafíos y las esperanzas que está viviendo la familia cristiana – dice el Papa – exigen que un número cada vez más grande de familias descubran y pongan en práctica una sólida espiritualidad familiar en la trama cotidiana de su propia existencia” (Discurso, 12.10.1980).

Y en la exhortación apostólica Familiaris Consortio escribe: “Dado que participa de la vida y misión de la Iglesia, la cual escucha religiosamente la Palabra de Dios y la proclama con firme confianza, la familia cristiana vive su cometido profético acogiendo y anunciando la Palabra de Dios. Se hace así, cada día más, una comunidad creyente y evangelizadora” (FC 51).

La “sólida espiritualidad”, de la cual habla Juan Pablo II, se debe entender como una relación personal y comunitaria con el Señor Jesucristo, hecha posible por la acción del Espíritu Santo, cultivada por los cristianos con la escucha de la Palabra y con la participación en la Eucaristía, vivida consciente y concretamente en las relaciones y actividades cotidianas, tanto al interior como al exterior de la familia, con una actitud de conversión permanente.

Para tener familias con una "sólida espiritualidad", evangelizadas y evangelizadoras, lo primero que se ha de tener en el corazón es una seria preparación para el matrimonio. Una preparación que debe verse como un camino teórico y práctico de seguimiento del Señor Jesús y de conversión. "La preparación para el matrimonio – dice Juan Pablo II – ha de verse y ha de actuarse como un proceso gradual y continuo. En efecto, comporta tres momentos principales: una preparación remota, una próxima y otra inmediata” (FC 66), destinadas respectivamente a los niños y adolescentes, a los novios y a los próximos esposos. El Papa está a favor de que la preparación próxima, la que se ofrece a los novios, tienda a convertirse cada vez más en "un itinerario de fe" (FC 51) semejante a “un camino catecumenal” (FC 66). Es necesario actuar esta valiosa indicación, ofreciendo al menos oportunidades diferenciadas, no sólo los cursos breves ya probados, sino también itinerarios prolongados para las parejas más dispuestas. Así se podrán tener familias con una sólida formación, preparadas para el testimonio y para servicios concretos en favor de otras familias, idóneas para animar las actividades de catequesis, de caridad, culturales y sociales

Juan Pablo II también recomienda vivamente el acompañamiento de los esposos después del matrimonio, "el cuidado pastoral de la familia constituida regularmente” (FC 69). También esta indicación debe entrar cada vez más en la pastoral ordinaria de las comunidades eclesiales mediante una gran variedad de iniciativas, como son: las propuestas de oración en familia con oportunos subsidios para escuchar juntos la Palabra de Dios; encuentros periódicos entre familias para construir redes de amistad y solidaridad, que sean humana y espiritualmente significativas; pequeñas comunidades familiares de evangelización; iniciativas que involucren sistemáticamente a las familias en el itinerario de iniciación cristiana de los hijos (bautismo, confirmación, comunión eucarística); promoción de asociaciones, movimientos y nuevas comunidades eclesiales, que constituyen realidades valiosas para la formación, el apostolado y la misma pastoral ordinaria. [A propósito, Juan Pablo II estimuló con insistencia la adhesión de las familias tanto en las asociaciones eclesiales como en las que están comprometidas en el ámbito civil (cfr. por ejemplo FC 22)].

Las familias que viven una sólida espiritualidad cristiana tienen también una sensibilidad misionera muy despierta, porque comparten el amor salvífico de Cristo por todos los hombres. Evangelizan en su propia casa con la oración en común, el diálogo, la edificación mutua, el amor recíproco. Evangelizan en su propio ambiente mediante sus relaciones con los vecinos, con sus parientes, amigos, compañeros de trabajo y de escuela, con sus compañeros de deporte y de diversión. Evangelizan en la parroquia mediante su fiel participación en la misa dominical, mediante su colaboración sistemática en el camino catequético de sus hijos, mediante su inserción en las actividades de formación, de caridad, de recreación, mediante su participación en encuentros de familias, en grupos, en pequeñas comunidades, en movimientos y asociaciones, mediante la animación de itinerarios para educar a los jóvenes al amor y para prepararlos para el matrimonio, mediante su cercanía a las familias en situaciones de riesgo.

Sobre todo, estas familias evangelizan con su misma presencia, como "comunidad de vida y de amor" (FC 17), como sacramento y transparencia de Cristo dentro del gran sacramento que es la Iglesia. “Los hombres de nuestro tempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?” (NMI, 16). Así dice Juan Pablo II. Y nosotros añadimos: ¿no es quizá cometido de la familia cristiana reflejar la luz de Cristo, manifestar su amor, hacer resplandecer su rostro?

 

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