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 Pontifical Council for the Pastoral Care of Migrants and Itinerant People

People on the Move - N° 93,  December 2003, pp. 115-125

Retomar el camino desde Cristo.

Visión eclesial acerca de los Emigrantes 

y de los Refugiados,

del Postconcilio hasta hoy

Arzobispo Agostino MARCHETTO

Secretario del Pontificio Consejo para la

Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes

Introducción  

Se esperó mucho poder reemplazar el argumento de esta conferencia con un comentario al Documento, en preparación desde hace dos años en nuestro Dicasterio, sobre una pastoral renovada de los migrantes. Nos encontramos, en verdad, cercanos a la botadura, pero sin poder lanzarlo aún. Paciencia, pues, todavía por un poco, por vosotros y por nosotros.  

Para empezar, me encuentro ante una alternativa: la primera posibilidad es hacer un análisis de los Documentos que conciernen más de cerca este Dicasterio, del postconcilio a hoy, es decir fundamentalmente el Motu Proprio Pastoralis Migratorum Cura[1] y la instrucción “Nemo est” (De pastorali Migratorum Cura)[2], la carta circular Iglesia y movilidad humana[3], el Decreto Pro materna[4], la nueva normativa canónica del CIC y del CCEO, las Orientaciones Por un pastoral de los refugiados[5] y el documento Los refugiados: un desafío a la solidaridad[6], la Constitución Apostólica Pastor Bonus[7], además de los importantes Mensajes anuales del Santo Padre, con ocasión del Día mundial de los Emigrantes y Refugiados y, en fin, las Exhortaciones postsinodales de Juan Pablo II. O bien, puedo, segunda posibilidad de la alternativa, extraer de tales Documentos, o de otros, algunas grandes líneas pastorales que han ido emergiendo en estos últimos cuarenta años. Pues bien, elijo este segundo camino.  

Empezamos con una cita, casi la punta de un brillante iceberg, de un pensamiento muy profundo del Papa Juan Pablo II sobre el fenómeno migratorio. Dice el Papa: “Las migraciones - sean voluntarias o forzadas - son hoy lugar de encuentro entre los hombres. Ellas pueden hacer caer prejuicios y madurar comprensión y hermandad, en vista de la unidad de la familia humana. En esta perspectiva hay que considerar las migraciones como la punta avanzada de los pueblos en camino hacia la hermandad universal. La Iglesia, que, en su estructura de comunión, acoge todas las culturas sin identificarse con ninguna de ellas, se coloca como signo de la tensión unitaria en acto en el mundo”[8], se pone al servicio de la contribución específica de la emigración por la paz universal.    

A partir de esta punta de lanza brillante, in caliginoso loco, vamos a procurar presentar algunas líneas fundamentales de la visión eclesial en estos cuarenta años. Naturalmente deberemos ser esquemáticos, parciales incluso, teniendo en cuenta los treinta minutos concedidos. Ante todo   

I. Las implicaciones de una pastoral específica  

1. También ahora una referencia, para empezar, tomada de la “Magna Charta” de la pastoral especifica de que nos ocupamos, la Exsul Familia, que pone como base de todo proyecto pastoral para los emigrantes y los refugiados el principio de que, viviendo lejos de su patria o de su contexto étnico, tienen que encontrar en la Iglesia una solicitud pastoral específica, y por lo tanto poder gozar de la asistencia de presbiterios que, por lo menos, hablen su misma lengua. Los emigrantes llevan consigo su modo de pensar, el propio idioma, la cultura de que también hace parte la propia religiosidad. Y este patrimonio espiritual es una riqueza que hay que conservar y respetar, también por parte de la Iglesia de acogida[9].  

2. En efecto, la salvaguardia del patrimonio lingüístico, cultural y religioso de los emigrantes y los refugiados, así como de las minorías, es uno de los temas fundamentales más actuales en la pastoral migratoria, como Pablo VI certifica: “No es posible desarrollar de manera eficaz esta cura pastoral, si no se tienen debidamente en cuenta el patrimonio espiritual y la cultura propia de los emigrantes.”[10] Y aquí haría falta hablar de Liturgia y religiosidad. Pero continuemos.  

La emigración (voluntaria o forzada), empuja, pues, a la Iglesia a reflexionar de modo más concreto sobre el valor de la cultura, sobre la unidad del género humano y sobre la práctica del amor universal, que encuentra su raíz y su fuente en Cristo, del que tenemos que volver a partir continuamente.  

3. El emigrante y el refugiado son, por lo tanto, sujetos de derechos también en campo religioso, y para tutelarlos la Iglesia ha propuesto estructuras pastorales idóneas, pero no el nacimiento de Iglesias paralelas. El Obispo local permanece como el garante de la catolicidad y de la comunión en la legítima diversidad. “Se realiza así en la Iglesia local la unidad en la pluralidad, o sea, aquella unidad [eclesial], que no es uniformidad sino armonía, en la cual todas las legítimas diversidades quedan asumidas en la común tensión unitaria.”[11]Éste es el núcleo firme que permanece incluso en la relativa elasticidad de las opciones concretas, es decir de parroquias personales, de “missio cum cura animarum”, etc.

4. Ha sido precisamente la pastoral de la movilidad humana lo que ha llevado la Iglesia a armonizar el principio estructural de su legislación, de base territorial, con la consideración del aspecto personal, sirviéndose de estructuras pastorales más ágiles y flexibles, pero no en competencia con las estructuras territoriales. El Papa Juan Pablo II afirma al respecto: “Las migraciones brindan a cada una de las Iglesias locales la ocasión de corroborar su catolicidad, que consiste no sólo en el acoger los diferentes etnias, sino sobre todo en consumar la comunión de todas ellas. El pluralismo étnico y cultural en la Iglesia no constituye una situación que deba tolerarse como transitoria, sino una dimensión estructural propia. La unidad de la Iglesia no deriva de un origen o de una lengua comunes, sino del Espíritu de Pentecostés que, recogiendo en un solo Pueblo gentes de lenguas y naciones diferentes, otorga a todos la fe en el mismo Dios y la llamada a la misma esperanza.”[12]

5. Hará falta, sin embargo, ayudar al emigrante y al refugiado a leer en clave sapiencial su duro “éxodo” para captar y vivir también la riqueza ofrecida por la cultura religiosa de la Iglesia particular en que reside. La instrucción De Pastorali Migratorum Cura, refiriéndose al Decreto Ad gentes,[13]afirma a este propósito: “Quienquiera está a punto de ir trasladarse a otro pueblo, tiene que apreciar su patrimonio, sus lenguas y sus costumbresÂ…, por esto, los emigrantes deben adaptarse de buen grado a la comunidad que los acoge y deben apresurarse en aprender la lengua, de modo que si la permanencia se hace prolongada o se convierte en definitiva, puedan más fácilmente integrarse en la nueva sociedad.”[14]. El documento advierte, sin embargo, que “todo ello resultará más legítimo y eficaz sólo si, excluida cualquier constricción o traba, la integración será espontánea y gradual.”[15]

6. El lenguaje utilizado en los años setenta y ochenta, que se proponía abrir un camino de comunión y reciprocidad, fue ulteriormente elaborado en las intervenciones del Papa Juan Pablo II. En un discurso a los emigrantes en Mainz, por ejemplo, el 17 de noviembre de 1980, el Papa insistió: “Querría también animaros a acercaros los unos a los otros: entre los diferentes grupos étnicos y también a cada uno de los conciudadanos alemanes; tratad de comprenderos unos a otros, de mostrar vuestra vida con todas sus alegrías y sus preocupaciones. Esforzaos en construir puentes entre los grupos étnicos, piedra a piedra y con paciencia.”[16]. Se trata de un proceso de encuentro en que todos están implicados, un camino por tanto de conversión recíproca.  

7. Aquí tenemos también que recordar el papel clave del Capellán/Misionero - un hombre-puente entre dos culturas y mentalidades, además de entre dos Iglesias locales - que se transforma en signo profético y testimonio de comunión y de catolicidad, en presencia significativa para el conjunto de la Iglesia particular de llegada de los migrantes-refugiados.   

En su caso y en el nuestro, a este propósito, cuánto se ha escrito acerca de la enculturación del Evangelio en tierras no occidentales, también vale para el mundo de la movilidad. El Capellán/Misionero tiene que evitar, primeramente, toda forma de imperialismo cultural y comprender que convertirse en cristianos no significa hacerse occidentales (u orientales) y renegar la herencia cultural o nacional.[17] Lo que ponen en práctica los misioneros ad gentes tiene que ser válido, también, mutatis mutandis, para los párrocos de Países que acogen a los trabajadores extranjeros o a quienes abandonan su patria a la fuerza.  

8. En años más recientes, en todo caso, se hizo prioritario, también de nuestro parte, la llamada a la tutela de los derechos fundamentales de los emigrantes y los miembros de sus familias, en una comprensión más amplia de la teología pastoral, que depende de aquella visión integral de la persona humana que caracteriza al cristianismo. Esta atención se hace evidente, en particular, cuando la Iglesia hace referencia a los prófugos y a los refugiados.[18] La Iglesia manifiesta su preocupación por “un cuadro jurídico no suficientemente adecuado al flujo creciente y, sobre todo, no apropiado, en la legislación, a la salvaguardia de aquellos derechos inalienables y constitutivos de la persona, que muchos Estados han suscrito y expresamente defendido en las declaraciones internacionales, pero que no siempre encuentran confirmación en la legislación y los procedimientos nacionales.”[19]

Así, por extensión: “Es necesario que a las minorías étnicas, lingüísticas o religiosas que viven dentro de las fronteras de un mismo Estado vengan reconocidos los mismos derechos inalienables de los otros ciudadanos, incluido el de vivir sus peculiares tradiciones culturales y religiosas. Tienen que poder elegir libremente su integración a la cultura que los rodea. La situación jurídica de otras categorías de personas como los inmigrados y los prófugos, o también los trabajadores extranjeros temporales, es a menudo más precaria. Con mayor razón es urgente que sus derechos fundamentales sean reconocidos y garantizados.”[20]

9. En este contexto, la Iglesia subraya la importancia de la defensa de los derechos de los emigrantes - en un discurso de "fisonomía cultural" de un determinado País - y del cumplimiento, a su vez, de sus propios deberes (entre ellos, el acato de las leyes y el amor a la Nación que los acoge), que no se limitan únicamente “a la persona humana individualmente considerada, sino que abarcan los derechos y los deberes de la colectividad, de los grupos y de las minorías.”[21] Apelando, por lo tanto, al Magisterio de Pablo VI, debemos constatar que: “No podemos permanecer indiferentes ante la urgente exigencia de construir una convivencia humana que en todas partes garantice, a la colectividad y a las minorías en particular, el derecho a la vida, a la dignidad personal y social, al desarrollo en un entorno protegido y mejorado, y a la distribución equitativa de los recursos de la naturaleza y de los frutos de la civilización.”[22] En este contexto de justicia distributiva se trataría de afrontar ahora el análisis de las causas por que las personas tienen que dejar su tierra y de como superarlas, pero el discurso nos llevaría demasiado lejos.   

II. Instancias de una pastoral específica  

a. Necesidad de una formación especializada  

Sobre este importante punto sólo podemos recordar rápidamente que la Iglesia, de forma reiterada, manifiesta la necesidad de dedicarse seriamente, en la formación, al estudio de la movilidad humana y subraya, además, que al respecto es indispensable una preparación pastoral específica. Así, por ejemplo, “Las universidades y los seminarios, manteniendo su libertad en la adopción de programas y metodología, ofrecerán la enseñanza de los temas fundamentales, tales como los diversas modalidades migratorias (definitivas o estacionales, interiores e internacionales), las causas de los movimientos, las consecuencias, las grandes líneas de una acción pastoral adecuada, el estudio de los documentos pontificios y de los de las Iglesias particulares.”[23]

b. Puesta al día pastoral y movilidad humana   

La evolución constante del fenómeno de la movilidad humana invita a subrayar las notas de la comunión[24]y de la catolicidad, incluso con estilos nuevos, menos atados al territorio. La diversidad de métodos e instrumentos pastorales dentro de la misma Iglesia particular se convierte de este modo en profecía que resiste a una cierta uniformación y a la “rutina”, y recurre al modelo de Pentecostés para vencer las nuevas “Babeles”.  

Sin menoscabo, pues, del aprecio por la parroquia territorial, “la movilidad lleva a concepciones antes incluso que a instituciones, ultraterritoriales ... En la visión pastoral, diócesis y parroquias no se definen solamente en términos geográficos; éstas están llamadas a extenderse hacia el lugar al que se dirigen o viven tantos de sus fieles.”[25]

“En las regiones tradicionalmente cristianas se han sucedido, en efecto, fenómenos sociales que ya de por sí han transformado las estructuras de la sociedad; luego, también las estructuras eclesiales deberían ser adaptadas a la nueva realidad. Será suficiente citar aquí Â… la trasmigración de la gente a las regiones industriales; el fenómeno de la urbanización Â…; el problema general de los emigrantes bien por motivos de trabajo, bien por motivos políticos; el fenómeno tan difundido del turismo por períodos más o menos largos. Estos fenómenos solicitan una nueva presencia de sacerdotes que, en estas circunstancias de vida en mutación, tendrán que afrontar una cura de almas especializada.”[26]

c. Implicación entre Iglesias y colaboración ecuménica e interreligiosa

Sobre todo en los documentos así llamados “ecuménicos” emergen perspectivas que implican a las Iglesias y a las varias religiones, para las cuales tiene que ser ya habitual su “colaboración en objetivos de carácter humanitario, social, económico y político que lleven a la liberación y a la promoción del hombre.”[27]

Tendremos hoy oportunidad de ahondar en este punto (gracias a los diferentes oradores, los Delegados fraternos y la round table), teniendo presente, además el crecimiento, en el mundo occidental, de la presencia de emigrantes católicos de rito oriental; lo señalamos aquí, aunque sea fuera de contexto.  

No se pueden descuidar, pues, el perfil ecuménico en la acogida a los inmigrados y a los refugiados, y las consecuencias positivas que puede tener en el diálogo, especialmente aquel del corazón, en la vida de cada día. Además, también las otras Iglesias y Comunidades eclesiales generalmente llevan a cabo una acción dialógico-misionera con los inmigrados, y eso hace inevitable el encuentro y una verdadera emulación espiritual, con exclusión de cualquier clase de instrumentalización del inmigrado o de proselitismo, en el peyorativo y verdadero sentido de la palabra.[28]

En todo caso, se encuentran hoy tantos hombres y mujeres emigrantes de diversas religiones, así como serias razones externas, que se, nos impone realmente un diálogo interreligioso efectivo. Me refiero a la sociedad cada vez más compleja, a las migraciones masivas de poblaciones que provocan la mezcla de culturas y religiones diferentes, a las interconexiones económicas y sociales entre el Norte y el Sur del mundo.[29] El diálogo, la transformación de mentalidades cerradas, el amor que se abre a la novedad de la vida y de la historia, se encuentran, pues, al centro de nuestra identidad cristiana: han sido colocadas ahí por el mismo Jesucristo, el Señor de la historia, el vencedor de la muerte.  

III. Procesos más recientes  

a. La cultura de la acogida y de la solidaridad  

“Acogida”[30]significa, para la Iglesia, descubrir a Cristo en el rostro del hermano que viene de lejos, respetarlo en su identidad más profunda, no condenarlo al anonimato también en el tejido eclesial local. Tal como Dios llama por su nombre a cada persona, en Cristo, también el emigrante, el refugiado, desean ser llamados por su nombre por la Iglesia particular, donde no puede haber extranjeros. La “extranjería” cultural, pues, constituye hoy un apremio a toda la Iglesia a “emigrar” y acoger el don del otro, que le es ofrecido. En efecto, la parroquia es por excelencia lugar de la hospitalidad y la solidaridad, pero especialmente en el sentido de una pastoral de conjunto, integrada, dialogante y misionera.   

Y en este punto, cobra un papel decisivo la acción concertada entre la Iglesia de acogida y la de origen. Ésta, en efecto, permanece Iglesia-madre que no puede abandonar a sí mismos a los hijos que parten y hacia los cuales tiene que seguir mostrando efectiva solicitud y caridad pastoral, como Cristo buen pastor. Un intercambio periódico de informaciones entre Iglesia de origen e Iglesia de acogida, encuentros bilaterales de los Obispos y periódicas visitas recíprocas de exponentes de las Iglesias, permitirán mantener vivo el vínculo de la memoria y conocer el patrimonio cultural y religioso de los inmigrados[31] forzados o voluntarios.  

b. La “missio ad gentes” y “ad migrantes”  

Empieza a emerger, por otro lado, en la evolución histórica que estamos comentando, la constatación de que la misión ad gentes está viniendo a nosotros, cristianos, con los inmigrados. Se hace cada vez más evidente, en efecto, que muchos de ellos provienen precisamente de aquellos Países dónde los misioneros cristianos son enviados. Junto a personas bautizadas, se encuentran también muchas otras, entre los inmigrados, pertenecientes a otra religión o sin pertenencia religiosa alguna. Pues bien, quién es “enviado” a estas personas, geográficamente vecinas o lejanas - eso es relativo -, puede ser considerado misionero ad gentes.  

 A este propósito, Juan Pablo II subraya también la necesidad del anuncio explícito de Cristo, al decir: “La presencia de estos hermanos en los países de antigua tradición cristiana es un desafío por las comunidades eclesiales, animándolas a la acogida, al diálogo, al servicio, a compartir, al testimonio y al anuncio directo. De hecho, también en los países cristianos se forman grupos humanos y culturales que exigen la misión ad gentes. Las Iglesias locales, con la ayuda de personas provenientes de los países de los emigrantes y de misioneros que hayan regresado, deben ocuparse generosamente de estas situaciones.”[32]

c. La “Missio migrantium”

Demos un último paso, en tema misionero, muy actual. En la emigración el católico que ha experimentado el rostro materno de la Iglesia en su “missio ad migrantes” (misión para los emigrantes), también descubre su vocación más auténtica de participar en la “missio migrantium”, la misión de los emigrantes.   

Sobre esto Juan Pablo II afirma: “A causa de las migraciones pueblos ajenos al mensaje cristiano han conocido, estimado y a menudo abrazado la fe, gracias a la mediación de los emigrantes mismos, que, después de haber recibido el Evangelio de las poblaciones en las que fueron acogidos, se han hecho a la vez sus difusores en el País de origen.”[33]

La Iglesia exhorta, además, a crear un espacio vital dónde la narración de la dura experiencia de la emigración, interpretada a la luz de la fe, hace descubrir, en la emigración misma, un tesoro precioso, sobre todo por la Iglesia particular de acogida. Esto es, el emigrante es por ella un memorial viviente de la llamada a ser todos emigrantes, “extranjeros y peregrinos” (1Pt 2,11). En efecto, para los cristianos “toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña.”[34] Estamos, pues, invitados a salir de la tierra árida de nuestro egoísmo y de la autosuficiencia para ir al encuentro del otro, imagen del Otro, con la O mayúscula, Dios mismo. Cuando, de este modo, los emigrantes se conviertan en profecía de comunión en la diversidad, de diálogo y de solidaridad más allá de las fronteras, entonces sus lugares de encuentro se transformarán cada vez más de “islas étnicas” en “talleres de catolicidad”, de estaciones de llegada a estaciones de salida, dónde todos los que pasan respiran aire puro de Iglesia universal. Y aquí debería hablar del “voluntariado pastoral”, pero se está acabando el tiempo que me fue concedido.  

Querría sólo decir, a este propósito, que hemos invitado aquí, como observadores, a bastantes de vosotros, precisamente para abrir (o para que se haga en mayor medida), vuestras Asociaciones y Comunidades, y vuestros Movimientos, a la realidad de la migración, voluntaria o forzada.  

Conclusión  

Existen el sufrimiento, los traumas y las humillaciones de la emigración, pero existe también la Divina Providencia por la que, con la cruz, el cristiano contempla la resurrección. Así constatamos que la vitalidad de muchas Iglesias se debe a la inmigración. “La historia - afirma Juan Pablo II - enseña que cuando los fieles católicos han tenido un acompañamiento durante su inserción en otros países, no sólo han conservado la fe, sino que también han encontrado un terreno fértil para profundizarla, personalizarla y testimoniarla con la vida. En el trascurso de los siglos, las migraciones han representado un instrumento constante de anuncio del mensaje cristiano en enteras regiones.”[35] Las migraciones, por tanto, como incremento de esperanza para la Iglesia!  

En cualquier caso, la inmigración, forzada o voluntaria, nos obliga a redescubrir la nota de la catolicidad: brinda mayores oportunidades al diálogo ecuménico e interreligioso, e interpela nuestra caridad - “Caritas Christi urget nos”! (2 Cor. 5,14) -, estimulando a las Iglesias particulares a abrirse a la misionalidad: las gentes han llegado hasta todos nosotros - como dijimos - y exigen asi una nueva “implantatio ecclesiae” (Iglesia que echa raíces). ¿No es éste, en verdad, un partir de nuevo de Cristo y de su mandato Â“Id Â… y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15)?  

La inmigración forzada o voluntaria pone, así, en evidencia la necesidad de obrar una transformación profunda de Instituciones y personas, para crear y vivir una cultura de la acogida, un amor cristiano no folclórico o ciego, sino auténtico, por las diversas culturas, con el ejercicio, además de la hospitalidad, de la gramática del diálogo, del respeto recíproco y de la convivencia intercultural e interreligiosa. ¡Usemos, pues, esta gramática!  

La inmigración además pide al cristiano la práctica de la gratuidad y el "riesgo" del regalo. ¿No son valores intrínsecamente atados al repartir hoy de Cristo?  

Los emigrantes, incluso en su no infrecuente pobreza material, nos dan, por tanto, una posibilidad de conversión, personal e institucional, a Cristo, cuyo rostro está impreso en aquél, desfigurado, de los penúltimos en la sociedad, porque Él se ha reservado para sí el último lugar, el del siervo que lava los pies y es consignado a morir en la cruz por nuestros pecados, “como cordero conducido al matadero” (Is 53,7).   

¿Harán falta, también aquí, "mártires"? Sin duda; testigos que sepan, además, encarnar una visión renovada de sociedad, civil y religiosa, partiendo de nuevo de Cristo y de la enseñanza de su Iglesia, abundante ciertamente, pero quizás poco conocida y todavía menos practicada. No basta, pues, formular una doctrina social, hay que traducirla luego en la práctica.   

Puede suceder incluso ahora, que este Congreso produzca excelentes conclusiones y a lo mejor una Declaración Final “dura”. ¿Y luego? ¡Invoquemos el Espíritu Santo para que nos dé la fuerza de transformar las palabras en acción! Como escribió el sacerdote romano – como el se decía - Don Giuseppe De Luca: “sí la palabra, pero por la cosa. No problemas, sino hechos.”[36]
 
[1] AAS LXI (1969) 601-603.
[2] AAS LXI (1969) 614-643.
[3] Carta circular de la Pontificia Comisión para la Pastoral de las Migraciones y del Turismo a las Conferencias Episcopales, en AAS LXX (1978) 357-378. Ed. esp.: Iglesia y Movilidad, Ciudad del Vaticano, 1978.
[4] Decreto de la Pontificia Comisión para la Pastoral de las Migraciones y del Turismo, Speciali facoltà e privilegi alle persone coinvolte nella mobilità umana, en EV (Enchiridium Vaticanum) 8/4 (1982) 91-99.
[5] Orientaciones de la Pontificia Comisión para la Pastoral de las Migraciones y del Turismo, en EV 9/3 (1983) 100-112.
[6] Documento del Pontificio Consejo “Cor unum” y del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, en EV 13/40 (1992) 1019-1037.
[7] Juan Pablo II, Constitución Apostólica sobre la Curia Romana, in AAS LXXX (1988) 841-912.
[8] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada mundial del Emigrante y del Refugiado 1988, Los laicos católicos y las migraciones, 6, en OR 4 septiembre 1987.
[9] Cfr. Pio XII, Costitución Apostólica Exsul Familia, en AAS XLIV (1952) 649-704.
[10] Pablo VI, Motu proprio Pastoralis Migratorum Cura, en AAS LXI (1969) 602.
[11] Iglesia y movilidad humana, 19.
[12] Mensaje 1988, 3c, v. Nota 8 y Ecclesia in America, 65.
[13] Concilio Vaticano II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad Gentes, 26, en AAS L (1966) 877.
[14] Instrucción de la Sagrada Congregación para los Obispos De pastorali Migratorum Cura, “Nemo est”, 10, en AAS LXI (1969) 618.
[15] Ibidem.
[16] V. Discurso con ocasión del encuentro con los trabajadores extranjeros, en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III/II (1980) p. 1265.
[17] Cfr. Iglesia y movilidad humana, Segunda parte: “Pastoral de los emigrantes”, 5, p. 31.
[18] V. Per una Pastorale dei Rifugiati, 1 y 10, l.c., 101 y 105 y Documento del Pontificio Consejo “Cor unum” y del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes I rifugiati: una sfida alla solidarietà, 5, en EV 13/40 (1992) 1023.
[19] V. Orientaciones de la Pontificia Comisión para la Pastoral de las Migraciones y del Turismo, 10, l.c., 105 y Ecclesia in America, 65.
[20] Pontificia Comisión “Iustitia et pax”, La Chiesa di fronte al razzismo, 29, en EV 11/38 (1988) 935-936, y Ecclesia in America, 65.
[21] Iglesia y movilidad humana, 18.
[22] Mensaje a la ONU en ocasión del XXV aniversario de la Declaración universal de los derechos del hombre, en AAS LIII (1973) 677; v. Populorum Progressio, 14, 32, 47, 49, 54 y 58, en AAS LIX (1967) 264, 273, 280, 281, 283 y 285; I rifugiati: una sfida alla solidarietà, 8, 24, 33, l.c., 1024, 1032, 1036;  Ecclesia in Africa, 119; Ecclesia in America, 196,  Ecclesia in Europa, 18.
[23] Congregación para la Educación Católica, Carta circular a los Ordinarios diocesanos y a los rectores de sus Seminarios sobre la Pastoral de la movilidad humana en la formación de los futuros sacerdotes (1986), Annesso, 3, en EV 10 (1986-1987) 8-15; v. también Iglesia y movilidad humana, 33.
[24] V. Messaggio 1992, 6, e Iglesia y movilidad humana, 8.
[25] Ibid., 20.
[26] Sagrada Congregación del Clero, La collaborazione fra le chiese particolari,  17 , en EV 7/6 (1980) 259-260.
[27] Secretariado para los no Creyentes, L'atteggiamento della Chiesa di fronte ai seguaci di altre religioni, 31, en EV 9/51 (1984) 939. En 1986 se celebró en Zürich la Primera Consulta sobre asilo y protección, que llevó a la constitución del Comité Consultivo Internacional y Ecuménico para los Refugiados (IECCR), que durante algún tiempo se reunió anualmente. Después, en 1996, tuvo lugar una Consulta global ecuménica (en Etiopia) sobre la misión profética de las Iglesias en respuesta al desplazamiento masivo de las personas. A nivel de base existen, además, diversas formas de colaboración ecuménica, que es preciso reforzar y animar.
[28] Cfr. Mensaje 1990, Emigración y dilatación del Reino de Dios,  in OR 22 septiembre 1989
[29] Cfr. Iglesia y movilidad humana, 14.
[30] V. Ecclesia in Africa,  119, Ecclesia in America,  65, Ecclesia in Asia, 35; Ecclesia in Europa 103, y Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, 77, en AAS LXXIV (1978) 176.
[31] V. Iglesia y movilidad humana, 19 y 23; De Pastorali Migratorum Cura, 22,  l. c.,  625 y I rifugiati: una sfida alla solidarietà, 30, l. c., 1035.
[32] Juan Pablo II, Carta Encíclica  Redemptoris Missio, 82 y además 33 y 37 en AAS LXXXIII (1991) 328, 278, 282 ; v. también Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, 18 e 29, en AAS LXVIII (1976) 17 y 25.
[33] V. Mensaje 1990, 4, en OR 22 septiembre 1989.
[34] Carta a Diogneto 5.1, citada en Mensaje 1999, 2, en OR 21 febrero 1999.
[35] Mensaje 2001, La Pastoral de los emigrantes, camino para cumplir la misión de la Iglesia hoy, 6, en OR ed. sem. esp. 23 febrero 2001.
[36] V. People on the move, n. 91-92, abril-agosto 2003, p. 161.
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