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 Pontifical Council for the Pastoral Care of Migrants and Itinerant People

People on the Move

N° 108, December 2008

 

 

El desafío de las migraciones en un mundo globalizado

(Santiago del Chile, 29 septiembre – 3 octubre)

 

Cardenal Renato Raffaele MARTINO

Presidente del Consejo Pontificio

para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes

 

Me alegra mucho estar en esta lindísima tierra de Chile y participar en la XI Jornada Migratoria Incami cuyo tema es “Jóvenes y Migración”. Saludo cordialmente a todos los participantes en este encuentro. Mi intervención,“El desafío de las migraciones en un mundo globalizado”, aborda uno de los temas más candentes de nuestro tiempo.

La globalización[1] es una palabra que circula con gran insistencia en la boca de todos en la sociedad contemporánea, y cada uno de nosotros, por un motivo o por otro, constata directamente la irrupción del fenómeno de la globalización en la vida social, económica, política y religiosa.

¿Qué ha aportado, pues, de positivo y de negativo, la globalización a la sociedad contemporánea?

Se trata de un sistema que ha proporcionado enormes ventajas a algunos, y a otras personas ha causado el empeoramiento de sus condiciones de vida y muchas desventajas. Por eso suscita inquietudes planetarias y produce cambios profundos e inevitables. Se pone en marcha porque la economía de mercado y el sistema capitalista de división del trabajo han asumido dimensiones mundiales; esto ha llevado a las grandes empresas a salir de las fronteras nacionales y a trasladar el trabajo y los establecimientos donde les es más conveniente; ha causado una intensificación de las relaciones comerciales a nivel global, gracias a la creación de un enorme mercado que se funda en el libre intercambio; además, las multinacionales económicas y las organizaciones políticas internacionales han adquirido una importancia creciente, en perjuicio de los Estados que están perdiendo siempre más poder. La globalización ha llevado a una radicalización del desarrollo industrial y a la explotación intensiva de los recursos medioambientales, lo que crea problemas ecológicos a escala planetaria. A esto se agrega el extraordinario poder tecnológico de los media que tienen los países industrializados y que automáticamente lleva a la difusión global de sus propias noticias y de su cultura, causando en muchas regiones del mundo la pérdida del concepto de identidad cultural local.

La globalización ha tenido también efectos positivos. Se han fortalecido algunas economías débiles; se ha reducido la impresión de aislamiento en los países más pobres; las ayudas que llegan del exterior y de las Organizaciones Internacionales han aportado beneficios: ha aumentado la alfabetización y se ha limitado la difusión de muchas enfermedades; en fin, en algunas zonas ha progresado el PIL y la agricultura. No obstante, en general, la pobreza global (los que tienen hambre) ha aumentado y el camino por recorrer para mejorar las condiciones de vida en los países en desarrollo es todavía muy largo. En todo caso, es preciso poner de relieve que la globalización ha despertado una mayor responsabilidad en los ciudadanos del mundo. Gracias a las nuevas tecnologías de comunicación y a su bajo costo, el ‘grito de dolor’ que sale de los países en desarrollo es escuchado por todos, así como son visibles los daños ecológicos causados por la explotación intensiva de los recursos naturales.

La globalización ha creado, por decirlo así, un nuevo mercado del trabajo y, por consiguiente, anima a emigrar. Otro factor que estimula a las personas a hacerlo es la aspiración humana a buscar condiciones de vida mejores. Hay que señalar, además, el deseo de huir de la miseria, de las calamidades naturales y de los conflictos locales e internacionales, así como de las persecuciones políticas y religiosas, valiéndose también de la reunificación familiar. En fin, hay que destacar que la globalización de las comunicaciones ha dado mayor impulso a la ilusión de que la vida en el exterior es mas fácil y satisfactoria, provocando la fuga de millones de personas de sus países de origen.

La migración, en todo caso, es uno de los fenómenos más problemáticos y controvertidos del mundo globalizado, tanto por sus causas como por sus consecuencias. Por lo que se refiere a los países de destino, se plantean los problemas de reglamentación y control de los flujos migratorios que llegan, y de la permanencia de los inmigrados. No olvidemos que la globalización ha abierto los mercados a nivel internacional, pero no ha derrumbado los muros de las fronteras nacionales para permitir una libre circulación de las personas. El fenómeno migratorio plantea un auténtico problema ético: la búsqueda de un nuevo orden económico internacional para lograr una distribución equitativa de los bienes de la tierra. De aquí la necesidad de un compromiso más firme para crear sistemas educativos y pastorales con miras a una formación al sentido de la ‘mundialidad’, a una nueva visión de la comunidad mundial considerada como familia de pueblos a la que están destinados los bienes de la tierra dentro de una perspectiva del bien común.

En el mundo globalizado reina una Weltanschauung a menudo perversa. Prevalecen, de hecho, el egoísmo y el deseo de una satisfacción inmediata de las necesidades materiales, olvidando los deberes de solidaridad y responsabilidad. La familia se considera con frecuencia como una convivencia ‘pasajera’, que se puede disolver, con las consiguientes distintas formas que asume: pienso sobre todo en las familias ‘monoparentales’ y ‘reconstruidas’. Las familias de los migrantes también están sumergidas en estas realidades no libres de conflictos entre marido y mujer, de separaciones y divorcios. En la relación entre padres e hijos influyen sus modos de vivir. En los rostros de esos muchachos se nota a veces un gran sufrimiento, soledad y desequilibrio. La migración juvenil es un fenómeno muy complejo. Se perciben notables diferencias entre los jóvenes que han nacido en los países receptores, o que han llegado desde pequeños y han vivido intensamente la experiencia migratoria de sus padres, y siguen hablando el idioma del país de origen, han regresado con frecuencia a visitar su tierra (y, en cierto modo, se sitúan en una condición de continuidad), y otros jóvenes que, aunque hayan permanecido con sus padres, han rechazado con más fuerza el ambiente sociocultural del lugar de origen y sin dejar de reconocerlo consideran el país de acogida menos ajeno a sus proyectos de inserción. Hay que señalar que los hijos de emigrantes que han llegado en un nuevo país mucho tiempo después de sus padres tienen que afrontar graves obstáculos: una infancia sin sus padres, el alejamiento repentino de sus abuelos o de quien los ha criado, la reunión con esos seres queridos que para ellos son casi desconocidos y la inserción en una sociedad que al principio les es incomprensible.

Los jóvenes inmigrados se encuentran con frecuencia solos, casi en medio de dos culturas, en una ‘tierra de nadie’. Se trata de una juventud inquieta y abandonada a sí misma porque sus padres tienen que afrontar un trabajo pesado y a veces muy humilde, hecho de sacrificios. Todo esto hace que esos jóvenes inmigrados vivan en una situación de gran incertidumbre, que les impide pensar en un proyecto creíble para el futuro, que multiplica los caminos de marginalización y, por consiguiente, abre las puertas a circuitos desarrollados de criminalidad, prostitución, alcohol, droga y robo.

La actividad pastoral en favor de las familias inmigradas se debe encarnar en la situación existencial de cada un de sus miembros y es fundamental para el testimonio. el calor de una sincera amistad con el que es diferente y llega de lejos es el testimonio más hermoso que se puede dar y que puede preparar al anuncio explicito del Evangelio.

Juan Pablo II subrayó en su Carta a las Familias la importancia de «descubrir los testimonios de amor y solicitud de la Iglesia por la familia: amor y solicitud expresados ya desde los inicios del cristianismo, cuando la familia era considerada significativamente como “iglesia doméstica”. En nuestros días recordamos frecuentemente la expresión “iglesia doméstica”, que el Concilio ha hecho suya (cf. Lumen Gentium, 11) y cuyo contenido deseamos que permanezca siempre vivo y actual»[2]. El sentido más profundo de esta expresión, que resume toda la dimensión religiosa de la familia, se encuentra en la analogía entre vida familiar y vida trinitaria. Así lo indica el Catecismo de la Iglesia Católica: «la familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios. Es llamada a participar en la oración y el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana y la lectura de la Palabra de Dios fortalecen en ella la caridad. La familia cristiana es evangelizadora y misionera»[3].

En el mundo globalizado se está volviendo siempre más numerosa la emigración femenina, que se ve muy golpeada por el sufrimiento. Las mujeres a menudo son contratadas como trabajadoras domésticas y empleadas en el trabajo sumergido; con frecuencia son despojadas de los derechos humanos y sindicales más elementales y se abusa de ellas en la esfera doméstica. Los derechos de las mujeres migrantes han de ser salvaguardados doblemente: como emigradas y como mujeres (cf. EMCC n. 5). Las mujeres emigradas constituyen también la mayoría de las que están separadas legalmente, divorciadas o viudas; muchas de ellas se aventuran fácilmente en la práctica del aborto, lo que pone de relieve la enorme exposición a los traumas de una situación familiar en peligro. En el campo de la emigración femenina hay que mencionar en especial la plaga del “tráfico humano”, que ya no exime ni siquiera a los niños.

Juan Pablo II, con ocasión de la Jornada Mundial del Emigrante, en 1995, intervino al respecto y condenó severamente «las formas de violencia sexual de las que a menudo son víctimas las mujeres» y la «cultura hedonista y mercantil difundida, que promueve la explotación sistemática de la sexualidad» (n. 5), lanzando luego un llamamiento a los Estados y a las Instituciones internacionales para que «se haga todo lo necesario para devolver a las mujeres el pleno respeto de su dignidad y del papel que les pertenece», distinto al del hombre[4].

Con igual autoridad, el Papa Benedicto XVI hizo un llamamiento sobre la mujer migrante en su mensaje de 2006 para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado. En él denunció claramente la condición particular de las mujeres y jovencitas destinadas, a su llegada al país de destino, «a ser explotadas en el trabajo, casi como esclavas, y a menudo también en la industria del sexo»[5].

El número creciente de migrantes en el mundo globalizado debe comprometer a todos los cristianos a seguir la invitación de Cristo: “Id por todo el mundo y predicad la buena noticia a toda criatura” (Mc 16,15). Se trata de anunciar el Evangelio ahora, sin trasladarse a países lejanos, como hacían nuestros misioneros, sino en el propio ambiente, donde viven a menudo hombres de todas las razas.

La Iglesia ha prestado siempre una particular atención a los que han dejado sus casas y sus familias, lo testimonia la Instrucción Erga migrantes caritas Christi de nuestro Pontificio Consejo.

La acogida[6] es la actitud del apostolado específico para el fenómeno migratorio (cf. n. 38 y nn. 49-55 de EMCC). La Iglesia, al acoger a los inmigrados, no hace discriminaciones de nacionalidad, raza o credo religioso. «La acogida a los emigrantes se funda plenamente en el amor a Cristo, con la seguridad de que el bien que se hace al prójimo, en especial al más necesitado, se le hace a Él» (EMCC n. 40).

La acogida a personas de distinta nacionalidad, etnia y religión contribuye a dar visibilidad a la auténtica fisonomía de la Iglesia misma (cf. Gaudium et Spes n. 66). En la acogida eclesial, se ofrece a los migrantes católicos la oportunidad privilegiada, aunque sea en medio del dolor, de llegar a un mayor sentido de pertenencia a la Iglesia Universal (cf. EMCC n. 39).

La cooperación entre las Iglesias de origen y de llegada es fundamental para este tipo de pastoral. EMCC, en el n. 28, considera las Iglesias locales emisoras y receptoras como pilares fundamentales en la obra pastoral en favor de los migrantes. La Iglesia local de destino tiene que comprometerse a ofrecer un apostolado apropiado a los fieles inmigrados. Es importante, en todo caso, y quizás decisivo, para ellos, que los acompañe un sacerdote, o agente de pastoral de su propio país que comparte la misma cultura, o al menos un presbítero que hable su idioma y conozca su cultura. Esta cercanía cultural y lingüística es muy importante para ayudarles a vivir y crecer en la fe y afrontar, como cristianos, las muchas vicisitudes de cada día en el país que los acoge.

Conclusión

Los desafíos relacionados con el campo de la emigración en nuestro mundo globalizado son muchos, y las respuestas que ellos exigen son igualmente numerosas. Una pregunta resume brevemente lo que hemos dicho, y es la siguiente: ¿cómo podemos llegar pastoralmente a las personas, a las comunidades que viven fuera de su propia patria, y hacerles experimentar el amor cristiano?

El actual mundo globalizado compromete a la Iglesia a afrontar, día tras día, las causas que provocan las oleadas migratorias y las consecuencias existenciales a las que se ven sometidos los inmigrados. La misión de la Iglesia consiste, pues, en prestar socorro especialmente a los inmigrados que tienen dificultades para sobrevivir, ayudarles a encontrar un trabajo y una vivienda dignos, y a insertarse en el tejido social de la nación que los acoge. La Iglesia está cerca de los emigrados, de las víctimas del tráfico de vidas humanas, de todos los que están implicados en el fenómeno de la movilidad humana, y está llamada a comprender sus problemas, a apoyar sus justas reivindicaciones, a defender su causa en los distintos contextos y en cada uno de los países receptores, para promover leyes que contribuyan a mejorar su vida.

Surge, pues, la necesidad de dialogar y colaborar con los que siguen a Dios por un camino distinto del nuestro, y con los hombres de buena voluntad, para crear, juntos, un mundo más solidario y unido, que sepa dar respuestas concretas también a la problemática migratoria.

Como ustedes pueden ver, los dejo regresar a sus diócesis y parroquias, a sus centros y a sus casas, no con las manos vacías, sino con el entusiasmo  lo espero , de los primeros apóstoles cristianos, siguiendo el ejemplo de tantos santos sacerdotes y laicos, que han prestado sus servicios a las personas en movilidad humana, para que ustedes, como ellos, puedan aportar una pequeña piedra para construir el edificio de la caridad cristiana, con la esperanza de que un día todos los pueblos de la tierra puedan finalmente respetarse y también amarse plenamente.

 

[1]  Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, 8: AAS XCV (2003), 655 y Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis 69 y 72: L’Osservatore Romano, 17 de octubre, 2003, p. 12; Benedicto XVI, Mensaje a la Profesora Mary Ann Glendon, Presidenta de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, con ocasión de la XIII Sesión Plenaria: L’Osservatore Romano, 2-3 de mayo, 2007, p. 6; Tarcisio Bertone, Secretario de Estado, Giustizia internazionale e “governance” internazionale nel contesto della crisi del multilateralismo, XIII Sesión Plenaria de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales: L’Osservatore Romano, 2-3 de mayo, 2007, p. 7; Stephen Fumio Hamao, Globalizzare la solidarietà con i migranti, People on the Move, n. 91-92 (2003) p. 257; Agostino Marchetto, Mondialiser la solidarité, Banque de Développement du Conseil de l’Europe, 13 Novembre 2006, sobre “La cohésion sociale, condition de la croissance?”, Actes du 50ème anniversaire du CEB, Paris (2006) pp. 44-45; idem, Globalizzare la Solidarietà, People on the Move, n. 102 (2006) p. 365; idem, Flows of human mobility worldwide: consequences and expectations, People on the Move, n. 91-92 (2003) p. 45; idem, Globalizzazione, Migrazioni e Povertà (aspetti ecclesiali), People on the Move, n. 90 (2002) p. 86; idem, La globalizzazione nella visione di Giovanni Paolo II, in Pontificio Consiglio della Pastorale per i Migranti e gli Itineranti, La sollecitudine della Chiesa verso i Migranti, Quaderni Universitari, Nuova Serie, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2005, pp. 41-47; Gergely Kovács, L’Identità culturale nell’era della globalizzazione: Tentazione nostalgica o sfida per la Chiesa, People on the Move, n. 86 (2001) pp. 21-29.

[2]  Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 2 de febrero 1994, n. 3.

[3]  Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2205.

[4]  Juan Pablo II, Mensaje con ocasión de la Jornada Mundial del Emigrante de 1995, sobre el tema “Solidarietà, accoglienza, tutela da abusi e protezione a favore della donna sempre implicata nell’emigrazione”: L’Osservatore Romano, 3 de septiembre, 1994, p. 4; cf. Intervento di Mary Ann Glendon, Capo Delegazione della Santa Sede a Pechino: L’Osservatore Romano, 6 de septiembre, 1995, p. 7; cf. Agostino Marchetto, La donna Migrante, People on the Move, n. 101 (2006) pp. 129-137.

[5] Cf. Benedicto XVI, Mensaje con ocasión de la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado de 2006, sobre el tema “Emigrazione segno dei tempi”: L’Osservatore Romano, 29 de octubre 2005, p. 4; Agostino Marchetto, Le migrazioni: segno dei tempi, in Pontificio Consiglio per la Pastorale dei Migranti e degli Itineranti, Quaderni Universitari, Nuova Serie, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2005, pp. 28-40.

[6]  Cf. Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, Migranti e Pastorale d’Accoglienza, Quaderni Universitari, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2006.

 

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