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Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes

V Congreso Mundial de la Pastoral de los Gitanos

Budapest, Hungría, 30 junio – 7 julio 2003

 

Puntos fundamentales para una pastoral de los Gitanos:

Perspectiva eclesial

 

S.E. Mons. Agostino Marchetto

Secretario

Introducción

Durante el IV Congreso Internacional de la Pastoral para los Gitanos, celebrado en Roma en 1995, se presentó la propuesta de redactar un Documento sobre Pastoral de los Gitanos, un “instrumento de trabajo” para ofrecer a las Conferencias Episcopales, a los Pastores de las Iglesias Particulares, a los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que trabajan en esta pastoral, y a todos los interesados en ella, a fin de asentar, de alguna manera, esta acción pastoral sobre métodos e iniciativas específicas que respeten las exigencias y las tradiciones de la población gitana.

La idea se vio reforzada por las palabras del Santo Padre Juan Pablo II, en su discurso a los Participantes al Encuentro Internacional de Estudio de los Directores Nacionales y Expertos de la Pastoral de los Nómadas, promovido por el Pontificio Consejo de la Pastoral para los Emigrantes e Itinerantes en diciembre de 2001. En aquella ocasión el Papa dijo: los nómadas “ahondan el sentido de la hospitalidad y de la solidariedad, y, al mismo tiempo, se fortalecen en la fe y en la esperanza en la ayuda de Dios. Al elaborar los principios y orientaciones de la pastoral de los Nómadas, convendrá, por tanto, prestar la debida atención a estos valores espirituales y culturales, ofreciéndoles un apoyo concreto para afrontar las complejas problemáticas que acompañan su camino en las diversas partes del mundo. Pienso, por ejemplo, a la dificultad de recíproca comprensión con el ambiente que les rodea, a la falta de estructuras de acogida adecuadas, a la educación, a la integración en el territorio. Sólo un compromiso pastoral atento y con amplitud de miras puede ofrecer una contribución determinante para brindar soluciones adecuadas a tales problemas” (1/12/2001)[1].

Sin embargo, para redactar un Documento que considerase lo más universal, era necesario llevar a cabo un análisis profundo de la realidad gitana en sus dimensiones sociológica, antropológica, teológica y eclesial, sin olvidar tampoco la perspectiva histórica y un examen del contexto jurídico y legislativo. Dada la vasta y compleja problemática del mundo gitano – basta pensemos en la terminología y en los diversos grupos que lo integran – la tarea ha resultado bastante ardua y laboriosa.

El primer borrador, con traducciones de la lengua original no siempre felices, fruto de casi un año de intenso trabajo, fue ampliamente difundido para el análisis, la consulta crítica, el apoyo, las reacciones, la evaluación. Las observaciones que nos han ido llegando son muy ricas y profundas, y exigen cierto esfuerzo para integrarlas en el texto base para un segundo borrador.

Con ocasión de este Congreso Mundial, me hubiera gustado, con todo, poder ofrecerles un bosquejo, integrado y bastante completo. A pesar de todo (“tempus fugit”) no ha sido posible.

Decidí, entonces, presentarles un texto que integra – creo que bien – lo que hasta el momento nos sirvió de base, ya que desarrolla la perspectiva eclesial que el documento final deberá tener. Mi intervención, por tanto, será una ulterior contribución al estudio que nos llevará a nuestra meta, tan deseada y nada fácil. Voy a comenzar con la alianza de Dios y la itinerancia de los hombres, que es el “Sitz im Leben” de los hermanos y hermanas gitanos.

La alianza de Dios y la itinerancia de los hombres

La figura del pastor y de su vida prevalentemente itinerante, ocupan un lugar privilegiado en la revelación bíblica. Ya a los albores de la humanidad, el sacrificio de Abel, un pastor, es agradable a Dios, a diferencia del de Caín, de vida sedentaria (Gn 4,2) y entregado a la construcción de ciudades (Gn 4,17). El episodio de la torre de Babel, “cuya cima alcance el cielo” (Gn 11,4) es un intento de alcanzar la divinidad como un desafío, aferrándose los hombres a la tierra con una morada estable, en contraste con la orden del Señor de “llenarla” (Gn 9,1), sin detenerse en un lugar. Con todo, al origen del pueblo de Israel sobresale la figura de Abraham, también él itinerante. Él recibió como primera indicación de Dios aquel “sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré...” (Gn 12,1). Abraham “partió sin saber a donde iba” (Heb 11,8), y desde entonces su vida estuvo marcada por continuos desplazamientos, “de campamento en campamento” (Gn 13,3), “habitando en tiendas” (Heb 11,9) como extranjero (cf Gn 17,8), sabiendo que también sus descendientes serían “forasteros en un país ajeno” (Gn 15,13). En la ratificación del pacto de la alianza de Dios con Abraham, la imagen del itinerante figura como el símbolo de la contraparte humana: “procede de acuerdo conmigo y sé honrado” (Gn 17,1).

Posteriormente, el pueblo elegido es confiado a la guía de Moisés, que “ya crecido, rehusó ser adoptado por la hija del Faraón, prefiriendo ser maltratado con el Pueblo de Dios al goce efímero del pecado” (Heb 11,24). Moisés recibió de Dios el encargo de liberar a los israelitas de la esclavitud de Egipto para conducirlos a la Tierra prometida, lo que se realizó a través de un largo peregrinar, durante el que “erraban por un desierto solitario, no encontraban el camino de ningún poblado” (Sal 107,4).

Precisamente en este contexto itinerante tiene lugar la ratificación de la alianza de Dios con su pueblo, en el monte Sinaí, representada por el arca, que contiene los símbolos de la alianza y se desplaza en medio del pueblo, acompañándolo en su camino hacia Palestina. En estas condiciones, aunque se vean asaltados por el hambre y la sed, aunque se vean acometidos por la enemistad y el rechazo por parte de los pueblos vecinos, los israelitas encuentran siempre la protección y la predilección de Dios, como será después recordado y cantado en los salmos: “Oh Dios, cuando salías al frente de tu pueblo y avanzabas por el desierto, la tierra tembló, el cielo se derramó, ante Dios, el Dios del Sinaí; ante Dios, el Dios de Israel” (Sal 68,8-9). La nostalgia de estos tiempos que forjaron el alma de Israel se conservó siempre viva en los tiempos sucesivos, evocada en la peregrinación que los Hebreos debían realizar hacia la ciudad donde se conservaba el arca.

La actitud de todo hombre en su relación con Dios, por otra parte, conserva esta característica de itinerante. Para los salmos “el hombre de conducta íntegra” es aquel “que camina en la ley del Señor”, que “camina por sus caminos” (Sal 119,1-3), “en la tierra de mi peregrinación” (Sal 119,54). “Quien camina libre de culpa” (Sal 15,2) experimenta como Dios lo “refresca” y lo “guía por el sendero justo” (Sal 23,3). Siguiendo la misma huella, Pablo nos recordará que “mientras vivimos, estamos desterrados lejos del Señor” (2 Cor 5,6).

También el misterio de Cristo es presentado por la revelación como un éxodo, el del Hijo procedente del Padre, en el mundo, y de su retorno al cielo. La vida terrena de Jesús está marcada, desde su mismo inicio, como itinerante, en su huida ante la persecución de Herodes y su retorno a Nazaret. El evangelio de Lucas, además, da testimonio de sus peregrinaciones anuales al Templo de Jerusalén (cf Lc 2,14), y su ministerio público va acompasado por sus desplazamientos de una región a otra, hasta el punto que “el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8,20). Hasta el mismo misterio pascual es introducido en el evangelio de Juan como “su hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13,1); Jesús es consciente “que había venido de Dios y a Dios volvía” (Jn 13,3). A partir de este éxodo del Hijo enviado por el Padre, por obra del Espíritu Santo, también el hombre es llamado a ponerse en camino en un “éxodo pascual” hacia el Padre.

El éxodo, por tanto, no ha concluido, pues “la historia de la Iglesia es el diario viviente de una peregrinación que nunca acaba” (IM 7/1). En continuidad con la tradición veterotestamentaria y con la vida de Cristo, que “ha llevado a cabo su obra de redención a través de la pobreza y las persecuciones”, también la Iglesia, Pueblo de Dios en camino hacia el Padre, “está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres” (LG 8/3). Como “el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne” (LG 9/3), ella “prosigue su peregrinación entre las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios”[2] y “en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios” (LG 9/3). La Iglesia, en definitiva, manifiesta una movilidad, testimoniada por su índole escatológica, que alimenta su tensión polar hacia el eschaton de su plenitud. También la condición de cada cristiano, en consecuencia, es como una grande peregrinación hacia el reino de Dios; “Del nacimiento a la muerte, la condición de cada uno es la de «homo viator»” (IM 7/1).

La vida de los gitanos, paradigma de la vida cristiana

De todo ello se desprende que la condición de itinerante, sea en su realización objetiva, sea como visión de la vida (“Weltanschauung”), se convierte en un reclamo permanente del “no tenemos aquí abajo una ciudad estable, sino que buscamos aquella futura” (Heb 13,4). Se configura como un signo eclesial firmemente anclado en la revelación bíblica y que encuentre en el tejido vivo de la Iglesia sus diversas formas existenciales. Entre ellas debe ser contada, ciertamente, la encarnada por la vida de los gitanos, tanto en sus variadas realizaciones históricas, como en las circunstancias actuales.

Entre los valores, que en cierto modo definen su estilo de vida, sobresalen, en efecto, los más semejantes a los trazos bíblicos delineados antes. Marcada por la persecución, el exilio, el rechazo, el sufrimiento y la discriminación, la historia de los gitanos se ha forjado como un caminar permanente que lo distingue de los otros pueblos y lo conserva en su tradición de nómadas, tradición que no se deja arrastrar del influjo del ambiente que le rodea. Se ha conformada, así, una identidad por sí misma, con su cultura, con lenguas, religiosidad y costumbres propias, y con un fuerte sentido de pertenencia a un pueblo, y, en consecuencia, de estrechos lazos con quienes lo integran. Gracias a los gitanos y a sus tradiciones, la humanidad se enriquece con un verdadero patrimonio cultural, transmitido ante todo a través de la vida. En efecto, “su sabiduría no está escrita en ningún libro, pero no por esto resulta menos elocuente”[3].

Abandonados de los hombres, pero no de Dios, la confianza en la Providencia ha sido, de este modo, una realidad que impregna el código genético de la cultura gitana. No resulta difícil vislumbrar en ella un eco fiel de aquellas palabras del Señor: “no estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad a los pájaros: ni siembran, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos?” (Mt 6,25-26). La vida de los gitanos es un testimonio vivo de libertad interior ante las ataduras del consumismo y de las falsas seguridades fundadas en la pretendida autosuficiencia humana.

Debería, por tanto, causar estupor y admiración, constatar tantos rasgos de la revelación hechos realidad en el seno del pueblo gitano. En su vida se verifica, pues, lo que Jeremías refería sobre las tradiciones de los antepasados, cuando exhortaba: “no construiréis casas, no sembraréis, no plantaréis viñas ni las poseeréis, sino que moraréis en tiendas toda vuestra vida, para que podáis vivir mucho tiempo sobre la tierra, donde viviréis como forasteros” (Jr 35,7). Secundando la invitación del profeta, su errar es un recordatorio simbólico y permanente del camino de la vida hacia la eternidad. Viven de una forma muy especial lo que toda la Iglesia debería vivir, es decir, estar continuamente en camino hacia otra Patria, la verdadera, la única.

Al errar de los gitanos se unen sus sufrimientos, consecuencia de tantas persecuciones, prejuicios, injusticias y rechazos que han padecido. También en esta dimensión de su vida, ellos hacen presente a la humanidad un “peculiar rostro de Dios”, el de la imagen dolorosa de Cristo azotado, coronado de espinas y cargado con la cruz hasta su muerte en el Gólgota. Insertado en el misterio de la cruz, su sufrimiento es una interpelación y a la vez un desafío al mundo, parecido a la sabiduría “escándalo para los judíos, locura para los paganos”, pero que para los elegidos se hace “poder de Dios” ( 1 Cor 1,23-24).

La atención pastoral de los gitanos por parte de la Iglesia: una misión irrenunciable

Debería seguirse de todo ello una solicitud particular de la Iglesia hacia los Gitanos. Como porción predilecta del Pueblo de Dios peregrinante, merecen, en efecto, una actitud pastoral especial y un gran aprecio de sus valores. Más aún, se requiere esta pastoral como exigencia interna de la catolicidad de la Iglesia y de su misión. Con Cristo, de quien la Iglesia procede, desaparece todo tipo de discriminación: “Él es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos, Judíos y Gentiles, una sola cosa, derribando con su cuerpo el muro que los separaba: el odio, (...) para crear, en él, un solo hombre nuevo. Reconcilió con Dios a los dos pueblos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, al odio” (Ef 2,14-16).

En la Iglesia, instrumento de la misión del Señor que continúa presente en ella, “todos los hombres son llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios” (LG 13/1). La Iglesia está llamada a estar “presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos, y éstos lo son de un reino no terrestre, sino celestial” (LG 13/2). En ella todas las personas deben encontrar acogida y en ella no hay espacio alguno para la marginación ni para el alejamiento. Pero la Iglesia se dirige de un modo particular “a los pobres y los afligidos, y a ellos se consagra gozosa. Participa de sus gozos y de sus dolores, conoce las aspiraciones y los enigmas de la vida y sufre con ellos en las angustias de la muerte” (AG 12/1).

Además, la catolicidad de la Iglesia, si bien encierra la vocación a reunir todos los hombres de cualquier condición, no es únicamente extensiva, sino más interior y decididamente, cualitativa, como capacidad de penetrar en las diversas culturas y de asumir como propios los problemas y las esperanzas de todos los pueblos, para evangelizar enriqueciéndose, al mismo tiempo, de las diversas riquezas culturales de la humanidad. El Evangelio, uno y único, debe ser anunciado en un modo adecuado a las diversas culturas y tradiciones, dando continuidad a aquel movimiento, “con que Cristo se unió por su encarnación a las determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes convivió” (AG 10).

Este radicarse de la catolicidad en la esencia de la Iglesia hace que toda posible forma de discriminación, en el desarrollo de su misión, equivaldría a una traición a la misma identidad eclesial. Siguiendo los pasos de su Fundador – el enviado de Dios “para dar la Buena Nueva a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19) – la Iglesia presta una solicitud especial a los pobres y a los que sufren, a los que son rechazados por el mundo, pero predilectos de Dios. Todo ello empuja a la Iglesia a una renovada preocupación pastoral a favor de la peculiar forma de pobreza que caracteriza al pueblo gitano y la mueve a buscar medios más adecuados para anunciarles el Evangelio en un modo vivo y eficaz. Se trata de la nueva evangelización, a la que nos invita con tanta frecuencia el Santo Padre Juan Pablo II.

De la dimensión católica de su misión brota, en efecto, la capacidad eclesial de encontrar y desarrollar los recursos necesarios para ir al encuentro de las múltiples formas sociales en que las comunidades humanas han organizado su existencia. Así, la salvación se encuentra a disposición de todos. Recordando la advertencia paulina – “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Cor 9,15) –, la Iglesia no ahorra esfuerzos ni sacrificios para reunir de hecho a todos los hombres, incluso hasta el derramamiento de sangre. Es una historia marcada, además, por la iniciativa y la creatividad por hacer más incisivo el anuncio, desafiando muchas veces mentalidades y estructuras que el tiempo ha hecho caducas. La realidad del pueblo gitano no puede, por ello, permanecer al margen de esta tradición de catolicidad, que exige una respuesta pastoral adecuada y, en cierto modo, requiere la catolicidad efectiva, en concreto.

Las circunstancias actuales en que se encuentran los gitanos, sometidos a los cambios vertiginosos de la sociedad contemporánea, al materialismo salvaje y a las falsas propuestas, que incluso apelan a lo trascendente, imprimen carácter de urgencia a la acción pastoral, a fin de evitar tanto que se cierren en sí mismos, como que corran hacia las sectas y se disperse su propio patrimonio religioso, tragado por un materialismo que ahoga toda apelación a lo divino.

La acción social a favor de los gitanos en el horizonte de la “enculturación”

La salvación debe alcanzar al hombre por entero. La evangelización, por tanto, no puede dejar de lado aquellos aspectos culturales, lingüísticos, tradicionales, artísticos, y muchos otros, que en conjunto plasman la identidad de los hombres y de los pueblos. Con ello la Iglesia “no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno” (LG 13/2). El espíritu genuinamente católico de la evangelización lleva, además, a un enriquecimiento recíproco, puesto que “cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan” (LG 13/4).

Ahora bien, en este contexto encuentran su adecuada comprensión los criterios directivos para la animación de la acción pastoral a favor de los Gitanos. Es necesario, ante todo, no sólo aceptar su legítima reivindicación a una identidad específica y el derecho a integrarse, en cuanto tales, en el tejido vital de la sociedad civil y eclesial, sino también el aprecio real – afectivo y efectivo – de los valores de su recta tradición, que deberá ser defendida y promovida, además de respetada. Más aún, desde esta perspectiva soteriológica se deberá leer, desde el interior, la cultura de este pueblo, no como una realidad neutra, sino como un elemento a integrar en el diseño salvífico divino.

La peculiaridad de la “Weltanschauung” gitana y de su forma de vida no son paragonables con la de otras realidades sociales humanas. Así pues, también ella se incluye en la práctica de la Iglesia, experta en humanidad, que ha abrazado el axioma misional según el cual “a cualquier condición o estado deben corresponder actos apropiados e instrumentos adecuados” (AG 6/2). De ello se deriva la necesidad y la conveniencia de una asistencia pastoral especial de los gitanos, que no puede reducirse a la fácil, pero ineficaz, solución de animarles a integrarse en las filas con el resto de los creyentes. Hay que hacerse cargo, por tanto, de que la estructura eclesiástica tradicional para la cura de almas, en general, no le permite a este pueblo una integración efectiva y duradera en la vida y en la comunidad eclesial territorial.

En efecto, la especificidad de la cultura gitana es de tal peso, que hace prácticamente inviable una evangelización “desde el exterior”, que fácilmente se ve como una invasión. Y así, la Iglesia debe hacerse, en cierto sentido, ella misma gitana entre los Gitanos, para que ellos puedan ser Iglesia. Lo cual nos lleva a entrever una actitud pastoral centrada más bien en el compartir y en la amistad; con otras palabras, resulta indispensable sumergirse en su forma de vida y compartir sus condiciones. En el caso de los agentes pastorales que trabajan en la pastoral a favor de los Gitanos, vale de un modo muy especial lo que la Iglesia pide a cuantos se hallan trabajando en la misión: “deben conocer a los hombres entre los que viven y conversar con ellos para advertir en diálogo sincero y paciente las riquezas que Dios, generoso, ha distribuido a las gentes “ (AG 11/2).

De una pastoral cimentada en estos principios, debería derivarse, como fruto natural, un “protagonismo” pastoral de los Gitanos mismos. Ellos deben ser los apóstoles de sí mismos. Encontrarían, así, cumplimiento unas palabras del Papa Pablo VI, que pueden ser aplicadas a esta situación. “Deberá darse – decía – una incubación del misterio cristiano en el genio de vuestro pueblo, para que su voz nativa, más límpida y más sincera, se alce armoniosa en el coro de las voces de la Iglesia universal”[4].

En el marco de este “protagonismo” esperamos que el Espíritu suscite un mayor número de vocaciones sacerdotales y religiosas, mientras nos alegramos con cuantos han respondido a la especial llamada divina, en particular con quienes están hoy aquí con nosotros. Deberá darse, por tanto, una adecuada promoción de las vocaciones en el seno del pueblo gitano, recordando que “la Iglesia echa raíces cada vez más firmes en cada grupo humano, cuando las varias comunidades de fieles tienen de entre sus miembros los propios ministros de la salvación” (AG 16/1).

Pastoral gitana y promoción humana

Otro aspecto de la evangelización del hombre en toda su integridad es la actual promoción humana de los Gitanos, con vistas a un enriquecimiento pleno de su vida. En efecto, “con el mensaje evangélico la Iglesia ofrece una fuerza liberadora y promotora de desarrollo, precisamente porque lleva a la conversión del corazón y de la mentalidad; ayuda a reconocer la dignidad de cada persona; dispone a la solidaridad, al compromiso, al servicio de los hermanos; inserta al hombre en el proyecto de Dios, que es la construcción del Reino de paz y de justicia, a partir ya de esta vida (...) El desarrollo del hombre viene de Dios, del modelo de Jesús Dios y hombre, y debe llevar a Dios. He ahí por qué entre el anuncio evangélico y promoción del hombre hay una estrecha conexión” (RM 59/1), por lazos antropológicos, teológicos, eclesiales y de caridad-amor.

Como en otros pueblos, también entre los Gitanos debe ser salvaguardada la dignidad, deben ser defendidos sus derechos, debe ser respetada la identidad colectiva[5]. Será, por tanto, necesario pensar en la escolarización de sus hijos, a la formación profesional de sus jóvenes, a la promoción social de la mujer, sin descartar una adecuada “asistencia”, cuando las circunstancias lo requieran. De todas formas, conviene tener presente que “el desarrollo de un pueblo – también del pueblo gitano – no deriva primariamente ni del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica” (RM 58/3).

Más aún, si bien la atención a la promoción humana y a las obras de caridad son factores irrenunciables en la evangelización gitana, hay que convencerse de que si este esfuerzo se convierte en dominante y queda desganchado del primado de la fe, se corre el riesgo de reducir el Evangelio a un mero apoyo de algunos valores éticos o sociales, útiles, sin duda, para el desarrollo humano, pero desconectados de la salvación. Evangelización y promoción humana, en resumen, van de la mano y deben realizarse contemporáneamente, manteniéndose siempre en el centro el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.

Estructuras eclesiales a favor de los Gitanos

Afirmado el primado de la caridad, que aviva en las personas y en las instituciones el deseo de llevar a la comunión con Cristo a cada ser humano y cada comunidad, incluida la gitana, se deberá pensar en las estructuras adecuadas para poner en marcha, donde aún no se haya iniciado, y mejorar la pastoral dirigida a los Gitanos. Al encontrarnos ante una realidad pluriforme y dado que las situaciones de las diferentes Iglesias particulares es muy variada, aquí podemos sólo referirnos a algunos criterios generales, que deberán, después, ser aplicados a las circunstancias locales concretas. Además, deberá distinguirse entre lo que pueda realizarse en el ámbito local y aquello que pueda extenderse a una entera región o incluso a toda la Iglesia, manteniendo siempre una buena coordinación entre todos.

De la relación de inmanencia recíproca entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares deriva una catolicidad que coagula y conforma ambas dimensiones eclesiales. Cada Iglesia particular es católica en sí misma, con una catolicidad que se traduce en una comunión cordial con todos, que “habla en todas las lenguas, comprende y abraza en la caridad todas las lenguas y supera así la dispersión de Babel” (AG 4/1), y alcanza, penetra y asume las diversidades humanas en la plenitud católica (cf AG 6/2). Por el contrario, si se marginase alguna realidad humana, esto representaría una herida para la misma Iglesia particular, al no manifestar en ella su catolicidad en la realidad de la vida.

Es, pues, tarea de la Iglesia particular alargar su unidad reconociendo y valorando toda esperanza humana abierta a la dimensión religiosa, trascendente. En la perspectiva de esta pastoral, se debe aspirar concretamente a la salvaguardia de la unidad y de la identidad gitana, y la unidad entre su experiencia y la eclesial, autóctona, integrando en el mismo tejido original la identidad de los gitanos. Pues, si no se respetara su identidad, la Iglesia particular no podría constituir su propia unidad real. Al mismo tiempo, es una exigencia de la comunión eclesial que los Gitanos no se aíslen, creando una Iglesia casi marginal, paralela, en la Iglesia particular. Una expresión práctica de esta comunión eclesial es, sin lugar a dudas, el diálogo sincero y auténtico entre los diversos grupos, es decir, entre las comunidades “establecidas” y los gitanos, y es tarea de la Iglesia particular favorecer y facilitar esta comunicación, teniendo en cuenta, precisamente, los valores de la cultura y de la identidad del pueblo gitano.

 A este respecto, hay que precisar que, al fin de no excluir a nadie de la comunión en la fe y en los sacramentos, una experiencia ya consolidadas hace acompañar a las estructuras pastorales constituidas sobre base territorial – sustancialmente las parroquias – otras estructuras “transversales”, dirigidas a aquellos diversos grupos de personas que precisan una pastoral específica. En este sentido, el Concilio Ecuménico Vaticano II anima a los Obispos a tener “una solicitud particular por los fieles que, por la condición de su vida, no pueden gozar suficientemente del cuidado pastoral, común y ordinario de los párrocos, o carecen totalmente de él, como son la mayor parte de los emigrantes, los exiliados y prófugos, los navegantes por mar o aire, los nómadas y otros por el estilo” (CD 18/1). Por eso, nos encontramos en la Iglesia con capellanías universitarias, hospitalarias, para los encarcelados, para el mundo del deporte, del espectáculo, etc. Es en este contexto donde – en mi opinión – debe encontrar su lugar una capellanía que lleva a cabo una específica pastoral de los gitanos, dotada de todos los recursos necesarios para cumplir su misión.

Además, la peculiaridad de la pastoral gitana es tan acentuada que muchas veces una Iglesia particular puede hallarse sin suficientes posibilidades – sobre todo por falta de agentes pastorales idóneos – para llevarla a cabo con eficacia. Será oportuno, entonces, que una dirección interdiocesana o nacional pueda proveer a una adecuada distribución de los recursos, en el sentido amplio de la palabra, a la preparación de los agentes pastorales, a la coordinación y a la relación con instituciones semejantes de otros países, etc. A tal propósito, podría incluso ser útil, quizás necesaria, una unidad de dirección pastoral con la correspondiente potestad jurisdiccional, salvando siempre la potestad de los Ordinarios locales (cf PO 10/1).

Las dimensiones del “fenómeno gitano” y sus peculiaridades, no siempre hacen fácil una respuesta pastoral eficaz si viene centrada exclusivamente sobre la figura de la capellanía diocesana o interdiocesana. Una solución de conjunto, duradera, más segura y con oportunos márgenes de autonomía – siempre en coordinación con las Autoridades locales – podría buscarse en el ámbito de las estructuras pastorales jurisdiccionales, también con capacidad de incardinación de sacerdotes y con posibilidad de integrar en sus filas diversos agentes pastorales – preferentemente escogidos entre los mismos gitanos – que en cooperación orgánica realicen una “pastoral gitana” a favor de una determinada región, nación o incluso continente.

Conclusión

Como veis, la problemática es vasta y a veces bastante difícil, capaz de plantear cuestiones que requieren atenta reflexión, experimentada prudencia, justa audacia pastoral, equilibrada por la obediencia a la Iglesia “Madre y Maestra” que nos escucha y nos guía, discierne los “signos de los tiempos” y con amor celoso nos dirige para que asumamos nuestra responsabilidad, en la diversidad de ministerios y carismas, para la nueva evangelización del pueblo gitano.

Confiamos estos pensamientos, estos estímulos para una acción confiada y llena de esperanzas, a la Virgen María, Reina del pueblo gitano, a fin de que obtenga para todos nosotros, especialmente en estos días, la luz y la fuerza del Espíritu Santo. Ven Espíritu Santo y danos el soplo de tu amor: “Veni Pater pauperum, veni, Dator munerum, veni, Lumen cordium!”.


Abreviaciones

AG - Concilio Vaticano II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia. “Ad Gentes divinitus”, 7 diciembre 1965.

CD - Concilio Vaticano II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos.“Christus Dominus”, 28 octubre 1965.

IM - Juan Pablo II, Bula de indicción del Grande Jubileo del Año 2000. “Incarnationis Mysterium”, 29 noviembre 1998.

LG -  Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática sobre la Iglesia.“Lumen Gentium”, 21 noviembre 1964.

PO - Concilio Vaticano II, Decreto sobre el Ministerio y la vida de los Presbíteros. “Presbyterorum Ordinis”, 7 diciembre 1965.

RM - Juan Pablo II, Carta Apostólica acerca de la permanente validez del mandato misionero. “Redemptoris Missio”, 7 diciembre 1990.
 
[1] Juan Pablo II, Discorso ai Partecipanti all’Incontro Internazionale di Studio dei Direttori Nazionali ed Esperti della Pastorale dei Nomadi, 1 diciembre 2001, en L’Osservatore Romano, 2 diciembre 2001, p. 5.
[2] S. Agustín, De civitate Dei, 18, 51, 2, en LG 8/4.
[3] Juan Pablo II, Discorso ai partecipanti al III Convegno Internazionale della Pastorale per gli Zingari, 9.11.1989, en People on the Move 56 (1990) 10.
[4] Pablo VI, Discurso a los obispos de África, 31.7.1969, n. 2, en AAS 61 (1969) 577.
[5]Cf Juan Pablo II, Discorso del 16.9.1980, en People on the Move 56 (1990) 128.
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