The Holy See
back up
Search
riga

CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA

RELACIÓN DEL CARDENAL ENNIO ANTONELLI
PRESIDENTE DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA

“La familia es un bien social”

Ávila, 22 de abril de 2010


1. Sociedad de individuos

En la sociedad agrícola y artesanal del pasado, el trabajo se realizaba ordinariamente en casa y cerca de casa, tanto el trabajo de los hombres como el de las mujeres. Los bienes y servicios se intercambiaban sobre todo directamente y sólo en pequeña parte con dinero. El trabajo de la mujer no se discriminaba económicamente respecto al del hombre. El tiempo del trabajo no estaba separado del de la vida familiar.

A partir de la revolución industrial, el trabajo productivo de bienes y beneficios, confiado sobre todo al hombre, se traslada a la fábrica y se retribuye con dinero, mientras el trabajo doméstico, no retribuido, queda en manos de la mujer. De esta forma, el hombre se aleja de la familia y la mujer se siente discriminada. Por esto, trata de homologarse con el modelo masculino y busca la propia afirmación personal en el trabajo extra doméstico, en la profesión, en la carrera, hasta que, con el desarrollo de la economía de los servicios y de la información, constata que se multiplican las oportunidades de trabajo y de independencia financiera. Se abre, sin embargo, una divergencia entre trabajo y familia: las exigencias y los tiempos del primero no se concilian fácilmente con los de la segunda. Incluso, no pocos consideran la familia como un obstáculo para la eficacia productiva del sistema y para el desarrollo social, mientras el individuo, el “single”, se juzga más funcional, en cuanto es capaz de ofrecer más movilidad, más disponibilidad de tiempo y de energías, más propensión al consumo.

El bienestar individual se divulga como un ideal de vida. Se desacreditan los vínculos estables del matrimonio y de la paternidad. Se promueve el ejercicio puramente lúdico de la sexualidad, también homosexual. De forma más general, se difunde una mentalidad libertaria, relativista, hedonista y utilitarista. En este contexto, la crisis de la familia en la Unión Europea asume proporciones preocupantes.

Más de un millón de divorcios al año, lo que equivale a la mitad de los matrimonios; familias monoparentales; familias reconstruidas; convivencias de hecho, “singles” (igual al 29% de las familias).

La política generalmente sólo se interesa del mercado y de los derechos individuales; considera la familia una cuestión privada y se muestra indiferente ante las distintas formas de convivencia.

 

2. La familia como institución social del altruismo

Toda forma de vida, de crecimiento, de amor, de belleza y de felicidad exige cierta multiplicidad y cierta unidad. La familia es el lugar donde se valoran y se armonizan las diferencias fundamentales del ser humano, la de los sexos (hombre – mujer) y la de las generaciones (padres – hijos).

La sexualidad, como alguien ha afirmado (M. Zundel), es altruismo escrito en el alma y en el cuerpo, diferencia en la igualdad en vista del don recíproco y de la comunión. El hombre y la mujer son ambos seres humanos, con igual dignidad. Sin embargo, son diferentes en el cuerpo (órganos genitales, aspecto, rostro, fuerza física, voz). Ambos generan, pero de forma diversa: el hombre fuera de sí, la mujer dentro de sí. En coherencia con esta diferencia fundamental, poseen actitudes, intereses, inteligencia, caracteres diversos; comprenden, aman, comunican de forma diversa. Lo que resulta más espontáneo para uno, el otro debe comprometerse en aprenderlo; el hombre, por ejemplo, puede aprender de la mujer el cuidado atento y delicado de las personas, la comprensión, el sentido de lo concreto, la resistencia al sufrimiento; en cambio, la mujer puede aprender del hombre el espíritu de iniciativa, la elaboración de proyectos, el sentido del deber.

La diferencia en la igualdad no crea por sí misma discriminación, sino interacción, intercambio, complementariedad, “colaboración” (cfr. Congregación para la Doctrina de la fe, Esperta in umanità, 2004). Sobre todo, cada uno da al otro el poder de procrear y de ser genitor, a imagen y semejanza de Dios creador y padre (S. Tomás, S.Th. I q 99 a 2).

El amor es quien armoniza las diferencias entre los seres humanos y las convierte en un don recíproco. El amor es energía unificadora en el respeto de la alteridad, es virtus unitiva, como lo expresa S. Tomás de Aquino (S. Th. I-II q 26 a 2); y es la única actitud adecuada a la dignidad de las personas.

Ser persona humana es ser sujeto espiritual y corpóreo, individual y en relación constitutiva con los demás sujetos. Los demás son un bien en sí mismos como yo, que merecen, como yo, ser ayudados a desarrollarse y a ser felices. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39). “Cuanto queréis que os hagan los hombres a vosotros, hacedlo vosotros a ellos” (Mt 22, 29). No puedo querer sólo mi bien y usar a los demás como un medio. Debo armonizar mi bien con el de los demás. Con la misma seriedad con la que quiero mi bien, debo querer el de los demás. Debo, según mis posibilidades, responsabilizarme de su crecimiento humano integral, respetando su alteridad y libertad, valorando sus diferencias positivas, llevando, incluso, el peso de sus límites y pecados, como hizo Jesús con todos los hombres.

No se trata de renunciar a mi propio bien; ni siquiera me está prohibido buscar en los demás mi utilidad. Pero no puedo reducir a esto mi relación con ellos. Significaría no reconocerlos en lo que son, no respetar su dignidad de personas. Los respeto en la medida en que me doy a ellos, me dedico a su bien. En este caso me estoy realizando también a mí mismo como persona, porque quien dona la propia vida, la conserva (cfr. Lc 17, 33; Jn 12, 25), sobre todo si eso conlleva un duro sacrificio. No doy para recibir, pero en definitiva recibo. El amor es la vocación y el bien supremo del hombre (cfr. Juan Pablo II, Redemptor Hominis, 10).

Dado que la persona humana es un sujeto inseparablemente espiritual y corpóreo, siempre comunica e interactúa con las demás personas de forma espiritual y corpórea. También, el amor humano brota también de la interioridad profunda del sujeto y se expresa a través de palabras y obras, de gestos y comportamientos, a través de la sonrisa y del apretón de manos, del abrazo y de la relación sexual.

Amar, como enseña Benedicto XVI, es hacer lo que es justo y aún más. “La justicia es inseparable de la caridad, intrínseca a ella (...) su medida mínima (...). La caridad exige la justicia (...) supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y del perdón. La ciudad del hombre no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes, sino antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión” (Caritas in Veritate, 6).

Como el mercado es la institución del intercambio utilitario según justicia (por desgracia deformado con frecuencia por el pecado y por el error), así la familia es la institución del don y de la comunión entre las personas (por desgracia también ella deformada con frecuencia por el pecado y por el error). Con más precisión, la familia es la institución del don recíproco y total y de la comunión integral de vida. En ella el ser con y para el otro se refiere a la vida en todas sus dimensiones, mientras la amistad compromete sólo algunos aspectos de ella. La relación sexual entre los cónyuges es la expresión corpórea propia y exclusiva del don recíproco total. Dicho gesto tiene dos significados inseparables, unitivo y procreador. El amor, mientras une los diversos, tiende a un plus de vida y de bien. No inmoviliza y no encierra en la situación presente; impulsa, en cambio, a ir hacia adelante, juntos, hacia el futuro, en la misma dirección. Por ello, la comunión es también apertura fecunda en sentido espiritual, físico, social. Mientras se dona uno al otro, los cónyuges se abren a una ulterior alteridad. El hijo que nacerá de ellos será su ser “una sola carne” en sentido pleno y permanente. De esta forma, la maduración gradual del amor humano desde un punto de vista psicológico pasa desde el narcisismo infantil más o menos acentuado a la amistad de la adolescencia, ulteriormente continua con el amor recíproco de la pareja confirmado por la alianza conyugal hasta llegar por fin a la plenitud en el amor de los padres hacia los hijos.

Unidad y apertura caracterizan no sólo la autenticidad del acto conyugal, sino también la autenticidad de la vida de pareja y de familia en todas sus dimensiones. Los cónyuges miran juntos hacia los hijos y más allá de los hijos y con ellos hacia la sociedad y hacia la Iglesia, hacia objetivos y proyectos compartidos. El marido es un don para la esposa y viceversa; los padres son un don para los hijos y viceversa; los hermanos son un don el uno para el otro. Toda la familia es un don para la sociedad. En la familia las personas no cuidan sólo del propio interés, sino al mismo tiempo al bien de los demás y del bien común, que es de todos y de cada uno. Si existe una atención preferencial es hacia los más débiles: niños, enfermos, discapacitados, ancianos. La dinámica del amor-don hace madurar la conciencia y el respeto por la dignidad de cada persona, la confianza en sí mismos, en los demás y en las instituciones, la responsabilidad ética por el bien propio y de los demás, la sinceridad, la fidelidad, la generosidad, el compartir, la creatividad, la elaboración de proyectos, la laboriosidad, la colaboración, la sobriedad, la propensión al ahorro, el compromiso hasta el sacrificio y muchas otras virtudes, preciosas para las personas y para la sociedad.

 

3. El invierno demográfico y la misión procreadora de la familia

Son muchos los factores que concurren al desarrollo de un pueblo. Entre ellos es importante el equilibrio demográfico. Una excesiva densidad de la población puede crear grandes problemas, como en Bangladesh (156 millones de habitantes en 144.000 Km cuadrados; más de 1.000 habitantes por Km cuadrado). Por otra parte, la crisis de natalidad también puede crear grandes problemas. La conducta ética y socialmente correcta que se ha de tener se llama procreación generosa y responsable.

Merece la pena a este respecto citar una página de la reciente encíclica de Benedicto XVI: “La apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica. Grandes Naciones han podido salir de la miseria gracias también al gran número y a la capacidad de sus habitantes. Al contrario, Naciones, en un tiempo florecientes, pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de decadencia, precisamente a causa del bajo índice de natalidad, un problema crucial para las sociedades de mayor bienestar. La disminución de los nacimientos, a veces por debajo del llamado “índice de reemplazo generacional”, pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye la reserva de “cerebros” a los que recurrir para las necesidades de la nación. Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de solidaridad. Son situaciones que presentan síntomas de escasa confianza en el futuro y de fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social, e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital de la sociedad, haciéndose cargo también de sus problemas económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza relacional” (Caritas in Veritate, 44).

En la Unión Europea, ⅔ de las familias no tienen hijos; el índice medio de fecundidad por mujer es del 1,56 (en Italia incluso del 1,3, mientras en Estados Unidos es del 2,9). Estamos, pues, por debajo de la cuota de reemplazo generacional (2,1 por mujer) y muy por debajo del deseo expresado, y por varias razones no realizado, por las jóvenes parejas de esposos, (una media de 2,3 hijos). Los ancianos que superan los 65 años son 85 millones, con un aumento de 16,5 millones en los últimos 15 años. Ya superan a los adolescentes y a los niños de menos de 14 años que son 78,5 millones con un descenso de 10,5 millones en los últimos 15 años. Los próximos decenios hasta el 2050, se prevé una merma de la población de 27,3 millones, todavía más bien limitada; pero un envejecimiento muy fuerte, en cuanto los ancianos de más de 65 años serán 135 millones, igual a ⅓ de la población, mientras los adolescentes y los niños de 15 años para abajo serán sólo 60 millones, igual a ⅛ de la población. Habrá muchos abuelos, algunos bisabuelos, pocos niños y sin hermanos (en el 2007 los hijos únicos ya eran el 25%). Ante una menor producción habrá un gran aumento de gastos debidos a pensiones, sanidad y asistencia. Por cada anciano de más de 65 años habrá sólo dos trabajadores que deberán proveer a asegurarle la pensión, media pensión cada uno: algo insostenible si se piensa que ya actualmente existen grandes dificultades cuando corresponden cuatro trabajadores por cada jubilado. Se camina hacia la ruina del estado social y del bienestar. Para poner remedio a la situación no será suficiente la inmigración; ni siquiera la hipótesis de una positiva integración cultural, más difícil, sin embargo, de lo que se piensa en ciertos ambientes. La solución se ha de buscar en otra dirección. Benedicto XVI exhorta, en su última encíclica, a rechazar la “mentalidad antinatalista” que se difunde “como si fuera un progreso cultural” y a reconocer que “la apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo” y que “la acogida de la vida forja las energías morales y capacita para la ayuda recíproca”, entre las personas y entre los pueblos (cfr. Caritas in Veritate, 28). Es necesario revalorar culturalmente la maternidad y la paternidad como dimensiones importantes para la maduración humana y la felicidad de las mujeres y de los hombres. En la Unión Europea el aborto cosecha un número de víctimas igual a 1/5 de los niños nacidos, una cantidad que supera los habitantes de Malta y Luxemburgo juntos: se puede, al menos, intentar contrastarlo, asegurando a la madre las formas de acompañamiento y de ayuda que necesita. En todo caso, se ha de oponerse enérgicamente a los intentos de introducir en la legislación el derecho al aborto, que perdería, pues, su configuración de mal tolerado. Se ha de reivindicar con fuerza el derecho a la objeción de conciencia de los médicos, de los agentes sanitarios, de los farmacéuticos.

Es necesario ofrecer facilitaciones para el acceso de las jóvenes parejas a la casa; multiplicar las oportunidades de trabajo; armonizar todo lo posible las exigencias del trabajo con las de la familia. Muchas mujeres se ven obligadas a elegir entre la profesión y la maternidad: es necesario comprometerse seriamente para que cese el primado del trabajo sobre las personas y de la rígida organización sobre la familia y para que se creen, cada vez más, formas de conciliación (horarios flexibles, teletrabajo, permisos de maternidad adecuadamente pagados, permisos a los padres, servicios para la infancia, incentivos para redes de familias, etc.) Finalmente, es urgente promover una política de sólido sostén económico a las familias con hijos. Se calcula que cada hijo, hasta los 25 años, representa una inversión de unos 190.000 Euros. No es justo que los padres sufran un empobrecimiento debido a esta preciosa contribución que ofrecen al futuro de la sociedad. Es necesario conceder descuentos y facilitaciones a las familias numerosas y hacer equitativo y proporcionado al cargo familiar las cargas fiscales (deducciones, detracciones, cociente familiar para el IRPEF; impuesto sobre la casa, calculado no sólo en base a la superficie: 120 metros cuadrados son un lujo para una persona sola, pero una necesidad para quien tiene 4 hijos).

Las propuestas para incentivar la natalidad no faltan. Su actuación exige intervenciones nada fáciles para la redistribución de los recursos públicos y será necesariamente gradual. Es importante, sin embargo, que se inicie a dar pasos concretos en la justa dirección. De las Asociaciones Familiares se espera una firme determinación y perseverancia en perseguir el objetivo de un cambio de tendencia.

4. La crisis de la educación y la misión educadora de la familia

Una política para la infancia nunca debería prescindir del vínculo conyugal de los padres. La unidad y estabilidad de la pareja de padres es el don y la ayuda mayor que se puede dar a los hijos. Estos no quieren ser amados por dos padres que no se aman entre sí; no quieren dos amores paralelos. Tienen necesidad, en cambio, de un amor, por decirlo así, triangular, en el que los padres están, en primer lugar, unidos entre sí y juntos se dirigen a los hijos. Los hijos tienen necesidad de morar y vivir juntamente con ambos padres.

Por desgracia, los compromisos de trabajo y sobre todo las separaciones y los divorcios dividen hoy día a muchos genitores entre sí y los alejan de los hijos. En Europa, mientras cada año disminuyen sensiblemente los matrimonios, aumentan los divorcios: actualmente son más de un millón al año y constituyen la mitad de los matrimonios celebrados anualmente. En los últimos diez años ha habido 10,3 millones y han afectado a más de 17 millones de niños

Los hijos de los divorciados, en un porcentaje del 85% se confían a la madre y muchos de ellos, sobre el 25% pierden, después de haber pasado unos dos años, el contacto con el padre. Después de haber transcurrido algunos años desde la separación de los padres, la mayor parte de los hijos, cerca de ¾, se estabilizan y entran de nuevo en la media de los índices de adaptación y rendimiento de los demás jóvenes. Pero el 25% presenta problemas psicológicos, escolares y sociales, en términos medios, y representan el doble respecto a los hijos de padres unidos. Son el triple los que declaran que se han sentido muy solos; casi el doble los que no se sienten comprendidos; más del doble, en igualdad de condiciones, los que abandonan la escuela y los que rinden menos (en Francia los hijos de separados son el 95% de los que están en colegios) Muchos padecen inestabilidad psíquica (en Francia el 80% de los ingresados en centros psiquiátricos son hijos de separados); muchos de ellos fuman, beben y se drogan (en Francia son el 50% de los toxicómanos); muchos terminan en la marginación (en EE.UU. los que han crecido sin padre son el 90% de los sin techo), muchos se convierten en protagonistas de comportamientos socialmente marginales y delictivos, como prepotencia juvenil, vandalismo, robos, estupros y homicidios (en EE.UU. el 72% de los adolescentes homicidas, el 60% de los estupradores, el 85% de los jóvenes que están en la cárcel, han crecido sin la figura paterna), ya que para ellos el riesgo de criminalidad es más del doble del riesgo que corren los hijos que viven con ambos padres.

Benedicto XVI señaló hace algún tiempo la emergencia educativa y, recientemente, en su última encíclica, ha subrayado la necesidad de una ecología humana. “El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne al ambiente como en lo que concierne la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral” (Caritas in Veritate, 51). La ecología humana exige que los niños nazcan y crezcan en el interior de una verdadera familia.

Las familias desunidas e irregulares contribuyen a la decadencia de las virtudes sociales y perjudican la cohesión y el desarrollo de la sociedad. Hillary Rodham Clinton afirmó que, así como un organismo requiere una cantidad crítica de células sanas para poder vivir, así la sociedad requiere una cantidad crítica de familias tradicionales, para poder existir. Según Benedicto XVI, el mismo mercado, que es la institución del intercambio utilitarista por antonomasia, tiene necesidad de la familia, institución del don y de la comunión, no sólo para alimentar la virtud de la justicia que le es necesaria, sino también porque tiene necesidad de asimilar de forma y en medida diversas el sentido de fraternidad, de solidaridad y de gratuidad. El mercado será, al mismo tiempo, más civil y más competitivo, si sabe ver el beneficio como instrumento en vista de finalidades humanas y sociales (Caritas in Veritate, 38). Naturalmente, se supone que la familia sea auténtica, es decir, unida y abierta. En cambio, si degenera, en el familismo, produce deformaciones también en el mercado (por ej. las recomendaciones y los favores que falsifican los concursos).

La familia espera ser capacitada para cumplir su insustituible misión educadora. Es importante garantizar, en lo que sea posible, el derecho de los niños a vivir con ambos padres, y a tener un padre y una madre en las adopciones; desalentar el divorcio e incentivar la estabilidad de la unión conyugal; tutelar la identidad natural de la familia ante otras formas de convivencia, a diferencia de cuanto hizo hace algún tiempo el Parlamento Europeo, que solicitó a los Estados miembros a equiparar en la legislación las uniones de hecho; difundir una cultura de los derechos y de los deberes de la familia; reconocer el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones éticas y religiosas; hacer efectiva su libertad de elegir entre escuela estatal y no estatal; salvaguardar la unidad familiar de los inmigrantes y favorecer su integración social y cultural respetando los valores auténticos de sus tradiciones.

 

5. El compromiso civil de las asociaciones familiares

Hace treinta años, Juan Pablo II llamaba a las familias a movilizarse para construir una sociedad más atenta a sus derechos y deberes: “Las familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la conciencia de ser protagonistas de la llamada política familiar, y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia” (Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 44).

Este llamamiento no ha caído en el vacío: está recibiendo una respuesta cada vez más vigorosa en la actividad de las asociaciones familiares, preciosa semilla de esperanza para el futuro. Actividad multiforme: animación cultural en las escuelas, en las parroquias, en las diócesis, en los medios de comunicación (prensa, radio, televisión, internet); organización de acontecimientos con repercusión en la opinión pública; proyectos y experiencias piloto de ciudad amiga de las familias; presión a los responsables de las instituciones municipales, regionales, nacionales, internacionales en favor de una administración y una política favorable a las familias; promoción de encuentros de estudio y de propuesta; seguimiento de las actividades parlamentarias; formación de hombres políticos y de agentes de la cultura y de la comunicación social, motivados y competentes.

Las reivindicaciones de las asociaciones familiares son de carácter cultural, jurídico y económico. Defender la pareja hombre mujer como una institución de interés público, unida en matrimonio y abierta a los hijos, garantía de ordenado desarrollo y de futuro para la sociedad. Incentivar la estabilidad de la pareja como un bien para los hijos, para los esposos y para la sociedad. Tutelar el derecho de los niños a tener un padre y una madre y a crecer juntamente con ellos, para poder relacionarse, desde la primera infancia, con dos personas de sexo diverso y poder construirse una clara y sólida identidad, una personalidad definida. Tutelar, en caso de adopción, el derecho del niño a ser confiado a una pareja integrada por un hombre y una mujer, unidos en matrimonio, que ofrezca suficientes garantías de armonía y estabilidad. Tutelar el derecho de los menores a ser educados según las orientaciones de la familia y en la escuela que esta ha elegido. Facilitar las reunificaciones familiares de los trabajadores, especialmente de los inmigrantes. Garantizar una razonable seguridad económica, sosteniendo el trabajo intermitente con mecanismos de protección, con amortiguadores sociales, ampliados también a las pequeñas empresas (por ejemplo, subsidios de desempleo, movilidad, prejubilación). Incentivar la natalidad, adecuando la carga fiscal tanto a la renta como al número de las personas a cargo, concediendo especiales descuentos y facilitaciones a las familias numerosas, haciendo compatibles la maternidad y el trabajo extra doméstico de las mujeres. Que ambos cónyuges puedan conciliar las exigencias del trabajo con las de la vida familiar, ofreciendo, cuando es posible, diversas oportunidades (tiempo pleno, tiempo parcial, teletrabajo, flexibilidad de horarios, licenciamientos y permisos). Defender la vida que está para nacer, contrastando los intentos de introducir en la legislación el derecho al aborto (que en dicho caso no sería considerado un mal tolerado, sino un bien), afirmando el derecho a la objeción de conciencia para los agentes sanitarios, solicitando disposiciones de apoyo a la maternidad, de tal forma que se ofrezca una concreta alternativa al aborto.

Las asociaciones familiares, con un compromiso social coherente con el Evangelio, piden un sostén, convencido y fuerte, también a las comunidades eclesiales. La acción pastoral, en diversos niveles, (nacional, diocesano, parroquial) debería motivar las familias a adherir en su conjunto a aquellas, para que una amplia representación les otorgue una mayor autoridad y eficacia.

Un mayor fortalecimiento de las asociaciones familiares sería beneficioso también al magisterio de los Pastores, que, aun teniendo todo el derecho a intervenir en el debate público sobre temas de bioética y de derecho familiar, se les acusa violentamente de indebida intromisión y violación de la laicidad del Estado. Los Pastores, teniendo presente su misión de proclamar la verdad sobre Dios y sobre el hombre y de educar las conciencias, deberían formar, sobre todo, cristianos laicos, para que sean los protagonistas en las cosas temporales. Es justo que los cristianos laicos y sus asociaciones estén en primera fila y que los obispos y los sacerdotes permanezcan en segunda fila o, al menos, que no se encuentren solos en primera fila.

 

6. Conclusión

Queridos amigos, que no falte vuestro compromiso en favor de la familia y de la alianza entre familia y sociedad. La causa de la familia es la causa del hombre y de su bienestar integral; es la causa de Cristo, salvador del hombre.

 

top