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El sentido de un recorrido histórico. "Ve, y haz tú lo mismo". De Hipócrates al Buen Samaritano

Cardenal Fiorenzo Angelini

El tema "De Hipócrates al Buen Samaritano" no formula un acercamiento genérico ni, menos aún, constituye algo forzado. Observad la última cubierta del programa de esta Conferencia Internacional e intuireis el por qué. En el pasado lo habían comprendido, mientras que hoy de diversas partes, parece que se quiera olvidarlo. Nadie había intentado nunca poner una cruz o un símbolo cristiano sobre el frontispicio de las obras de Aristóteles que, sin embargo, un máximo teólogo como Tomás de Aquino, interpretó como prolegómenos al pensamiento cristiano; ni lo mismo fue hecho con las obras de Cicerón, al que Tertuliano llamaba "anima naturaliter christiana". Lo ha hecho, en cambio, un iluminado amanuense medieval con el texto del Juramento de Hipócrates, transcribiéndolo en lengua griega con disposición gráfica que forma una cruz. El manuscrito se conserva en la Biblioteca Vaticana. Así pues, quien había leído atentamente el texto hipocrático había entrevisto en él la enseñanza de Cristo.
Hay una continuidad indiscutible entre el contenido del Juramento de Hipócrates y el de la moral cristiana. La continuidad es dada por el común compromiso en la promoción y en la defensa de la vida desde su concepción a su natural crepúsculo. Una continuidad reconocida abiertamente por el Santo Padre Juan Pablo II que, en la encíclica Evangelium vitae, habla del "antiguo y siempre actual juramento de Hipócrates, según el cual a todo médico se le pide comprometerse al respeto absoluto de la vida humana y de su sacralidad".
De hecho, son cuatro las líneas portantes del Juramento de Hipócrates:
_ un profundo respeto a la naturaleza en general;
_ una concepción unitaria e integral del ser humano;
_ una rigurosa relación entre ética personal y ética profesional;
_ una visión sumamente participante del ejercicio del arte médico.
Hay, por lo tanto, en el Juramento de Hipócrates una clara propedéutica que introduce a la visión cristiana de la vida, la cual suscribe, incluso enriqueciéndolos, los cuatro presupuestos hipocráticos. Pero es, sobre todo, en la defensa plena y total de la vida donde la posición del gran médico griego se hace predispositiva de la aceptación de la noción cristiana de vida, como participación de la vida misma de Dios, proyectada en la eternidad. Y a este respecto, hay un punto clave en el que coinciden el pensamiento de Hipócrates y el cristiano: y es precisamente en la exclusión de toda discriminación al interior de la noción de vida. Hipócrates asume la promoción y la defensa de la vida como criterio y dirección en el ejercicio de la propia profesión y como medida de su honestidad y conducta correcta de médico. Sabía muy bien que aceptar posibles distinciones, preveer excepciones a este principio, habría equivalido a hacerlo frágil y vulnerable. Y está convencido de ello a tal punto que su Juramento arriba a una visión religiosa de la vida. De hecho, al comenzar el Juramento, el médico de Cos apela a las divinidades apropiadas del panteón griego y al concluir parece volver a las palabras iniciales cuando llega a augurarse que le pueda suceder todo mal si llegara a comportarse como perjuro.
Hay otros dos aspectos que hallan en la ética hipocrática casi una resonancia cristiana. Y son: en primer lugar, la necesidad de que el médico, en el ejercicio de su profesión, esté al servicio del enfermo, no que lo sirva por cálculo interesado. Y está tan convencido de esto que entrevé una recompensa no utilitarista como premio de un correcto ejercicio de su profesión. De hecho, quien es llamado junto al lecho de quien sufre sabe bien -como advertía la Escuela médica Salernitana- que la gente se olvida del médico en cuanto pasa el mal y, por lo tanto, se puede ser tentados a presentar la factura cuando más agudo es, en el paciente, el asalto de la enfermedad. De aquí la actualidad de una defensa cristiana del Juramento de Hipócrates, sobre todo en un tiempo como el nuestro en el que, junto a los grandes progresos de la ciencia y de la técnica, se hacen amenazadores los riesgos de una subordinación de los mismos a fines ilícitos y de una instrumentalización.
Un análisis atento del Juramento de Hipócrates consiente llegar a una conclusión perentoria: pocas categorías profesionales pueden concordar sobre los principios esenciales de la propia actividad como la categoría de quienes están al servicio de la salud, es decir, de los agentes sanitarios. Identificando con las rectas perpendiculares de una cruz la visión cristiana del mundo y su encuentro-confrontación con la visión o las visiones no cristianas, podemos imaginar el servicio a la salud y, por lo tanto, a la vida, como el punto exacto en el que las dos perpendiculares se encuentran.
Ciertamente, también en este campo, la novedad del Cristianismo está representada por la doctrina y por la praxis sobre la valoración del sufrimiento cuando éste, a pesar de todos los esfuerzos de la ciencia y de cualquier otro medio lícito, sigue invencible. Pero en realidad, pocas verdades son tan racionales como la de la valoración del sufrimiento, la cual hace verdaderamente un llamamiento a todos los recursos del hombre, consintiendo su más alta y más noble expresión. No es verdad, por lo tanto, que sólo la fe puede dar la fuerza de aceptar y de valorizar el dolor. Puede confirmarse decisiva al respecto, pero su sostén puede hundir sus raíces en la inteligencia y en la razón humana, que es también un don de Dios.
La aproximación entre Hipócrates y el Buen Samaritano, que aparece constante en toda la historia de la medicina y en la de la asistencia sanitaria, durante la cual la Iglesia ha sido pionera en sus dos mil años de historia, ilumina otra verdad, igualmente recordada por el Santo Padre.
En el servicio a quien sufre es posible aquel encuentro entre todos los hombres de buena voluntad que en otros terrenos se ha confirmado difícil, si no imposible.
Concepciones filosóficas, religiosas, políticas, económicas, sociales, pueden conocer divergencias insuperables. En cambio, el servicio a quien sufre, yendo hacia la más universal y sentida de las aspiraciones humanas, la de la salvaguardia o de la recuperación de la salud, y por ello de la promoción y de la defensa de la vida, hace posible aquel ecumenismo de las obras, verdadero puente hacia la justicia y la paz. Y la aproximación entre Hipócrates y el Buen Samaritano de la parábola evangélica quiere significar ante todo esto: que especialmente en su solicitud para con los enfermos y los que sufren y en su promoción y defensa de la vida y de la dignidad de la persona humana, la Iglesia, que es heredera de los más altos valores de toda cultura, quiere estar en la vanguardia en el fatigoso camino hacia aquella civilización del amor para la que no hay alternativa.

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