The Holy See
back up
Search
riga

CONSEJO PONTIFICIO PARA LA SALUD

HOMILÍA DEL CARDENAL JAVIER LOZANO
EN LA BASÍLICA DE LA VIRGEN DE GUADALUPE


Viernes 12 de diciembre
de 2003

Vengo como peregrino desde el Vaticano para encontrar a nuestra Madre, Santa María de Guadalupe, en este su día y día de todo México, cuando nos ha querido privilegiar dejándonos su imagen en la tilma de san Juan Diego Cuauhtlatoatzin. Como todos los mexicanos, el día de hoy nos sentimos llenos de alegría en la celebración de la fiesta de nuestra Madre común; hoy en especial, me siento sumamente honrado en poder traerle el saludo y la profunda veneración de nuestro Santo Padre, el Papa Juan Pablo II.

Vengo particularmente para agradecer a Nuestra Señora de Guadalupe el regalo del cardenalato que el Santo Padre, por pura benevolencia, nos ha querido otorgar. Y digo nos ha querido, porque en definitiva es a todo el pueblo mexicano a quien nos ha hecho este regalo. Hace poco más de siete años que el Santo Padre ha querido que México estuviera presente en el servicio que él desempeña en la Iglesia universal, de ser la raíz y el fundamento de su unidad y firmeza; esto es, de haber sido puesto por nuestro Señor Jesucristo, fundamento y roca angular de la Iglesia, como el que hiciera sus veces, dando visibilidad a este fundamento y a esta roca angular. Siendo tan extensa su función, para llevarla a cabo, el Papa se ayuda con 24 organismos llamados dicasterios. En uno de esos dicasterios, el Pontificio Consejo para la pastoral de la salud, ha querido poner al frente a un mexicano, como representante de todos los católicos mexicanos. Por eso, es evidente que la dignidad del cardenalato, que me ha concedido el Papa, es una dignidad con la que honra a todo el pueblo mexicano, pues lo lleva muy dentro de su corazón.

Quise que la primera misa como cardenal en mi tierra mexicana fuese en la casa de nuestra Madre común, la Virgen de Guadalupe. Aquí, en Capuchinas, hace 64 años, hice mi primera comunión, y en esta nueva basílica, ya va a hacer 25 años que fui consagrado obispo por su eminencia el señor cardenal Ernesto Corripio Ahumada, entonces arzobispo de México; ahora, por una muestra de amistad de su eminencia el señor cardenal Norberto Rivera, el actual arzobispo, tengo el honor de presidir la Misa de las Rosas en el Tepeyac.

Para escribir indeleblemente mi gratitud a la santísima Virgen por este regalo recibido ¡qué mejor que hacerlo con la Misa de las Rosas en un 12 de diciembre, aniversario del milagro guadalupano!
Los náhuatl, nuestros antepasados, hablaban del paraíso y le ponían el nombre tan sugestivo de "Xochitlalpan", el lugar de las flores; para ellos las flores no eran solamente un hermoso elemento poético, sino la expresión, estética sí, pero la más profunda de Dios mismo; porque en el mundo náhuatl, siendo las flores tan bellas, pero a la vez fugaces y perecederas, necesariamente deberían tener una raíz tan sólida, profunda y rica que estuviese en el "Omeyocan", el cielo, y estuviesen así radicadas en el "Ometeotl", Dios. De esta manera, los náhuatl mediante las flores querían expresar la verdad más profunda de la existencia humana, la verdad que nunca cambia, frente a lo pasajero de nuestro mundo, lo inmutable; esta raíz perenne era la verdad real básica, más allá de toda caducidad y apariencia; es lo que en su lengua llamaban "Nelliliztli". Con estas rosas quiero ahora decir gracias: gracias a Dios, gracias a María de Guadalupe, gracias a Juan Pablo II, gracias al pueblo de México.

María de Guadalupe quiso hablar totalmente en lengua indígena, no tomando solamente las expresiones lingüísticas, sino todo el simbolismo náhuatl. En efecto, más allá del milagro que significó que en el crudo invierno san Juan Diego haya encontrado en la cumbre del Tepeyac las más variadas rosas y el que la santísima Virgen haya querido quedar dibujada en el ayate al caer las rosas ante el obispo, el indígena entendió algo muy especial: iba esta espléndida señora a comunicarles algo tan enraizado en la verdad que su mensaje descendía del cielo mismo, que era la plenitud de la verdad, que tenía validez perenne, que no contradecía el modo de pensar náhuatl, sino que revelaba sus mismas raíces verdaderas e inmutables.

En la comprensión plena del mensaje de la Virgen había algo central, que estéticamente fue captado en la cultura de nuestros antepasados: la unidad entre Dios y la humanidad en la persona de Jesucristo, Dios y hombre verdadero; y en él, la divinización de toda la humanidad.

Al captar y aceptar este alegre mensaje los pobladores de estas tierras, intuyeron en tal forma la omnipotencia de Dios, que ya nada se les hizo imposible. Un primer resultado fue el bautismo cristiano masivo, y desde la igualdad que resultaba del bautismo, la igualdad incluso con el conquistador; entonces la fusión de las dos razas, que dio lugar al mestizaje, se hizo realidad. Era imposible que los expoliados habitantes de nuestras tierras se fundieran amorosamente con los extranjeros que los dominaron. Sin embargo, esta imposibilidad se hizo posibilidad al enseñarnos María que por el bautismo, muy por arriba de todas las crueldades y expoliaciones, se encuentra la solidaridad de la raza humana, en la que para Dios todos somos iguales, todos somos sus hijos, y todos confluimos en una íntima unidad que nos constituye como hermanos, miembros de una misma familia, todos en uno, habitantes de la misma casa, come dice el mensaje guadalupano. Es sorprendente cómo, a diferencia de lo acontecido en otros pueblos expoliados, conquistados y conquistadores se funden aquí en una nueva raza, nuestra raza, como resultado de ambos. Esta es la realidad universal, católica, esencial a la Iglesia.

En efecto, una de las realidades más difíciles de aceptar es la solidaridad, pues nos encontramos en una sociedad individualista en la que cada cual se encierra en sí mismo. Es aceptar que gracias a la solidaridad somos constituidos como humanos; que, por desgracia, somos solidarios en el mal; pero que afortunadamente, en mayor grado, somos solidarios en el bien; pues en Cristo somos divinizados. Somos solidarios en la vida, en la resurrección de Cristo, y desde esta solidaridad podemos darnos cuenta de que también somos solidarios en el sufrimiento y el dolor, en la cruz.

Pudieron nuestros antepasados comprender esta solidaridad en la imagen de nuestra Señora de Guadalupe, pues vieron que la enemistad y el odio terminaban. En su imagen aparecen el cielo y la tierra juntos, y en especial el sol en plena armonía con la luna y las estrellas. Según el mito cosmogónico con el que explicaban el nacimiento de nuestro mundo, el cielo y la tierra, y en especial la luna y las estrellas, se hallaban empeñados en una lucha a muerte en contra del sol; esta lucha ahora ha acabado; se inauguraba para nuestro pueblo una nueva era en la que, por Cristo, nuestras enemistades cesaban, y se abrían a la fuente del amor, del cariño, del afecto y del perdón a través de una madre común, María de Guadalupe.

Nuestra Señora, la Virgen de Guadalupe, quiso que esta maravilla se realizara a través del obispo fray Juan de Zumárraga. Ella cumple así la voluntad de su Hijo Jesucristo, quien eligió los doce apóstoles para, a través de ellos y sus sucesores los obispos, hacer presente en el tiempo de nuestra historia la maravilla de la reconciliación en la unidad.

En este marco entiendo mi cardenalato. El Papa, en su carta en donde me lo confiere, me dice, entre otros motivos, que me lo otorga para que colabore más estrechamente con él. El Papa hace la unidad de todos los obispos de la Iglesia católica. Esto es, hace que en la acción eficaz de todos los obispos se haga transparente la única acción de Cristo, que a través de la cruz nos convoca a la felicidad de la resurrección, no obstante todos los obstáculos que conocemos y que se resumen en la presencia del mal en el mundo. De hecho, el Papa me ha encargado que en su nombre dé respuesta al problema del dolor y del sufrimiento, de la enfermedad y de la muerte, para que este supremo mal no sólo se supere sino que se convierta en fuente de vida y felicidad. Esta es la misión de toda la Iglesia y es la misión de todos y cada uno de los obispos en el mundo, más aún, es la misión de todo cristiano auténtico. Mi servicio es, con el Papa, promover eficazmente esta máxima realidad: la salud suprema, y orientar y coordinar hacia ella la acción de toda la Iglesia en el mundo.
Esto es lo que constituye la pastoral de la salud, objeto del dicasterio que presido en el Vaticano.
La muerte es desintegración; la vida, unidad. Esta es la auténtica salud, la tensión hacia la armonía plena del hombre. Por esto, al llegar a mi patria como cardenal y presidente del Pontificio Consejo para la pastoral de la salud, mi llamada más urgente a México es la llamada a la unidad. La santísima Virgen de Guadalupe no sólo fue un símbolo de la unidad entre dos pueblos que se enfrentaban a muerte, sino que sigue siendo la exigencia de nuestra continua reconciliación en la unidad nacional. Los rosales del Tepeyac deben hacer florecer las espinas de la división y el enfrentamiento en las rosas de la unidad; que es la única manera de vivir auténticamente.
Como la unidad es la vida, nunca puede ser estática; siempre tiene que crecer. Y como la vida es la verdadera salud, la salud es un proceso hacia la unidad, hacia la armonía. Ya lo ha dicho Juan Pablo II al definir la salud como una tensión hacia la armonía física, mental, social y espiritual y no solamente la carencia de enfermedades (Mensaje para la Jornada mundial del enfermo, Año jubilar del 2000).

Mi deseo para el pueblo de México desde la casa de nuestra Madre común, Santa María de Guadalupe, es que México goce siempre de plena salud, en otras palabras, que construya siempre su unidad, que sea una sola familia, que todas nuestras tensiones, en lugar de contraponernos contradiciéndonos en el odio y la destrucción mutua, nos complementen caminando hacia la armonía, que trasluce la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe; para decirlo en idioma guadalupano: que nuestras espinas se conviertan en rosas enraizadas en el don divino de la unidad.

Es una tarea grande, porque, siendo realistas, las espinas pueden ser muchas en la cotidianidad de la vida. La globalización económica que se ha vuelto en cierta forma cultural, nos ha alcanzado, y el pensar general, especialmente a través de los medios de comunicación, llega a todos nuestros hogares: la ganancia económica como primer motivo y único valor para vivir; el cerrado egoísmo que rompe la solidaridad; la corrupción en todos los niveles; el anteponer los intereses individuales con menoscabo del bien de todos; la injusta distribución de la riqueza; el robo, la violencia, el secuestro, la extorsión; la desvalorización de la vida, del amor y del sexo; la separación entre la sexualidad y la fecundidad; el desconocimiento o ignorancia del valor sagrado de la vida, del amor y del sexo; el pansexualismo; la renuncia al matrimonio como estado permanente de vida; la unión libre; la separación de los cónyuges y la ruptura de las familias; el abandono y soledad de los ancianos; el miedo o la ignorancia para ver la vida de frente y renunciar a un futuro que venza la muerte; el quedarse encerrados en el placer momentáneo sin preguntarse por el después; la droga y los estupefacientes, su venta y su demanda; la enemistad y la violencia hasta la destrucción verbal o cruenta del que no piensa como uno; el odio y la intriga; el menosprecio del pobre y racialmente distinto; la flojera, la falta de laboriosidad, la embriaguez y la irresponsabilidad; la incapacidad del auténtico diálogo para construir México y su suplencia por el odio de los mutuos insultos, etc.
Todas estas espinas mundiales y otras semejantes que también en México nos pueden aquejar, tenemos que transformarlas aquí, desde el Tepeyac, en rosas de hermandad.

Para muchos, todo esto no sería realista sino una utopía ingenua y hasta dañina; y humanamente tienen razón, pero no divinamente. Precisamente en esto consiste la Redención, que no en balde requiere la fuerza omnipotente de Dios. Somos incapaces de lograrlo confiando en nuestras propias fuerzas, pero Cristo lo ha logrado ya para nosotros, ahora falta que lo hagamos con él. Esto es un regalo que nos ofrece ahora la Virgen de Guadalupe; basta que lo queramos y hagamos así vivir a México construyendo su salud. Basta que nos pongamos en tensión hacia la armonía de nuestras vidas teniendo como centro a Cristo, nuestro Salvador, Dios hará lo restante. La intercesora permanente del pueblo de México está con nosotros en Guadalupe. Ella nos ofrece hoy a su Hijo Jesucristo. Ella fue y seguirá siendo la raíz inmutable, puesta en el cielo, desde la cual nuestras espinas pueden florecer en rosas que dibujen en la tilma mexicana, a lo largo y ancho de la patria, nuestra unidad dinámica, cobijada siempre por la imagen materna florecida en las rosas de Santa María de Guadalupe.

top