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  JORNADA MUNDIAL DE LOS DONANTES DE SANGRE

HOMILÍA DEL CARDENAL JAVIER LOZANO BARRAGÁN

Iglesia romana de Santa María en Traspontina
Domingo 12 de junio de 2005 

 

Saludo cordialmente a todos los presentes en esta Jornada mundial de los donantes de sangre.
 
Me congratulo en especial con los grandes países donantes de sangre de Europa que, según los datos de 2003, tienen más de un millón de donantes en total, entre permanentes y ocasionales. Estos países son:  Alemania, con 2.356.557; el Reino Unido, con 1.729.435; Francia, con 1.540.328; e Italia, con 1.438.000. El total en toda Europa, en el mismo año 2003, ascendió a 12.468.346. Pero, a pesar de esta gran cifra, la invitación a donar sangre es insistente, porque aún resulta insuficiente; en efecto, vuestra solicitud es apremiante:  "La sangre no basta nunca. Donad sangre". Esto vale de modo especial para otros países, dentro y fuera de Europa, cuya condición sanitaria es menos satisfactoria.

Porque donar la propia sangre permitidme deciros― no es fácil de entender. Precisamente por ser conscientes de esta demanda, habéis querido inaugurar la Jornada con la santa misa, en la que podemos vislumbrar la respuesta.

Pidamos al Espíritu Santo su luz para entendernos mejor en esta Jornada. En efecto, en el evangelio que acabamos de escuchar se encuentra un mandato explícito, que Cristo da a sus discípulos:  "Curad a los enfermos". Luego, cuando lleguemos al momento culminante de la misa, escucharemos las palabras misteriosas:  "Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía".

Pueden existir muchos motivos para donar la propia sangre; en primer lugar, puede haber motivos filantrópicos: compasión hacia los enfermos, una solidaridad natural, enfermedades urgentes, etc. Son motivos válidos, pero, con frecuencia, especialmente para los creyentes en Cristo, se encuentran en la periferia de la existencia y ellos mismos son también un interrogante más, que requiere una respuesta profunda. Esta respuesta, de algún modo, ya se percibe en lo que se experimenta al donar la propia sangre, pero no siempre se puede expresar como se quisiera. Intentemos reflexionar un poco para comprender mejor lo que significa donar gratuitamente la propia sangre.

La exhortación de Cristo:  "Curad a los enfermos" nos pone ya en la línea correcta para hallar la respuesta. Más allá de la generosa solidaridad y de la compasión natural, está el mandato de Cristo, al que obedecemos precisamente desde lo más íntimo de nuestro yo, donando sangre. Es una gran satisfacción cumplir de corazón el mandato que Cristo nos da de donar la salud.

Sin embargo, si queremos comprender mejor el contenido de nuestra acción, reflexionemos en el encuentro que estamos celebrando en esta hermosísima iglesia:  estamos cumpliendo el mandato de Cristo que nos dice claramente cómo cumplir la tarea de curar a los enfermos:  estamos abriendo las puertas de la eternidad, que convierte el tiempo en un presente pleno y permanente, donde en el cáliz encontramos la sangre de Cristo derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Así actuamos en conmemoración suya.

En la manera de pensar de la cultura semítica y de los pueblos limítrofes en la época de la presencia histórica de Cristo en la tierra, la sangre equivalía a la vida. En la concepción del tiempo se pensaba precisamente que la vida residía en la sangre, hasta el punto de que dar la vida significaba dar la sangre, y quitar la vida significaba derramar la sangre. A quien mataba a otro se le llamaba sanguinario.

En este contexto, cuando Cristo afirma que nos da el cáliz de su sangre quiere decir que nos da toda su vida, que nos hace partícipes de su misma naturaleza divino-humana; y cuando nosotros tomamos este cáliz, bebemos la misma divinidad; cruzamos el umbral del tiempo y la contingencia de lo perecedero, y entramos en la plenitud vital de la eternidad. Así, encontramos verdaderamente la salud y podemos curar a los enfermos, tomando la única medicina de inmortalidad.

Cristo habla de derramar su sangre por nosotros; es decir, no sólo nos da la vida y la verdadera salud; además, nos la da mediante su sacrificio cruento, donde, sin metáforas, en la realidad terrible de la cruz, nos da la verdadera salud. De la cruz pende la verdadera salud del mundo.

Considerar de modo particular que la finalidad por la que derrama su sangre es el perdón de los pecados nos lleva a comprender que, en efecto, el origen de la muerte y de las enfermedades está precisamente en la maldad introducida por nosotros, por la humanidad. Así pues, el origen está en el odio, en la destrucción, en la soberbia egoísta, en el culto de sí mismos, en querer ser el centro de todo, el criterio último de toda conducta, el dominador absoluto al que todos los demás se deben someter; a esta maldad se la llama cultura de la muerte.

Es imposible eliminar con nuestros medios humanos esta cultura de la muerte, antípoda de cualquier salud. La historia y la realidad que vivimos, nuestra experiencia diaria, son testimonios vivos y elocuentes. La curación sólo es posible con la acción omnipotente de Dios, nuestro Padre, que vence el odio con su amor infinito, personificado en el regalo, en la cruz, de su Hijo unigénito, el cual, con su amor infinito, exactamente igual al del Padre, es decir, el Espíritu Santo, nos une de tal modo a él, que nos hace hijos de Dios en el Hijo de Dios; y que por la preciosísima sangre del Hijo, en un amor inefable, nos asombra con la resurrección.

Vivimos en un mundo de símbolos:  acciones prácticas que, mientras se explican, esconden al mismo tiempo su riqueza. La donación de sangre que hacemos se inserta dentro de este mundo simbólico:  es un signo de nuestra solidaridad, nuestra compasión, nuestra responsabilidad, nuestra entrega a los demás, y oculta el misterio profundo de la existencia, sobre el que balbucimos algo gracias a la Eucaristía; nos sumergimos en el océano inmenso de Cristo redentor; participamos de algún modo en su saludable derramamiento de sangre. Y nuestra donación de sangre hace que la salud física se pueda comunicar a tantos hermanos nuestros; pero nuestra acción trasciende también la salud temporal y se extiende más allá de sus confines, hasta penetrar en el fondo mismo del misterio.

Así, nuestra donación de sangre se convierte en un himno a la vida, en un himno de victoria y resurrección, en una participación que prolonga la entrega de la sangre de Cristo y desmiente la más seductora mentira de la cultura de la muerte, que presenta como únicos vencedores en la vida a los que proclaman como valores supremos el egoísmo y el encerrarse en sí mismos, arrastrados por los impulsos de poder, placer y tener, por el afán de dominio. La donación de sangre se encuentra exactamente en el punto opuesto de esta cultura de muerte. Más aún, para los cristianos significa donarse a sí mismos a Dios y a los demás, incluso hasta la muerte:  estos son los verdaderos vencedores; en este camino de auténtica solidaridad, y sólo así, se realiza la única victoria posible, la victoria deslumbrante de la resurrección.

Os invito en esta santa misa a comulgar con la sangre de Cristo, que derramaréis también a través de vuestra propia sangre donada a los demás, por la salud de tantas personas, especialmente de los más pobres y necesitados.

 

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