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  CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS

CONGRESO DE APOSTOLADO SEGLAR
TESTIGOS DE LA ESPERANZA
(12-14 DE NOVIEMBRE DE 2004)

 

INTERVENCIÓN DE MONS. STANISŁAW RIŁKO
"EL LAICADO EUROPEO, SITUACIÓN Y PERSPECTIVAS"

Palacio Municipal de Congresos
Parque Ferial Juan Carlos I, Madrid
Domingo 14 de noviembre de 2004

 

1. Al finalizar este Congreso del apostolado de los laicos resulta ineludible lanzar una mirada sobre Europa. Los cambios epocales que están marcando la idiosincrasia de nuestro continente exigen que la presencia de los cristianos sobrepase los confines de sus respectivos Países, y que su testimonio y su empeño se difundan hasta que su voz resuene en el inmenso areópago de la Europa de hoy. Un espacio repleto de desafíos, como veremos. Precisamente, entre las responsabilidades mayores que afronta el laicado europeo —del que esta relación tratará de describir la situación y las perspectivas— destaca la responsabilidad de ejercer la ciudadanía europea, especificada por la conciencia de la propia identidad de bautizados.

Empezamos pues por trazar un retrato de nuestro continente. ¿Cómo es, qué es la Europa de nuestros días? ¿Cuáles son sus rasgos característicos? La Europa de hoy presenta caras diferentes y bajo algunos aspectos contradictorias. Está la Europa de las grandes ilusiones y las grandes esperanzas de progreso, de libertad y democracia, de bienestar, de solidaridad y de paz. En una palabra, la Europa soñada por sus fundadores como casa común de los pueblos europeos desde el Atlántico hasta los Urales. Y está la otra Europa, la que engendra preocupación y fuerte perplejidad[1]. Es la Europa de los nuevos muros divisorios, de democracias cada vez más frágiles, tocadas por una profunda crisis de valores y amenazadas por antiguas y nuevas ideologías, entre las que destaca la ideología del “políticamente correcto”. Basada sobre el relativismo nihilista, esta ideología genera una cultura hostil al hombre desde diversos puntos de vista, especialmente en el ámbito del respeto de la dignidad de la persona humana, del derecho a la vida, de la institución familiar, de la libertad educativa. Es la Europa opulenta que está perdiendo su alma; el continente de la “apostasía silenciosa” de una humanidad harta que vive como si Dios no existiese[2] , y en el que la secularización asume forma institucional, convertida en un neopaganismo combatiente con dogmas propios y misioneros aguerridos. La cultura dominante de nuestro tiempo ha infiltrado en las mismas instituciones europeas un fuerte prejuicio anticristiano. Lo reconocen incluso observadores que se autodefinen “laicos”, uno de los cuales escribe al respecto: «El prejuicio anticristiano es el pórtico de la secularización ya profusamente consumada en Europa. En el espacio público de la Europa secularizada, los cristianos pueden ser tolerados sólo si son “transigentes” con las ideologías dominantes»[3]. Tenemos aquí la Europa del pluralismo sin límites y sin brújula, que renegando sus raíces cristianas pierde cada vez más su identidad.

Entonces: ¿Adónde vas Europa? Quo vadis Europa? Esta pregunta se la ponen hoy , con profunda inquietud, muchos ciudadanos europeos. Nos la ponemos también nosotros al final de este Congreso. Y la ponemos aquí, en España, de dónde en el ya lejano 1982 partió aquel grito profético de Juan Pablo II: «Yo Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago de Compostela, grito con amor a ti, antigua Europa: ¡Renueva tus raíces! Vuelve a vivir los valores auténticos que han hecho gloriosa tu historia y fecunda tu presencia en los otros continentes [...]. Tú puedes ser aún faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los otros continentes te miran y esperan de ti la respuesta que Santiago le dio a Cristo: “Lo puedo”»[4]. Y, veinte años después, concluido el proceso de cambios radicales desencadenados en Europa por el derrumbamiento de los regímenes comunistas, el Papa —gran profeta de esperanza— no se cansa de repetir: «Europa, que estás comenzando el tercer milenio, “vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces” [...] ¡No temas! El Evangelio no está contra ti, sino a tu favor [...]. ¡Ten confianza! En el Evangelio, que es Jesús, encontrarás la esperanza firme y duradera a la que aspiras [...]. ¡Ten seguridad! ¡El Evangelio de la esperanza no defrauda!»[5]. Nace de aquí el motivo que tanto preocupa al Papa y a toda la Iglesia por la omisión de esa referencia a las raíces cristianas en el Tratado constitucional europeo, firmado en Roma el 29 de octubre pasado, porque: «¡Una sociedad que olvida su pasado está expuesta al riesgo de no ser capaz de afrontar su presente y, peor aún, de llegar a ser víctima de su futuro!»[6].

Al finalizar los trabajos del Congreso del apostolado de los laicos, el horizonte que se abre ante vosotros es precisamente éste: Europa como tierra de misión. La nueva evangelización de nuestro continente es una tarea urgente, que debe correr a cargo de los mismos cristianos europeos. Cada uno de ellos debe sentirse interpelado hic et nunc, aquí y ahora. El dramatismo de los tiempos, debe hacer subir a los labios de cada uno las palabras del viejo proverbio: «¿Si yo no, quién en mi lugar? ¿Si ahora no, cuándo?» Escribe el Papa en la Christifideles laici: «Nuevas situaciones, tanto eclesiales, como sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso»[7].

2. Sobre el fondo de la Europa de nuestros días, tratemos ahora de delinear otro retrato, el retrato del cristiano laico que tanto la Iglesia en Europa como la misma Europa necesitan con extrema urgencia. ¿Cuáles son los rasgos que deberían caracterizarlo? En mi opinión, son tres los rasgos fundamentales. El primero es una identidad clara y firme. El intento de neutralizar la presencia cristiana en el mundo de hoy pasa por la propuesta de modelos de vida que siembran confusión y extravío también entre los discípulos de Cristo. En muchos la cultura del pensamiento débil genera personalidades frágiles, fragmentadas, incoherentes. El dogma del “políticamente correcto” se convierte en un imperativo absoluto, que contradiciéndose a sí mismo, alimenta un peligroso proceso de homologación. Y, a pesar de sus continuas llamadas a la tolerancia, de hecho no tolera la más mínima diversidad. En la actual sociedad pluralista toda expresión explícita de la propia identidad cristiana viene etiquetada como fundamentalismo o integrismo. Por ello, la fe se convierte en un hecho rigurosamente confinado a la esfera de la vida privada.

Ante esta situación, ¿cómo defender y cómo reforzar nuestra identidad católica en la sociedad posmoderna que quiere hacernos “invisibles” en cuanto cristianos, porque somos incómodos? Hoy más que nunca se necesitan cristianos coherentes, con una fuerte conciencia de su vocación y de su misión. Para un cristiano —como el Papa nos recuerda— “ser uno mismo” es fundamental: «El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del “hacer por hacer”. Tenemos que resistir a esta tentación, buscando “ser” antes que “hacer”»[8]. Hace falta pues redescubrir la esencia del cristianismo: el encuentro personal con Jesucristo. Redescubrir el cristianismo como un acontecimiento real que ocurre hoy en nuestra vida, como ocurrió en la vida de los primeros discípulos. El cristianismo no es una doctrina por aprender, ni tampoco un simple código ético. El cristianismo es una Persona, la persona viva de Cristo que hay que encontrar y acoger en la propia vida. Porque sólo este encuentro cambia realmente la existencia de las personas y da el sentido último y definitivo a nuestro destino. El Papa no deja de recordárnoslo: «No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!»[9].

Para nosotros cristianos ha llegado el momento de reconocer el valor y la belleza de una vocación y de una misión vividas a fondo. Y ha llegado el momento de liberarnos de nuestros complejos de inferioridad respecto al mundo así llamado laico, para ser atrevidamente nosotros mismos, discípulos de Cristo. ¡Debemos reapropiarnos el significado de nuestra identidad y estar orgullosos de ella! Hace falta por tanto remontar hasta el Bautismo y al cometido que este sacramento tiene en la vida del cristiano. Como Juan Pablo II explica: «No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios»[10]. He aquí el punto del que siempre hay que partir: el Bautismo y una verdadera y adecuada iniciación cristiana de los bautizados. Todo el patrimonio genético, por así decir, del cristiano se contiene en este sacramento. «Criatura nueva» (2Cor 5, 17), el bautizado tiene el deber de testimoniar en el mundo la novedad y la belleza de la vida recibida gratuitamente en Cristo. Las riquezas espirituales encerradas en el Bautismo son asombrosas y es nuestra misión tratar de vivirlas en plenitud. Ser santo no significa otra cosa. La santidad es sólo un «“alto grado” de la vida cristiana ordinaria»[11]. Ciertamente, vivir hasta el fondo la propia vocación cristiana no es fácil: requiere la capacidad de elecciones radicales y requiere a menudo el coraje de ir contracorriente y el empeño en una lucha permanente contra la mediocridad que siempre nos acecha. Pero merece la pena apostar por esta aventura espiritual que, única en su género, no decepciona. Ser cristiano significa ser portadores en el mundo de una energía divina asombrosa. No sin motivo, san León Magno exhortaba: «¡Reconoce, oh cristiano, tu dignidad!» (Sermo XXI, 3). No sin motivo, durante el Jubileo del apostolado de los laicos del año 2000 el Papa decía: «Si sois lo que debéis ser, es decir, si vivís el cristianismo sin componendas, podréis incendiar el mundo»[12]. No necesitamos otra cosa...

3. Volvamos a nuestro retrato del cristiano laico. La segunda peculiaridad que debería caracterizarlo - estrechamente unida a la anterior es la audacia de una presencia visible e incisiva en la sociedad; la audacia de ser verdaderamente «levadura evangélica», «sal y luz» del mundo. En no pocos Países europeos, incluso en aquellos de antigua tradición cristiana, nosotros los cristianos estamos convirtiéndonos en una minoría. Pero un conocido escritor católico italiano advierte que no es este nuestro verdadero problema. Nuestro verdadero problema, dice Vittorio Messori, no es ser minoritarios sino haber llegado a ser marginales, irrelevantes. La sal en las comidas es minoritaria, pero da sabor; la levadura en la masa es minoritaria, pero hace fermentar. Por falta de coraje y por nuestra mediocridad, nosotros los cristianos llegamos a ser cada día más insignificantes e inútiles: una sal que ya no da sabor, una levadura que no fermenta, una luz apagada[13]. Cristo sigue diciendo a cada generación de cristianos, y por tanto también a la nuestra: « «Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? [...] Vosotros sois la luz del mundo [...] Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 13-16. Pero un conformismo seductor, dictado por la cultura dominante, nos ha domesticado y nos hemos vuelto sosos, apagados, invisibles. Hoy se podría incluso llegar a afirmar que esta irrelevancia es la condición sine qua non para que la sociedad soporte la presencia de los católicos en la vida pública y política. Así, el ejercicio de la tolerancia, principio portaestandarte del mundo “políticamente correcto”, está también regulado por pesos y medidas diferentes. A este propósito escribe el cardenal Joseph Ratzinger: «Pienso que podría llegarse a una situación en la que haga falta oponer resistencia; resistencia a una dictadura de tolerancia aparente que intenta poner fuera de juego el escándalo de la fe, liquidándolo como intolerante. Sale así a relucir la intolerancia de los “tolerantes”. Pero la fe no busca el conflicto, busca un espacio de libertad y de tolerancia recíproca»[14].

Los cristianos, al igual que los demás, tienen derecho a participar activamente en la vida pública y en los debates culturales, económicos y políticos que les conciernen como ciudadanos, y tienen el derecho de ocupar puestos institucionales. Desgraciadamente en los últimos tiempos se van difundiendo en Europa ideas que ponen en peligro, bajo diversos aspectos, el efectivo ejercicio de la libertad religiosa. El Papa ha tratado este argumento en muchas ocasiones, especialmente en el contexto del reciente debate sobre el Tratado constitucional europeo y sobre la laicidad del Estado, pronunciando palabras muy fuertes y decididas: «Se invoca a menudo el principio de la laicidad, de por sí legítimo, si se entiende como la distinción entre la comunidad política y las religiones [...]. Sin embargo, ¡distinción no quiere decir ignorancia! ¡Laicidad no es laicismo! Es únicamente el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre ejercicio de las actividades del culto, espirituales, culturales y caritativas de las comunidades de creyentes. En una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y la nación»[15]. El debate sobre las raíces cristianas de Europa ha puesto en toda su evidencia una preocupante cerrazón ideológica de las instituciones comunitarias frente al hecho religioso y especialmente frente al cristianismo; un síntoma que no puede dejar de suscitar en nosotros una profunda preocupación.

Es este, a grandes líneas, el contexto socio-cultural en el que hoy nos llega también la voz de Cristo: «Vosotros sois la sal de la tierra [...]. Vosotros sois la luz del mundo». La fe no es una cuestión privada. Los discípulos de Cristo tienen una misión precisa que cumplir en el mundo, en el que son llamados a cuidar y hacerse cargo del hombre, de su dignidad, de su verdad integral. No es una tarea fácil. Se requiere una conciencia moral recta, bien formada, fiel al magisterio de la Iglesia. Porque, la transformación del mundo y de sus estructuras o pasa a través de las conciencias o se reduce a cambios superficiales y efímeros. Se necesita el coraje de una presencia visible e incisiva, el coraje de ser “signo de contradicción” en el mundo. Desgraciadamente, hoy, aumenta el número de los cristianos que viven por así decir un cristianismo “anagráfico” o condicional y limitativo. Son aquellos cuyo nombre duerme en el registro de los bautizados y basta. Y son aquellos que a menudo escuchamos decir: “Soy católico, pero...”, “Soy creyente, pero...”. Frecuentemente nosotros los cristianos corremos tras los dictados de la cultura dominante, imitando los discursos de este mundo y olvidando quiénes somos. Varias veces, en los últimos tiempos el Papa ha vuelto a animar los católicos a participar activamente en la vida pública de sus propios Países, aportando el empuje profético del Evangelio y toda su frescura creativa. Los cristianos pueden ser los artífices del proyecto de un mundo que corresponda verdaderamente a la dignidad de la persona humana y a su vocación trascendente. Y pueden ser verdaderos “pioneros” de la modernidad[16]. Es importante que conozcan la doctrina social de la Iglesia y se inspiren constantemente en sus principios porque, como ha escrito Juan Pablo II: «Para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano»[17]. En este sentido, la reciente publicación del “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”[18] es una importante ayuda tanto para los Pastores como para los fieles laicos.

En este inicio de milenio, los cristianos debemos despertarnos del letargo de la superficialidad, de la distracción y de la indiferencia. Debemos contemplar el coraje de los confesores de la fe. Debemos recuperar la certeza de la fe en Jesucristo. Un coraje y una certeza basadas en la promesa del Señor: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

4. La tercera y última peculiaridad del retrato del cristiano laico que estamos delineando es el sentido de la pertenencia eclesial. ¿Por qué es esta característica tan importante? La vida moderna nos hace experimentar y, a veces, nos impone compromisos de todo tipo, connotados por la parcialidad, la superficialidad, y no raramente antitéticos. El resultado son los casos cada vez más frecuentes de fragmentación, e incluso de desintegración de las personalidades y de crisis dramáticas de identidad. El hombre de hoy, obligado a jugar muchos papeles diferentes y a menudo incompatibles, al final se desorienta y no sabe ya quién es. Este riesgo lo corren también aquellos cristianos a quienes falta un punto firme de referencia, el sentido de una pertenencia fuerte y “totalizante”, capaz de unificar todas las dimensiones de la vida y de darle un sentido completo. Uno de los desafíos que la sociedad posmoderna lanza a la Iglesia es precisamente éste: cómo fomentar en los cristianos el sentido de la pertenencia eclesial, premisa indispensable para todo proceso de educación y formación en la fe. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «“Creer” es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe»[19].

En este contexto, ¿cómo no hacer referencia a la “nueva época asociativa” de los fieles laicos, verdadero don del Espíritu Santo a la Iglesia de hoy? Juan Pablo II la indica como uno de los signos más prometedores de la “primavera cristiana”, nacida del Concilio Vaticano II a través de su eclesiología y su teología del laicado[20]. Las asociaciones laicales, los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades son de importancia vital para la Iglesia en los albores del nuevo milenio, pues suscitan en muchos laicos un fuerte sentido de pertenencia eclesial. Desde este punto de vista, estamos viviendo en la Iglesia un verdadero kairos particular. Vienen a la mente las palabras del Profeta: «He aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un camino, ríos en el páramo» (Is 43, 19). Esta nueva época asociativa de los fieles laicos no hay que verla por tanto como un problema, sino como un don y como una oportunidad pastoral para las mismas parroquias, que continúan «conservando y ejerciendo su misión indispensable y de gran actualidad en el ámbito pastoral y eclesial»[21].

El Papa, grande e incansable promotor de esta “nueva época asociativa”, reclama el renacimiento y el crecimiento de beneméritas asociaciones laicales presentes en la Iglesia desde antaño, como la Acción Católica: «Acción católica, ¡no tengas miedo! Perteneces a la Iglesia y te ama el Señor, que guía siempre tus pasos hacia la novedad jamás descontada y jamás superada del Evangelio»[22]. Y al mismo tiempo sigue con amor paternal los carismas que el Espíritu Santo no deja de prodigar con generosidad también a la Iglesia de nuestros días. ¿Cómo no recordar en este momento las vibrantes palabras del Papa a los participantes al inolvidable encuentro con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades en la Plaza de San Pedro en 1998? «En nuestro mundo, frecuentemente dominado por una cultura secularizada que fomenta y propone modelos de vida sin Dios —decía Juan Pablo II en aquella ocasión—, la fe de muchos es puesta a dura prueba y no pocas veces sofocada y apagada. Se advierte entonces con urgencia la necesidad de un anuncio fuerte y de una sólida y profunda formación cristiana. ¡Cuánta necesidad existe hoy de personalidades cristianas maduras, conocedoras de su propia identidad bautismal, de su propia vocación y misión en la Iglesia y en el mundo! ¡Cuánta necesidad de comunidades cristianas vivas! Y he aquí ahora, los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales. Ellos son una respuesta suscitada por el Espíritu Santo a este dramático desafío del fin del milenio. ¡Ellos son, vosotros sois, esta respuesta providencial!»[23]. Aquí merece la pena destacar como gran parte de los nuevos movimientos eclesiásticos han nacido precisamente en Europa, signo evidente de la vitalidad de la Iglesia en nuestro continente. Las asociaciones, los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades son verdaderos “laboratorios de la fe”, escuelas de santidad y de comunión, escuelas de fuerte pertenencia eclesial, es decir de una pertenencia que marca la vida.

5. El retrato del laico cristiano europeo que hemos intentado trazar no es un ideal inalcanzable o una utopía. En nuestra vieja Europa hay muchos cristianos que han propuesto como programa de sus vidas estas prerrogativas apenas bosquejadas y son por ello felices. Ciertamente, ¡se necesitan muchos más! «¡La mies es mucha y los obreros pocos! Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,38). Europa tiene necesidad de muchos y auténticos confesores de la fe.

Cuando se habla de confesores de la fe, el pensamiento vuela espontáneamente a tantos mártires que con su sangre han dado particular fecundidad espiritual al anuncio cristiano también en el continente europeo: «La sangre de los mártires es la semilla de los confesores», dice Tertuliano[24] . Juan Pablo II nos lo ha recordado con ocasión del Gran Jubileo del año 2000: «En nuestro siglo han vuelto los mártires, con frecuencia desconocidos, casi «militi ignoti» de la gran causa de Dios. [...] no debe perderse en la Iglesia su testimonio»[25]. Pensamos en las listas de víctimas causadas por las persecuciones religiosas perpetradas en el siglo veinte por las inhumanas ideologías ateas del comunismo y el nazismo, tanto en el Este como en el Oeste. Y pensamos en los mártires de esta tierra de España. Debemos recordarlos. Y debemos medirnos con su ejemplo, aunque no sea fácil. Porque los mártires de ayer interpelan nuestro modo de ser cristianos hoy; quizás demasiado cómodo, demasiado diluido, demasiado condescendiente con las tendencias de la modernidad. Ellos nos interpelan sobre el uso que hacemos del don de la libertad. “Semilla de confesores”, los mártires son en la Iglesia un manantial vivo de renacimiento espiritual y «la encarnación suprema del Evangelio de la esperanza»[26].

Juan Pablo II, gran profeta de esperanza en nuestros días, sigue infundiéndonos ánimo: «¡Iglesia en Europa, te espera la tarea de la “nueva evangelización”! Recobra el entusiasmo del anuncio [...] El anuncio de Jesús, que es el Evangelio de la esperanza, sea tu honra y tu razón de ser. Continúa con renovado ardor en el mismo espíritu misionero que, a lo largo de estos veinte siglos y comenzando desde la predicación de los apóstoles Pedro y Pablo, ha animado a tantos Santos y Santas, auténticos evangelizadores del continente europeo»[27].

Quiera el Señor que este Congreso marque un hito en la vida de muchos cristianos laicos españoles y que los empuje a un continuo descubrimiento del valor y de la belleza de su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. «Duc in altum! ¡Caminemos con esperanza!»[28].

 

MONS. STANISŁAW RYŁKO
Presidente

 


Notas

[1] Un atento observador la describe con este lucidísimo análisis: «Caído el totalitarismo comunista, otro espectro incumbe sobre Europa: el totalitarismo democrático. Mientras avanza y se extiende la integración de los pueblos en la “familia” de Europa, progresa en sentido inverso la desintegración de la persona, que cada vez encuentra más dificultad en relacionarse con los demás. La Europa nacida en la mente y el corazón de tres grandes europeos, navega ahora en un “pluralismo sin fronteras”, expuesta a todos los vientos, dispuesta a venderse al menor postor. “Nunca la diversidad ha sido una culpa tan espantosa como en este período de tolerancia” (Pasolini). El atractivo de un “futuro luminoso” se consuma en el atractivo del vacío» (Editoriale, “La Nuova Europa” [2004] pág. 2).

[2] Cfr Juan Pablo II, Exhortación apostólica Ecclesia in Europa, n. 9.

[3] A. Panebianco, Europa, giudizi e pregiudizi, “Corriere della Sera”, 16 de octubre de 2004, pág. 1. El mismo autor añade: «La prueba definitiva de la raigambre de este prejuicio anticristiano mayoritario ha sido el rechazo de introducir una referencia a las raíces cristianas en el preámbulo de identidad del Tratado constitucional europeo. [...] En nombre de sus (nuevos) prejuicios, Europa ha llegado al colmo de borrar una historia bimilenaria y de fingirse nacida ayer (con la Ilustración y la Revolución francesa). Sin comprender que renegar de la propia historia conlleva el rechazo de su identidad creíble. La laicidad de las instituciones europeas no habría sido comprometida por aquella referencia, y en cambio habría sido respetada la verdad histórica, sin la cual nunca se puede aspirar a una identidad seria»

[4] Juan Pablo II, Atto europeistico, “La traccia” II (1982), 1337/X.

[5] Juan Pablo II Exhortación apostólica Ecclesia in Europa, nn. 120-121.

[6] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el seminario organizado por la fundación “Robert Schuman” para la cooperación de los demócratas cristianos de Europa (7 de noviembre de 2003), n. 2.

[7] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Christifideles laici, n. 3.

[8] Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millenio ineunte, n. 15.

[9] Ibidem, n. 29

[10] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Christifideles laici, n. 10.

[11] Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millenio ineunte, n. 31

[12] Juan Pablo II, Homilía en la solemnidad de Cristo Rey. Jubileo del apostolado de los laicos (26 de noviembre de 2000), n. 5

[13] Cfr V. Messori, Confessori della fede nel nostro tempo, en: Riscoprire la Confermazione, Pontificium Consilium pro Laicis, Città del Vaticano 2000, pág. 22.

[14] J. Ratzinger, Dio e il mondo, Edizioni San Paolo, Cinisello Balsamo 2001, pág. 415.

[15] Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede (12 de enero de 2004), n. 3.

[16] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje a los participantes en la 44ª Semana Social de los Católicos Italianos, “L’Osservatore Romano”, 9 de octubre de 2004, pág. 4.

[17] Juan Pablo II, Carta encíclica Centesimus annus, n. 5.

[18] Consejo Pontificio de la Justicia y de la Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2004.

[19] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 181

[20] Cfr. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Christifideles laici, n. 29.

[21] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Ecclesia in Europa, n. 15.

[22] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en la IX Asamblea nacional de la Acción Católica Italiana (26 de abril 2002), n. 4.

[23] Juan Pablo II, Discurso con motivo del Encuentro de los Movimientos eclesiales y de las nuevas Comunidades (30 de mayo de 1998). “L’Osservatore Romano”, 1-2 junio 1998, pág. 6.

[24] «Sanguis martyrum, semen christianorum» (Apol., 50, 13: CCL I, 171).

[25] Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, n. 37.

[26] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Ecclesia in Europa, n. 13.

[27] Ibidem, n. 45.

[28] Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millenio ineunte, n. 58.

 

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