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CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA 

HOMILÍA DEL CARDENAL ENNIO ANTONELLI
PRESIDENTE DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA
 

 Santiago de Compostela
5 de septiembre de 2010

 

1. Doy las gracias de corazón a S. E. el Arzobispo Mons. Julián Barrio Barrio por la invitación y la calurosa acogida. Saludo con afecto a los demás Obispos presentes, a los sacerdotes, a las autoridades y a todos vosotros que participáis en esta santa liturgia. La gracia y la paz de Nuestro Señor Jesucristo a vosotros, por intercesión de la Virgen María y del Apóstol Santiago.

Es una alegría estar aquí en Santiago de Compostela, uno de los lugares símbolo del mundo cristiano, desde el Medioevo meta de grandes peregrinaciones, que han favorecido el encuentro de pueblos y culturas diversas, han alimentado fuertes experiencias de fe y de fraternidad, han producido múltiples iniciativas y obras de acogida (como iglesias, hospicios, hermandades). En particular, el camino de Santiago, realizado a pie, por montes y valles, entre incomodidades y peligros, se ha distinguido por cierto carácter de austeridad y dureza, que todavía conserva en parte, un ejercicio comprometido de vida cristiana, idóneo para formar personalidades fuertes, dispuestas a seguir a Cristo por el camino de la cruz y a servir con valentía su causa en el mundo. Dicha austeridad del camino se concilia muy bien con la llamada que el Señor Jesús nos dirige en el texto del Evangelio de este domingo (veintitrés del tiempo ordinario).

2. “Caminaba con Jesús mucha gente”. Habían visto curaciones de enfermos y otros milagros. Consideraban a Jesús un gran profeta. Alimentaban grandes expectativas: quizás libraría a Israel del dominio romano, establecería la justicia y traería la prosperidad y la paz. Jesús los pone en guardia: no os ilusionéis, no penséis que sea fácil venir conmigo y ser discípulos míos.

“Si alguno viene junto a mí y no me ama más que a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida no puede ser discípulo mío”. Pretensión inaudita: el amor a Él debe ser superior a todo. En caso necesario, es preciso estar dispuestos a sacrificar los afectos familiares y hasta la propia vida. Pretensión escandalosa: sólo Dios puede pedir esto. ¿No es una blasfemia equipararse con Dios?

“El que no lleve su cruz  y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío”. ¡Todo lo contrario de éxitos triunfales, de riqueza y bienestar! Su vida es dura y dolorosa. Él va hacia adelante llevando la cruz y quien quiere seguirlo debe llevar la propia cruz en pos de sí.

Por esto Jesús concluye su discurso con dos brevísimas parábolas, que son una llamada a la seriedad y a la responsabilidad. El hombre que construye una torre, calcula atentamente los gastos, para ver si tiene los medios suficientes financieros para acabarla. El rey que quiere combatir al enemigo, calcula atentamente para ver si tiene las fuerzas adecuadas para vencerlo. También vosotros, pues, tratad de comprender bien qué quiere decir ser mis discípulos.

Jesús nos dirige hoy a nosotros el mismo llamamiento. ¿Nos damos cuenta nosotros qué significa ser verdaderos cristianos? ¿Queremos de verdad otorgarle el primer puesto  y reconocerlo como Señor de nuestra vida? ¿Lo seguimos en el camino de la cruz y de la resurrección? ¿Son coherentes nuestras elecciones con el Evangelio, también cuando nos cuestan mucho sacrificio?

3. Quisiera reflexionar hoy con vosotros en particular sobre el primer puesto que se le ha de conceder a Jesús en la vida familiar, incluso cuando es necesario llevar la cruz.

“Si alguno viene junto a mí y no me ama más que a su padre,  a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida no puede ser discípulo mío”. Jesús no niega, en realidad, el valor de la familia. Sin embargo no le concede un valor absoluto y definitivo. La subordina al reino de Dios que viene por medio del mismo Cristo. Sólo el reino de Dios es el tesoro escondido en el campo y la perla preciosa, que para adquirirlos es necesario estar dispuestos a vender todo. Sólo el reino de Dios realiza la perfección del amor. Dios es amor infinito y Cristo es su expresión visible en el mundo. Nosotros, hombres, llamados a ser hijos de Dios y hermanos de Cristo, tenemos la gracia y la responsabilidad de amar como Dios ama, para poder participar en su vida. “El hombre, afirma Benedicto XVI, es semejante a Dios en la medida en que se convierte en alguien que ama” (Discurso 6 de junio de 2005). Amar, buscar y querer el verdadero bien, es la vocación originaria y fundamental del hombre, en la que encuentra su desarrollo personal y su felicidad, primero dentro de la historia y después en la eternidad, aunque ahora implica con frecuencia fatiga y sacrificio.

Según el Evangelio, la vocación común al amor se precisa y se distingue en dos vocaciones, dos modos específicos de realizar el amor auténtico, la virginidad consagrada y el matrimonio (cfr. Mt 19,3-12). El amor del hombre y de la mujer en el matrimonio, según el designio de Dios, está llamado a ser participación y forma visible de la alianza nupcial de Dios mismo con la humanidad. El amor conyugal está constituido desde la creación en sacramento primordial, reflejo y símbolo, del amor de Dios; después, en el Nuevo Testamento, cuando el Hijo de Dios se hace hombre y se dona completamente a sí mismo hasta la muerte de cruz, es perfeccionado y elevado a sacramento de la nueva y eterna alianza. Quien vive, pues, el amor conyugal auténtico, según el designio de Dios, realiza cierta experiencia de Dios mismo, de su vida y de su amor, y, en cierto sentido, lo hace visible en el mundo. Obviamente, sólo y en la medida en que ama como Dios ama. No sólo eros, amor de deseo en vista del propio beneficio, sino también ágape, amor de donación y acogida incondicional del otro, buscando su bien, estableciendo un vínculo único, fiel, indisoluble, incompatible con el adulterio y el divorcio. Benedicto XVI enseña que: “El eros quiere remontarnos (...) hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso exige un camino de ascesis, renuncia, purificación y curación” (DC 5). "El amor verdadero «buscará cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se donará y deseará ser para el otro» (DC 7) y, por eso, será cada vez más fiel, indisoluble y fecundo”. (Discurso 10 de mayo de 2007).

4. Como el amor nupcial de Cristo por la Iglesia, así también el amor conyugal del hombre y de la mujer se desarrolla según una dinámica pascual de cruz y resurrección. Escuchemos una vez más a Benedicto XVI: “Soportando el momento en que parece que ya no se puede más, realmente se abren nuevas puertas y una nueva belleza del amor…La verdadera belleza necesita también el contraste. Lo oscuro y lo luminoso se completan. La uva para madurar no sólo necesita el sol, sino también la lluvia; no sólo el día, sino también la noche. debemos aprender la necesidad del sufrimiento, de la crisis. Debemos aguantar, trascender este sufrimiento. Sólo así la vida resulta rica. Para mí el hecho de que el Señor lleve por toda la eternidad los estigmas tiene un valor simbólico. Esos estigmas, expresión de los atroces sufrimientos y de la muerte, son ahora sellos de la victoria de Cristo, de toda la belleza de su victoria y de su amor por nosotros”.   (Discurso 31 de agosto de 2006).

En el ámbito de la familia se realiza la experiencia de las mayores alegrías y sufrimientos. Los familiares son, por sí mismos, un don inapreciable de unos para otros. El esposo es un don para la esposa y viceversa la esposa es un don para el esposo. Los padres son un don para los hijos y viceversa los hijos son un don para los padres. Los hermanos son un don uno para el otro. La diferencia de personas, de sexo y de generaciones, consiente la interacción, el intercambio, la ayuda recíproca para el crecimiento humano de cada uno. Gracias a los otros, cada uno puede ser plenamente él mismo, valorando las propias dotes espirituales y físicas. Cada uno debe ser consciente de ello cada día y dar gracias a Dios.

Sin embargo, los otros son también un peso que se ha de llevar con amor paciente. Es inevitable cierta tensión entre marido y mujer. Cada uno tiene su personalidad, su historia, su temperamento, sus intereses, sus puntos de vista, sus defectos, sus pecados. Cada uno está llamado a responsabilizarse del otro sin tener en cuenta el dar y el tener, a gestionar de forma inteligente los conflictos, a estar dispuesto a perdonar y a pedir perdón.

En las situaciones dramáticas, como la enfermedad, los reveses financieros o la pérdida de trabajo, se precisa gran fuerza de ánimo; pero en un tiempo como el nuestro, en el que se busca el espectáculo, la emoción fuerte, la novedad incesante, prospera fácilmente también la incomodidad a causa de la vida cotidiana ordinaria, gris y monótona (casa, trabajo, cocina, lavado de la ropa, gestos y palabras gastados por la costumbre). El remedio está en cuidar las relaciones y la comunicación interpersonal, en tratar de ser amables, en intuir y satisfacer las necesidades y los deseos razonables del otro.

Por lo que se refiere a los hijos, estos, aunque son un bien maravilloso, conllevan para los padres compromisos bastante gravosos. El cuidado y la educación exigen tiempo, presencia, control de sí, armonía conyugal, común acuerdo educativo, equilibrio entre afectuosa ternura y razonable firmeza, disponibilidad para el juego y el diálogo, colaboración con la comunidad eclesial y con la escuela. Tener hijos cuesta mucho, incluso bajo el punto de vista económico. Para evitar un injusto empobrecimiento de la familia, el Estado, teniendo en cuenta que los hijos son un bien público indispensable para la sociedad, debería proporcionar un adecuado sostén de recursos financieros y de servicios. Por desgracia, la política no es todavía bastante sensible a las justas exigencias de la familia y de su misión procreadora y educativa. La Iglesia agradece a aquellos cónyuges que, siguiendo la vocación y la misión que han recibido de Dios, deciden transmitir la vida generosamente, a pesar de todas las dificultades.

El sufrimiento, de una u otra forma, nunca está ausente en la familia. De él sabe alimentarse el amor. Pero también el individualismo libertario y egocéntrico, que persigue el placer y la utilidad inmediata, tiene sus penas, en cuanto termina hundiéndose en la soledad, opresora y sin esperanza. Es angustioso – afirma Benedicto XVI – satisfacer “sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión” (Discurso 6 de junio de 2005). La libertad es liberadora sólo si busca la verdad y el bien. Su máxima expresión es precisamente la aceptación del sacrificio, con lo que el hombre revela su superioridad sobre los animales, que siempre permanecen prisioneros de los instintos de atracción y repulsión.

5. La libertad de buscar la verdad y el bien y de aceptar la cruz es sostenida por la gracia, es decir, por el Espíritu Santo que Dios nos comunica a través de Cristo. “El que permanece en mí y yo en él – dice el Señor – ese da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Es necesario mantener viva y fervorosa la relación personal con el Señor, mediante la oración en familia, la escucha de la palabra de Dios, la participación en la Misa, la frecuencia del sacramento de la penitencia y de la comunión eucarística. Como dice Benedicto XVI, “toda la vida familiar, basándose en la fe, está llamada a girar en torno al único Señorío de Jesucristo” (Discurso 7 de febrero de 2007).

 

  

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