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«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó» (Lc. 10, 30)

Introducción
La parábola del Buen Samaritano es una parábola especialmente vigorosa, personal, pastoral y prática. Es una parábola vigorosa, porque nos habla de la fuerza del amor, que trasciende todo credo y cultura, para «hacer» un prójimo de aquél que es completamente extranjero. Es una parábola personal, porque describe con profunda sencillez el germinar de una relación humana, incluso desde el punto de vista físico; tiene un toque personal, el de una persona que, trascendiendo los tabúes y sociales, le venda a otro sus heridas.
Es una parábola pastoral, porque está llena de ese misterio que supone la atención la asistencia al prójimo, y que constituye de la cultura humana, su elemento más valioso, y que se trasluce cuando el Buen Samaritano se acerca a servir al prójimo necesitado que acaba de encontrar. Es una parábola que es ante todo práctica, porque nos desafía a superar todas las barreras culturales y comunitarias para ir también nosotros y hacer lo mismo.
La profundidad, unida a la sencillez, de esta parábola del Buen Samaritano, nos conmueve cada vez que la leemos y meditamos sobre ella. Nos habla directamente al corazón. Nos porduce incluso una cierta turbación de conciencia. En esta parábola se cumple de forma convincente aquello de que «la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Heb. 4, 12). Y es significativo que escuchando el juramento hipocrático, se experimentan sentimientos semejantes a estos.
Aunque entre el juramento hipocrático y la parábola del Buen Samaritano hay un intervalo de siglos, existe entre ambos un nexo de unión. Los dos dan cauce a una preocupación común, la defensa de lo que podemos llamar el «Evangelio de la vida», una defensa que brota de un intéres y un respeto profundos por la persona humana.
«Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn. 1, 14), es confiada a la solictud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia,afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el evangelio de la vida por el mundo entero y a toda criatura (cf. Mc. 16, 15)» [1]. Este compromiso, esta preocupación, será precisamenteel centro de nuestras reflexiones compartidas a lo largo de los tres días de la X Conferencia Internacional organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de los Agentes Sanitarios. Examinando el programa de la Conferencia, he podido comprobar que los temas asignados a los distintos ponentes tratarán de iluminar, desde la diversidad de un enfoque interdisciplinar, el lema: «De Hipócrates al Buen Samaritano». Entre los temas a tratar destacan: el sufrimiento; la atención a los enfermos; la curación de las heridas; el médico, un hombre para los demás; medicina y moralidad; la mujer en la historia de la asistencia a los enfermos. Por mi parte, como Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, me propongo ofreceros una meditación orante - pero prática - sobre la Parábola del Buen Samaritano.
Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó. Jerusalén es la ciudad santa, la ciudad del Templo, escogida por Yahvéh como lugar de su morada. Jerusalén simboliza lo divino y lo sagrado. En cambio, en la Escritura Jericó representa con frecuencia el mundo. Según Orígenes, «aquel hombre de que nos habla el Evangelio, que bajaba de Jerusalén a Jericó y que cayó en manos de unos ladrones, sin duda era un símbolo de Adán, que fue arrojado del paraíso al destierro de este mundo. Y aquellos ciegos de Jericó, a los que vino Cristo para hacer que vieran, simbolizaban a todos aquellos que en este mundo estaban angustiados por la ceguera de la ignorancia, a los cuales vino el Hijo de Dios» [2]. En cierto sentido Jericó simboliza la cultura secular. Y el Hombre que baja de Jerusalén a Jericó representa a toda la Humanidad, a todos nosotros. Como él, somos viajeros, somos peregrinos que caminamos juntos. En un momento dado del camino, sufrimos una emboscada, el robo, el despojo, que nos priva de lo mejor que tenemos, la sagrada centella divina.
La religión expresión de nuestra relación con Dios - y lo sagrado pertenecen al corazón mismo de la cultura. Pero, como hacía notar el Papa Pablo VI, «la ruptura entre Evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas» [3]. Cuál es la respuesta que damos, como Iglesia, ante este «cuerpo» de la humanidad, que yace herido y asaltado a la vera del camino? No tendríamos que cuidarlo, hasta que recobre su salud y su gloria primeras? En nuestra exposición trataremos esta gran parábola desde tres prespectivas: como invitación a la compasión, como dasafío a asumir el compromiso, y, finalmente, como experiencia del gozo de la comunión.

1. La llamada a la compasión
Hay un abismo entre la mera lástima y la compasión. El sentimiento de lástima empieza y termina en uno mismo. La lástima por el que sufre nos da sentimentos, pero permanece como encerrada en uno mismo, y no da fruto, no lleva a la acción. Como máximo, la lástima termina con un suspiro o con un encogerse de hombros. En cambio, la compasión nos impulsa a salir de nostros mismos, porque no nos da un mero sentimiento, sino que nos hace sentir con el que sufre. Tener compasión es sufrir con el herido, con el que sufre, compartir su dolor y su agonía.
Es verdad que nunca podremos penetrar del todo en el dolor del prójimo. Con frecuencia tenemos que resignarnos a ser meros espectadores silenciosos de la agonía ajena. Pero la compasión nos ayda de algún modo, no sólo a sentir, sino a sentir con la persona que sufre. Es así como sentía compasión el mismo Jesús, el Buen Samaritano por excelencia. Sufría con - y en - las personas a las que servía. Sentía su misma hambre y su misma pena, comprendía su dolor, mostraba su amistad y su simpatía a los pecadores, posaba su mano sobre los condenados al ostracismo. Jesús asumió una humanidad para poder cargar sobre sus espaldas el dolor de la flagelación. «Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb. 4, 15). Siglos antes de su nacimiento, ya había profetizado Isaías: «¡Y sin embargo eran nuestras dolencias las que él llevaba, y nuestros los dolores que él soportaba! [...] Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53, 4-5).
La verdadera compasión no nos deja indiferentes o insensibles ante el dolor ajeno, sino que nos impele a ser solidarios con el que sufre. La solidaridad «no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Ala contrario, es ladeterminación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» [4]. A veces podemos ser como el sacerdote o el escriba que, viendo al herido, pasaron de largo dando un rodeo. Podemos ser espectadores silenciosos, temerosos de comprometernos por no mancharnos las manos.
Es fácil encontrar analogías en la cultura contemporánea. Los medios audiovisuales nos traen a la intimidad del hogar escenas horripilantes de guerra y de violencia, de hambre y de necesidad, de enfermedad y dolencia, y de desastres naturales como las inundaciones o terremotos. Corremos el riesgo de embotarnos en una cultura que contempla de modo pasivo sin hacer nada. En vez de actuar, acabamos siendo meros espectadores. Pero la compasión nos impele a salir de nosotros mismos, a tender la mano a los necesitados. Nos hace salir de la cómoda crisálida de nuestro ensimismamiento para tender una mano amorosa y servicial a todos los que tienen necesidad de nuestra ayuda.
En este sentido, no conviene restringir el concepto de «salud» hasta el punto de que sólo haga referencia al simple bienestar corporal o físico. En su sentido simbólico, la «salud» adquiere una gama de significados mucho más amplia. Hay sociedades y culturas enteras que están «en la cuneta», que han sufrido una «emboscada», y a causa de los antivalores del consumismo y del materialismo yacen «heridas», despojadas de lo más valioso y más hermoso de la cultura humana, porque, cayendo en una actitud hostil o hasta indiferente, se ven privadas de Dios. Estamos tan deshumanizados desde el punto de vista cultural, que hemos llegado a perder el sentido de Dios. Y, con el paso de los años, hemos dado un paso más, hemos alimentado una increencia que ha desembocado en la indiferencia religiosa. La indiferencia es aún peor que la hostilidad militante. El que es hostil, al menos reconoce la presencia del otro, aunque reaccione violentamente contra él; en cambio, el indiferente ignora al otro, y le trata como si no existiera. Ésta es la indiferencia y la insensibilidad del que hacen gala el sacerdote y el levita, cuando pasan de largo dando un rodeo, y dejan al pobre herido desangrándose en la cuneta. Ésta es la indiferencia que pervive en la anticultura de hoy, una anticultura del aislamiento mutuo y de la trivialización de todo.
Pero el colmo de nuestra depravación está en la pérdida del sentido de Dios. Ysi llegamos a perder el sentido de la Paternidad de Dios, perdemos necesariamente, en el mismo proceso, el sentido de fraternidad con todos los hombres. Pero, a pesar de esta negación de Dios, a pesar de nuestra indiferencia hacia Él, nos llena de esperanza y optimismo la consideración de que el Dios cristiano es un Dios que resucita a los muertos, un Dios que devuelve la vida, que la renueva, que devuelve la esperanza, resucitando glorioso como un ave fénix de sus cenizas. Por ello, la Iglesia tiene que llegar a las culturas que han perdido a Dios cayendo en la indiferencia, tiene que llegar a las culturas que han caído en el sueño de la muerte, siendo como una prolongación en el espacio y en el tiempo de Jesucristo, el Buen Samaritano, con su servicio, ofreciendo la Buena Noticia del Evangelio. Estas culturas nos piden con su silencio que actuemos, que nos comprometamos. Y cuando la Iglesia y la fe cristiana penetran en la carne de una cultura, se repite el misterio de la Encarnación.
La Palabra se hace carne y habita entre nosotros. Se hace semejante a nosotros en todo menos en el pecado. «Sin la Encarnación no hay salvación: Cristo no nació en el vacío. Tomó carne en el seno de María, y toda su vida está entretejida con la realidad sociocultural de su tiempo. Siendo Palabra de Dios habló con un lenguaje humano, en una lengua específica, con una herencia cultural muy determinada. Las culturas se pueden comparar de modo análogo a la humanidad de Cristo. Por el misterio de la Encarnación. Cristo entra en la cultura desde dentro, la purifica, y la reorienta hacia Dios, el Dios que quiere ser adorado en espírito y en verdad» [5]. La Iglesia tiene que ser como el Buen Samaritano, que se preocupó por la situación del hombre que estaba medio muerto a la vera del camino, y le ayudó; la Iglesia tiene que entrar en estas culturas, heridas o enfermas, y revitalizarlas, ofreciéndoles el Evangelio de la vida.

2. El desafío de asumir el compromiso
La palabra que quizás exprese mejor la actitud y la obra del Buen Samaritano es la de compromiso. El samaritano podía haber hecho lo mismo que el sacerdote y que el levita, y pasar de largo dando un rodeo. Podía haber cerrado sus entrañas, negándose a dar una respuesta ante esta necesitad vital. Pero se detiene. Se detiene para inclinarse ante el necesitado, para ganárselo. Y en el mismo instante en que se detiene para asistir a este desconocido que había caído en manos de bandidos, en ese momento nace un prójimo. La compasión que nace del amor es creadora: ¡crea un prójimo! «Podríamos incluso hablar de un sacramento, de un sacramento del amor: cuando alguien pone a disposición del prójimo su mismo ser vivo, su corazón, su fuerza, sus energías, entonces Dios hace entrar en juego su fuerza creadora, y surge el milagro de la relación con el hermano» [6].
Nuestro mundo es en verdad un mundo constantemente amenazado por una insensibilidad creciente de cara al sufrimiento. Nos hemos acostumbrado tanto al sufrimiento, a la enfermedad y al hambre, que somos capaces de pasar junto a las situaciones más horripilantes sin tan siquiera pestañear. Nos hemos acostumbrado a ver cómo se levantan los rascacielos, imponentes, sobre el telón de fondo de barrios mugrientos. Ante uno de los genocidios más masivos de la historia, la comunidad internacional contempló en silencio el grotesco espectáculo de la eliminación de miles y miles de personas. La vida se ha vuelto tan precaria, que hemos llegado a inventar expresiones eufemísticas para acallar nuestros remordimientos de conciencia. Así, hablamos de «interrupción del embarazo» y de «eutanasia», como si fuera posible desligar estas expresiones de la dignidad sagrada de una persona humana que es ejecutada sin piedad.
La Iglesia, cual Buen Samaritano, está comprometida con la salud y la vida. En el caso del Buen Samaritano, llama la atención que se acerque a asistir a un judío, a pesar de que los judíos no se trataban con los samaritanos. Pero gracias a este acercamiento amoroso, entre dos personas que hasta entonces no habían tenido relación empieza una relación movida por el amor, y ¡nace un nuevo prójimo! No es precisamente el amor el que llama al prójimo a la existencia?
El texto evangélico del capítulo 10 de Lucas habla simplemente de «un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó». Un hombre anónimo que puede ser representante de cualquier nación, cultura o comunidad, incluso de cualquier raza o religión. Un hombre cualquiera, cualquier hombre necesitado. Toda persona necesitada es mi prójimo. «Es un necesitado cualquiera que se cruza en mi camino, no importa cuál sea su nombre, raza o religión. No perdamos tiempo intentando saber los detalles; lo importante es no pasar dando un rodeo. Sólo una cosa debe importarnos: que este pobre hombre me necesita, ¡y su nombre es Jesús!» [7].

3. El gozo de la comunión
El mundo en que vivimos es un mar de sufrimientos. Pienso ahora en los millones de personas que sufren físicamente en los hospitales, en los asilos, y en las clínicas para enfermos en fase terminal. Me vienen a la mente tantos niños, demasiado pequeños para comprender el misterio del sufrimiento, pero ya maduros para experimentarlo. Me acuerdo de los chicos jóvenes que en su lozanía lloran de dolor ante sufrimientos insoportables, y también de los ancianos, débiles y fatigados, luchando y jadeando por un aliento más de vida. Pienso en el sufrimiento espiritual de tanta gente: la soledad de los esposos separados; el aislamiento de los huérfanos que nunca han conocido el calor de un hogar o una caricia de sus padres; la agonía de los drogadictos; la angustia de los que sufren la muerte de un ser querido; la pena de los que sufren en soledad la distancia de aquellos a quienes aman. En verdad, el sufrimiento es nuestro patrimonio común. Tiene un sentido este sufrimiento? Cuál es el sentido humano del sufrimiento? Como decía sucintamente Paul Claudel,«Dios no vino a eliminar el sufrimiento, sino a llenarlo con su presencia». Jesús no suprime el sufrimiento, sino que lo eleva.
¿Cuál ha de ser nuestra actitud ante el sufrimiento? «La parábola del buen Samaritano pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto, cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido "pasar de largo", con indiferencia, sino que debemos "pararnos" junto a él. Buen Samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que ése sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad» [8]. La compasión por el que sufre, que nos impulsa a asumir el compromiso de la acción saliendo al encuentro de su dolor, desemboca en una comunión por la que todo hombre o mujer que sufre se convierte en mi hermano o hermana.
Es una verdad extraña, pero el sufirmiento une. Nos acerca a los que sufren, y quizás nos acerca incluso a nosotros mismos. Cuando nos sentimos abajados, débiles e indefensos, no sólo experimentamos de modo agudo nuestra creaturalidad ante Dios, sino también nuestra solidaridad con el resto de la humanidad. Quizás podamos olvidarnos de aquellos con los que hemos reído juntos; pero nunca olvidaremos a aquellos con los que hemos llorado. Es éste el vínculo que lleva a la comunión. «El amor se asemeja algo al clarividente, tiene esa capacidad de ver a través de lo oculto, de comprender lo que todavía no ha sido presentado, de discernir lo que aún tiene que acontecer» [9]. Pero aún hay otra Persona con la que entramos en comunión cada vez que alargamos la mano para servir al enfermo y al necesitado. Esa Persona no es otra que el mismo Jesucristo. Él mismo nos lo dice en términos inequívocos: «En verdad os digo: cuanto hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). La grandeza o la pequeñez de nuestro amor y de nuestro servicio a Dios no es otra que la del amor y del servicio a nuetsro prójimo necesitado. En último análisis, es el amor lo único que cuenta. Es lo que San Juan de la Cruz supo resumir tan maravillosamente cuando dijo: «En el atardecer de la vida, nos examinarán en el amor».
El mensaje de la parábola del Buen Samaritano se puede resumir en tres palabras: compasión, compromiso y comunión. La compasión nos hace sentir con -y enlos que sufren; este sentir con el projimo nos lleva a un compromiso de amor y servicio para con los necesitados; y este compromiso desemboca en una comunión amorosa, comunión con aquellos necesitados a los que servimos, y comunión también con el mismo Dios.

Conclusión
Quisiera terminar esta meditación con una pequeña anécdota. En cierta ocasión un rabino estaba instruyendo a sus discípulos. En el curso de su lección, les preguntó: ÇCuándo comienza el día?». Uno le contestó: «Cuando se alza el Sol y sus blandos rayos besan la Tierra que reverbera como el oro, entonces comienza el día». Pero su respuesta no complació al rabino. Entonces otro discípulo apuntó: «Cuando los pajarillos empiezan a cantar a coro, y la naturaleza misma despierta a la vida después del sueño nocturno, entonces comienza el día». Pero tampoco esta respuesta gustó al rabino. Y así, uno tras otro, todos los discípulos fueron dando sus respuestas. Pero ninguna de ellas agradada al rabino. Por último, se rindieron todos, y le preguntaron excitados: «Ahora,¡díganos usted mismo la respuesta correcta! Cuandocomienza el día?» Y el rabino contestó sin alterarse: «Cuando ves a un extraño en la oscuridad, y reconoces en él a tu Hermano, entonces despunta el día! Si no reconoces en el extraño a tu hermano o hermana, ya puede alzarse el Sol, ya pueden cantar los pájaros, ya puede despertar a la vida la misma naturaleza, que en tu corazón sigue siendo noche y oscuridad».
Es el amor el que nos da ojos para ver, corazón para sentir, y manos para asistir. «La vocación del cristiano es la de derramar generosamente la alegría por los nuevos caminos de los hombres de nuestro tiempo, a menudo inéditos, a menudo peligrosos, pero siempre abiertos al hombre de la calle, homo viator, desde el tiempo a la eternidad, en busca de la felicidad, feliz de encontrar a Jesús, compañero de Emaús» [10]. Pido a Dios en esta mañana en que vamos a empezar nuestras deliberaciones, que nos llene a todos con la luz del amor, que nos mueva a salir de nosotros mismos para asistir a los necesitados, igual que el Buen Samaritano con el hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó, con este hombre que representa a toda la humanidad, en su peregrinar terreno, que está herido y desangrándose, despojado de lo más profundo que hay en su cultura, y en el que hay que infundir la novedad de la esperenza, de la salud y de la felicidad, impregnándolo de lo divino, de lo sagrado, para restaurar en él su gloria primera. Es lo que dijo San Ireneo: «La gloria de Dios, es el hombre viviente, y la vida del hombre, es la visión de Dios» [11]. Entonces la parábola del Buen Samaritano se hará viva y nos hablará al corazón, porque entonces sabremos quién es nuestro prójimo, y cumpliremos el mandato que Jesús dio al escriba del Evangelio: «Ve, y haz tú lo mismo». Se nos invita a algo que va más allá de toda ley. Cristo nos desafía a abrirnos al compromiso y a la comunión de su mandamiento nuevo.

Cardenal Paul Poupard
Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura

Notas
1 JUAN PABLO II, Carta encíclica Evangelium vitae, 1995, n.3.
2 ORíGENES, Homilías 6,4, tomado de la segunda lectura del Oficio de lectura del jueves X del tiempo ordinario.
3 PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 1975, n.20.
4 JUAN PABLO II, Carta encíclica Sollicitudo rei socialis, 1987, n.38.
5 Rooted in Cultures ... Fruitful in Christ, Office of Education and Student Chaplaincy, F.A.B.C., Manila, 1995, p. 16.
6 ROMANO GUARDINI, Volontá e Verità, Morcelliana, 1978, p. 149.
7 EDUARDO CARDENAL PIRONIO, «Homo quidam», Dolentium hominum,1986, n.1, p. 8.
8 JUAN PABLO II, Carta apostólica Salvifici doloris, 1984, n.28.
9 ROMANO GUARDINI, op. cit., p. 150.
10 CARDENAL PAUL POUPARD, Felicidad y fe cristiana, Barcelona, Horder, 1992, p. 163- 164.
11 SANT'IRENEO, Adversus Haereses, IV, 20, 7.

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