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 Pontifical Council for the Pastoral Care of Migrants and Itinerant People

People on the Move

N° 104, August 2007

 

 

“nuestro andar ECLESIAL”:

la iglesia peregrina  

(Mensaje de Cuaresma del Cardenal Jorge Mario Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires, a los sacerdotes, consagrados, consagradas y fieles laicos de la arquidiócesis)*



Queridos hermanos:

Comenzamos el camino hacia la Pascua. Nuestro peregrinar se hace más intenso contemplando, desde ahora, el Misterio que nos restauró la Vida, el Misterio de nuestra reconciliación con Dios por medio de Cristo Jesús, que padeció, murió y resucitó por nuestros pecados.
Nos preparamos andando, y todo andar implica una partida, una salida. Como la de Abraham, como la de los profetas, como la de cualquiera de aquellos que un día, allá en Galilea, se pusieron en marcha para seguir a Jesús. La historia del pueblo de Dios y de la Iglesia está marcada desde su origen por la ruptura, la partida y los desplazamientos: Abrahán, Moisés, Elías, Jonás, Ruth, San Pablo, Antonio, el gran padre de los monjes, Domingo y Francisco, Ignacio, Teresa de Jesús y tantos otros. La intuición, respuesta a la gracia de estos grandes, hizo fecundas sus vidas y alimentó con su espíritu el andar de la Iglesia durante muchos siglos.

Esta característica, no simplemente geográfica, tiene mucho de simbólico: es una invitación descubrir en el trance de la itinerancia el movimiento del corazón que, paradójicamente, necesita salir para poder permanecer, cambiar para poder ser fiel. En esta tensión, sin embargo, nuestro corazón no deja de sentir las consecuencias del miedo.
Sin lugar a dudas que los tiempos cambian y las situaciones no se vuelven a repetir, pero los modos de afrontar la vida tienen rasgos muy comunes, y eso puede convertirse, para nosotros, en fuente constante de inspiración y sabiduría para afrontar nuestro momento.
Quisiera pedirles que vivamos intensamente como Iglesia orante, reflexiva, penitente y adoradora este tiempo de Cuaresma para que la gracia de la Pascua se derrame abundantemente sobre todos nosotros y todo el pueblo santo de Dios. Necesitamos responder con mayor fidelidad evangelizadora al desafío que esta ciudad de Buenos Aires y su gente nos presenta. Fidelidad que vamos tratando de descubrir desde lo que se llamó desde hace unos años “Estado de Asamblea”.
En este andar hacia la Pascua pienso ahora en Jonás; es un ícono profético pascual que el mismo Jesús utilizó para anunciar su muerte y su resurrección. Creo que la figura de este profeta escapista, desconforme, quejumbroso pero finalmente fiel puede ayudarnos en nuestro peregrinar cuaresmal-pascual.

Con el profeta descubrimos dos elementos que están presentes en el dinamismo de cada desplazamiento: la ruptura y la vinculación. El libro se abre con un mandato de “salida” dirigido por Dios a su profeta: “Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama en ella que su maldad ha llegado hasta mí”.

Jonás vivía tranquilo y ordenado, con ideas muy claras sobre el bien y el mal, sobre cómo actúa Dios y qué es lo que quiere en cada momento; sobre quiénes son fieles a la alianza y quiénes no. Tanto orden lo llevó a encuadrar con demasiada rigidez los lugares donde había que profetizar. Jonás tenía la receta y las condiciones para ser un buen profeta y continuar la tradición profética en la línea de “lo que siempre se había hecho”.

De pronto, Dios desbarató su orden irrumpiendo en su vida como un torrente, quitándole todo tipo de seguridades y comodidades para enviarlo a la gran ciudad a proclamar lo que El mismo le dirá. Era una invitación a asomarse más allá del borde de sus límites, ir a la periferia: Nínive, «la gran ciudad», era símbolo de todos los separados, alejados y perdidos. Jonás experimentó que se le confiaba la misión de recordar a toda aquella gente, tan perdida, que los brazos de Dios estaban abiertos y esperando que volvieran para curarlos con su perdón y alimentarlos con su ternura. Pero esto casi no entraba en todo lo que Jonás podía comprender, y se escapó. Dios lo mandaba a Nínive, y él se marchó en dirección contraria, a Tarsis, para el lado de España.
Las huidas nunca son buenas. El apuro nos hace no estar demasiado atentos y todo puede volverse un obstáculo. Embarcado hacia Tarsis se produce una tempestad y los marineros lo tiran al agua porque confiesa que él tiene la culpa. Estando en el agua un pez se lo traga. Jonás, que siempre había sido tan claro, tan cumplidor y ordenado, no había tenido en cuenta que el Dios de la alianza no se retracta de lo que juró, y es machaconamente insistidor cuando se trata del bien de sus hijos. Por eso, cuando a nosotros se nos acaba la paciencia, Él comienza a esperar haciendo resonar muy suavemente su palabra entrañable de Padre.

Y por segunda vez, con la misma frescura de la primera, le fue dirigida la palabra del Señor a Jonás en estos términos: “Vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama lo que yo te diga”. Jonás, ahora sí, va a Nínive y allí predica. Cuando Nínive se convierte, Jonás extrañamente, en lugar de alegrarse, presenta su queja a Dios: “¡Ay, Yahvé!... bien sabía yo que tú eres un Dios entrañable y misericordioso, tardo a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del mal...” Jonás se resistía dejar atrás todas sus ideas sobre Dios, para poder así revincularse con Él, que lo conduciría más allá de lo que conocía y creía que podía. Jonás no le temía a Nínive, a quien temía era a Dios y a su amor desconcertante y desmesurado.
Jonás era un testarudo. Había cercado su alma con el alambrado de esas certezas y convicciones que, en vez de dar libertad con Dios y abrir horizontes de mayor servicio a los demás, terminan por aprisionar el espíritu y ensordecer el corazón. Su pertinacia lo hacía prisionero de sí mismo, de sus puntos de vista, de sus valoraciones y sus métodos. Le costaba descubrir la voz de Dios. En ese microclima existencial había aislado su conciencia de la marcha del pueblo de Dios. No sabía de la intervención de Dios en medio de su gente, de la capacidad de conducir a su pueblo con su corazón de Padre. Para él ya estaba todo dicho y las cosas eran así y nada más. ¡Cómo endurece el corazón la conciencia aislada! Desconoce la alegría, el gozo del Espíritu Santo que sostiene la esperanza. La presión interior de su aislamiento habitualmente encuentra un camino de salida: la queja. Quien aísla su conciencia es quejumbroso de alma. Parece que, como los chicos de la parábola (Lc. 7,32), nada le viene bien. Santa Teresa advertía de esto a sus monjas: “Ay de la que dice: hiciéronme sinrazón”. Los coleccionistas de injusticias, los insatisfechos constantes, los que no saben de la felicidad de abrir su corazón al Señor que siempre está viniendo (el Erjómenos) suelen ser personas de conciencia aislada.

Ojalá podamos identificarnos con Jonás en mucho de lo que hoy vivimos en la Iglesia, y muy especialmente en nuestra Iglesia arquidiocesana en este desconcertante “Estado de Asamblea”. El encuentro con la realidad particular de nuestra ciudad y sus exigencias, con sano interés, nos interpeló a buscar “cómo ser hoy Iglesia en Buenos Aires”. Pero también, acudiendo a una memoria repetidora, esperábamos y buscábamos en el estado de asamblea un tiempo para decidir y planificar. Sin embargo el Señor nos pateó el tablero y nos fue llevando con su Espíritu a posar nuestra mirada sobre la gente: para no ver lo que queremos ver, sino aquello que es. Así reconocimos experiencialmente las heridas y las fragilidades de nuestro pueblo que también son las nuestras. Porque, en la medida que nos involucramos con la vida de nuestro pueblo fiel y la sentimos en sus heridas más hondas podemos ponernos, a la luz del Evangelio, a pensar y discernir lo que necesita. Un pensar y discernir distinto: no el del que, a modo funcionalista, busca soluciones rápidas y prearmadas, sino el de aquel que desde la rumia en un corazón que busca dejarse iluminar y trasformar por la oración, y desde la confrontación con los otros, permite que sea Dios el que hable y no los viejos conocimientos, las recetas mágicas o las mañas bautizadas.
Por las heridas y fragilidades Dios nos habló pidiéndonos el bálsamo de la gracia que cura, la fuerza del Evangelio que se hace Buena Noticia que anima y presencia fraterna que sostiene. El pueblo fiel de Dios nos pidió la ternura del Padre que sólo podemos acercarle en la medida en que renovamos nuestro fervor apostólico siendo osados testigos del amor de Aquel “que nos amó primero”.

Igual que a Jonás, la realidad hacia la que somos enviados se nos presenta difícil y avasallante. Aparecen nuevas exigencias que nos piden repuestas inéditas. Mientras antes nos podíamos arreglar muy bien solos haciendo las cosas a nuestra manera, la fragmentación que vive nuestra sociedad nos pone frente a la exigencia evangelizadora de una identidad eclesial que brote de una mayor comunión. Este espíritu de comunión fortalecerá nuestra unidad con la armonía del Espíritu Santo y también nos defenderá del vértigo con que somos tentados al ver que se nos tambaleen las seguridades y que incluso el sistema de trabajo pastoral que hemos probado mucho tiempo y sentimos como inamovible puede tener que adquirir una nueva forma.
En nuestro andar eclesial hemos hecho y seguimos haciendo enormes esfuerzos por distintos caminos, hemos sostenido y sostenemos diversas formas de pastoreo, hemos afrontado y seguimos afrontando crisis y sacudones, vimos y vemos cómo muchos de los proyectos a los que dedicamos tiempo y esfuerzo se nos revelan incapaces de sostener nuestros anhelos y buenas expectativas evangelizadoras, a medida que mucha gente se nos queda por el camino.

Sin embargo, una y otra vez volvemos a empezar después de cada tormenta. Pero cuando creemos estar tranquilos en el vientre de la ballena nos sorprende la evidencia de que todo lo realizado no ha sido más que una etapa, y que ahora la ballena nos ha vomitado en la Nínive de un mundo en el que Dios parece estar más ausente que un rato antes y al que nosotros, con las palabras que decimos, no le interesamos y los valores que tratamos de anunciar le resultan sin importancia y pasados de moda. Esta realidad nos llamó, como Iglesia arquidiocesana, a procurar el modo de acoger a todos nuevamente haciendo de nuestras parroquias y geografías pastorales santuarios donde se experimente la presencia de Dios que nos ama, nos une y nos salva.

Nuestra identidad y valoración se sienten amenazadas; no ejercemos como antes el liderazgo moral ni tenemos un lugar social de relevancia; se nos presentan problemas para los que aparentemente no tenemos la respuesta. Somos minoría y nos resistimos a ser uno dentro de tantos. Sigue siempre latente la tentación de huir a una "Tarsis" que puede tener muchos nombres: individualismo, espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, dependencia, instalación, repetición de esquemas ya fijados, dogmatismo, nostalgia, pesimismo, refugio en las normas...

Desde la queja por los problemas que tenemos: (faltan laicos comprometidos, la gente no entiende –el obispo tampoco-, la gente viene a usarnos –el obispo también-, no se puede todo, nadie se da cuenta de lo que pasa, nadie se preocupa) tal vez nos estamos resistiendo a salir de un territorio que nos era conocido y manejable. Sin embargo, las mismas dificultades pueden ser como la tormenta, la ballena, el gusano que secó el ricino de Jonás o el viento y el sol que le quemaron la cabeza; y lo mismo que para él, pueden tener la función de forzarnos a regresar de nuestros evasivos “Tarsis”, para acercarnos a Nínive y, sobre todo, perderle el miedo a ese Dios que es ternura y viene a nosotros para cercarnos con su gracia y llevarnos a una itinerancia constante y renovadora.

Lo mismo que Jonás, podemos escuchar una llamada persistente que vuelve a invitarnos a correr la aventura de Nínive, a aceptar el riesgo de protagonizar una nueva evangelización, fruto del encuentro con Dios que siempre es novedad y que nos empuja a romper, partir y desplazarnos para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y las fronteras, allí donde está la humanidad más herida y donde los hombres, por debajo de la apariencia de la superficialidad y conformismo, siguen buscando la respuesta a la pregunta por el sentido de la vida. En la ayuda para que nuestros hermanos encuentren una respuesta también nosotros encontraremos renovadamente el sentido de toda nuestra acción, el lugar de toda nuestra oración y el valor de toda nuestra entrega.

Tratemos de caminar este año levantando la mirada para ver bien lejos y después encontrar, bien adentro de nosotros, lo que tenemos que ir dejando para que Jesús como maestro evangelice; para llegar a dónde llegó nuestra mirada desde el Espíritu. Desplacémonos sin miedo a toda periferia, a todo borde, unidos en la Iglesia, Asamblea unida y sostenida por el Dios de la Vida. Que este andar sea discernidor de lo que se necesita; y cada paso nuevo, provocador del que tendremos que dar, sin previsibilidades ni recetas mágicas sino con apertura generosa al Espíritu que va conduciendo la historia por los camins de Dios.

Les pido, por favor, que recen por mí. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Afectuosamente.
 

el tiempo de estado de asamblea
para un examen de conciencia personal y comunitario


1. ¿Vivimos este tiempo como un momento eclesial de encuentro con el Señor? ¿Hemos puesto cada día en la Eucaristía nuestra realidad Arquidiocesana? ¿Sentimos el llamado a renovar los vínculos de caridad fraterna? ¿hemos hecho el ejercicio de ponerlo en práctica? ¿Tratamos de superar el individualismo para crecer en la conciencia de pertenencia al único pueblo de Dios?

2. ¿Amasamos el estado de asamblea en oración? ¿Le hemos dado lugar en nuestra oración personal o lo asumimos formalmente? ¿Hemos puesto a nuestras comunidades en estado de oración? ¿Se cruzaron en este tiempo las coordenadas del dialogo con Dios en la oración y con los hermanos en la búsqueda del bien eclesial?

3. ¿Supimos recoger las inspiraciones que el Espíritu Santo dio a las personas, a los diversos grupos parroquiales, movimientos apostólicos y bautizados que no pertenecen a ninguna institución? ¿Nos entregamos a la acción del Espíritu para que armonice nuestra tarea pastoral? ¿Hemos puesto en práctica los medios y la metodología sugerida u otra para escuchar al Pueblo de Dios inspirado por el Espíritu?
4. ¿Qué “espíritu” nos animó durante este tiempo? ¿Cuál fue el movimiento espiritual al que me impulsa el estado de asamblea? ¿Nos movimos con la libertad del Espíritu? ¿Pedimos a Dios la gracia de ser libres en el Espíritu? ¿Esta libertad estuvo enmarcada en una actitud obediencial a Jesucristo y a su esposa la Madre Iglesia y orientada a la santidad? ¿Nos sentimos libres para afrontar purificaciones y correcciones?
5. ¿Vivimos nuestras fragilidades como un camino de gracia para crecer en santidad? ¿Supimos discernir para encontrar la Voluntad de Dios? ¿Ha crecido mi sentimiento de protagonismo frente a este momento histórico de nuestra Iglesia? ¿Me dejé llevar y arrastrado a otros al pesimismo frente a este nuevo tiempo? ¿Â“La queja” me ha defendido de comprometerme en un proyecto común? ¿Experimento que he aportado positivamente, o me he mantenido al margen o incluso he actuado negativamente?

6. ¿En este proceso supimos decir la verdad en la caridad? ¿Tuvimos el corazón preparado para descubrir la verdad en la caridad en medio de otras “verdades”? ¿Nos esforzamos en superar desencuentros? ¿Tratamos de perdonarnos mutuamente? ¿Nos abrimos misericordiosamente a las miserias de nuestros hermanos? ¿Nos hemos hecho eco de criticas y nos dejamos llevar por el espíritu de crítica y murmuración? ¿Hemos desacreditado las opiniones, opciones y trabajos de otros? ¿Fomentamos y trabajamos por la unidad poniendo gestos concretos? ¿Nos esforzamos en el buen pensar acerca de las intenciones de los otros? ¿Procuramos mirar sin prejuicios las acciones ideas o propuestas de los demás? ¿Hicimos pasar por el propio tamiz todo lo que no provenía de nuestra cosecha? ¿Buscamos escuchar a los demás y expresarnos haciéndonos cargo en Dios de lo que dijimos o de lo que recibimos?

7. ¿Tratamos juntos de encontrar caminos y expresiones de nueva evangelización para nuestra ciudad? ¿Sentimos la tentación de aferrarnos a lo conocido ante la realidad que nos desborda? ¿Disimulamos la importancia, la exigencia de este nuevo tiempo con el desinterés o escepticismo en lugar de descubrir los signos que Dios quiere ir mostrando?

8. ¿Procuramos que nuestras comunidades sean un recinto de verdad, de libertad y de amor? ¿Nuestra acción evangelizadora da motivos y anima a otros a seguir esperando? ¿Supimos renunciar al propio parecer, a la propia postura ante la indicación del Señor? ¿Buscamos edificar la Iglesia en el discernimiento personal y comunitario? ¿Creció nuestro ardor apostólico? ¿Nos sentimos motivados a acercarnos a los más alejados? ¿Nos conformamos derrotistamente a seguir manteniendo aquello en lo que nos sentimos seguros y cómodos?


 

* Buenos Aires, 21 de febrero de 2007, Miércoles de Ceniza

 

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